XVII

EN aquella época eran muy numerosos los médicos extranjeros que ejercían en París. Había entre ellos mucha celotipia profesional, por lo cual no es de extrañar que una buena parte cayera sobre mí. Tampoco éramos muy queridos de nuestros colegas franceses, por el monopolio que teníamos de la rica colonia extranjera, clientela indudablemente mucho más lucrativa que la suya. Precisamente entonces surgió en la Prensa una agitación para protestar contra la cantidad cada vez mayor de médicos extranjeros en París, llegando a insinuar que, a menudo, muchos de ellos ni siquiera estaban provistos de un regular diploma de Universidad reconocida. Esto originó una orden del Prefecto de Policía a todos los médicos extranjeros, para que, antes de fin de mes, presentasen su título, con objeto de ser comprobado. Yo, con mi licenciatura de la Facultad de París, estaba, naturalmente, a salvo; casi olvidé la orden y me presenté precisamente el último día en la comisaría de mi barrio. El Comisario, que me conocía un poco, me preguntó si había oído hablar de cierto doctor que vivía en mi misma avenida; contesté que lo único que sabía era que debía de tener una gran clientela; había oído hablar de él a menudo, y también a menudo había admirado su elegante coche esperándolo a la puerta de casa.

Dijo el Comisario que no lo admiraría mucho tiempo, porque estaba en su lista negra; no se había presentado con el título porque no lo tenía; era un charlatán y acabaría por ser pincé. Decíase que ganaba doscientos mil francos anuales, más que muchos médicos célebres de París. Observé que no había ninguna razón para que un charlatán no pudiese ser un buen médico; un título significaba poco para sus enfermos, si él podía aliviarlos. Un par de meses después, el mismo Comisario me contó el fin de la historia. El doctor se presentó a última hora, solicitando una entrevista particular. Mostró el título de una notable Universidad alemana y suplicó al Comisario que le guardase el secreto, porque su enorme clientela la debía al hecho de ser considerado por todos como un charlatán. Dije al Comisario que no tardaría en ser millonario aquel hombre si supiera de Medicina la mitad de lo que sabía de psicología.

Mientras volvía a casa no envidiaba a mi colega por sus doscientos mil francos anuales, sino porque sabía lo que ganaba. Mucho tiempo llevaba yo deseando conocer mis ingresos. Que ganaba mucho, parecía cierto; siempre tenía dinero en abundancia cuando lo necesitaba para algo. Poseía un hermoso piso, un elegante coche, una cocinera elegante, y desde que se había marchado Mamsell Ágata invitaba con frecuencia a mis amigos a cenar en la Avenue de Villiers, ofreciéndoles lo mejor de cada cosa. Dos veces había ido a Capri; una, para comprar la casa de mastro Vincenzo; otra, para ofrecer una importante suma de dinero al desconocido propietario de la capillita derruida de San Michele; necesité diez años para ultimar este asunto. Ya desde entonces, apasionado por el arte, mis habitaciones de la Avenue de Villiers estaban llenas de tesoros de los tiempos pasados, y más de una docena de hermosos relojes antiguos daban las horas de mis frecuentes noches de insomnio. Por razones inexplicables, estos períodos de riqueza solían ser interrumpidos por otros en los que no tenía un céntimo. Lo sabía Rosalía, lo sabía el portero, hasta lo sabían los proveedores. También lo sabía Norström, porque hubo de prestarme dinero con frecuencia. Decía que aquello sólo podía explicarse por algún defecto de mi mecanismo cerebral, y que el remedio sería llevar las cuentas con exactitud y enviar regularmente las facturas a mis enfermos, como hacían los demás médicos. Contesté que sería inútil tratar de llevar mis cuentas, y en cuanto a mandar las facturas, nunca lo había hecho y no lo haría. Nuestra profesión no es un comercio, sino un arte; este tráfico con el sufrimiento es una humillación para mí. Me sonrojaba hasta la raíz del cabello cuando un enfermo dejaba su moneda de veinte francos sobre la mesa, y cuando me la ponía en la mano sentía deseos de pegarle. Norström decía que esto no era más que pura vanidad y presunción, que debía coger todo el dinero que pudiera, como hacían todos mis colegas, aunque me lo ofreciese el empresario de pompas fúnebres. Replicaba yo que nuestra profesión era un ministerio sagrado, al mismo nivel que el del sacerdote, si no más elevado, en el que debiera estar prohibido por la ley el exceso de ganancia. Los médicos debieran estar pagados por el Estado, y bien pagados, como los jueces en Inglaterra. Quien no aprobase este sistema debería dejar la profesión e ir a la Bolsa o abrir un comercio. Los médicos deberían proceder como los sabios, honrados y protegidos por todos los hombres. Debieran tener la libertad de tomar lo que quisieran de sus enfermos ricos para los pobres y para sí mismos, en vez de contar las visitas y escribir facturas. ¿Qué es para el corazón de una madre el valor en dinero de la vida de su hijo salvado? ¿Cuáles son los justos honorarios por quitar el miedo a la muerte de un par de aterrados ojos con una sola palabra de confortación o con un simple toque de la mano? ¿Cuánto se debe pedir por cada segundo de lucha con la muerte que nuestra jeringa de morfina arrebata a la Ejecutora? ¿Hasta cuándo vamos a imponer a la humanidad doliente todas esas costosas medicinas patentadas y drogas de etiqueta moderna, pero cuyas raíces se encuentran en la superstición medieval? Sabemos de sobra que nuestras drogas eficaces pueden contarse por los dedos y que nos las suministra muy baratas la benévola madre Naturaleza. ¿Por qué yo, que era un médico de moda, había de ir en un elegante carruaje, mientras mi colega de los barrios pobres tenía que caminar a pie? ¿Por qué gasta el Estado mil veces más en enseñar el arte de matar que el arte de curar? ¿Por qué no se construyen más hospitales y menos iglesias? Se puede rezar a Dios en cualquier sitio, pero no operar en el arroyo. ¿Por qué se construyen tan cómodos hogares para los asesinos profesionales y los ladrones, y tan pocos para los pobres sin techo de los barrios bajos? ¿Por qué no se les dice a aquéllos que han de ganarse la vida por sí mismos? No hay hombre ni mujer que no pueda ganarse el pan de cada día, aunque esté recluido en una cárcel, cuando se le obliga a elegir entre comer o no comer. Siempre se ha dicho que la mayoría de los habitantes de las prisiones está constituida por débiles mentales o ininteligentes, individuos más o menos irresponsables. Esto es un error. Su grado de inteligencia no está, generalmente, por debajo, sino por encima de la mediana. Todos los que cometen un primer delito debieran ser condenados a un período mucho más breve de cárcel, sometidos a una dieta muy ligera y a repetidos y severos castigos corporales. Deberían ceder el puesto a los padres de los hijos abandonados e ilegítimos y a los rufianes, tan abundantes hoy entre nosotros. La crueldad con los animales indefensos es, a los ojos de Dios, un pecado mucho peor que el robo con escalo, y, sin embargo, sólo se castiga con una pequeña multa.

Todos sabemos que el acumular excesiva riqueza es muchas veces un hurto, hábilmente ocultado, a los pobres. Nunca he visto un millonario en la cárcel. La habilidad de sacar dinero de cualquier cosa es un don especial de valor moral muy incierto. A quien posee esa facultad se le debería permitir continuar, con la sola condición de que, como las abejas, gran parte de sus panales de oro fuera distribuida entre los que no tienen miel para untar su pan cotidiano. A los demás habitantes de las prisiones, los criminales inveterados, los asesinos a sangre fría, etc., en vez de permitirles pasar la vida con relativa comodidad, con un gasto superior al precio de una cama permanente en un hospital, se les debería dar una muerte sin dolor, no como castigo, porque nosotros no tenemos ningún derecho a juzgarlos ni a castigarlos, sino por la protección común. Inglaterra tiene razón, como siempre. Además, esos malhechores no tendrían, realmente, ningún derecho a quejarse de ser tratados severamente por la sociedad, si sus delitos eran recompensados con el privilegio más grande que puede concederse al hombre, un privilegio que suele ser negado a sus semejantes como recompensa por sus virtudes: el de una rápida muerte.

Norström me aconsejaba que abandonase la idea de reformar la sociedad, creyendo que no era ésa mi misión, y que me cuidase únicamente de la Medicina. Hasta entonces no tenía ningún derecho a quejarme del resultado. Pero le asaltaban graves dudas acerca de los buenos resultados de mi idea de andar como un chamarilero entre mis pacientes, trocando mis servicios por objetos. Se aferraba a su convicción de que lo más seguro era el antiguo sistema de enviar las cuentas. Dije que yo no estaba muy convencido, porque si bien era cierto que algunos de mis enfermos, después de haberme escrito un par de veces pidiéndome la cuenta sin obtener respuesta, se iban sin pagarme (esto nunca sucedía con los ingleses), otros, en cambio, solían enviarme sumas superiores a las que hubiera pedido si les hubiese enviado la cuenta. Aunque la mayoría de mis enfermos parecía preferir desprenderse de dinero antes que de objetos, apliqué con éxito mi sistema en diversas ocasiones. Uno de mis objetos más preciosos es una vieja capa loden[77] que hice me diera una vez Miss C. el día en que se marchaba a América. Mientras paseaba conmigo en mi coche para tener tiempo de expresarme toda su eterna gratitud y la imposibilidad de recompensarme por todas mis atenciones, advertí sobre sus hombros una vieja loden. Era precisamente lo que quería. La extendí sobre mis rodillas y dije que iba a quedármela. Me hizo observar que la había comprado diez años antes en Salzburgo y que le tenía mucho cariño. Le respondí que también yo se lo tenía. Propuso ir inmediatamente al Old England, donde tendría muchísimo gusto en regalarme la más costosa capa escocesa que tuvieran. Dije que no quería ninguna capa escocesa. Debo advertir que Miss C. era más bien irascible y que me había dado mucho quehacer durante varios años. Se enfadó tanto, que saltó del coche sin despedirse siquiera y se embarcó para América al día siguiente. No la he vuelto a ver.

Recuerdo también el caso de Lady Maud B., que fue a verme a la Avenue de Villiers antes de marcharse a Londres. Dijo que había escrito en vano tres veces pidiéndome la cuenta; yo la había puesto en un gran aprieto; no sabía qué hacer. Me abrumaba con sus elogios por mi pericia y mi amabilidad; el dinero no tenía nada que ver con su gratitud; todo cuanto poseía no podría compensarme de haberle salvado la vida. Yo pensaba que era muy agradable oír todo aquello de una joven tan encantadora. Mientras hablaba, admiraba su nuevo vestido de seda rojo oscuro, y también ella se admiraba mirándose de vez en cuando, de reojo, en el espejo veneciano que había sobre la chimenea. Contemplando atentamente su figura alta y esbelta, dije que me gustaría tener su vestido: eso era lo que quería. Prorrumpió en una alegre carcajada, que pronto se trocó en consternación cuando anuncié que enviaría a Rosalía a su hotel, a las siete, para recogerlo. Se puso en pie y, pálida de rabia, dijo que nunca había oído semejante cosa. Reconocí que era muy probable. Me había dicho que nada podría negarme, y yo, por razones especiales mías, había escogido el vestido. Rompió a llorar y huyó de la estancia. Una semana después encontré a la mujer del embajador inglés en la Legación sueca; aquella amable señora me dijo que no se había olvidado de la tísica ama de llaves inglesa que le había recomendado; incluso le había enviado una invitación para su garden party de la colonia británica.

—Verdaderamente, parece estar muy enferma —dijo la Embajadora—, pero no puede ser tan pobre como usted dice; estoy segura de que se viste en Worth.

Me resentía mucho con Norström cuando decía que mi inhabilidad para extender facturas y embolsar mis honorarios sin sonrojarme, se debía a vanidad y orgullo. Si Norström tenía razón, debo reconocer que todos mis colegas parecían singularmente faltos de tales defectos. Todos mandaban sus cuentas como hacen los sastres, y aferraban con la mayor facilidad los luises de oro que les ponían en la mano los enfermos. En muchas salas de consulta era hasta de etiqueta que el enfermo dejase el dinero sobre la mesa antes de abrir la boca para contar sus pesares. En las operaciones era regla establecida que la mitad del importe debía pagarse por anticipado. Supe de un caso en que el enfermo fue despertado del cloroformo y aplazada la operación para comprobar la validez de un cheque. Cuando uno de nosotros, los astros menores, llamaba a consulta a una celebridad, el grande hombre ponía parte de sus honorarios en las manos del hombre modesto como si fuera la cosa más natural. Y aún había más. Recuerdo mi estupor la primera vez que llamé a un especialista para un embalsamamiento, cuando me ofreció quinientos francos de sus honorarios. El precio de un embalsamamiento era escandalosamente elevado.

Muchos de los profesores a quienes consultaba en los casos difíciles eran hombres de fama mundial, ya en la cumbre de su especialidad, extraordinariamente exactos y sorprendentemente rápidos en sus diagnósticos. Por ejemplo, era casi misteriosa la forma en que Charcot iba a la raíz del mal, a menudo aparentemente, después de haber dado sólo una rápida mirada al enfermo con sus fríos ojos de águila. En los últimos años de su vida, tal vez confiaba demasiado en su ojo clínico, y con frecuencia reconocía a sus enfermos de un modo harto rápido y superficial. Nunca admitía que se hubiera equivocado, y ¡ay de quien osara insinuar que estaba en un error! Por otra parte, era en extremo reservado antes de pronunciar una prognosis fatal, aun en los casos evidentemente sin esperanza. «L’imprévu est toujours possible[78]», solía decir. Charcot fue el médico más célebre de su época. Enfermos de todas partes del mundo llenaban su sala de consultas del Faubourg Saint-Germain, esperando a menudo semanas enteras antes de ser admitidos en el santuario interior, donde él sentábase junto a la ventana de su enorme biblioteca. Bajo de estatura, con tórax de atleta y cuello de toro, era un hombre de aspecto en extremo imponente. Rostro pálido y bien afeitado, frente baja, ojos fríos y penetrantes, nariz aguileña, labios sensuales y crueles, máscara de emperador romano. Cuando se encolerizaba, la llamarada de sus ojos era terrible como el rayo; quien afrontaba aquellos ojos es probable que nunca los olvidara. Su voz era imperativa, dura, a menudo sarcástica. El apretón de su pequeña mano blanda era desagradable. Tenía pocos amigos entre sus colegas; era temido de sus enfermos y de sus ayudantes, para los cuales rara vez tenía una palabra amable de estímulo, a cambio de la sobrehumana cantidad de trabajo que les imponía. Le dejaban indiferente los padecimientos de sus enfermos y se interesaba muy poco por ellos, desde el día en que establecía el diagnóstico hasta el de la autopsia. Entre los ayudantes tenía sus favoritos, a quienes con frecuencia elevaba a posiciones privilegiadas, muy superiores a sus méritos. Una palabra de recomendación de Charcot bastaba para decidir el resultado de cualquier examen o concurso; en realidad, era el soberano absoluto de la Facultad de Medicina.

Como es destino de todo especialista de los nervios, le rodeaba un tropel de señoras neuróticas, que adoraban al héroe. Por suerte suya, era del todo indiferente con las mujeres. Su único reposo, en medio del incesante trabajo, era la música. A nadie le era permitido decir una palabra de Medicina durante sus veladas de los jueves, dedicadas todas a la música. Beethoven era su favorito. Quería mucho a los animales. Todas las mañanas, cuando bajaba pesadamente del landó en el patio interior de la Salpêtrière, sacaba del bolsillo un pedazo de pan para sus dos viejos rocines. Cortaba siempre toda conversación sobre deporte o sobre muerte de animales: creo que su antipatía hacia los ingleses provenía de su odio a la caza del zorro.

En aquel tiempo, al lado de Charcot, el profesor Potain era la mayor celebridad médica de París. Nunca hubo dos tipos más distintos que aquellos dos grandes médicos. El famoso clínico del Hôpital Necker era un hombre muy sencillo e insignificante de aspecto, que hubiera pasado inadvertido entre una muchedumbre en que la cabeza de Charcot habría descollado entre millares. Comparado con su ilustre colega, parecía casi mísero en su viejo redingote mal cortado. Sus facciones eran toscas; sus palabras, pocas y pronunciadas con gran dificultad. Sus enfermos le querían como a un dios. Ricos y pobres parecían exactamente iguales para él. Sabía el nombre de todos los enfermos de su enorme hospital, acariciaba a jóvenes y viejos en las mejillas, escuchaba con infinita paciencia lo que le contaban de sus padecimientos, a menudo pagaba de su propio bolsillo algunas golosinas para sus paladares cansados. Reconocía a los más pobres enfermos del hospital con la misma extremada atención que a un millonario o a una alteza real, que, por cierto, los tenía en abundancia. Ningún síntoma de desorden en los pulmones o en el corazón, por muy oscuro que fuese, parecía escapar a su oído, de una sensibilidad extraordinaria. Creo que nunca ha habido un hombre que supiera mejor que él lo que sucede en el pecho de otro. Lo poco que yo conozco de las enfermedades del corazón a él lo debo. El profesor Potain y Guéneau de Mussy eran casi los únicos médicos de consulta a quienes me atrevía a dirigirme cuando lo necesitaba para un enfermo indigente. El profesor Tillaux, famoso cirujano, era el tercero. Su clínica del Hôtel Dieu gobernábase por el mismo sistema que la de Potain en el Hôpital Necker. Sentía un afecto paternal por sus enfermos; cuanto más pobres, más parecía interesarse en su bienestar. Como maestro, no había quien le igualara; además, su libro Anatomie Topographique es el mejor que se ha escrito sobre esa materia. Era un operador maravilloso y hacía siempre por sí mismo todas las curas. Había algo de nórdico en aquel hombre de modales sencillos y sinceros, y de ojos celestes; en efecto, era bretón. Fue extraordinariamente amable y paciente conmigo y con mis numerosos defectos, y si no he llegado a ser un gran cirujano no es seguramente culpa suya. De todos modos, le debo mucho; estoy convencido de que incluso le soy deudor de poder caminar todavía con mis piernas. Mejor es que os cuente esta historia aquí, entre paréntesis.

* * *

Había trabajado mucho durante el largo y cálido verano, sin un día siquiera de reposo, atribulado por el insomnio y por su habitual compañero, el desaliento. Era irritable con mis enfermos, y estaba de mal humor con todos.

Cuando llegó el otoño, hasta mi flemático amigo Norström empezó a perder la paciencia conmigo. Por último, un día, mientras cenábamos juntos, me dijo que si no iba pronto a descansar lo menos tres semanas a un lugar fresco, quedaría totalmente deshecho. Capri era demasiado cálido; Suiza era el mejor sitio para mí. Siempre me había doblegado al superior buen sentido de mi amigo. Sabía que tenía razón, si bien sus premisas eran equivocadas. No era el exceso de trabajo, sino otra cosa lo que me había reducido a tan deplorables condiciones; pero no es ocasión de hablar aquí de ello.

Tres días después llegué a Zermatt y en seguida me puse a la obra para descubrir si por encima del nivel de las nieves perpetuas la vida era más alegre que por debajo. El piolet fue para mí un nuevo juguete para jugar al viejo juego del gana-pierde entre la vida y la muerte. Empecé por donde los demás alpinistas terminan: por el monte Cervino. Atado al piolet, sobre una roca inclinada del doble ancho que mi mesa de comedor, pasé la noche bajo el saliente de la furiosa montaña, en medio de una violenta tempestad de nieve. Me interesó oír a los dos guías que estábamos colgados en la misma roca desde la cual se despeñaron, a más de mil doscientos metros de profundidad, Hadow, Hudson, Lord Francis Douglas y el guía Michel Croz, durante la primera ascensión de Whymper. Al amanecer encontramos a Burckhardt. Quité la nieve reciente de su cara, pacífica y tranquila cual si estuviera dormido. Había muerto helado. Al pie de la montaña nos reunimos con los dos guías, que arrastraban a su compañero Davies, medio aturdido, al que habían salvado con peligro de sus vidas.

Dos días después, el Schreckhorn, el funesto gigante, arrojó su habitual alud de rocas contra los intrusos. No nos dio; pero, de todos modos, fue un buen tiro, dada la distancia; un bloque de roca, que hubiera deshecho a una catedral, pasó tronando a menos de quince metros de nosotros. Dos días después, mientras el alba apuntaba en el valle, mirábamos con ojos hechizados la Jungfrau, poniéndose su inmaculado vestido de nieve. Apenas podíamos divisar la rosada mejilla de la doncella bajo su blanco velo. Partí inmediatamente para conquistar a la encantadora. Al principio parecía consentir, pero cuando intenté coger algunos edelweiss de la orla de su manto, tuvo miedo y se escondió tras una nube. A pesar de todas mis tentativas, nunca conseguí acercarme a la amada. Cuanto más avanzaba, más parecía ella rehuirme. Pronto un velo de niebla, rojizo a los rayos del sol levante, la ocultó del todo a nuestra vista, como la pantalla de fuego y humo que desciende en torno de su virgen hermana Brunilda, en el último acto de la Valquiria. Una vieja hechicera que velaba por la hermosa muchacha como una celosa nodriza, nos atraía cada vez más lejos de nuestra meta, entre desoladas cimas y precipicios vertiginosos dispuestos a devorarnos en cada instante. No tardaron los guías en declarar que habían perdido el camino y teníamos que desandar lo andado lo más pronto posible. Vencido y enamorado, fui arrastrado al valle por la sólida cuerda de ambos guías. No era de extrañar mi desánimo; por segunda vez en aquel año me había rechazado una señorita. Pero la juventud es un gran remedio para las heridas del corazón. Con un poco de sueño y la mente fresca, se repone uno en seguida. Sueño, tuve poco, pero, afortunadamente, no perdí la cabeza.

Al domingo siguiente (hasta recuerdo la fecha, porque era mi cumpleaños) fumaba la pipa en la cumbre del Monte Blanco, donde, según los dos guías, la mayor parte de las personas llegan con la lengua fuera y sin aliento. Lo que sucedió aquel día lo he referido en otro lugar, pero puesto que el pequeño libro está agotado, debo repetirlo aquí, para que se comprenda lo mucho que debo al profesor Tillaux.

La ascensión al Monte Blanco, tanto en invierno como en verano, es relativamente fácil. Sólo un loco la intenta en otoño, antes de que el sol y la escarcha nocturna hayan tenido tiempo de endurecer la nieve reciente en los vastos declives de la montaña. Para defenderse de los intrusos, el rey de los Alpes se sirve de aludes de nieve reciente, como el Schreckhorn emplea sus proyectiles de roca. Era la hora de comer cuando encendí mi pipa en la cúspide. Todos los forasteros, desde los hoteles de Chamonix miraban, por turno, con los telescopios a las tres moscas arrastrándose por el blanco gorro de nieve del viejo rey de la montaña. Mientras ellos comían, nosotros nos tambaleábamos entre la nieve por el desfiladero que hay bajo el Mont Maudit[79], para reaparecer en breve en sus telescopios sobre el Grand Plateau. Ninguno hablaba; todos sabíamos que hasta el sonido de la voz puede provocar un alud. De pronto, Boisson miró atrás e indicó con el piolet una línea negra que parecía dibujada por la mano de un gigante a través de la blanca pendiente.

Wir sind alle verloren, estamos perdidos —murmuró, mientras el inmenso campo de nieve se partía en dos y empezaba el alud con un fragor de trueno, precipitándonos por el declive con vertiginosa velocidad. No sentía nada, no comprendía nada. De pronto, el mismo movimiento reflejo que en el famoso experimento de Spallanzani hizo mover la pata de su rana decapitada hacia el punto que él pinchaba con una aguja, obligaba al gran animal inconsciente a levantar la mano para reaccionar contra el agudo dolor del cráneo. La sorda sensación periférica despertó en mi cerebro el instinto de conservación, último en morir. Con desesperado esfuerzo empecé a trabajar para librarme de la capa de nieve bajo la cual estaba sepultado. Vi en torno mío las radiantes paredes de hielo azul, vi la luz del día a través de la enorme grieta en que me había arrojado el alud. Lo recuerdo con extrañeza: no sentía miedo alguno ni tenía conciencia de ningún pensamiento, ni del pasado, ni del presente, ni del futuro. Poco a poco percibí una sensación imprecisa que se abrió camino lentamente a través de mi entumecido cerebro, hasta llegar a mi conciencia. La reconocí de súbito: era mi vieja pasión, mi incurable curiosidad de saber todo cuanto pudiera saberse de la muerte. Al fin se me presentaba la oportunidad; ¡si al menos pudiera conservar clara la inteligencia y mirarla cara a cara con tesón! Sabía que estaba allí, me imaginaba que casi podía verla avanzar hacia mí, envuelta en su glacial sudario. ¿Qué me diría? ¿Sería severa e inexorable, o tendría piedad y me dejaría dónde estaba, tendido en la nieve, hasta quedarme helado para el sueño eterno? Aunque parezca incomprensible, creo que fue esta última supervivencia de mi normal mentalidad, mi curiosidad por la muerte, lo que me salvó la vida. De pronto noté la presión de mis dedos en torno al piolet, la cuerda alrededor de la cintura. ¡La cuerda! ¿Dónde estaban mis dos compañeros? Tiré hacia mí de la cuerda lo más velozmente que pude, hubo una imprevista sacudida y salió de la nieve la cabeza con barba negra de Boisson. Suspiró profundamente y, tirando con presteza de su cuerda, sacó a su compañero, medio desvanecido, de su tumba.

—¿Cuánto tiempo se necesita para morir helado? —pregunté.

Los ojos vivaces de Boisson se volvieron a los muros de nuestra cárcel y detuviéronse mirando un frágil puente de hielo tendido sobre las inclinadas paredes de la grieta, como el arbotante de una catedral gótica.

—Si tuviese un piolet y pudiera llegar a ese puente —dijo—, creo que podría abrir un camino de salida.

Le pasé el piolet, que mis dedos apretaban casi en contracción cataléptica.

—¡Cuidado, por amor de Dios, cuidado! —repetía mientras, subiendo, como un acróbata, a mis hombros, levantábase sobre el puente de hielo por encima de nuestras cabezas. Suspendido con las manos de las escarpadas paredes, abría paso a paso su camino de salida y me arrastraba con la cuerda. Con gran dificultad conseguimos levantar también al otro guía, aún aturdido. El alud había barrido los habituales puntos de referencia y no teníamos más que un piolet para tantear a fin de no caer en cualquier grieta oculta bajo la nieve reciente.

Que pudiéramos llegar a la cabaña pasada la medianoche, fue, según Boisson, un milagro aún más grande que el haber salido de la hendidura. La cabaña estaba casi sepultada por la nieve; tuvimos que hacer un agujero en el techo para entrar. Nos derrumbamos en el suelo. Yo bebí la última gota de aceite rancio del candil, mientras Boisson, después de cortarme con el cuchillo las pesadas botas de montaña, frotaba con nieve mis helados pies. La expedición de socorro de Chamonix, que había perdido toda la mañana buscando en vano nuestros cuerpos por entre las huellas del alud, nos encontró profundamente dormidos en el suelo de la cabaña. Al día siguiente fui llevado en una carreta de heno a Ginebra y metido en el rápido de la noche para París.

El profesor Tillaux estaba lavándose las manos entre una y otra operación cuando a la mañana siguiente entré vacilando en el anfiteatro del Hôtel Dieu. Mientras quitaban el algodón hidrófilo que envolvía mis piernas, me miraba él fijamente los pies, y yo también: eran negros como los de un negro.

Sacré Suédois, ¿de dónde diablos vienes? —tronó el profesor.

Sus bondadosos ojos celestes me miraron con tal ansiedad, que sentí vergüenza. Dije que había ido a descansar a Suiza y me había ocurrido un contratiempo en una montaña, como le hubiera podido suceder a cualquier turista, y que estaba muy disgustado.

Mais c’est lui! —gritó un interno—, pour sûr, c’est lui![80]

Sacando un Figaro del bolsillo de su blusa, empezó a leer en voz alta un telegrama de Chamonix sobre el milagroso salvamento de un extranjero que, con sus dos guías, había sido arrastrado por un alud durante el descenso del Monte Blanco.

Nom de tonnerre, nom de nom de nom! Fiche-moi la paix, sacré Suédois, qu’est-ce que tu viens faire ici, va-t-en à l’asile Sainte-Anne chez les fous![81]

—Permítanme mostrarles el cráneo de un oso lapón —continuó, mientras me curaba un feo corte que tenía en la cabeza—. Un golpe que hubiera aturdido a un elefante no le ha causado a él una fractura, ni siquiera una conmoción cerebral. ¿Por qué hacer el largo viaje hasta Chamonix, por qué no encaramarte a la torre de Notre-Dame para arrojarte a la plaza, bajo nuestras ventanas? Al fin y al cabo, ningún peligro corres mientras caigas de cabeza…

Siempre me alegraba mucho cuando el profesor se burlaba de mí, porque era signo cierto de que estaba en su gracia. Quería yo ir en seguida a la Avenue de Villiers, pero Tillaux opinaba que debía estar un par de días en el hospital, en una habitación privada. Seguramente era yo su peor alumno, pero me había enseñado bastante cirugía para comprender que pensaba amputarme. Durante cinco días vino a mirarme las piernas tres veces diarias; al sexto estaba tendido en mi diván, en la Avenue de Villiers, porque se había conjurado todo peligro. El castigo fue severo, de todos modos: me vi obligado a la inmovilidad durante seis semanas. Me puse tan nervioso que hube de escribir un libro… no os espantéis, está agotado. Anduve aún cojeando un mes, con dos bastones, y, luego, quedé perfectamente bien.

Tiemblo al pensar en lo que me hubiera sucedido de haber caído en manos de uno de los otros principales cirujanos de entonces en París. El viejo Papa Richet, en la otra ala del Hôtel Dieu, me hubiera dejado morir seguramente de gangrena o de septicemia; era su especialidad, difundida por toda su clínica medieval. El famoso profesor Péan, el terrible carnicero del Hôpital Saint-Louis, me hubiera amputado inmediatamente las dos piernas y las hubiera arrojado sobre otros brazos y piernas ya cortados, media docena de ovarios, úteros y distintos tumores amontonados sobre el pavimento de su anfiteatro encharcado de sangre como un matadero. Luego, con las enormes manos aún bañadas en mi sangre, habría hundido el cuchillo, con la habilidad de un prestidigitador, en la próxima víctima, semiconsciente bajo una ligera anestesia, mientras otra media docena gritaría aterrorizada en sus camillas, esperando su turno de martirio. Terminada la matanza, Péan se enjugaría el sudor de la frente, se quitaría alguna mancha de sangre y pus de su chaleco blanco y del frac (siempre operaba en traje de etiqueta) y con un «Voilà pour aujourd’hui, Messieurs[82]>», saldría del anfiteatro, precipitándose en su pomposo landó y, a toda velocidad, iría a su clínica particular de la Rue de la Santé, a abrir los vientres de media docena de mujeres atraídas allí, como ovejas impotentes al matadero de la Villette, por una gigantesca propaganda.