XVI

CREO haber contado ya algo de la enfermedad del cónsul sueco; fue precisamente en esta época. He aquí la historia: el Cónsul era un hombrecillo amable y tranquilo, con mujer americana y dos niños. Había estado ya con ellos por la tarde. Uno de los niños estaba resfriado, con fiebre, pero insistía en levantarse para festejar al padre, que volvía de Suecia aquella noche. La casa estaba llena de flores y se les había concedido a los niños participar en la cena. La madre me enseñó, feliz, dos afectuosos telegramas del marido, uno de Berlín y otro de Colonia, anunciando su regreso. Me parecieron un poco largos.

A medianoche recibí una llamada urgente de la señora. Me abrió la puerta el mismo Cónsul, en camisa de dormir. Dijo que la cena había sido aplazada para esperar la llegada del Rey de Suecia y del Presidente de la República Francesa, que acababa de concederle la Gran Cruz de la Legión de Honor. Añadió que había comprado en aquellos días le Petit Trianon para residencia veraniega de su familia. Estaba furioso con su mujer porque aún no se había puesto el collar de perlas de María Antonieta que le había regalado; llamaba a su hijito le Dauphin y se anunciaba como Robespierre… Folie de grandeur[76]! Los niños gritaban aterrorizados en su cuarto, su mujer estaba postrada por el dolor, y el fiel perro, agazapado bajo la mesa, gruñía de miedo. De pronto, mi pobre amigo se volvió violento y hube de encerrarlo con llave en su dormitorio, donde lo destrozó todo y por poco consigue que ambos nos precipitásemos por la ventana.

Por la mañana fue llevado al asilo del doctor Blanche, en Passy. El famoso alienista sospechó desde el primer momento parálisis general. Dos meses después el diagnóstico era claro; el caso era incurable. Como la Maison Blanche era muy cara, decidí hacerlo trasladar al asilo gubernativo de Lund, pequeña ciudad del sur de Suecia. El doctor Blanche era contrario. Según él, sería una empresa peligrosa y cara, pues no había que fiarse de su transitoria lucidez mental: en todo caso, debería ser acompañado por dos guardas capaces. Dije que, debiendo reservar para los niños el poco dinero que quedaba, el viaje debía emprenderse del modo más económico posible, por lo cual le acompañaría a Suecia yo solo. Cuando firmé los papeles para sacarlo del manicomio, el doctor Blanche renovó por escrito sus advertencias, pero, naturalmente, yo sabía más que él. Llevé en seguida al cónsul a la Avenue de Villiers. Durante la cena estuvo perfectamente tranquilo y razonable, excepto cuando intentó cortejar a Mamsell Ágata, a quien, indudablemente, fue ésa la única vez que le cupo semejante fortuna. Dos horas después estábamos encerrados en un compartimiento de primera clase, en el rápido nocturno para Colonia; en aquella época no había vagones con pasillo. Por casualidad, era yo médico de uno de los Rothschild, propietarios del Chemin de Fer du Nord. Se dieron órdenes para facilitar en todo nuestro viaje; a los revisores se les advirtió que no nos molestasen, porque mi enfermo podía agitarse a la vista de un extraño. Él estaba muy tranquilo y dócil, y nos tendimos en nuestras camas para dormir.

Me despertó la presión de las manos del loco en torno a mi cuello; dos veces lo derribé y dos veces se arrojó de nuevo sobre mí con la agilidad de una pantera; estuvo a punto de estrangularme. Lo último que recuerdo es haberle dado un golpe en la cabeza que pareció aturdirle. Por la mañana, al llegar a Colonia, nos encontraron a ambos sin sentido en el suelo del compartimiento y nos llevaron al Hôtel du Nord, donde permanecimos durante veinticuatro horas, cada cual en su cama, en el mismo cuarto. Como hube de enterar del hecho al doctor que vino a curarme la herida —casi me había arrancado una oreja de un mordisco—, el propietario mandó decirnos que no se admitían locos en el hotel. Me decidí a seguir para Hamburgo en el tren de la mañana. Estuvo muy amable durante todo el viaje hasta Hamburgo y cantó la Marsellesa mientras atravesábamos la ciudad en coche para ir a la estación de Kiel. Embarcamos sin incidentes en el buque para Korsör, en aquella época el camino más rápido entre el continente y Suecia. A un par de millas de la costa dinamarquesa, nuestro buque fue bloqueado por un banco de hielo empujado desde el Kattegatt por un violento viento nórdico, acontecimiento no demasiado raro en un invierno riguroso. Nos vimos obligados a caminar más de una milla sobre témpanos flotantes, con enorme alegría de mi amigo. Luego, en barcas descubiertas, nos transportaron a Korsör. Cuando estábamos en el puerto, mi amigo saltó al mar y yo le seguí. Nos recogieron y tomamos un tren sin calefacción hasta Copenhague, con los vestidos helados; la temperatura era de veinte grados bajo cero. El resto del viaje fue muy bien; parecía que el baño frío había beneficiado mucho a mi amigo. Una hora después de la travesía a Malmö, puse a mi amigo en manos de dos guardianes del manicomio, en la estación de Lund. Me fui a la fonda (entonces no había más que una en Lund) y pedí habitación y desayuno. Me dijeron que podrían darme de comer, pero no cuarto, porque estaban todos reservados para la compañía teatral que iba a dar una función de gala aquella misma noche en el Teatro Municipal. Mientras me desayuné, el camarero trajo, con visible orgullo, el programa del espectáculo: Hamlet, tragedia en cinco actos, de Guillermo Shakespeare. ¡Hamlet en Lund! Di un vistazo al programa.

Hamlet, príncipe de Dinamarca: Señor Erik Carolus Malmborg.

Contemplé, asombrado, el prospecto. ¡Erik Carolus Malmborg! Era posible que fuese mi antiguo compañero de la Universidad de Upsala? Erik Carolus Malmborg, en aquella época, pensaba ser cura. Le había preparado para los exámenes, había escrito su primer sermón de prueba y también sus cartas de amor a la novia durante todo un trimestre. Todas las noches, cuando venía embriagado a dormir en mi cuarto de la hospedería, le azotaba regularmente; le habían echado de su alojamiento por su mala conducta. Lo perdí de vista al marcharme de Suecia hace muchos años. Sabía que le habían expulsado de la Universidad y que había ido de mal en peor. De pronto, recordé también haber oído decir que se había dedicado a las tablas. ¡Seguramente, mi viejo y desgraciado amigo debía de ser el Hamlet de aquella noche! Mandé llevarle a su cuarto mi tarjeta y bajó como una tromba, contentísimo de verme al cabo de tantos años. Me contó una penosa historia. Después de una desastrosa serie de representaciones en Malmö con el teatro vacío, la Compañía, reducida a la tercera parte de sus miembros, había llegado a Lund la noche anterior para una última y desesperada batalla contra el destino. En Malmö, los acreedores les habían embargado la mayor parte del vestuario y demás pertenencias, las joyas de la reina madre, la corona del Rey, la espada de Hamlet, con la cual debía atravesar a Polonio, y hasta la calavera de Yorick. Al rey le había dado un ataque agudo de ciática y no podía caminar ni sentarse en el trono; Ofelia tenía un terrible constipado, el fantasma se había embriagado en la cena de despedida en Malmö y había perdido el tren. Él era el único en plena eficiencia; Hamlet era su mejor creación, parecía escrito expresamente para él, pero ¿cómo iba a sostener por sí mismo la inmensa carga de aquella tragedia en cinco actos? Ya habían vendido todas las localidades para la función de la noche, y si tuvieran que devolver el dinero la quiebra sería inevitable. ¿Podría quizá prestarle doscientas coronas en nombre de nuestra vieja amistad?

Estuve a la altura de las circunstancias. Convoqué a los principales astros de la Compañía, infiltré sangre nueva en sus abatidos corazones con varias botellas de ponche sueco, recorté sin piedad todas las escenas de los faranduleros, la de los enterradores, la muerte de Polonio, y anuncié que el espectáculo se efectuaría con fantasma o sin él.

Fue una noche memorable en los anales teatrales de Lund. A las ocho en punto se alzó el telón sobre el palacio real de Helsingör, distante menos de una hora a vuelo de pájaro del lugar donde estábamos. El teatro, lleno principalmente de turbulentos estudiantes de la Universidad, resultó menos impresionable de lo que esperábamos. La entrada del príncipe de Dinamarca pasó casi inadvertida; hasta su famoso «ser o no ser» dejó frío al público. El rey cojeó penosamente a través del escenario y se hundió, con un fuerte gemido, en el trono. El resfriado de Ofelia había adquirido proporciones aterradoras. Era evidente que Polonio no podía sostenerse bien sobre las piernas. Fue el fantasma quien salvó la situación. Yo era el fantasma. Mientras avanzaba a manera de espectro sobre los baluartes del castillo de Helsingör, iluminados por la luna, vacilando a través de las enormes cajas de embalaje que formaban su espina dorsal, se derrumbó de pronto toda la construcción y me hundí hasta los sobacos en una de ellas. ¿Qué debía hacer un fantasma en tales circunstancias? ¿Debía hundir también la cabeza y desaparecer totalmente dentro de la caja, o permanecer dónde estaba, esperando nuevos acontecimientos? ¡Era un delicado dilema! Una tercera solución me fue sugerida por el mismo Hamlet, en un ronco susurro; ¿por qué diablos no salía de aquella caja infernal? Pero esto no me era posible, porque tenía las piernas aprisionadas entre rollos de cuerda y otros accesorios de la tramoya. Con razón o sin ella, decidí quedarme donde estaba, dispuesto a todo. Mi inesperada desaparición dentro de la caja fue acogida con gran simpatía por el público, pero eso no fue nada comparado con el éxito que tuve cuando, asomando solamente la cabeza por la caja, reanudé con voz lúgubre mi interrumpida recitación. Fue tan frenético el aplauso, que hube de dar las gracias con un amistoso movimiento de la mano, no pudiendo inclinarme en la delicada posición en que me encontraba. Aquello volvió al público completamente loco de alegría, y el aplauso no cesó hasta el fin. Cuando cayó el telón, después del último acto, aparecí con las principales estrellas de la Compañía a inclinarme ante el público. Continuaban gritando: «¡El fantasma! ¡El fantasma!», con tal insistencia, que debí salir yo solo varias veces, con la mano en el corazón, a recibir sus congratulaciones.

Todos fuimos felicísimos. Mi amigo Malmborg dijo que nunca había tenido una noche tan afortunada. Celebramos el éxito con una cena de medianoche, animadísima. Ofelia estuvo muy amable conmigo, y Hamlet alzó su copa por mi salud, ofreciéndome, en nombre de todos sus compañeros, la dirección de la Compañía. Dije que lo pensaría. Todos me acompañaron a la estación. Cuarenta y ocho horas después estaba de nuevo trabajando en París, sin ninguna huella de fatiga.

¡Juventud! ¡Juventud!