ME senté para desayunarme y leer el Figaro. No había nada de gran interés. De pronto mis ojos tropezaron con el siguiente suelto, anunciado con grandes caracteres:
UN ASUNTO FEO.
Madame Réquin, comadrona de primera clase, domiciliada en la Rue Granet, ha sido detenida a consecuencia de la muerte sospechosa de una joven. Se ha ordenado también la captura de un médico extranjero, que se teme haya salido ya del país. A madame Réquin se la acusa asimismo de haber hecho desaparecer cierto número de recién nacidos a ella confiados.
El periódico se me cayó de las manos. ¡Madame Réquin, comadrona de primera clase, Rue Granet! En los últimos años me rodearon tantos sufrimientos, se desarrollaron bajo mis ojos tantas tragedias, que había olvidado por completo el asunto. Mientras leía el suelto del Figaro, la visión de la terrible noche en que conocí a Madame Réquin reapareció viva, como si hubiese ocurrido no tres años antes, sino el día anterior. Sorbiendo poco a poco mi té, releí varias veces el suelto y me alegré mucho de saber que al fin había sido capturada aquella mujer horrible. Igualmente sentíame feliz al recordar que en aquella inolvidable noche me fue concedido el salvar dos vidas: la de una madre y la de su hijo, que hubieran sido asesinados por Madame Réquin y su innoble cómplice.
De pronto, otro pensamiento cruzó mi mente. ¿Qué había hecho yo por aquellos dos seres a quienes había devuelto la vida? ¿Qué había hecho por aquella madre, ya abandonada por otro hombre en la hora que más necesidad tenía de él?
«¡John! ¡John!», había gritado, con desesperado acento, bajo la acción del cloroformo. «¡John! ¡John!».
¿Había hecho yo más que él? ¿No la había abandonado también en la hora en que más me necesitaba? ¿Qué angustia experimentaría antes de caer en manos de aquella terrible mujer y de aquel brutal colega mío, que la habrían asesinado si no hubiera sido por mí? ¿Qué angustia sentiría cuando, al recobrar el conocimiento, comprendiera la horrenda realidad del ambiente? ¿Y el niño medio asfixiado, que me miró con sus ojos celestes mientras respiraba por primera vez con el aire portador de vida que le había insuflado en los pulmones con mis labios sobre los suyos? ¿Qué hice por él? ¡Le había arrebatado de los brazos de la misericordiosa muerte para arrojarlo en los de Madame Réquin! ¿Cuántos recién nacidos habían mamado ya la muerte en su enorme pecho? ¿Qué había hecho del niño de los ojos celestes? ¿Estaría en aquel ochenta por ciento de pequeños viajeros indefensos del train des nourrices que, según las estadísticas oficiales, perecían durante el primer año de vida, o entre el veinte por ciento de los que sobrevivían, tal vez para un destino peor?
Una hora después pedí y obtuve de la autoridad de la cárcel permiso para visitar a Madame Réquin. Me reconoció al instante y me acogió tan calurosamente que me sentí, en verdad, muy a disgusto ante el carcelero que me había acompañado a su celda.
Dijo que el niño estaba en Normandía, muy contento; precisamente acababa de recibir excelentes noticias de sus padres adoptivos, que lo amaban con ternura. Por desgracia, no podía encontrar las señas. Había alguna confusión en su registro. Pudiera ser, aunque no era probable, que las recordase su marido.
Estaba seguro de que el niño había muerto; pero, por intentarlo todo, le dije con severidad que si no recibía dentro de cuarenta y ocho horas la dirección de los padres adoptivos, la denunciaría a las autoridades por asesinato de un niño y también por hurto de un broche de diamantes de gran valor, dejado por mí a su custodia. Consiguió exprimir algunas lágrimas de sus ojos fríos y brillantes y juró que no había robado el broche; lo conservaba como recuerdo de aquella bella y joven señora a quien había cuidado tiernamente, como si hubiese sido su hija.
—Tiene usted cuarenta y ocho horas de tiempo —le dije, dejándola con sus reflexiones.
A la mañana del segundo día recibí la visita del digno marido de Madame Réquin, con la papeleta de empeño del broche y el nombre de tres aldeas de Normandía donde madame solía enviar sus niños aquel año. Escribí en seguida a los tres alcaldes, rogándoles indagasen si entre los niños adoptados en sus aldeas había uno de ojos celestes, de cerca de tres años. Al cabo de mucho tiempo recibí respuestas negativas de dos de los alcaldes; ninguna contestación del tercero. Escribí, luego, a los tres párrocos y, después de unos meses de espera, el de Villeroy me comunicó que en casa de la mujer de un zapatero había descubierto un nene que podría corresponder a mi descripción. Había llegado de París tres años antes y, ciertamente, tenía los ojos azules.
Yo nunca había estado en Normandía. Acercábanse las Navidades y creía merecer una pequeña vacación. Precisamente el día de Navidad llamé a la puerta del zapatero. Nadie me contestó. Entré en un cuarto oscuro, con la mesita baja de zapatero junto a la ventana. Botas fangosas y consuntas[75] y zapatos de todos los tamaños estaban diseminados por el suelo; en una cuerda que cruzaba la habitación había, puestos a secar, camisas y guardapiés recién lavados. Aún no estaba hecha la cama, cuyas sábanas y mantas parecían indescriptiblemente sucias. En el suelo pétreo de la hedionda cocina sentábase un niño, medio desnudo, que comía una patata cruda. Sus ojos celestes me miraron aterrados; dejó caer la patata y levantó instintivamente un brazo descarnado, como para evitar un golpe, y huyó tan aprisa como pudo al otro cuarto. Lo cogí en el momento en que se metía debajo de la cama y me senté en la mesita del zapatero, al lado de la ventana, para examinarle los dientes. Sí, el niño tenía unos tres años y medio; parecía un pequeño esqueleto con piernas y brazos descarnados, un pecho estrecho y un estómago hinchado el doble del volumen normal. Sentado absolutamente inmóvil en mis rodillas, no emitió ningún sonido ni aun al abrirle la boca para mirarle los dientes. No cabía duda del color de sus cansados y tristes ojos: eran tan celestes como los míos.
De repente, abrióse de par en par la puerta y, con una terrible blasfemia, entró tambaleándose el zapatero, borracho perdido. Detrás de él, en el vano de la abierta puerta, estaba una mujer con un niño al pecho y dos pequeños agarrados a la falda, que me miraban estupefactos. El zapatero dijo que se alegraba mucho de desembarazarse del chiquillo, pero antes se le había de pagar el dinero que se le adeudaba. Había escrito varias veces a Madame Réquin, sin obtener respuesta. ¿Creía ella que con sus pobres ganancias podía mantener a aquella miserable marmota? Su mujer añadió que ahora que tenía un niño suyo y otros dos a pupilaje, también estaba contentísima de desembarazarse del chiquillo. Murmuró unas palabras al zapatero, y sus ojos pasaron atentamente de mi rostro al del niño. La misma mirada de terror había reaparecido en éste apenas entraron ellos en el aposento. Su manita, que tenía yo en la mía, temblaba ligeramente. Por fortuna, habíame acordado a tiempo de que era Navidad y saqué del bolsillo un caballito de madera. Lo cogió en silencio, con aire desinteresado, muy distinto del de un niño; no parecía gustarle gran cosa.
—Mira —dijo la mujer del zapatero— qué bonito caballo ha traído de París tu papá; mira, Julio.
—Se llama John —dije.
—Es un niño triste —dijo ella—. Nunca dice nada, ni siquiera «mamá», y nunca sonríe.
Lo envolví en mi manta de viaje y fui en busca del párroco, que tuvo la amabilidad de mandar a su ama a comprar una camisa de lana y un chal cálido para nuestro viaje.
El cura me miró atentamente y dijo:
—Como sacerdote, es mi deber condenar y castigar la inmoralidad y el vicio, pero no puedo menos de decirle, mi joven amigo, que le respeto por haber procurado, al menos, reparar su falta, falta tanto más atroz cuanto que el castigo cae sobre niños inocentes. Ya era hora de llevárselo; he enterrado docenas de estos pobrecitos abandonados y no hubiera tardado en enterrar asimismo al suyo. Ha hecho usted bien; se lo agradezco —dijo el viejo cura, dándome unas palmadas en el hombro.
No había tiempo de dar explicaciones; nos exponíamos a perder el expreso nocturno para París. John durmió apaciblemente toda la noche, bien envuelto en su cálido chal, mientras yo permanecía sentado a su lado preguntándome qué diablos haría con él. Creo en verdad que, de no haber sido por Mamsell Ágata, lo hubiera llevado directamente de la estación a la Avenue de Villiers. Pero fui al asilo de Saint-Joseph, en la Rue de Seine, donde conocía mucho a las monjas. Me prometieron tener al niño veinticuatro horas, hasta que le encontrase un hogar más adecuado. Las monjas conocían una familia respetable; el marido trabajaba en la fábrica noruega de margarina, en Pantin, y hacía poco que habían perdido a su único hijo. Me agradó la idea y fui en seguida allí; al día siguiente el niño quedó instalado en su nueva casa. La mujer parecía lista y dispuesta, de temperamento algo impetuoso, a juzgar por la expresión de los ojos; pero las monjas me dijeron que había sido para su hijo una madre cariñosa. Le di el dinero necesario para el equipo y pagué tres meses adelantados, menos de lo que derrocho en cigarrillos. Preferí no darle mis señas: sabe Dios lo que hubiera ocurrido si Mamsell Ágata llega a conocer la existencia del muchacho. Joséphine debía avisar a las monjas cualquier cosa que sucediera o si el niño enfermase. No tardó mucho en avisarlas. El niño tuvo la escarlatina y por poco se muere. Todos los niños escandinavos del barrio de Pantin la tuvieron, y hube de ir allí continuamente. Los niños con escarlatina no necesitan medicamentos; basta con cuidarlos diligentemente y que tengan un juguete para la larga convalecencia. John tuvo las dos cosas, porque, evidentemente, su nueva madre adoptiva era muy cariñosa con él, y yo hacía ya mucho tiempo que había aprendido a incluir muñecas y caballos de madera en mi farmacopea.
—Es un niño extraño —decía Joséphine—; nunca dice ni siquiera «mamá», nunca sonríe, ni cuando recibió el Papá Noel que le envió usted por Navidad.
Estábamos de nuevo en Navidad; así, pues, el muchacho llevaba ya un año entero con su nueva madre adoptiva, un año de trabajo y de preocupaciones para mí, pero de relativa felicidad para él. Joséphine era, sin duda, de temperamento irritable; a menudo se mostraba impertinente conmigo cuando, por ejemplo, debía reprenderla porque el niño no estaba aseado o porque jamás abría la ventana. Pero nunca le oí una palabra brusca, y aun no creyendo que él la quisiera mucho, comprendía yo en su mirada que no la temía. El niño parecía sentir una extraña indiferencia por todos y por todo. Poco a poco fue inquietándome más, dejándome menos satisfecho de su madre adoptiva. Volvía a tener la mirada de terror: era tan evidente que Joséphine lo descuidaba más cada vez. Tuve varias discusiones con ella, que generalmente acababa diciéndome airadamente que, si no estaba satisfecho, valía más que me lo llevase, pues empezaba a estar harta. Comprendí la razón: iba a ser pronto madre. Las cosas empeoraron mucho después de nacer su hijo, y acabé por decirle que había decidido llevarme al niño en cuanto encontrase un sitio adecuado. Puesto en guardia por la experiencia adquirida, estaba resuelto a evitar otro error.
Dos días después, volviendo a casa para mi consulta, al abrir la puerta oí una voz furiosa de mujer, procedente de la sala de espera. La habitación estaba llena de gente, que me esperaba con su habitual paciencia. John estaba acurrucado en un ángulo del sofá, junto a la mujer del pastor inglés. En medio de la sala, Joséphine gesticulaba como una loca, hablando a gritos. En cuanto me vio en el umbral, se precipitó sobre el sofá, cogió a John y literalmente lo arrojó contra mí. Apenas tuve tiempo de cogerlo en brazos.
—¡Es natural, yo no soy bastante buena para cuidar a un señorito como tú, señorito John! —gritó Joséphine—. Será mejor que estés con el doctor; ya estoy harta de sus reprimendas y de todas sus mentiras de que tú eres huérfano. ¡Basta mirar tus ojos para ver quién es tu padre!
Levantó la antepuerta para salir y casi cayó sobre Mamsell Ágata que, con sus blancuzcos ojos, me lanzó una mirada que me clavó en el suelo. La mujer del pastor levantóse del sofá y salió, recogiéndose las faldas al pasar por delante de mí.
—¿Quiere usted tener la amabilidad de llevar este niño al comedor y permanecer con él hasta que yo vaya? —dije a Mamsell Ágata. Extendió los brazos hacia delante con horror, como para protegerse de algo impuro; la hendidura bajo su ganchuda nariz abrióse en una horrible sonrisa, y desapareció tras la mujer del pastor.
Me senté para almorzar, di una manzana a John y llamé a Rosalía.
—Rosalía —dije—, toma este dinero, ve a comprarte un vestido de algodón, un par de delantales blancos y todo cuanto necesites para parecer respetable. Desde hoy asciendes a aya de este niño. Esta noche dormirá en mi cuarto, y desde mañana dormirás con él en el de Mamsell Ágata.
—¿Y Mamsell Ágata? —preguntó, aterrorizada, Rosalía.
—A Mamsell Ágata la despediré en cuanto termine de comer.
Despaché a mis enfermos y fui a llamar a su cuarto. Dos veces alcé la mano para llamar y otras tantas la dejé caer. No llamé. Decidí que era más prudente aplazar la entrevista hasta después de cenar, cuando tuviera más templados mis nervios. Mamsell Ágata permaneció invisible. Rosalía me dio para cenar un excelente cocido y un pudding de leche que repartí con John (todas las francesas de su clase son buenas cocineras). Después de un par de vasos extra de vino, para templar los nervios, fui, aún tembloroso de rabia, a llamar al cuarto de Mamsell Ágata. No llamé. De pronto pensé que me costaría el sueño de la noche si discutía con ella, y el sueño era lo que más necesitaba. Era preferible aplazar la entrevista para el día siguiente.
Mientras me desayunaba llegué a la conclusión de que lo mejor sería notificárselo por carta. Me dispuse a escribirle una carta fulminante, pero apenas había empezado cuando Rosalía me trajo un billete escrito con la pequeña y cortante letra de Mamsell Ágata, la cual decía que ninguna persona decente podría permanecer un día más en mi casa, que se iba para siempre aquella misma tarde y que no quería volver a verme… precisamente las mismas palabras que yo pensaba decirle en mi carta.
Aún llenaba la casa la presencia invisible de Mamsell Ágata cuando fui al Printemps a comprar una camita y un caballo balanceante para John, con objeto de recompensarle de cuanto le debía. La cocinera volvió al día siguiente, feliz y contenta. Rosalía estaba radiante de alegría; hasta John, cuando fui por la noche a echarle un vistazo en su cómoda camita, parecía satisfecho del nuevo ambiente. Yo mismo estaba tan alegre como un niño en vacaciones.
Pero las vacaciones no fueron largas. Yo trabajaba duramente de la mañana a la noche con mis enfermos y, a menudo, también con los enfermos de algunos de mis colegas que, con gran sorpresa mía, empezaban a llamarme en consulta para dividir su responsabilidad; porque tampoco entonces parecía yo temer la responsabilidad. Más adelante descubrí que ése había sido uno de los secretos de mi éxito. Otro secreto era, naturalmente, mi constante suerte, más asombrosa que nunca; tanto, que empecé a pensar si tendría en casa una mascota. Empecé también a dormir mejor desde que adquirí la costumbre de echar una ojeada, antes de acostarme, al niño dormido en su camita.
La mujer del pastor inglés me dejó, pero otras muchas compatriotas suyas ocuparon su puesto en el sofá de mi sala de espera. Era tal el esplendor que irradiaba el nombre del profesor Charcot, que se reflejaba un poco de su luz hasta en los más pequeños satélites que le circuían. Los ingleses parecían creer que sus médicos conocían las enfermedades nerviosas menos que los colegas franceses. No sé si en esto tenían razón o no, pero, en todo caso, era una fortuna para mí. Precisamente entonces, incluso me llamaron de Londres para una consulta. No es de extrañar que me sintiera lisonjeado y estuviera decidido a esmerarme. Desconocía a la enferma, pero había tenido una suerte excepcional con otro miembro de su familia y, sin duda, era él quien había provocado esta llamada. Era un caso grave, un caso desesperado, según mis dos colegas ingleses, que estaban al lado del lecho, mirándome con caras tristes mientras reconocía a su enferma. Su pesimismo había infectado toda la casa; la voluntad de curarse de la enferma estaba paralizada por el desaliento y el temor de morir. Es muy probable que mis dos colegas conocieran su patología bastante mejor que yo, pero yo sabía algo que, indudablemente, ignoraban ellos: que ninguna droga hay tan poderosa como la esperanza, y que la más mínima huella de pesimismo en el rostro o en las palabras de un doctor puede costar la vida a su enfermo. Sin entrar en detalles médicos, me limitaré a decir que, como resultado de mi reconocimiento, me convencí de que sus más graves síntomas derivaban de trastornos nerviosos y apatía mental.
Cuando, poniéndole la mano en la frente, le dije con voz tranquila que no necesitaría morfina por la noche, mis dos colegas me miraron, encogiéndose de hombros. Dormiría bien, se encontraría mucho mejor por la mañana y estaría fuera de peligro antes de que yo dejase a Londres, al día siguiente. Pocos minutos después estaba profundamente dormida; durante la noche la temperatura bajó casi con demasiada rapidez, a juicio mío; el pulso se calmó, por la mañana me sonrió la enferma y dijo que se encontraba mucho mejor. Su madre me suplicó que me quedase en Londres un día más para ver a su cuñada; les tenía a todos muy preocupados. El Coronel, su marido, quería que consultase a un especialista de los nervios; ella misma había intentado en vano que la viese el doctor Phillips; estaba segura de que se encontraría bien sólo con tener un hijo. Por desgracia sentía una inexplicable antipatía por los médicos y seguramente se negaría a consultarme, pero podía hacerse de modo que yo me colocase a su lado durante la cena, para poder, al menos, formar opinión sobre su caso. ¿Tal vez Charcot podría hacer algo por ella? Su marido la adoraba; tenía todo cuanto puede ofrecer la vida, una magnífica casa en Grosvenor Square, una de las más espléndidas mansiones antiguas en Kent. Acababan de regresar de un largo crucero por la India en su yate. Ella nunca descansaba, siempre iba de un lado a otro, como buscando algo. Sus ojos tenían una obsesiva expresión de profunda tristeza. En otro tiempo se interesó por el arte y pintaba espléndidamente; incluso había pasado un invierno en el taller de Julien, en París. Ahora ya por nada se interesaba; nada le importaba; sí, se interesaba por el bienestar de los niños; había dado mucho dinero para sus vacaciones estivales y para sus asilos. Consentí de mala gana en quedarme. Tenía ansiedad por volver a París; me preocupaba la tos de John. Mi huéspeda había olvidado decirme que su cuñada, sentada a mi lado durante la cena, era una de las mujeres más hermosas que yo he visto. También me impresionó mucho la triste expresión de sus magníficos ojos oscuros. Había algo sin vida en su rostro. Parecía aburrirle mi compañía y no hacía ningún esfuerzo para ocultarlo. Le dije que aquel año había buenos cuadros en la Exposición, que por su cuñada sabía que había estudiado arte en el taller de Julien. ¿Había conocido allí a María Baschkirzeff? No, pero había oído hablar de ella.
Sí, todos habían oído hablar. Moussia empleaba la mayor parte del tiempo en su propia propaganda. La conocí mucho; era una de las jóvenes más listas que había tratado, pero tenía poco corazón; era, sobre todo, una poseuse, sólo capaz de amarse a sí misma. Mi compañera parecía más aburrida que nunca. Esperando tener mejor suerte, le dije que había pasado la tarde en el hospital de los niños, en Chelsea. Había sido una revelación para mí, que en París visitaba con frecuencia el Hôpital des Enfants Trouvés.
Dijo que le parecía que nuestros hospitales para niños eran muy buenos.
Le contesté que no era así, que la mortalidad entre los niños franceses, dentro y fuera de los hospitales, era espantosa. Le hablé de los millares de niños abandonados, expedidos a provincias en el train des nourrices.
Me miró por primera vez con sus tristes ojos: la dura expresión sin vida había desaparecido de su rostro. Pensé que tal vez, a pesar de todo, fuera una mujer de buen corazón. Al despedirme de mi huéspeda le dije que no era un caso para mí, ni aun para el mismo Charcot; el doctor Phillips era el hombre necesario; su cuñada estaría bien en cuanto tuviese un niño.
John pareció contento de volver a verme, pero lo encontré pálido y flaco, al sentarme a su lado para almorzar. Rosalía dijo que había tosido mucho durante la noche. Por la tarde tuvo un ligero aumento de temperatura y le hice guardar cama un par de días. Pronto reanudó la rutina diaria de su pequeña vida; asistía con su habitual silencio grave a mi comida y, por la tarde, lo llevaba Rosalía al Parc Monceau.
Un día, un par de semanas después de mi regreso de Londres, me sorprendió encontrar al Coronel sentado en mi sala de espera. Su mujer había cambiado de idea y había querido venir a Paris para hacer compras. Debían reunirse en su yate la semana próxima, en Marsella, para un crucero por el Mediterráneo. Me invitó a comer en el Hôtel du Rhin, el día siguiente: su mujer se alegraría mucho si, después de comer, la acompañaba a visitar uno de los hospitales para niños. Como yo no podía ir a comer, quedamos en que ella vendría a buscarme a la Avenue de Villiers después de mi consulta. Aún estaba llena de gente mi sala cuando su elegante landó se detuvo a la puerta. Mandé a Rosalía a decirle que diera un paseo y volviese media hora después, a no ser que prefiriese esperar en el comedor hasta que acabase con mis enfermos. Media hora después la hallé sentada en el comedor, con John en su regazo, muy interesada con los juguetes que le enseñaba el niño.
—Tiene sus mismos ojos —dijo, llevando su mirada de mí a John—. No sabía que fuese usted casado.
Dije que no era casado.
Se ruborizó un poco y reanudó la lectura del nuevo libro ilustrado de John. Poco después se revistió de valor y, con la habitual tenaz curiosidad femenina, preguntó si su madre era sueca; eran tan rubios sus cabellos, tan azules sus ojos…
Sabía muy bien adónde iba a parar. Yo sabía que Rosalía, el portero, el lechero y el panadero estaban seguros de que yo era el padre de John; incluso había oído a mi cochero hablar de él como le fils de Monsieur: sabía que era completamente inútil dar explicaciones; no habría logrado convencerlos; por lo demás, casi había llegado a creerlo yo mismo. Pero pensé que aquella amable señora tenía derecho a saber la verdad. Le dije riendo que yo era tan padre suyo como ella su madre, que la historia de aquel huérfano era muy triste. Era mejor que no se la contase; sólo le causaría pena. Arremangué una manga del niño y le mostré una fea cicatriz en su brazo.
—Ahora está bien con Rosalía y conmigo, pero no estaré seguro de que haya olvidado su pasado hasta que le vea sonreír. Nunca sonríe.
—Es verdad —dijo dulcemente—. No ha sonreído ni una sola vez, como hacen todos los niños cuando enseñan sus juguetes.
Dije que se conocía muy poco la mentalidad de los niños pequeños, que éramos extraños en el mundo en que vivían. Sólo el instinto de una madre podía encontrar, de vez en cuando, el camino entre sus pensamientos.
Por toda respuesta, inclinó la cabeza sobre él y lo besó tiernamente. John la miró, con gran sorpresa en sus ojos celestes.
—Probablemente, es el primer beso que le han dado —dije. Se presentó Rosalía para darle su acostumbrado paseo de la tarde por el Parc Monceau; pero su nueva amiga propuso llevarlo a dar una vuelta en su landó. Yo acepté gustoso, contentísimo por prescindir de la proyectada visita al hospital.
A partir de aquel día empezó una nueva vida para John, y creo que también para alguien más. Ella venía todas las mañanas a su cuarto con un nuevo juguete; todas las tardes lo llevaba en su landó al Bois de Boulogne con Rosalía, vestida con sus mejores galas, en el asiento posterior. Con frecuencia, él montaba muy serio sobre un camello, en el Jardin d’Acclimatation, rodeado de docenas de risueños niños.
—No le traiga tantos juguetes de lujo —dije—. A los niños les gustan igual los juguetes baratos, ¡y hay tantos que no reciben ninguno! He observado a menudo que la humilde muñeca à treize sous tiene siempre gran éxito aun entre los niños más ricos. Cuando los niños llegan a comprender el valor monetario de sus juguetes, son arrojados de su paraíso, dejan de ser niños. Además, John tiene ya demasiados; es hora de enseñarle a regalar algunos a los que no tienen. Es una lección bastante difícil de aprender para muchos niños. La relativa facilidad con que aprendan esto es un indicio seguro para predecir la clase de hombre o de mujer que serán.
Rosalía me contó que cuando volvían del paseo, la bella señora insistía siempre en subir ella misma escaleras arriba a John. Poco tiempo después se quedaba en casa para asistir a su baño, y no tardó en dárselo ella misma, limitándose Rosalía a pasarle las toallas.
Me contó Rosalía una cosa que me conmovió mucho: cuando la señora había enjugado su flaco cuerpecito, antes de ponerle la camisa besaba la fea cicatriz que tenía en el brazo.
No tardó en ser ella misma quien lo acostaba, permaneciendo con él hasta que se dormía. Yo pasaba el día fuera de casa y la veía poco; temía que el pobre Coronel tampoco la viese mucho, pues estaba todo el día con el niño. El Coronel me dijo que el crucero por el Mediterráneo había sido abandonado. Debían permanecer en París no sabía por cuánto tiempo, ni le importaba mientras su mujer fuese feliz: nunca había estado de tan buen humor como ahora. En efecto, tenía razón; la expresión de su rostro había cambiado; una infinita ternura brillaba en sus ojos oscuros.
El niño dormía mal; con frecuencia, cuando iba a echarle un vistazo antes de acostarme, me parecía que su cara estaba encendida. Rosalía decía que tosía bastante por la noche. Una mañana percibí la siniestra crepitación en el ápice del pulmón derecho. Sabía demasiado lo que aquello significaba. Hube de decírselo a su nueva amiga. Contestó que ya lo sabía; probablemente, lo había sabido antes que yo. Quise tomar una enfermera para ayudar a Rosalía, pero ella se opuso. Me suplicó que la tomase como enfermera, y acepté. No había otro remedio; el niño parecía agitarse, aun en el sueño, apenas ella dejaba el cuarto. Rosalía fue a dormir con la cocinera en el ático, y la hija del Duque dormía en el lecho de la criada, en el cuarto de John. Un par de días después tuvo éste una ligera hemorragia; por la noche aumentó la temperatura; era evidente que el curso de la enfermedad sería rápido.
—No vivirá mucho —dijo Rosalía cubriéndose los ojos con el pañuelo—: tiene ya la cara de un ángel.
A John le gustaba sentarse en el regazo de su cariñosa enfermera, mientras Rosalía le rehacía la cama para la noche. Siempre pensé que John sería un niño inteligente y cariñoso, pero nunca le hubiera creído guapo. Ahora lo miraba y sus facciones parecían cambiadas; los ojos parecían mucho más grandes y más oscuros. Se había convertido en un hermoso niño, hermoso como el genio del amor o el de la muerte. Miraba los dos rostros, apoyados mejilla contra mejilla. Mis ojos quedaron maravillados. ¿Era posible que el infinito amor que del corazón de aquella mujer se irradiaba sobre aquel niño moribundo pudiera remodelar los suaves contornos de su carita dándole un vago parecido con la de ella? ¿Asistía a otro inopinado misterio de la vida? ¿O era la muerte, el gran escultor, quien con su mano maestra reformaba y afinaba las facciones del niño antes de cerrarle los párpados? La misma frente pura, la misma curva exquisita de las cejas, las mismas largas pestañas. Hasta el gracioso modelado de los labios habría sido el mismo si hubiese sonreído, como lo hizo ella la noche en que John, por primera vez, murmuró en sueños la palabra que todos los niños gustan de pronunciar y que a todas las mujeres les gusta oír: «¡Mamá, mamá!».
Lo volvió al lecho, y John pasó una noche agitada; ella no lo dejó un solo momento. Hacia la mañana su respiración parecía algo más fácil y se durmió poco a poco. Le recordé a ella su promesa de obedecerme, y la obligué, con dificultad, a echarse en la cama durante una hora; Rosalía la llamaría si él se despertaba. Cuando volví al cuarto al despuntar el alba, Rosalía, llevándose un dedo a los labios, susurró que los dos estaban dormidos.
—¡Mírelo! —murmuró—. ¡Mírelo! ¡Sueña!
Su rostro estaba tranquilo y sereno; los labios, abiertos en una hermosa sonrisa. Puse la mano sobre su corazón. Había muerto. Del semblante sonriente del niño, llevé mi mirada al de la mujer dormida en el lecho de Rosalía. Los dos rostros eran iguales.
Ella lo lavó y vistió por última vez. Ni siquiera permitió a Rosalía que la ayudase a ponerlo en el ataúd. La mandó dos veces en busca de una almohada a propósito; le parecía que la cabeza no estaba cómoda.
Me suplicó que aplazase el atornillar la tapa hasta el día siguiente. Le dije que ella conocía la amargura de la vida, pero conocía poco la amargura de la muerte, mientras que yo, como médico, conocía ambas; que la muerte tenía dos caras: una, hermosa y serena; otra, repugnante y terrible. El niño había dejado la vida con una sonrisa en los labios; la muerte no se la conservaría mucho tiempo. Era necesario cerrar el ataúd aquella misma noche. Inclinó la cabeza y nada dijo. Mientras yo levantaba la tapa sollozó y dijo que no podía separarse de él y dejarlo completamente solo en un cementerio extranjero.
—¿Por qué separarse de él? —dije—. ¿Por qué no llevárselo consigo? ¡Pesa tan poco! ¿Por qué no llevarlo a Inglaterra en su yate y enterrarlo cerca de su hermosa iglesia parroquial, en Kent?
Sonrió a través de las lágrimas, con la misma sonrisa del niño. Se puso en pie de un salto.
—¿Puedo? ¿Es posible? —gritó casi de alegría.
—Puede ser, y será, si me deja atornillar ahora la tapa; no hay tiempo que perder; de lo contrario, se lo llevarán mañana por la mañana al cementerio de Passy.
Al levantar yo la tapa, puso un ramito de violetas junto a la mejilla del niño.
—No tengo otra cosa que darle —sollozó—. Me gustaría tanto darle algo mío para que lo llevase consigo…
—Creo que le gustará llevarse esto —dije, sacando del bolsillo el broche de diamantes y prendiéndolo en su almohada—. Pertenecía a su madre.
Ella no alentó; tendió los brazos hacia su niño y cayó al suelo, sin sentido. La levanté y la puse en la cama de Rosalía. Atornillé la tapa del ataúd y fui al Despacho de Pompas Fúnebres, en la Pince de la Madeleine. Tuve un coloquio privado con el empresario, a quien, por desgracia, ya conocía. Le autoricé para gastar cualquier cantidad con objeto de poder cargar el ataúd a bordo de un yate inglés en el puerto de Calais, a la noche siguiente. Dijo que podría hacerse si prometía no reparar en gastos. Dije que eso era lo de menos. Fui luego al Hôtel du Rhin, desperté al Coronel y le dije que su mujer deseaba que el yate estuviese dentro de doce horas en Calais. Mientras él escribía el telegrama al capitán, me senté para escribir un billete urgente a su mujer, diciéndole que el ataúd estaría a bordo de su yate, en el puerto de Calais, al día siguiente por la noche. Añadí, en una posdata, que tenía que marcharme de París por la mañana temprano y que, así, me despedía de ella.
He visto la tumba de John. Yace en el pequeño cementerio de una de las hermosas iglesias parroquiales de Kent. Primaveras y violetas crecían sobre su tumba, y mirlos cantaban sobre su cabeza. No he vuelto a ver a su madre. ¡Más vale así!