NO me casé y no me di a la bebida. Hice otra cosa: me detenía lo menos posible en la Avenue de Villiers. Rosalía me traía a la alcoba, a las siete, el té y el Figaro, y media hora después me iba para no volver hasta las dos, hora de la consulta. Luego, visto el último enfermo, me iba otra vez para no volver hasta altas horas de la noche, escurriéndome furtivamente a mi cuarto, como un ladrón. Doblé el sueldo a Rosalía. Se mantenía valerosamente en su puesto y sólo se quejaba de no tener más quehacer que abrir la puerta. Todo lo demás, sacudir las alfombras, remendar mi ropa, limpiar el calzado, lavar y guisar, lo hacia Mamsell Ágata. Ésta, comprendiendo la necesidad de un enlace entre ella y el mundo exterior, y también de tener cerca a alguien con quien poder reñir siempre, toleraba ya la presencia de Rosalía con torva resignación. Una vez hasta llegó a sonreírle, me contó Rosalía con un ligero temblor en la voz.
Pronto había de dejar también Tom la Avenue de Villiers, por miedo a Mamsell Ágata. Se pasaba el día dando vueltas conmigo, mientras visitaba a los enfermos. Rara vez comía en casa, ni iba nunca a la cocina, como es costumbre en los perros. Apenas volvía del trabajo cotidiano, se acurrucaba en su cesto, en mi cuarto, donde sabía que estaba relativamente seguro. A medida que aumentaba la clientela hacíase más difícil encontrar tiempo para nuestra acostumbrada excursión postmeridiana de los domingos al Bosque de Bolonia. Los perros, como los hombres, deben oler de vez en cuando la madre tierra para mantener alta la moral, y nada mejor para ello que un vivaz paseo entre árboles familiares (aunque sean los semidomesticados del Bosque de Bolonia), con un eventual juego del escondite, entre las espesuras, en unión de un compañero vagabundo.
Un día, mientras vagábamos por un camino secundario, disfrutando entrambos de la recíproca compañía, oímos de pronto detrás de nosotros un resuello y jadeo desesperado, acompañado de tos y ahogo. Creí que era un caso de asma, pero Tom lo diagnosticó en seguida como un caso de semisofocación de un perrito dogo que se acercaba a gran velocidad implorando con su último aliento que le esperásemos. Pasado un minuto, caía Lulú medio muerto a mis pies, demasiado grueso para respirar, harto exhausto para hablar, con la negra lengua colgando y los sanguinolentos ojos desorbitados por la alegría y la emoción.
—¡Lulú! ¡Lulú! —gritó una voz desesperada, desde una berlina que pasaba por el camino real.
—¡Lulú! ¡Lulú! —llamó un lacayo, que corrió a nuestro encuentro por entre las espesuras. El lacayo dijo que acompañaba a la Marquesa y a Lulú en su acostumbrado paseo de cinco minutos a pie, al lado del coche, cuando Lulú empezó de pronto a olfatear furiosamente en todas direcciones, y después echó a galopar con tal velocidad a través de las matas, que en seguida lo perdieron de vista. La Marquesa se había quedado casi desmayada en el coche, con su doncella; él llevaba media hora persiguiendo a Lulú, mientras el cochero iba arriba y abajo por el camino real, preguntando por el perro a todos los que pasaban. La Marquesa se deshizo en lágrimas de alegría cuando deposité en su regazo a Lulú, mudo aún por falta de aliento.
—Tendrá un ataque de apoplejía —sollozó ella.
Por la trompetilla le grité que sólo era emoción. La verdad era que Lulú estaba tan a punto de sufrir un ataque como puede estarlo un dogo viejo y grueso. Como yo era la causa involuntaria de todo, acepté la invitación de su ama de subir al coche e ir a tomar el té con ella. Cuando Tom saltó sobre mis rodillas, tuvo Lulú un acceso de rabia que casi le ahoga. El resto del camino lo pasó inmóvil en el regazo de su ama, en estado de completo colapso, mirando ferozmente a Tom con un ojo y guiñando el otro hacia mí, con afecto.
—He olfateado muchas cosas en mi vida —decía el ojo—, pero nunca he olvidado tu olor especial; me gusta mucho más que el de cualquier otro. ¡Qué alegría haberte encontrado al fin! Tenme en tus rodillas, en vez de a ese negro mestizo. No temas, le ajustaré las cuentas en cuanto aspire una bocanada de aire.
—Nada me importa lo que dices, pequeño monstruo chato —respondía altivamente Tom—. Nunca he visto semejante espectáculo; ¡casi me avergüenzo de ser perro! Un campeón lanudo como yo no regaña a una salchicha. Pero será mejor que contengas tu negra lengua para que no se separe del todo de tu fea boca.
Después de la segunda taza de té entró en la salita Monsieur l’abbé, para su acostumbrada visita de la tarde. El amable sacerdote me reprochó él no haberle avisado de mi regreso a París. El Conde había preguntado por mí con frecuencia y tendría mucho gusto en verme. La Condesa había ido a Montecarlo para cambiar de aire. Se encontraba ya en excelente estado de salud y de ánimo. Por desgracia, no podía decir lo mismo del Conde, que había vuelto a su vida sedentaria, pasando todo el día en su sillón fumando cigarros. El Abate pensó que sería mejor advertirme que el vicomte Maurice estaba furioso contra mí por la burla que le había hecho en Château Rameaux. Los había hipnotizado a él y al mediquillo del pueblo, haciéndoles creer que tenía colitis para impedirle ganar la medalla de oro del concurso de tiro de la Société du Tir de France. El Abate me suplicó que no me pusiera en su camino; era conocido por su temperamento violento e ingobernable y reñía constantemente con todo el mundo; hacía sólo un mes que había tenido otro duelo, y sabe Dios lo que sucedería si nos encontrásemos.
—No sucedería nada —le dije—. Nada tengo que temer de ese bruto, porque me tiene miedo. El pasado otoño demostré en el fumoir del Château Rameaux que yo soy el más fuerte de los dos, y me alegra oírle decir a usted que no ha olvidado la lección. La única superioridad que tiene sobre mí es que puede derribar una golondrina o una alondra con revólver a cincuenta metros, mientras que yo, a la misma distancia, probablemente no haría blanco en un elefante. Pero es probable que nunca saque ventaja alguna de esa superioridad; no me desafiará porque, socialmente, me considera inferior a él. Ha pronunciado usted la palabra hipnotismo: pues bien, empiezo a cansarme de esa palabra; me la echan en cara continuamente por haber sido discípulo de Charcot. De una vez para siempre, métase bien en la cabeza que toda esa estupidez del poder hipnótico es una teoría desacreditada y negada por la ciencia moderna. No es un caso de hipnotismo, es un caso de imaginación. Ese necio imagina que le he hipnotizado; no he sido yo quien le ha metido una idea tan tonta en la cabeza, se la ha creado él mismo. Nosotros llamamos a eso autosugestión. Tanto mejor para mí. Eso le incapacita para perjudicarme, al menos cuando estemos frente a frente.
—¿Pero podría hipnotizarlo, si quisiera?
—Sí, con facilidad; es un sujeto excelente: Charcot se alegraría mucho de presentarlo en sus conferencias de los martes, en la Salpêtrière.
—Al decir que no existe ese poder hipnótico, ¿quiere asegurar que yo, por ejemplo, podría hacerle obedecer mis órdenes como ha obedecido las de usted?
—Sí, si él creyera que usted poseía ese poder, lo cual seguramente no cree.
—¿Por qué?
—Ahí empieza la verdadera dificultad; hoy no se puede dar respuesta satisfactoria a su pregunta. Esa ciencia es relativamente nueva, está en sus principios.
—¿Podría usted hacerle cometer un crimen?
—No, a menos que él sea capaz de cometerlo por propia iniciativa. Como estoy convencido de que ese hombre tiene instintos criminales, la respuesta, en este caso, es afirmativa.
—¿Podría usted hacerle dejar a la Condesa?
—No, mientras él mismo no lo quiera y no se someta a un tratamiento metódico de sugestión hipnótica. Y aun así, haría falta tiempo, porque el instinto sexual es la fuerza dominante de la naturaleza humana.
—Prométame mantenerse lejos de su camino. Él dice que le dará un latigazo en cuanto le encuentre.
—Que lo pruebe; sé lo que debo hacer en tal aprieto; no se preocupe, sé cómo defenderme.
—Por fortuna, está en Tours con su regimiento y es probable que tarde mucho en volver.
—Querido Abate, es usted mucho más cándido de lo que yo creía. Actualmente el Vizconde está en Montecarlo con la Condesa, y volverá a París cuando ella vuelva de su cambio de aire.
Precisamente, al siguiente día fui llamado para visitar como médico al Conde. Tenía razón el Abate. Encontré al Conde en condiciones muy poco satisfactorias, física y mentalmente. No se puede hacer mucho por un hombre anciano sentado todo el día en un sillón fumando interminables cigarros, sin pensar más que en su bella y joven mujer que se ha ido a Montecarlo para cambiar de aire. Tampoco se puede hacer mucho cuando ella vuelve a recobrar su posición de una de las más codiciadas y admiradas señoras de la sociedad parisiense, que se pasa el día en casa de Worth probándose vestidos nuevos, y la noche en teatros y bailes, después de dar un frío beso de «buenas noches» en la mejilla de su marido. Cuanto más conocía al Conde, más me gustaba; era el tipo más perfecto del noble francés de l’ancien régime que había visto en mi vida. La verdadera razón de que me gustase tanto era, sin duda, la compasión que me inspiraba. En aquel tiempo no advertía aún que las únicas personas que me gustaban de veras eran aquéllas por las cuales sentía compasión. Supongo que sería ése el motivo por el cual la Condesa no me gustó ya la primera vez que volví a verla, después de nuestro último encuentro bajo el tilo, en el parque de Château Rameaux, cuando había luna llena y la lechuza me salvó del peligro de que me gustase demasiado. No, no me gustó nada cuando la miraba, sentado a la mesa durante la cena, al lado del Abate, mientras ella reía alegremente las estúpidas bromas del vicomte Maurice, algunas de las cuales se referían a mí, como me daban a entender las insolentes miradas de reojo que me dirigía. Ninguno de los dos me dedicó una palabra. La única muestra de reconocimiento que recibí de la Condesa fue un distraído apretón de manos antes de cenar. El Vicomte pareció ignorar del todo mi presencia. La Condesa estaba bella como siempre, pero no era la misma mujer. Tenía aspecto de salud y un humor espléndido, y de sus grandes ojos había desaparecido la expresión lánguida. Comprendí a primera vista que había habido luna llena en el parque de Montecarlo, sin lechuzas admonitoras en los tilos. El vicomte Maurice parecía excesivamente satisfecho de sí mismo; tenía en todo su porte un inequívoco aire de héroe conquistador, particularmente irritante.
—Ça y est[73]! —dije al Abate, al sentarnos en el fumoir, después de cenar—. Indudablemente, el amor es ciego, si a esto puede llamarse amor. Ella merecía mejor suerte que caer entre los brazos de ese necio degenerado.
—Sepa usted que, aún no hace un mes, el Conde ha pagado sus deudas de juego para evitarle el ser expulsado del Ejército; hasta se habla de un cheque protestado. Dicen que gasta sumas fabulosas con una famosa cocotte[74]. ¡Y pensar que ése es el hombre que llevará esta noche a la Condesa al baile de máscaras de la Ópera!
—¡Así reventara…!
—¡No hable así, por amor de Dios! Quisiera que se marchase usted pronto; seguramente vendrá aquí a tomar su brandy con soda.
—¡Que vaya con tiento con sus brandys con soda! ¿Ha advertido usted cómo le temblaba la mano al echarse en el vino las gotas de medicina? En todo caso, es un buen presagio para las golondrinas y las alondras. No mire usted la puerta con tanta inquietud; se divierte haciéndole el amor a la Condesa en el salón. Por lo demás, me voy; mi coche está a la puerta.
Subí a ver al Conde un momento antes de marcharme. Se iba ya a la cama; decía que tenía mucho sueño, ¡el bienaventurado! Mientras le daba las buenas noches, oí abajo el aullido desesperado de un perro. Sabía que Tom me esperaba en el vestíbulo, en el rincón acostumbrado, invitado expresamente por el propio Conde, que quería mucho a los perros y había mandado preparar una alfombrita especial para su comodidad. Bajé precipitadamente la escalera. Tom estaba agazapado contra la puerta de entrada, quejándose débilmente mientras le manaba sangre de la boca. Inclinado sobre él, el vicomte Maurice lo pateaba con furia. Caí sobre el bruto tan inesperadamente que perdió el equilibrio y rodó por el suelo. Un segundo golpe bien dirigido volvió a derribarle cuando se ponía en pie. Cogiendo sombrero y sobretodo, con el perro en brazos, salté a mi coche y volví a toda velocidad a la Avenue de Villiers. Comprendíase a primera vista que el pobre can sufría de graves lesiones internas. Lo velé toda la noche; su respiración se hacía cada vez más difícil y la hemorragia no cesaba. Por la mañana maté de un tiro de revólver a mi fiel amigo, para ahorrarle otros sufrimientos.
Sentí un verdadero alivio al recibir por la tarde una carta de dos oficiales, compañeros del vicomte Maurice, pidiendo que los pusiera en comunicación con mis padrinos; después de algunas vacilaciones, el Vizconde había decidido concederme el honor… etcétera, etcétera…
Me costó mucho trabajo convencer al coronel Staaff, el agregado militar sueco, para que me asistiera en este asunto. El otro padrino sería mi amigo Edelfeld, el célebre pintor finlandés, y Norström me asistiría como cirujano.
—En toda mi vida he tenido tanta suerte como en estas últimas veinticuatro horas —dije a Norström, cuando nos sentábamos a cenar en nuestra acostumbrada mesa del Café de la Régence—. A decir verdad, temía terriblemente tener miedo. Pero la curiosidad de ver cómo afrontaría la prueba ha ocupado tan constantemente mis pensamientos que no he tenido tiempo de pensar en otra cosa. Ya sabes cuánto me interesa la psicología.
Evidentemente, Norström no tenía aquella noche el menor interés por la psicología, ni lo ha tenido nunca, en realidad. Permanecía insólitamente silencioso y solemne; noté en sus tristes ojos cierta tierna expresión que casi me hizo avergonzarme de mí mismo.
—Oye, Axel —dijo con voz ronca—, oye…
—No me mires así y, sobre todo, no seas sentimental, que no sienta bien a tu tipo de belleza. Ráscate esa estúpida cabezota y procura comprender la situación. ¿Cómo puedes creer un solo instante que yo sea tan tonto para hacer frente a ese salvaje mañana por la mañana en el Bois de Saint Cloud, si no supiera que no puede matarme? La idea es demasiado absurda para detenerse en ella un solo momento. Además, estos duelos franceses son una pura farsa, tú lo sabes tan bien como yo. Los dos hemos asistido como médicos a más de uno de esos espectáculos, donde los autores hieren de vez en cuando a un árbol, pero nunca al adversario. Tomemos una botella de Chambertin y vámonos a la cama. El borgoña me da sueño; casi no he dormido desde que mi pobre perro murió; esta noche tengo que dormir a toda costa.
La mañana era fría y nebulosa. Mi pulso era firme, de ochenta pulsaciones rítmicas, pero advertí una curiosa contracción en las pantorrillas y una considerable dificultad en el hablar; y, a pesar de todos los esfuerzos, no logré ingerir una sola gota de brandy que Norström me ofrecía de su frasco de bolsillo cuando bajábamos del coche. Los interminables requisitos preliminares pareciéronme particularmente enojosos, puesto que no comprendía una palabra de lo que decía. ¡Qué estupidez todos esos preparativos, y qué pérdida de tiempo, pensaba; cuánto más fácil sería resolver el asunto dándole un buen apaleamiento à l’anglaise! Alguno dijo que la niebla se había levantado lo suficiente para permitir una clara visibilidad. Me sorprendió oír aquello, porque me parecía la niebla más densa que nunca. Pero podía ver muy bien al vicomte Maurice de pie ante mí, con su habitual aire de insolente indolencia, un cigarrillo entre los labios y (pensaba yo) completamente a sus anchas.
En aquel momento, un petirrojo empezó a gorjear desde la espesura, detrás de mí; estaba preguntándome qué diablos haría aquella criaturita en el Bois de Saint-Cloud, dado lo avanzado de la estación, cuando el coronel Staaff me puso una larga pistola en la mano.
—¡Apunta bajo! —murmuró.
—¡Fuego! —gritó una voz aguda.
Oí un disparo. Vi al Vizconde que dejaba caer el cigarrillo de los labios y al profesor Labbé que se precipitaba hacia él. Un momento después me encontré sentado en el coche del coronel Staaff. Norström estaba en el asiento de enfrente, con una ancha mueca en el rostro. El Coronel me dio unas palmaditas amistosas en el hombro, pero ninguno hablaba.
—¿Qué ha sucedido? ¿Por qué no ha tirado? No aceptaré ningún favor de ese animal; le desafiaré, a mi vez, le…
—No harás nada semejante; darás gracias a Dios por el peligro de que milagrosamente te has librado —interrumpió el Coronel—. Él ha hecho todo lo posible para matarte, y sin duda lo hubiera conseguido si le hubieses dado tiempo para un segundo disparo. Por fortuna, habéis disparado simultáneamente. Si hubieras esperado una milésima de segundo, no estarías ahora sentado junto a mí. ¿No has oído silbar la bala sobre tu cabeza? ¡Mira!
De repente, al mirar mi sombrero, cayó el telón sobre mi papel de héroe. Despojado de la poco apropiada vestimenta de hombre valeroso, apareció el verdadero hombre, el hombre que temía a la muerte. Temblando de espanto, me acurruqué en un rincón del coche.
—Estoy orgulloso de ti, mi joven amigo —añadió el Coronel—. Has satisfecho a mi viejo corazón de soldado; ¡no lo hubiera podido hacer mejor yo mismo! Cuando atacamos a los prusianos en Gravelotte…
El castañeteo de mis dientes me impidió oír el final de la frase. Me sentía mal y extenuado; quería decir a Norström que bajase un vidrio para aspirar una bocanada de aire, pero no podía articular palabra. Hubiera querido abrir de repente la portezuela y huir como una liebre, mas no podía mover brazos ni piernas.
—Perdía mucha sangre —dijo Norström con una risita—. El profesor Labbé ha dicho que la bala le ha atravesado la base del pulmón derecho; podrá darse por contento si escapa de ésta con dos meses de cama.
Mis clientes dejaron de castañetear instantáneamente; escuché con atención.
—No sabía que fueses tan buen tirador —dijo el galante Coronel—. ¿Por qué me dijiste que no habías manejado nunca una pistola?
De pronto empecé a reír a carcajadas, sin saber por qué.
—No es cosa de risa —dijo severamente el Coronel—; el hombre está herido de gravedad; el doctor Labbé parecía muy preocupado; tal vez acabe esto en tragedia.
—Peor para él —dije, recobrando milagrosamente la palabra—. Ha golpeado mortalmente a mi viejo perro inofensivo; se pasa las horas libres matando alondras y golondrinas; merece lo que tiene. ¿Sabe usted que el Areópago de Atenas condenó a muerte a un niño porque había cegado a un pájaro?
—Pero tú no eres el Areópago de Atenas.
—No, pero tampoco soy causa de la muerte de ese hombre, suponiendo que muera. Ni siquiera he tenido tiempo de apuntar; la pistola se ha disparado por sí sola. No he sido yo quien ha enviado a bala a su pulmón, ha sido otro. Además, ya que siente usted tanta compasión por ese bruto, ¿puedo preguntarle si era para que errase el tiro por lo que me susurró usted que apuntase bajo cuando me entregó la pistola?
—Me alegro de que te haya vuelto el habla, viejo fanfarrón —sonrió el Coronel—. No podía entender una palabra de lo que decías cuando te he arrastrado al coche, y tú menos, estoy seguro: has mascullado todo el tiempo no sé qué de un petirrojo.
Cuando entramos por la Porte Maillot volvía a dominar totalmente mis tontos nervios y estaba muy contento de mí mismo. Mientras nos aproximábamos a la Avenue de Villiers, la cabeza de Medusa de Mamsell Ágata surgía de la niebla matutina, mirándome amenazadoramente con sus ojos blancuzcos. Miré el reloj. Eran las siete y media; mi valor aumentó.
«En este momento está quitando la pátina de la mesa frailera en el comedor —pensé—; un poco más de suerte y conseguiré deslizarme a mi alcoba sin ser visto y hacer una seña a Rosalía para que me lleve la taza de té».
Rosalía llegó de puntillas con el desayuno y el Figaro.
—¡Eres un ángel, Rosalía! Por amor de Dios, entretenía lejos del vestíbulo; pienso escabullirme dentro de media hora. Antes de irte, mi buena Rosalía, dame una cepillada, que buena falta me hace.
—Verdaderamente, monsieur no puede visitar a sus enfermos con ese viejo sombrero. Mire, tiene un agujero redondo delante, y otro detrás; es curioso. No puede haber sido la polilla; toda la casa huele a naftalina desde que está Mamsell Ágata. ¿Será un ratón? El cuarto de Mamsell Ágata está lleno de ratones; a ella le gustan mucho.
—No, Rosalía, es el escarabajo de la muerte, que tiene dientes duros como el acero y puede también hacer un agujero semejante en el cráneo de un hombre si la fortuna no le acompaña.
—¿Por qué monsieur no regala el sombrero al viejo Don Gaetano, el organillero? Hoy es el día que viene a tocar bajo los balcones.
—Harás bien en darle cualquier sombrero, pero no éste. Pienso conservarlo; me produce mucho bien mirar esos dos agujeros: traen suerte.
—¿Por qué no va monsieur con sombrero de copa, como los demás médicos? Es mucho más chic.
—No es el sombrero lo que hace al hombre, sino la cabeza. Mi cabeza va bien… mientras alejes de mí a Mamsell Ágata.