LA vieja péndola de la entrada daba las siete y media cuando entré en la Avenue de Villiers, silencioso como un fantasma. A esa hora, con rigurosa puntualidad, Mamsell Ágata empezaba a fregar mi antigua mesa de refectorio en el comedor, para quitarle la pátina; era una buena ocasión para llegar a mi dormitorio, mi único refugio, sin ser visto. El resto de la casa estaba totalmente confiado a Mamsell Ágata. Silenciosa y sin descanso, como una mangosta, andaba todo el día de cuarto en cuarto, con un trapo en la mano en busca de algo que fregar o de alguna carta despedazada que recoger del suelo. Me detuve anonadado al abrir la puerta de mi sala de consulta. Mamsell Ágata estaba inclinada sobre el escritorio, examinando mi correo de la mañana. Alzó la cabeza y, con severo silencio, clavó sus ojos blanquecinos en mi ropa destrozada y ensangrentada: por primera vez su boca sin labios no encontró en seguida la exacta palabra molesta.
—¡Santo cielo! ¿Dónde ha estado él? —silbó al fin. Cuando se enfadaba, siempre me llamaba «él»: ¡Ay!, rara vez me llamaba de otro modo.
—He tenido un accidente en la calle —dije. Ya hacía mucho tiempo que había tomado la costumbre de mentir a Mamsell Ágata, en legítima defensa propia. Escrutaba mi ropa con ojos expertos, siempre en busca de algo que remendar, zurcir o arreglar. Cuando me ordenó que le entregase inmediatamente todo mi indumento, parecióme su voz un poco más amable. Me escabullí a mi cuarto y me bañé; luego, me trajo el café Rosalía. Nadie sabía hacer una taza de café como Mamsell Ágata.
—¡Pobre señorito! —dijo Rosalía, mientras le entregaba mis ropas para que se las llevase a Mamsell Ágata—. Supongo que no se habrá hecho daño.
—No —contesté—. Sólo tengo miedo.
Entre Rosalía y yo no había secretos en lo concerniente a Mamsell Ágata. Los dos vivíamos siempre con un miedo mortal a ella; éramos compañeros de armas en nuestra cotidiana batalla sin defensa por la vida.
Rosalía, cuya verdadera profesión era la de criada por días, había venido en mi auxilio cuando se marchó la cocinera. Luego, cuando se fue también la doncella, se quedó conmigo como una especie de bonne à tout faire[70]. Me disgustó bastante el perder la cocinera, pero pronto hube de reconocer que nunca había comido mejor que cuando Mamsell Ágata tomó posesión de la cocina. También estaba muy satisfecho de la doncella, una vigorosa bretona, que había observado siempre escrupulosamente nuestro pacto de no acercarse nunca a mi escritorio y de no tocar mis muebles antiguos. Una semana después de la llegada de Mamsell Ágata dio señales de poca salud; empezaron a temblarle las manos, dejó caer mi más hermoso jarrón antiguo de Fayenza y, poco después, huía con tanta prisa que se olvidó de llevarse los delantales. El mismo día de su partida empezó Mamsell Ágata a raspar y frotar mis delicadas sillas Luis XVI, a sacudir sin compasión mis preciosas alfombras persas con un garrote, a lavar la pálida faz de mármol de mi Madonna florentina con agua y jabón; hasta consiguió quitar el maravilloso calco del jarrón de Gubbio que yo tenía en el escritorio. Si Mamsell Ágata hubiera nacido cuatrocientos años antes, no quedaría hoy vestigio del arte medieval.
¿Pero cuándo había nacido? Desde que la vi de muchacho en mi vieja casa paterna, en Suecia, no había cambiado. Mi hermano mayor la heredó junto con la vieja morada. Hombre de excepcional valor, consiguió deshacerse de ella traspasándomela. Me escribió que Mamsell Ágata era precisamente lo que yo requería; nunca había existido un ama de casa mejor, y tenía razón en este respecto. Desde entonces intenté, a mi vez, desembarazarme de ella. Solía invitar a comer a mis amigos solteros y otros conocidos; todos me llamaban afortunado por tener una cocinera tan maravillosa. Yo les decía que iba a casarme, que a Mamsell Ágata no le gustaba servir más que a solteros y que buscaba otra colocación. Todos se interesaban mucho y querían verla. Esto bastaba: de ser posible, ninguno quería repetir la suerte.
Es superior a mis fuerzas el describirla. Tenía ralos mechones dorados, peinados casi a la primitiva moda Reina Victoria… Rosalía decía que era una peluca, pero no puedo asegurarlo. Una frente excepcionalmente alta y estrecha, nada de cejas, ojillos blancuzcos y casi nada de rostro; sólo una larguísima nariz aguileña pendiendo sobre una estrecha hendidura que rara vez se abría para mostrar una fila de largos dientes afilados como los de un hurón. El color del rostro y de los dedos era de un azul cadavérico, el tacto de su mano era viscoso y frío como el de un cadáver… Su sonrisa… no, no creo poder describiros su sonrisa; era lo que más temíamos Rosalía y yo. Mamsell Ágata hablaba sólo sueco, pero disputaba corrientemente en francés y en inglés. Creo que acabó por comprender un poco de francés; de lo contrario, no hubiera podido reunir todo cuanto parecía saber de mis enfermos. A menudo la sorprendía detrás de la puerta de mi sala de consulta, sobre todo cuando recibía a señoras. Tenía gran simpatía por los muertos; siempre parecía más alegre cuando alguno de mis enfermos estaba para morirse, y rara vez dejaba de asomarse al balcón cuando pasaba un entierro por la Avenue de Villiers. Odiaba a los niños. Nunca perdonó a Rosalía el haber dado por Navidad un trozo de tarta a los niños del portero. Odiaba a mi perro; siempre estaba esparciendo sobre las alfombras los polvos de Keating contra las pulgas y empezaba a rascarse en cuanto me veía, en señal de protesta. Mi perro la aborreció desde el primer momento, tal vez por el peculiarísimo olor que emanaba de toda su persona. Me recordaba l’odeur de souris[71] del cousin Pons de Balzac, pero con un mélange suyo especial que sólo he vuelto a encontrar una vez en mi vida, cuando, muchos años después, entré en una tumba abandonada en el Valle de los Reyes, en Tebas, llena de grandes murciélagos colgados, en negros racimos, de los muros.
Mamsell Ágata nunca dejaba la casa, excepto los domingos, cuando se sentaba completamente sola en un banco de la iglesia sueca en el boulevard Ornano, rezando al dios de la ira. El banco estaba siempre vacío; nadie se atrevía a sentarse a su lado. Mi amigo el capellán sueco me contó que la primera vez que le puso la hostia en la boca, durante la santa comunión, le miró tan ferozmente que tuvo miedo de que pudiera arrancarle el dedo de un mordisco.
Rosalía había perdido su alegría anterior; parecía flaca e infeliz, y hablaba de irse a vivir a Tirrena con su hermana casada. Para mí era, desde luego, más llevadero, porque yo estaba fuera todo el día. Apenas llegaba a casa, parecía que me abandonaban las fuerzas y un cansancio mortal y gris caía como polvo en mi cerebro. Desde que descubrí que Mamsell Ágata era sonámbula, mis noches volviéronse aún más agitadas. A menudo antojábaseme percibir su olor hasta en mi propio cuarto. Por último me desahogué con Flygare, el capellán sueco, que venía con frecuencia a casa y creo tenía una vaga sospecha de la terrible verdad.
—¿Por qué no la despacha? —dijo un día el capellán—; no puede usted continuar así. Empiezo a creer de veras que le tiene miedo. Si no se atreve a echarla, yo lo haré por usted.
Le ofrecí mil francos para su capilla si conseguía librarme de ella.
—Esta noche avisaré a Mamsell Ágata, no se preocupe; venga mañana a la sacristía después del Oficio y tendrá buenas noticias.
Al día siguiente no hubo Oficio en la iglesia sueca; la noche antes el capellán se sintió mal de improviso, demasiado tarde para encontrar un sustituto.
Fui en seguida a su casa, en la Place des Ternes; su esposa dijo que estaba a punto de hacerme llamar. El pastor había vuelto a su casa la noche antes casi desmayado; parecía que había visto a un espectro, decía la mujer.
Tal vez ha visto uno, pensé mientras entraba en su cuarto. Me dijo el capellán que apenas comenzó a decir a Mamsell Ágata su embajada, en vez de enfadarse, como él esperaba, sólo le sonrió. De pronto, percibió un olor peculiarísimo en la estancia, sintiendo que se iba a desmayar, sin duda, a causa del mismo.
—No —repuse—: a causa de la sonrisa.
Le ordené permanecer en cama hasta que volviese a visitarle. Me preguntó qué diablos tenía y le contesté que lo ignoraba. No era verdad, demasiado lo sabía: reconocí los síntomas.
—A propósito —dije, cuando me levantaba para irme—, quisiera que me contase algo de Lázaro; usted, que es capellán, seguramente lo conoce mejor que yo. ¿No hay una vieja leyenda…?
—Lázaro —dijo con voz débil el capellán— fue aquel que, desde la tumba, donde llevaba tres días y tres noches en poder de la muerte, volvió a su casa. Acerca de ese milagro no hay la menor duda; fue visto por María y por Marta, y por muchos de sus amigos anteriores.
—¿Y cuál era su aspecto?
—Dice la leyenda que la descomposición producida en su cuerpo por la muerte, detenida por el poder milagroso, se hacía siempre visible en el azul cadavérico de su cara y de sus largos dedos, fríos por el hielo mortal; sus obscuras uñas habían crecido enormemente, y el fuerte olor del sepulcro habíale quedado en la ropa. Mientras Lázaro avanzaba entre la muchedumbre, que se había reunido para celebrar su vuelta a la vida, las alegres palabras de bienvenida murieron en los labios de todos, y una terrible sombra cayó como polvo sobre sus pensamientos, y uno a uno fueron huyendo, con las almas sobrecogidas de espanto.
Mientras el capellán recitaba la vieja leyenda, su voz debilitábase cada vez más, se agitaba en el lecho y su rostro se volvía blanco como la almohada.
—¿Está usted seguro de que Lázaro sea el único salido de la tumba? —pregunté—. ¿Está seguro de que no tenía una hermana?
El capellán se cubrió el rostro, con un grito de terror.
Por la escalera encontré al coronel Staaff, el agregado militar sueco, que iba por noticias del capellán. El Coronel me invitó a volver con él a casa; quería hablarme de un asunto urgente. Se distinguió en el ejército francés durante la guerra del 70 y fue herido en Gravelotte. Se había casado con una señora francesa y era un gran favorito de la alta sociedad parisiense.
—Oye —dijo el Coronel mientras nos sentábamos para tomar el té—; tú sabes que soy tu amigo y que te doblo la edad; no debes, pues, ofenderte por lo que voy a decirte, en tu propio interés. En estos últimos tiempos, tanto mi mujer como yo hemos oído a menudo quejas sobre ti por la forma tiránica con que tratas a los enfermos. A nadie le gusta que le arrojen continuamente a la cara las palabras de disciplina y obediencia. Las señoras, especialmente las francesas, no están acostumbradas a ser tratadas tan bruscamente por un jovenzuelo como tú; te dan el sobrenombre de Tiberio. Lo peor es que temo que a ti te parezca tan natural mandar como que los demás obedezcan. Te equivocas, mi joven amigo; a nadie le gusta obedecer, a todos les gusta mandar.
—No estoy conforme; a la mayoría de las personas, y a casi todas las mujeres, les gusta obedecer.
—Espera a estar casado —dijo mi galante amigo, con una furtiva ojeada a la puerta de la salita—. Pero aún hay algo más grave —continuó—. Corre por ahí la voz de que descuidas mucho las apariencias en tu vida privada; se dice que vive contigo una mujer misteriosa, con el pretexto de ser tu ama de llaves. Hasta la mujer del Cónsul inglés ha insinuado algo acerca de eso a mi mujer, que te ha defendido con mucha energía. ¡Qué dirían el ministro sueco y su mujer, que te tratan como a un hijo, si oyeran esos rumores, lo cual, estoy seguro, sucederá más tarde o más temprano! Te digo, amigo mío, que eso no está bien en un doctor de tu categoría, con tantas señoras inglesas y francesas como van a consultarte. Te lo repito, eso no puede ser. Si quieres tener una amante, tenla, allá tú; pero, por amor de Dios, llévatela de casa; ¡ni aun los franceses pueden tolerar semejante escándalo!
Le di las gracias al Coronel; dije que tenía toda la razón, que había intentado a menudo sacarla de casa, pero nunca había tenido fuerzas para hacerlo.
—Sé que no es fácil —admitió el Coronel—. También yo he sido joven. Si no tienes valor para hacerlo, yo te ayudaré. Soy el hombre que te conviene, nunca he tenido miedo a nadie, hombre o mujer; ataqué a los prusianos en Gravelotte, he afrontado la muerte en seis grandes batallas…
—Aguarde a enfrentarse con Mamsell Ágata Svenson —dije.
—¿Quieres decir que es sueca? Tanto mejor; en último caso, la haré expulsar de Francia por medio de la Legación. Estaré en la Avenue de Villiers mañana a las diez; ¡no faltes, por nada del mundo!
—No, gracias; no estaré; la rehúyo siempre que puedo.
—Et, pourtant, tu couches avec elle[72] —barbotó el Coronel mirándome estupefacto.
Estaba a punto de vomitar sobre su alfombra, cuando me dio a tiempo un fuerte brandy con soda; y, aún medio aturdido, salí de la casa, después de aceptar su invitación a cenar el día siguiente, para celebrar la victoria.
Al día siguiente cené solo con Madame Staaff. El Coronel no se sentía muy bien; hube de ir a verlo después de cenar. La antigua herida de Gravelotte le fastidiaba de nuevo, pensaba su mujer. El galante Coronel yacía en su lecho con una compresa fría sobre la cabeza; parecía muy viejo y débil; tenía en los ojos una expresión vacua que no le había visto hasta entonces.
—¿Ha sonreído? —le pregunté.
Se estremeció, mientras tendía la mano hacia su brandy con soda.
—¿Ha observado usted aquel largo gancho negro en la uña de su pulgar, como la garra de un murciélago?
Palideció y enjugóse el sudor de la frente.
—¿Qué haré? —dije, abatido, con la cabeza entre las manos.
—Sólo hay un camino de salvación para ti —repuso con voz débil el Coronel—. Cásate; de lo contrario, acabarás por darte a la bebida.