XII

CON el transcurso del tiempo advertía cada vez más lo rápidamente que disminuía la clientela de Norström, y que tal vez un día veríase obligado a cerrar la tienda. Pronto, finalmente, la numerosa colonia escandinava, rica y pobre, acabó por trasladarse de la Rue Pigalle a la Avenue de Villiers. En vano intenté detener la corriente. Por fortuna, Norström nunca dudó de mi lealtad, y continuamos amigos hasta el fin. Bien sabe Dios que aquella clientela escandinava no era muy remuneradora. Durante toda mi vida de médico en París fue para mí como una piedra al cuello, que me habría hecho ahogar si no hubiese tenido mi sólida posición en la colonia inglesa y norteamericana, y entre los mismos franceses. Tal como estaban las cosas, ella ocupaba una gran parte de mi tiempo, me ponía en toda clase de aprietos y hasta acabó llevándome a la cárcel. Es una curiosa historia que cuento a menudo a mis amigos escritores, como una notable aplicación de la ley de las coincidencias, el tan esquilmado caballo de batalla de los novelistas.

Además de los obreros escandinavos del Pantin y La Villette, más de mil, que siempre necesitaban médico, había la colonia de los artistas de Montmartre y Montparnasse, que siempre necesitaban dinero. Centenares de pintores, escultores, autores de obras maestras en prosa y en verso aún por escribir, supervivientes exóticos de la Vie de Bohème de Henri Murger. Algunos de ellos ya estaban en vísperas del éxito, como Edelfeld, Carl Larson, Zorn y Strindberg, pero la mayoría tenían que vivir sólo de esperanzas.

El más largo de estatura, pero el más corto de dinero, era mi amigo escultor, el Gigante, con su rubia y volandera barba de vikingo y sus ojos azules y candorosos de muchacho. Rara vez se le veía en el Café de l’Hermitage, donde la mayor parte de sus compañeros pasaban las veladas. Dónde adquiría lo suficiente para llenar su cuerpo, de dos metros de alto, era un misterio para todos. Vivía en una enorme y glacial cochera de Montparnasse, transformada en estudio de escultor, donde trabajaba, guisaba, lavaba su camisa y soñaba sus sueños de futura gloria. Todo lo necesitaba en grande, tanto por sí mismo como por sus estatuas, todas de dimensiones sobrehumanas y nunca terminadas por falta de arcilla.

Un día se presentó en la Avenue de Villiers, rogándome que el domingo próximo le hiciera de padrino de boda en la iglesia sueca, a lo que seguiría una recepción en su nuevo piso «pour prendre la crémaillère[69]». Su corazón había elegido una frágil sueca, pintora de miniaturas, menos de la mitad de alta que él. Como es natural, acepté con mucho gusto. Terminada la ceremonia, el capellán sueco pronunció un breve y gracioso discurso dedicado a los nuevos esposos, sentados uno junto a otro ante el altar. Me recordaban la colosal estatua de Ramsés II sentado, en el templo de Luxor, junto a su pequeña esposa, que apenas le llegaba a la cadera. Una hora después llamamos a la puerta de su estudio, llenos de expectación.

Con grandes precauciones, el Gigante en persona nos introdujo, a través de un liliputiense vestíbulo de papel, en el salón, donde fuimos cordialmente invitados a tomar refrescos y a sentarnos por turno en la única silla. Su amigo Skornberg —cuyo retrato de tamaño natural tal vez vierais en la Exposición de aquel año, fácil de recordar porque era el jorobado más minúsculo que he visto en mi vida— propuso beber a la salud de nuestro huésped. Al levantar la copa con un ademán entusiasta de la mano, hundió el tabique, revelando a nuestros ojos maravillados el cuarto con el lecho nupcial, construido por hábiles manos con la caja del embalaje de un gran Bechstein de concierto. Mientras Skornberg terminaba su discurso sin más incidentes, el Gigante reconstruía rápidamente el tabique con dos «Figaros»; luego, levantó una cortina y, mirando con malicia a su esposa, que enrojeció, nos enseñó otro cuartito construido enteramente con números de «Le Petit Journal»: era la habitación para los niños.

Dejamos la casa de papel una hora más tarde para reunimos a cenar en la Brasserie Montmartre. Pero yo hube de visitar antes algunos enfermos, por lo cual era ya cerca de medianoche cuando me uní a la comitiva. En el centro del gran salón estaban sentados mis amigos, con los rostros muy colorados, cantando a toda voz el himno nacional sueco en un coro ensordecedor, entremezclado con los solos tonantes del ancho pecho del Gigante y el agudo gemido del jorobadito. Mientras me abría paso por entre la muchedumbre que llenaba la sala, gritó una voz: «A la porte les Prussiens! A la porte les Prussiens!». Un vaso de cerveza voló sobre mi testa y dio en plena cara al Gigante. Chorreando sangre saltó de la silla, agarró al equivocado francés por el cuello y lo arrojó como una pelota de tenis a través del mostrador, en el regazo del dueño, que aulló: «¡La policia! ¡La policía!». Un segundo vaso me dio en la nariz, rompiendo mis lentes, y otro impelió a Skornberg bajo la mesa.

—¡Fuera! ¡A la calle! —aullaba, acercándose a nosotros, toda la cervecería.

El Gigante, con una silla en cada mano, segaba a los agresores como grano maduro, y el jorobadito brotó de debajo de la mesa chillando y mordiendo como una mona furiosa, hasta que otro vaso lo derribó, privado de sentido. Lo recogió el Gigante, acarició a su mejor amigo en la espalda y, estrechándolo bajo un brazo, cubría del mejor modo posible nuestra inevitable retirada hacia la puerta, donde fuimos apresados por media docena de guardias y escoltados hasta la comisaría, en la Rue Douai. Después de dar los nombres y domicilios, fuimos encerrados en un aposento con las ventanas enrejadas; estábamos en la «prevención». Al cabo de dos horas de meditaciones nos condujeron a presencia del Brigadier, quien, volviéndose hacia mí con voz brusca, me preguntó si era el doctor Munthe de la Avenue de Villiers. Le dije que sí. Mirando mi nariz, dos veces más gruesa de lo normal, por la hinchazón, y mi traje desgarrado y ensangrentado, me dijo que no lo aparentaba. Me preguntó si tenía algo que decir, ya que parecía el menos embriagado de aquella cuadrilla de alemanes salvajes y, además, el único que debía de conocer el francés. Le dije que éramos una pacífica comitiva sueca que celebraba el matrimonio de un compatriota y que había sido brutalmente asaltada en la cervecería, sin duda por habernos tomado por alemanes. Mientras el interrogatorio continuaba, su voz se hacía menos severa, y de vez en cuando lanzaba una mirada casi de admiración hacia el Gigante, que seguía teniendo en sus rodillas, como un niño, al pequeño Skornberg, aún medio desvanecido. Por último dijo, con verdadera galantería francesa, que en verdad sería una lástima dejar a una recién casada esperando toda la noche tan magnífico ejemplar de novio, y que nos iba a poner en libertad, dejando la información en suspenso. Le dimos las gracias profusamente y nos levantamos para irnos. Con gran terror mío, volviéndose hacia mí, añadió:

—Le suplico que se quede; he de hablarle. —Miró de nuevo sus papeles, consultó un registro sobre la mesa y dijo con severidad—: Ha dado usted un nombre falso; le advierto que es un delito muy grave. Para demostrarle mi buena voluntad, le ofrezco la oportunidad de rectificar su declaración a la Policía. ¿Quién es usted?

Dije que era el doctor Munthe.

—Puedo probarle que no lo es —replicó severamente—. Mire esto —dijo señalando el registro—. El doctor Munthe de la Avenue de Villiers es Chevalier de la Légion d’Honneur: veo muchas manchas rojas en su chaqueta, pero no veo ninguna cinta encarnada.

Conteste que rara vez la llevaba. Mirando el ojal vacío, me hizo observar, riendo alegremente, que aún tendría que vivir muchos años para convencerse de que existiera en Francia un hombre que, poseyendo la cinta roja, no la llevase.

Le sugerí que hiciera llamar a mi portero para que me identificara; me contestó que no era necesario; era un caso que debía tratarlo el mismo Comisario de Policía por la mañana. Sonó la campanilla.

—Regístrenlo —dijo a los guardias.

Protesté indignado y dije que no tenía ningún derecho a registrarme. Me respondió que no sólo tenía ese derecho, sino que, según los reglamentos de Policía, era su deber, por mi propia seguridad. La prevención estaba llena de toda clase de maleantes y él no podía garantizar que no me robasen objetos de valor de mi propiedad. Le aseguré que no llevaba encima ningún objeto de valor, salvo una pequeña cantidad de dinero, que le entregué.

—Regístrenlo —repitió.

En aquel tiempo no me faltaban fuerzas: tuvieron que sujetarme dos guardias mientras otro me registraba. Me encontraron en los bolsillos dos relojes de repetición de oro, dos viejos relojes sistema Breguet y una saboneta inglesa.

No se me dijo una palabra y fui encerrado en seguida en una celda pestífera. Me derrumbé en el colchón, preguntándome qué sucedería luego. Lo mejor era, indudablemente, insistir para comunicar con la Legación sueca; pero decidí esperar la mañana. Abrióse la puerta para dar paso a un individuo de aspecto siniestro, medio apache, medio rufián, que me hizo comprender a primera vista la previsión del reglamento carcelario que obligaba a los registros.

—¡Ánimo, Charlie! —dijo el recién llegado—. ¿Te han pescado, eh? No estés tan abatido, no te lo tomes así; si eres afortunado, dentro de doce meses te devolverán a la sociedad, y afortunado debes de ser, seguramente; de lo contrario, nunca hubieras podido pescar cinco relojes en un solo día. ¡Cinco relojes! ¡Mi madre! Hay que quitarse el sombrero; no hay nadie tan hábil como vosotros los ingleses.

Dije que no era inglés y que hacía colección de relojes. Me contestó que también él la hacía. Se arrojó sobre el otro colchón, me deseó buena noche y sueños felices, y un minuto después roncaba.

Al otro lado del tabique empezó a cantar con voz ronca una mujer borracha. El otro gruñó con rabia:

—¡Calla, Fifine, o te romperé la cara!

La cantante calló de pronto y susurró:

Alphonse, tengo que decirte algo importante. ¿Estás solo?

Respondió que estaba con un simpático y joven amigo ansioso de saber la hora, porque, desgraciadamente, se había olvidado de dar cuerda a los cinco relojes que llevaba siempre en los bolsillos. Pronto volvió a dormirse, y el charloteo de la borracha decayó poco a poco. Todo quedó tranquilo; el guardia hacía la ronda cada hora y se detenía a mirarnos a través de la mirilla.

Cuando daban las siete en el reloj de Saint-Augustin fui sacado de la celda y llevado a presencia del Comisario. Escuchó con atención mi aventura, mirándome constantemente con sus ojos inteligentes y penetrantes. Pero al contarle mi manía por los relojes y que durante todo el día había tratado de ir a casa de Le Roy para hacer examinar aquellos cinco relojes, y que había olvidado llevarlos, aún en el bolsillo cuando me registraron, se echó a reír y dijo que era el lance más gracioso que había oído, digno de Balzac. Abrió un cajón del escritorio y me devolvió los relojes.

—Llevo sentado a esta mesa veinte años y he aprendido un poco a clasificar mis visitantes: usted es una persona de bien.

Sonó la campanilla para llamar al Brigadier que me había tenido encerrado toda la noche.

—Queda usted suspendido una semana por no haber comunicado, según los reglamentos, con el Cónsul de Suecia. ¡Es usted un imbécil!