NO lejos de la Avenue de Villiers vivía un médico extranjero, creo que especialista en obstetricia y ginecología.
Era un individuo grosero y cínico, que me había llamado a consulta un par de veces, no tanto para ser iluminado por mi superior ciencia como para cargar sobre mis espaldas un poco de su responsabilidad. La última vez que me llamó fue para asistir a la agonía de una muchacha que moría de peritonitis, en circunstancias muy sospechosas, tanto, que sólo después de mucho titubear consentí en poner mi nombre al lado del suyo en el certificado de defunción.
Al volver una noche tarde a casa encontré a un cochero que me esperaba en la puerta, con una súplica urgente de aquel médico, para que fuese en seguida a su clínica privada, en la Rue Granet. Había decidido no tener más relaciones con él, pero era tan urgente el mensaje que me pareció mejor ir con el coche. Fui introducido por una mujer robusta de aspecto poco agradable, que se presentó como Madame Réquin, sage-femme de première classe[65], y me condujo a una habitación del último piso, la misma en que había muerto la muchacha. Toallas, sábanas y mantas empapadas de sangre estaban esparcidas por todas partes, y la sangre goteaba bajo el lecho con lúgubre sonido. El médico, que me agradeció calurosamente el haber acudido en su auxilio, hallábase sumamente agitado. Dijo que no había tiempo que perder, y tenía razón, porque la mujer tendida en su lit de travail estaba sin conocimiento y parecía más muerta que viva. Después de un rápido examen le pregunté encolerizado por qué no había mandado llamar a un cirujano o a un tocólogo, en vez de a mí, ya que sabía muy bien que ninguno de nosotros dos era indicado para curar semejante caso. La mujer, después de un par de inyecciones de alcanfor y éter, recobró algo el sentido. Dudé un poco antes de decidir que él le suministrara un poco de cloroformo mientras me ponía a trabajar. Con mi habitual fortuna, todo salió pasablemente bien y, después de una vigorosa respiración artificial, incluso el niño, que estaba medio asfixiado, volvió a la vida, con gran sorpresa nuestra. Pero ¡de buena se libraron madre e hijo! Ya no había algodón hidrófilo, gasas ni vendajes de ninguna clase para detener la hemorragia; mas, por suerte, descubrimos una maleta Gladstone entreabierta, llena de telas finas y de ropa blanca de mujer, que destrozamos rápidamente para taponar.
—Nunca he visto tan hermosa ropa blanca —dijo mi colega, levantando una camisa de batista muy fina—, y ¡mire! —exclamó indicando una corona bordada en rojo sobre la letra M—: Ma foi, mon cher confrère[66], estamos en buena sociedad! Le aseguro que es una joven muy hermosa, aunque ya no quede mucho de ella; una muchacha excepcionalmente hermosa; no me disgustaría renovar con ella la amistad, si se salva. Ah, la jolie broche![67] —exclamó cogiendo un broche de diamantes que, evidentemente, se había caído al suelo mientras revolvíamos la maleta—. Ma foi, creo que esto podría compensar mi cuenta, si el caso es desgraciado. Con estas señoras extranjeras nunca se sabe a qué atenerse; podría desaparecer tan misteriosamente como ha venido, sabe Dios de dónde.
—Ahora no estamos para eso —dije, arrebatándole el broche de sus dedos ensangrentados y guardándomelo en el bolsillo—; según la ley francesa, la cuenta de la funeraria tiene precedencia sobre la del médico. Aún no sabemos cuál de las dos cuentas se presentará primero al cobro. En cuanto al niño…
—No piense en el niño —dijo con una risita—. En el peor de los casos, aquí los tenemos en abundancia para substituirlo. Madame Réquin expide cada semana media docena de niños, en el train des nourrices[68] de la estación de Orléans. Pero no puedo dejar que la madre se me escape de las manos: tengo que ir con cuidado en mis estadísticas; en dos semanas he firmado ya dos certificados de defunción en esta clínica.
La mujer aún estaba casi inconsciente cuando, al amanecer, me marché; pero se le había asegurado el pulsó y dije al doctor que creía que viviría. También yo debía de hallarme en muy mal estado; de lo contrario, nunca hubiese aceptado la taza de café que, al bajar, vacilante, la escalera, me ofreció Madame Réquin en su siniestro saloncito.
—Ah, la jolie broche! —exclamó Madame Réquin mientras le daba el broche para que lo guardase—. ¿Cree usted que son buenas las piedras? —preguntó acercando la joya a la llama del gas.
Era un broche de diamantes, muy fino, con la letra M rematada por una corona de rubíes. El agua de las piedras era clarísima, pero el brillo de los ávidos ojos de Madame Réquin era sospechoso.
—No —dije, para reparar la estupidez de haberle dado la joya—. Tengo la seguridad de que son falsas.
Madame Réquin esperaba que estuviera equivocado; la señora no había tenido tiempo de pagar anticipadamente, como era regla del establecimiento. Había llegado en el punto crítico, casi desmayada; en su equipaje no había ningún nombre, pero sí una etiqueta de Londres.
—Eso basta; no se preocupe, será usted pagada.
Madame Réquin expresó su esperanza de volver a verme pronto. Dejé la casa con un estremecimiento.
Un par de semanas después recibí de mi colega una carta diciéndome que todo había ido bien; la señora había partido con destino ignorado apenas pudo tenerse en pie; fueron pagadas todas las cuentas y depositada una gruesa suma en manos de Madame Réquin para la adopción del niño por alguna familia respetable. Le devolví el billete de Banco con una breve carta en la que le suplicaba que no me mandase llamar cuando fuera a matar a alguien. Esperaba no volver a tener ocasión de ver a él ni a Madame Réquin.
En cuanto al doctor, realizóse mi esperanza. Respecto a Madame Réquin, aún tendré que hablar a ustedes a su debido tiempo.