DEL viaje que realicé a Suecia aquel verano, quizá fuera mejor hablar lo menos posible. Norström, el plácido recopilador de casi todas mis aventuras juveniles, decía que era la peor historia que le había contado hasta entonces. Hoy no puede perjudicar a nadie, excepto a mí; puedo, pues, insertarla en estas páginas.
El profesor Bruzelius, a la sazón el médico más célebre de Suecia, me rogó que fuese a San Remo para repatriar a un enfermo suyo, un joven de dieciocho años que había pasado todo el invierno allí en avanzado estado de tisis. Recientemente había tenido varias hemorragias. Su estado era tan grave que consentí en repatriarlo sólo si le acompañaba también un miembro de la familia o, por lo menos, una enfermera sueca competente. Había que considerar la posibilidad de que falleciese en el viaje. Cuatro días después llegó su madre a San Remo. Teníamos que interrumpir el viaje en Basilea y en Heidelberg, y tomar el buque sueco de Lübeck a Estocolmo. Llegamos de noche a Basilea, después de un viaje muy penoso. Durante la noche, la madre tuvo un ataque cardíaco que casi la mata. El especialista a quien hice avisar por la mañana estuvo de acuerdo conmigo en que aquella señora no se hallaría en condiciones de viajar hasta dos semanas después. Había que decidir entre dejar morirse al muchacho en Basilea o continuar el viaje con él solo. Como todos los que están para morir, el joven deseaba ardientemente volver a la patria. Con razón o sin ella, resolví proseguir el viaje con él a Suecia. Al día siguiente de nuestra llegada al Hôtel Victoria de Heidelberg tuvo una gran hemoptisis y hubo que abandonar toda esperanza de continuar el viaje. Le dije que teníamos que esperar un par de días a su madre. Se mostraba muy reacio a aplazar el viaje ni siquiera un solo día. Por la tarde examinaba con ansiedad la guía de ferrocarriles. Cuando fui a verle después de medianoche dormía tranquilamente. Por la mañana lo encontré muerto en el lecho, sin duda por una hemorragia interna. Telegrafié a mi colega de Basilea para que comunicase la noticia a la madre y me hiciera conocer sus instrucciones. El profesor me telegrafió que el estado de la madre era tan grave que no se atrevía a darle la noticia. Como estaba convencido de que ella quería que su hijo fuese enterrado en Suecia, me puse en comunicación con un empresario de pompas fúnebres para los acuerdos necesarios. Me enteró de que, según la ley, el cadáver había de ser embalsamado; precio, dos mil marcos. Sabía que la familia no era rica y decidí embalsamarlo yo mismo. No había tiempo que perder; era a fin de julio, y el calor, extraordinario. Ayudado por un mozo del Instituto Anatómico, lo embalsamé someramente durante la noche, con un gasto de cerca de doscientos marcos. Era el primer embalsamamiento que hacía, y debo confesar que distaba mucho de ser un éxito. El ataúd de plomo fue soldado en mi presencia; el externo, de roble, fue encerrado en una caja comercial común, con arreglo a los reglamentos ferroviarios. De lo demás se cuidaba el empresario de las pompas fúnebres, encargado del transporte por ferrocarril hasta Lübeck y, desde allí, por barco, hasta Estocolmo. La suma que había recibido de la madre para el viaje, casi no bastaba para pagar la cuenta de la fonda. Protesté inútilmente contra el exorbitante precio de la ropa de cama y de la alfombra del cuarto donde había muerto el muchacho. Cuando todo estuvo saldado, apenas me quedaba dinero suficiente para mi regreso a París.
Desde que llegué no había salido de casa; de Heidelberg sólo había visto el jardín del Hôtel de l’Europe bajo mis ventanas. Pensé que debía ver, al menos, el famoso y antiguo castillo en ruinas, antes de dejar la ciudad, donde esperaba no volver.
Mientras contemplaba a mis pies, desde el pretil de la terraza del castillo, el valle del Neckar, un cachorro de basset se precipitó sobre mí con toda la velocidad que sus pequeñas y retorcidas piernas podían llevar su cuerpo largo y delgado, y empezó a lamerme la cara. Sus ojos astutos habían adivinado en seguida mi secreto. Mi secreto era que siempre había anhelado poseer un pequeño Waldmann, como llaman a esos fascinadores perros en su país de origen. Aunque estaba casi sin dinero, compré al momento el Waldmann por cincuenta marcos y volví triunfante al Hôtel Victoria con él, que trotaba a mis talones sin traílla, completamente seguro de que su amo era yo y no otro. A la mañana siguiente había un añadido a la cuenta, por algo concerniente a la alfombra de mi habitación. Mi paciencia estaba agotada; ya llevaba pagados ochocientos marcos por alfombras en el Hôtel Victoria. Dos horas después regalé la alfombra del cuarto del muchacho a un viejo zapatero remendón a quien había visto componer un par de botas fuera de su pobre casa, llena de chiquillos harapientos. El director de la fonda estaba mudo de rabia, pero el zapatero tuvo su alfombra. Terminada ya mi misión en Heidelberg, decidí tomar el tren de la mañana para París. Por la noche cambié de idea y resolví ir a Suecia, de un modo o de otro. Había tomado mis disposiciones para permanecer ausente de París quince días. Norström cuidaría de mis enfermos durante mi ausencia. Ya había telegrafiado a mi hermano que iba a pasar un par de días con él en nuestra vieja casa; seguramente, nunca se me presentaría otra oportunidad para una vacación en Suecia. No pensaba más que en marcharme del Hôtel Victoria. Como era demasiado tarde para tomar el tren de viajeros hacia Berlín, decidí tomar el de mercancías por la noche —el mismo que llevaba el cadáver del muchacho a Lübeck— y continuar, con el mismo barco sueco, para Estocolmo. Cuando me sentaba para cenar en la fonda de la estación, me dijo el camarero que los perros estaban verboten (prohibidos) en el restaurante. Puse en su mano una moneda de cinco marcos y metí a Waldmann bajo la mesa; iba a empezar a comer, cuando una voz estentórea gritó desde la puerta:
—Der Leichenbegleiter!
Todos levantaron los ojos de los platos, mirándose alternativamente, pero nadie se movió.
—Der Leichenbegleiter!
El hombre cerró con violencia la puerta para volver un momento después con otro hombre, a quien reconocí como empleado de la funeraria. El propietario de la voz estentórea vino a mi encuentro y me aulló en pleno rostro:
—Der Leichenbegleiter[58]!
Todos me miraron con interés. Dije a aquel hombre que me dejase en paz, que quería cenar. No; debía ir en seguida; el jefe de Estación quería hablarme de un asunto urgentísimo.
Un gigante, con bigotes erizados como un puerco espín y lentes cercados de oro, me entregó un montón de documentos y me gritó al oído algo del furgón que debía ser sellado y que yo debía entrar en él en seguida a ocupar mi puesto. En mi mejor alemán le dije que ya había reservado mi puesto en un coche de segunda clase. Me contestó que estaba verboten, que debía encerrarme inmediatamente, con llave, en el furgón donde iba el ataúd.
—¿Qué diablos quiere usted decir?
—No es usted der Leichenbegleiter? ¿No sabe que está verboten en Alemania hacer viajar un cadáver sin su Leichenbegleiter y que deben ser encerrados juntos?
Le enseñé mi billete de segunda clase para Lübeck, le dije que era un viajero independiente, que iba a Suecia de vacaciones. Nada tenía que ver con el ataúd.
—¿Es usted o no es der Leichenbegleiter? —aulló, rabioso.
—¡No, no lo soy! Estoy dispuesto a hacer cualquier oficio, pero me niego a hacer de Leichenbegleiter; no me gusta la palabra.
El jefe de Estación miró a su fajo de documentos, estupefacto, y anunció que si el Leichenbegleiter no llegaba antes de cinco minutos, dejaría el furgón con el ataúd para Lübeck en una vía muerta y se quedaría en Heidelberg. Mientras hablaba, precipitóse sobre la mesa del jefe de Estación un jorobadito de ojos inquietos y cara virolenta con un montón de documentos en las manos.
—Ich bin der Leichenbegleiter[59] —anunció con decidida dignidad.
Por poco le abrazo; siempre he sentido una oculta simpatía por los gibosos. Dije que me alegraba muchísimo de conocerle; iba hasta Lübeck en el mismo tren y tomaría el mismo barco para Estocolmo. Tuve que agarrarme al escritorio del jefe de Estación cuando el corcovado dijo que no iba a Estocolmo, sino a Petersburgo, con el general ruso, y de allí, a Nijni-Novgorod.
El jefe de Estación alzó los ojos del montón de documentos y turbóse tanto que se le erizó el bigote de puerco espín.
—Potzdonnerwetter![60] —aulló—. Hay aquí dos cadáveres que van a Lübeck en este tren y sólo tengo un ataúd en el furgón; no se pueden meter dos cadáveres en un ataúd; está verboten. ¿Dónde está la otra caja?
El jorobado explicó que en aquel momento descargaban de la carreta el ataúd del general ruso para meterlo en el furgón. Toda la culpa era del carpintero, que apenas había acabado a tiempo la segunda caja. ¿Quién se iba a figurar que debía suministrar dos cajas de embalaje tan enormes en el mismo día?
¡El general ruso! De pronto, recordé que me habían hablado de un viejo general ruso que había muerto el mismo día que el muchacho, de un ataque apoplético, en la fonda frente a la nuestra. Me acordé también de haber visto desde mi ventana a un señor anciano, de aspecto feroz y con larga barba gris, en un sillón con ruedas por el jardín de la fonda. El portero me dijo que era un famoso general ruso, un héroe de la guerra de Crimea. Nunca había visto un hombre de aspecto más feroz.
Mientras el jefe de Estación volvía a examinar sus complicados documentos, me llevé aparte al contrahecho y, dándole unas cordiales palmaditas en la espalda, le ofrecí cincuenta marcos al contado y otros cincuenta que pensaba hacerme prestar por el cónsul sueco en Lübeck, si cargaba con la responsabilidad de ser Leichenbegleiter del ataúd del joven al mismo tiempo que del ataúd del general ruso. Aceptó inmediatamente. El jefe de Estación dijo que era un caso sin precedentes; tocaba un punto delicado de la ley; tenía la seguridad de que estaba verboten el que los dos cadáveres viajasen con un solo Leichenbegleiter. Debía consultar con la Kaiserliche Oberliche Eisenbahn Amt Direktion Bureau, lo cual requería lo menos una semana para obtener respuesta. Waldmann salvó la situación. Durante nuestra disputa advertí varias veces, a través de los lentes cercados de oro del jefe de Estación, una mirada amistosa dirigida al perrito, y otras veces había tendido su enorme mano para acariciar las largas y sedosas orejas de Waldmann. Con una última y desesperada tentativa, traté de conmover su corazón. Sin decir palabra, puse a Waldmann sobre sus rodillas. Mientras el can le lamía el rostro y empezaba a tirarle de sus bigotes de puerco espín, sus ásperas facciones suavizáronse gradualmente con una honrada y amplia sonrisa por nuestro desamparo. Cinco minutos después, el giboso había firmado una docena de documentos como Leichenbegleiter de los dos ataúdes, y yo, con Waldmann y mi maleta Gladstone, fui impelido a un abarrotado compartimiento de segunda clase cuando el tren echaba a andar. Waldmann se dedicó a jugar con la gruesa señora que teníamos al lado. Ella me miró severamente y dijo que estaba verboten llevar perros en un coche de segunda clase; ¿era, al menos, stubenrein?, (limpio). ¡Claro que era stubenrein; nunca había sido otra cosa! Dedicaba ahora Waldmann su atención a un cestito que tenía la señora gruesa en su regazo; olfateó, trepidante, y rompió a ladrar furiosamente. Aún seguía ladrando cuando paró el tren en la próxima estación. La señora gruesa llamó al revisor e indicó el suelo. El revisor dijo que estaba verboten viajar con un perro sin bozal. En vano abrí la boca de Waldmann para enseñar al revisor que apenas tenía dientes; en vano puse en su mano mi última moneda de cinco marcos: Waldmann tenía que ser llevado inmediatamente a la perrera. Impulsado por la venganza, indiqué el cestito en el regazo de la señora gruesa y pregunté al revisor si no estaba verboten viajar con un gato sin billete. Sí, estaba verboten. La señora gruesa y el revisor disputaban aún cuando bajé al andén. La perrera era en aquellos días vergonzosamente insuficiente; una celda oscura sobre las mismas ruedas, llena de humo de la locomotora. ¿Cómo iba yo a meter a Waldmann allí? Corrí al furgón de equipajes y supliqué al mozo que me guardase el perro; dijo que estaba verboten. Las puertas corredizas del furgón contiguo abriéronse cautamente, lo suficiente para permitir al Leichenbegleiter asomar la cabeza, con una larga pipa en la boca. Con la agilidad de un gato trepé al furgón con Waldmann y la maleta Gladstone.
¡Cincuenta marcos, pagaderos a la llegada, si escondía a Waldmann en su vagón hasta Lübeck! Antes de tener tiempo de contestar, las puertas fueron cerradas desde fuera con cerrojo; un agudo silbido de la locomotora, y el tren se puso en marcha. El gran furgón estaba vacío, salvo las dos cajas conteniendo los dos ataúdes. El calor era sofocante, pero había sitio suficiente para estirar las piernas. El perro se durmió en seguida sobre mi guardapolvo; el Leichenbegleiter sacó una botella de cerveza caliente de su cestillo de viaje, encendimos las pipas y nos sentamos en el suelo para hablar de la situación. Estábamos completamente a salvo; nadie me había visto saltar dentro con el perro. Mi compañero me aseguró que nunca se acercaba al furgón ningún revisor. Una hora después, cuando el tren frenó para la siguiente parada, dije al Leichenbegleiter que no me podrían separar de él sino por la fuerza; quería quedarme donde estaba hasta que llegáramos a Lübeck. Pasaron las horas en agradable conversación, sostenida sobre todo por el Leichenbegleiter; yo hablo alemán muy mal, aunque lo entiendo muy bien. Mi amigo dijo que había hecho el mismo viaje muchas veces; hasta sabía el nombre de todas las estaciones donde parábamos, si bien no podíamos ver nada del exterior desde nuestro vagón-cárcel.
Era Leichenbegleiter desde hacía más de diez años, un oficio agradable y cómodo; gustábale viajar y ver países nuevos. Había estado ya seis veces en Rusia; le gustaban los rusos; siempre querían ser enterrados en la propia patria. Muchos rusos iban a Heidelberg para consultar a sus numerosos y célebres profesores. Eran los mejores clientes de éstos. Su mujer era Leichenwäscherin.[61]. Apenas se efectuaban embalsamamientos de importancia sin su intervención. Señalando la otra caja, dijo que casi se sentía ofendido porque ni él ni su mujer hubieran sido llamados para el señor sueco. Sospechaba haber sido víctima de alguna intriga; había mucha envidia profesional entre él y sus otros dos colegas. Todo aquello estaba rodeado de cierto misterio; ni siquiera habían podido averiguar qué doctor había hecho el embalsamamiento. No todos eran igualmente expertos en ello. El embalsamamiento es una operación muy delicada y complicada; nunca se sabía lo que podía ocurrir durante un largo viaje, con un calor como aquél. ¿Había presenciado yo muchos embalsamamientos?
—Uno solamente —dije, con un escalofrío.
—Me gustaría que pudiese ver al general ruso —dijo entusiasmado el Leichenbegleiter, indicando con la pipa la otra caja—. Es verdaderamente maravilloso; no creería que es un cadáver: hasta tiene los ojos abiertos. No me explico cómo ha sido tan meticuloso con usted el jefe de Estación —continuó—. Es verdad que es usted algo joven para Leichenbegleiter, pero, por lo que puedo ver, es bastante respetable. No necesita más que afeitarse y cepillarse; tiene usted el traje cubierto de pelos de perro y, ciertamente, no podrá presentarse mañana al cónsul sueco con esa barba; estoy seguro de que no se ha afeitado en una semana; parece más un bandido que un respetable Leichenbegleiter. ¡Lástima que no tenga aquí mis navajas; yo mismo le afeitaría en la próxima parada!
Abrí mi maleta Gladstone y dije que le agradecería mucho me ahorrase aquel trabajo; nunca me afeitaba solo si podía evitarlo. Examinó mis navajas con ojo experto; dijo que las navajas suecas eran las mejores del mundo; nunca usaba él otras. Tenía una mano muy ligera; había afeitado centenares de personas sin oír nunca una palabra de queja.
En mi vida me habían afeitado mejor, y se lo dije, felicitándole, cuando el tren empezó a ponerse de nuevo en marcha.
—No hay nada como viajar por países extranjeros —dije, mientras me quitaba el jabón del rostro—. Cada día se aprende algo nuevo e interesante. Cuanto más conozco este país, más voy viendo las diferencias fundamentales entre los alemanes y los demás pueblos. Los latinos y los anglosajones se sientan, invariablemente, para hacerse afeitar; en Alemania se tienden boca arriba. Todo es cuestión de gustos; chacun tue ses puces à sa façon[62], como dicen en París.
—Es cuestión de costumbre —dijo el Leichenbegleiter—; a un cadáver no se le puede hacer sentar. Es usted el primer hombre vivo a quien he afeitado.
Mi compañero extendió sobre su caja una servilleta limpia y abrió su cestillo de viaje. Cosquilleó mi nariz un olor mezcla de salchicha, queso y sauerkraut. Waldmann se despertó instantáneamente y los dos, el animal y yo, le miramos con ojos hambrientos. Grande fue mi alegría cuando me invitó a compartir su cena: hasta el sauerkraut perdió su horror para mi paladar. Luego, me conquistó el corazón al ofrecer a Waldmann una gran rodaja de morcilla. El efecto fue fulminante y duró hasta Lübeck. Cuando vaciamos la segunda botella de vino del Mosela, mi nuevo amigo y yo teníamos ya muy pocos secretos que revelarnos mutuamente. Sí, yo guardaba celosamente un secreto: que era médico. La experiencia de muchos países me había enseñado que toda alusión a una diferencia de clases entre mi huésped y yo, me hubiera privado de la única ocasión de ver la vida desde el punto de vista de un Leichenbegleiter, Lo poco que conozco de psicología lo debo a cierta innata facilidad para adaptarme al plano social de mi interlocutor. Cuando ceno con un duque me siento completamente a mis anchas e igual suyo. Cuando ceno con un Leichenbegleiter me vuelvo yo también lo más Leichenbegleiter posible.
De hecho, cuando empezamos la tercera botella del Mosela, sólo me faltaba convertirme en un verdadero Leichenbegleiter.
—¡Ánimo, Fritz! —dijo mi huésped, con un alegre brillo en los ojos—. ¡No estés tan abatido! Sé que estás muy apurado y que algo te ha salido mal. No importa, toma otro vaso de vino y hablemos de negocios. Llevo más de diez años de Leichenbegleiter y conozco la clase de gente con quien trato. La inteligencia no basta. Estoy seguro de que has nacido con buena estrella; de lo contrario, no estarías aquí sentado conmigo. ¡Aquí está la fortuna… la fortuna de tu vida! Entrega tu ataúd en Suecia, mientras yo entrego el mío en Rusia, y vuelve a Heidelberg con el primer tren. Te haré mi socio. Mientras viva el profesor Friedreich habrá trabajo para los dos Leichenbegleiter, tan cierto como me llamo Zacarías Schweinfuss. Suecia no te conviene, no hay allí médicos famosos; Heidelberg está lleno, Heidelberg es el lugar que necesitas.
Di cordialmente las gracias a mi nuevo amigo y dije que le contestaría definitivamente por la mañana, cuando nuestras cabezas se hubiesen despejado un poco. Minutos después estábamos profundamente dormidos en el suelo del Leichenwagen.[63]
Pasé una noche excelente; Waldmann, un poco menos. Cuando el tren entró en la estación de Lübeck era pleno día. Un empleado del Consulado sueco esperaba en el andén para vigilar el traslado del ataúd a bordo del buque sueco para Estocolmo. Después de un cordial aufwiedersehen[64] al Leichenbegleiter, fui al Consulado. No bien hubo visto el Cónsul el cachorro, me informó de que estaba prohibida la importación de canes, pues recientemente habían ocurrido varios casos de hidrofobia en el norte de Alemania. Podía intentar convencer al capitán, pero estaba seguro de que Waldmann no sería admitido a bordo.
Encontré al capitán de muy mal humor; todos los marinos lo están cuando llevan entre su cargamento un ataúd. Todas mis súplicas fueron vanas. Animado por mi éxito con el jefe de Estación de Heidelberg, me decidí a tentarlo con el chucho. Waldmann le lamió en balde todo el rostro. Luego, decidí probar hablando de mi hermano.
Sí, conocía, por supuesto, mucho al comandante Munthe; habían navegado juntos en el Vanadis como guardias marinas; eran muy amigos.
¿Iba a ser tan cruel que dejase en tierra, entre gente completamente extraña, al querido perro de mi hermano? No, no podía ser tan cruel. Cinco minutos después, Waldmann era encerrado con llave en mi camarote, para pasar de contrabando, bajo mi responsabilidad, a nuestra llegada a Estocolmo.
A mí me gusta el mar. El buque era muy cómodo; cené en la mesa del capitán; todos a bordo fueron muy corteses conmigo. La camarera se mostró más bien malhumorada por la mañana, cuando vino a arreglar mi camarote; pero se convirtió en nuestra aliada en cuanto el culpable empezó a lamerle el rostro. Nunca había visto un perrito más seductor. Cuando Waldmann apareció subrepticiamente a proa, todos los marineros empezaron a jugar con él y el capitán se volvió para no verlo. Era ya muy entrada la noche cuando atracamos al muelle de Estocolmo; salté a tierra desde la proa del navío con Waldmann en brazos. Por la mañana fui a visitar al profesor Bruzelius, que me enseñó un telegrama de Basilea, el cual decía que la madre estaba fuera de peligro y que se aplazaba el entierro del joven hasta su llegada, cerca de quince días después. Él esperaba que yo estaría aún en Suecia. Seguramente, la madre desearía oír de mis propios labios los últimos momentos de su hijo, y era natural que yo asistiera al entierro. Le dije que antes de volver a París iba a visitar a mi hermano: tenía mucha prisa por volver a encargarme de mis enfermos.
Nunca había perdonado a mi hermano el haberme endosado nuestra terrible herencia de Mamsell Ágata. A este propósito, le había escrito una carta furibunda. Por fortuna, parecía haberlo olvidado por completo. Dijo que se alegraba mucho de verme y que, tanto él como su mujer, esperaban que pasase, por lo menos, quince días en la vieja casa.
Dos días después de mi llegada manifestó su sorpresa de que un médico tan ocupado como yo pudiera dejar tanto tiempo a sus enfermos; ¿qué día partiría? Mi cuñada se había vuelto glacial. Con las personas que no quieren a los perros no se puede hacer más que compadecerlas y alejarse de ellas, zurrón a la espalda, con vuestro cachorro. Nada hay más sano para un can que acampar al aire libre y dormir al pie de amistosos abetos, sobre una alfombra de blando musgo, en vez de una de Esmirna. La mañana de mi marcha, mi cuñada tenía jaqueca y no bajó a almorzar. Quise ir a su cuarto a despedirme. Mi hermano me aconsejó que no lo hiciera. No quise insistir, después de contarme que la criada había encontrado bajo mi cama el nuevo sombrero dominical de su mujer, sus zapatillas bordadas, su boa de plumas, dos tomos de la Enciclopedia Británica hechos pedazos, los restos de un conejo y su querida gatita con la cabeza casi separada, de un mordisco. Además, la alfombra de Esmirna del salón, los arriates del jardín y seis patitos del estanque… Miré mi reloj y dije a mi hermano que me gustaba llegar siempre con tiempo a la estación.
—¡Eh! —gritó mi hermano al viejo cochero de papá, mientras nos íbamos—. ¡Por amor de Dios, procura que el doctor no pierda el tren!
Quince días después estaba de nuevo en Estocolmo. El profesor Bruzelius me dijo que la madre había llegado del continente aquella misma mañana; el entierro debía efectuarse al día siguiente y, por descontado, yo debía asistir a él. Con gran terror mío, añadió que la pobre madre insistía en ver a su hijo antes de que lo enterrasen: había que abrir en su presencia el ataúd por la mañana, a buena hora. Naturalmente, no habría embalsamado nunca por mí mismo el cadáver si me hubiera pasado por la imaginación semejante posibilidad. Sabía que había procedido con la mejor intención, pero que la cosa había ido mal y que, muy probablemente, la apertura del ataúd mostraría un terrible espectáculo. Mi primera idea fue escaparme y tomar el tren de la noche para París. La segunda fue quedarme y jugar la partida.
No había tiempo que perder. Con la poderosa ayuda del profesor Bruzelius conseguí, con gran dificultad, el permiso de abrir la caja para proceder a una somera desinfección de los restos, si fuese necesario, convencido de que tal era el caso. Poco después de medianoche bajé a la cripta de la iglesia, acompañado del guardián del cementerio y de un obrero que debía abrir las cajas. Cuando estuvo abierta la tapa de la caja interior de plomo, los dos hombres se retiraron en silenciosa reverencia ante el temor de la muerte. Tomé la linterna del guardián y descubrí el rostro. La linterna se me cayó de las manos y vacilé, como golpeado por una mano invisible.
Con frecuencia me he maravillado de mi presencia de ánimo aquella noche: debía de tener los nervios de acero en aquel tiempo.
—Está bien —dije, recubriendo rápidamente el rostro del muerto—. Atornille la tapa; no hace falta desinfección; el cadáver se conserva perfectamente.
Fui por la mañana temprano a ver al profesor Bruzelius. Le dije que el espectáculo que yo había visto por la noche atormentaría a la madre toda su vida, y él debía impedir, a toda costa, la apertura del ataúd.
Asistí al entierro. Desde aquel día no he asistido a otro. El ataúd fue llevado a la tumba en hombros de seis compañeros de colegio del muchacho. El Pastor, en una conmovedora alocución, dijo que Dios, en su inescrutable sabiduría, había querido que aquella joven vida tan llena de promesas y de alegría fuese truncada por la cruel muerte. Para los que lloraban alrededor de su prematura fosa, era al menos un consuelo pensar que había vuelto a descansar entre su gente, en su tierra natal. Así sabrían siquiera dónde poner sus flores de tierno recuerdo y dónde rezar. Un coro de estudiantes de Upsala cantó el tradicional:
Integer vitae scelerisque purus.
Desde aquel día odio esta bella oda de Horacio.
La madre del muchacho, sostenida por su anciano padre, se adelantó hacia la fosa abierta y depositó sobre el ataúd una corona de muguetes.
—Era su flor preferida —sollozó.
Uno a uno, los demás afligidos vinieron con sus ramos de flores y miraron la fosa con ojos llenos de lágrimas, para el último adiós. El coro cantó el habitual viejo himno: «Reposa en paz, la lucha ha terminado».
Los sepultureros empezaron a arrojar paletadas de tierra sobre el ataúd cuando acabó la ceremonia.
Cuando todos se fueron miré, a mi vez, la fosa, mediada de tierra.
—Sí, descansa en paz, tétrico y viejo guerrero; la lucha ha terminado. ¡Descansa en paz! No me asedies más con esos tus ojos abiertos, o me volveré loco. ¿Por qué me miraste tan coléricamente al descubrir anoche tu cara en la cripta de la capilla? ¿Crees que yo tenía más gusto en verte que el que tú pudieras tener en verme a mí? ¿Me tomaste, acaso, por un ladrón de tumbas que hubiera forzado tu ataúd para robarte el icono de oro que tienes sobre el pecho? ¿Crees que he sido yo quien te ha traído aquí? No, no he sido yo. Que yo sepa, ha sido el mismo Satanás, bajo la apariencia de un jorobado borracho, quien ha ocasionado tu venida aquí; porque ¿quién otro que Mefistófeles, el eterno bufón, hubiera podido representar la horrible farsa que presencié aquí poco ha? Parecíame oír su risa burlona a través del canto sagrado; Dios me perdone, pero poco faltaba para que me echase a reír cuanto tu ataúd fue bajado a esta fosa. Mas ¿qué te importa a ti de quién sea esta fosa? No pudiendo leer el nombre sobre la cruz de mármol, ¿qué te importa cuál sea ese nombre? No pudiendo oír las voces de los vivos sobre tu cabeza, ¿qué te importa la lengua en que hablen? No reposas aquí entre extraños, sino en medio de tus iguales, lo mismo que el joven sueco, que ha sido enterrado en el corazón de Rusia mientras las cornetas de tu viejo regimiento tocaban «silencio» junto a tu fosa. El reino de la muerte no tiene confines, la tumba no tiene nacionalidad. Todos sois iguales y del mismo pueblo ahora; pronto tendréis, incluso, todos el mismo aspecto. Cualquiera que sea el sitio donde reposéis, el mismo destino os espera a todos: ser olvidados y reducidos a polvo, porque tal es la ley de la vida. ¡Descansa en paz; la lucha ha terminado!