HABÍA estado fuera tres meses en vez de uno. Tenía la seguridad de que muchos de mis enfermos permanecerían fieles a mi amigo el doctor Norström, que los había asistido durante mi ausencia. Me equivoqué: todos volvieron a mí; algunos, mejorados; empeorados, otros; todos tenían palabras muy amables para mi colega, pero igualmente para mí. No me habría disgustado lo más mínimo que hubieran permanecido con él; en todo caso, yo tenía demasiados, y sabía que su clientela disminuía cada vez más y se había visto obligado a dejar el Boulevard Haussmann por un piso más modesto en la Rue Pigalle. Norström había sido siempre un amigo leal y me había ayudado a salir de muchos apuros al principio de mi carrera, cuando me dedicaba aún a la cirugía; siempre estaba dispuesto a compartir la responsabilidad de mis numerosos errores. Recuerdo bien, por ejemplo, el caso del barón B. Creo necesario contar esta historia para dar a entender la clase de hombre que era mi amigo. El barón B., uno de los más viejos miembros de la colonia sueca, siempre enfermizo, había sido asistido por Norström durante años. Un día, Norström, con su fatal timidez, le sugirió llamarme a consulta. El Barón me tomó gran simpatía. A un médico nuevo siempre se le cree buen médico, mientras no se pruebe lo contrario. Norström quería una operación inmediata; yo era contrario. Me escribió el Barón que estaba cansado del melancólico semblante de Norström, y me rogaba que le asistiera yo. Naturalmente, me negué; pero Norström insistió en retirarse para que yo asumiera la cura del enfermo. El estado general del Barón mejoró rápidamente: de todas partes recibí plácemes. Un mes después vi claramente que era acertado el diagnóstico de Norström, pero entonces era demasiado tarde para una operación; ¡el hombre estaba condenado! Escribí a su sobrino, en Estocolmo, que viniera por él a fin de que muriese en su país. Aunque muy difícilmente, conseguí convencer al anciano señor. No quería dejarme; yo era el único médico que comprendía su mal. Pasados dos meses, me escribió su sobrino que el tío me había dejado en el testamento un reloj de oro de repetición, de gran valor, en recuerdo de cuanto había hecho por él. Le hago a menudo dar las horas, para que me recuerde de qué estofa se forma la fama de un médico.
Últimamente, las relaciones entre Norström y yo habían variado bastante. Cada vez me llamaban más a consulta sus enfermos; demasiado a menudo. Aquella misma tarde había visto morir a uno inesperadamente: una verdadera desgracia para Norström, porque el enfermo era uno de los más conocidos miembros de la colonia. Norström se trastornó muchísimo. Lo llevé a cenar conmigo al Café de la Régence, para animarle un poco.
—Quisiera que me explicases el secreto de tu éxito y de mi derrota —dijo Norström, mirándome tristemente a través de la botella de Saint-Julien.
—Es, sobre todo, cuestión de suerte —le dije—. Hay también una diversidad de temperamento entre tú y yo, que me facilita agarrar a la fortuna por los cabellos mientras tú la dejas huir, quedándote impasible con las manos en los bolsillos. Estoy seguro de que conoces mejor que yo el cuerpo humano, tanto sano como enfermo; pero es posible que, aunque me doblas la edad, yo conozca mejor la mentalidad humana. ¿Por qué dijiste a aquel profesor ruso que te envié que tenía angina de pecho? ¿Por qué le explicaste todos los síntomas de su fatal enfermedad?
—Insistió en saber toda la verdad y tuve que decírsela; de lo contrario, no me habría obedecido.
—Yo no le había dicho nada semejante y, sin embargo, me obedecía. Él mentía al decirte que quería saberlo todo y que no tenía miedo a morir. Nadie quiere saber lo muy enfermo que está, todos temen a la muerte, y con razón. Ese hombre está mucho peor ahora. Su existencia está paralizada por el miedo. Y todo por culpa tuya.
—Tú siempre hablas de los nervios y de la psiquis, como si nuestro cuerpo no se compusiera más que de eso. La causa de la angina de pecho está en la esclerosis de las arterias coronarias.
—Pregunta al profesor Huchard qué sucedió en su clínica la semana pasada, mientras nos demostraba un caso de angina de pecho. La mujer tuvo, de pronto, un terrible ataque de esa dolencia, que el mismo profesor temía pudiera serle fatal. Le pedí permiso para intentar detener la crisis con la cura psíquica; me contestó que era inútil, pero accedió. Le puse la mano en la frente y le dije que la crisis pasaría en seguida. Un minuto después desaparecía de sus ojos el terror. Respiró profundamente y afirmó que se encontraba bien. Claro, tú dirás que era un caso de pseudoangina, falsa angina de pecho; puedo probarte lo contrario: cuatro días después tuvo otro ataque, al parecer igual, pero falleció en menos de cinco minutos. Tú tratas siempre de explicar a tus enfermos lo que tú mismo no puedes explicarte. Olvidas que todo es cuestión de fe, no de sabiduría, como la fe en Dios. La Iglesia católica nunca explica nada y sigue siendo la fuerza más poderosa del mundo. La Iglesia protestante intenta explicarlo todo y está desmoronándose. Cuanto menos sepan la verdad tus enfermos, mejor para ellos. Nunca se ha dicho que el trabajo de los órganos de nuestro cuerpo debe ser vigilado por la mente; obligar a tus enfermos a pensar en su enfermedad es inmiscuirse en las leyes de la Naturaleza. Debes decirles que hagan esto o aquello, que tomen tal o cual remedio para curarse, y que si no piensan obedecerte vayan a otro médico. No visitarlos más que cuando tengan absoluta necesidad de ti; no hablar con ellos demasiado, si no, descubren en seguida lo poco que sabemos. Los médicos, como los reyes, debieran mantenerse aparte lo más posible, a fin de que no se resienta su prestigio. Nosotros lo ganamos todo mostrándonos en una luz algo velada. Mira lo que ocurre con la misma familia del médico, que siempre prefiere consultar a otro. Yo estoy curando, a escondidas, a la mujer de uno de los más célebres médicos de París. Hoy mismo me ha mostrado la última receta del marido, para preguntarme si le haría bien.
—Siempre estás rodeado de mujeres. Quisiera gustar tanto a las mujeres como tú; hasta mi vieja cocinera está enamorada de ti desde que le curaste su herpe zoster.
—Quisiera no gustarles tanto, y de buena gana te cedería todas esas mujeres neuróticas. Sé que, en gran parte, les debo a ellas mi fama como doctor de moda, pero déjame confesarte que son muy fastidiosas y, a menudo, acaban por ser un peligro. Dices que quieres gustar a las mujeres; pues bien, no se lo digas, no les des demasiada importancia, no las dejes mandarte como quisieran. A las mujeres, aunque parece que lo ignoran, les gusta mucho más obedecer que ser obedecidas. Pretenden ser iguales a nosotros, pero saben de sobra que no lo son, por fortuna para ellas; porque, si lo fueran, nos gustarían mucho menos. En general, creo a las mujeres mejores que los hombres; pero, claro está, no se lo digo. Son mucho más valerosas, afrontan las enfermedades y la muerte mucho mejor que nosotros, tienen más piedad y son menos vanidosas. En general, su instinto es en su vida una guía más segura que nuestra inteligencia, y no hacen tantas locuras como nosotros. El amor es para una mujer mucho más que para un hombre; lo es todo. Y menos cuestión de los sentidos de lo que el hombre suele creer. Una mujer puede enamorarse de un hombre feo y aun de un viejo que sepa despertar su imaginación. Un hombre no puede enamorarse de una mujer si ésta no despierta su instinto sexual, que, contrariamente a la intención de la Naturaleza, en el hombre moderno sobrevive a su virilidad. Por eso no tiene límite alguno de edad para enamorarse. Richelieu era irresistible a los ochenta años, cuando apenas podía tenerse en pie, y Goethe tenía setenta cuando perdió la cabeza por Ulrica von Levetzow.
»El amor mismo es de corta duración, como una flor. En el hombre muere de muerte natural con el matrimonio; en la mujer sobrevive a menudo hasta el fin, transformado en puro cariño materno por el caído héroe de sus sueños. Las mujeres no pueden comprender que el hombre es polígamo por naturaleza. Puede someterse por fuerza a nuestro reciente código de moral social, pero su irreductible instinto está sólo adormecido. ¡Sigue siendo el mismo animal, tal como el Creador lo hizo, dispuesto siempre a todo, sin inútiles intervalos!
»Las mujeres no son menos inteligentes que los hombres; comúnmente, quizá lo son más. Pero su inteligencia es distinta. No hay que pasar por alto el hecho de que el peso del cerebro del hombre es superior al de la mujer. Las circunvoluciones cerebrales, ya visibles en el recién nacido, son por completo diversas en los dos cerebros. Las diferencias anatómicas se hacen aún más evidentes cuando se compara el lóbulo occipital; precisamente, a la seudoatrofia de este lóbulo en el cerebro de la mujer atribuye Husche tan gran importancia psíquica. La diferenciación entre los sexos es ley inmutable de la Naturaleza, que atraviesa toda la creación para acentuarse cada vez más con el mayor desarrollo de los tipos. Dícese que todo puede explicarse por el hecho de que hayamos tenido para nosotros la cultura como un monopolio del sexo, y que las mujeres nunca han tenido una adecuada oportunidad de estudiar. ¿De veras no la han tenido? Incluso en Atenas, la situación de las mujeres no era inferior a la de los hombres; tenían a su disposición todas las ramas de la cultura. Las razas jónicas y dóricas siempre reconocieron su libertad, y con los lacedemonios tuvieron demasiada. Durante todo el Imperio Romano, cuatrocientos años de alta cultura, gozaron de gran libertad las mujeres: baste recordar que disponían totalmente de su propiedad. En la Edad Media, la instrucción de las mujeres era muy superior a la de los hombres. Los caballeros sabían manejar mejor la espada que la pluma; los frailes eran cultos, pero había también muchos conventos de monjas que ofrecían a sus huéspedes iguales ocasiones de estudio. Mira nuestra profesión, en la que no son, ciertamente, novatas las mujeres. Había ya profesoras en la escuela de Salerno; Louise Bourgeois, que fue médica de María de Médicis, mujer de Enrique IV, escribió un lamentable libro de obstetricia; Margarita La Marche era comadrona-jefe en el Hôtel-Dieu, en 1677; Madame La Chapelle y Madame Boivin escribieron interminables libros de enfermedades de las mujeres, de muy poco valor todos ellos. Durante los siglos XVII y XVIII había muchas profesoras en las célebres universidades italianas de Bolonia, Pavia, Ferrara y Nápoles. Pero nunca hicieron progresar la ciencia que cultivaban; precisamente por haber dejado la obstetricia y la ginecología en manos de las mujeres, estas dos ramas de nuestra profesión han permanecido tanto tiempo estancadas, sin esperanzas de progreso. Éste comenzó cuando los hombres se encargaron de ellas. Aún hoy, ninguna mujer, al ver en peligro su vida o la de su hijo, se fiaría de un médico de su sexo.
»Mira la música. Todas las señoras del Renacimiento tañían el laúd y, más tarde, tocaban el clavicordio y el arpa. Desde hace un siglo todas las muchachas de la mejor sociedad estudian con pasión el piano, pero hasta ahora no conozco composición alguna notable de una mujer; ni sé de ninguna que pueda ejecutar a mi gusto el Adagio sostenuto de la obra 106 de Beethoven. Muchas son las señoritas que se dedican a la pintura, pero, que yo sepa, no hay en Europa ningún museo que contenga un cuadro de primer orden firmado por una mujer, excepto, quizá, Rosa Bonheur, que tuvo que afeitarse el mentón y vestirse de hombre.
»Uno de los más grandes poetas de los tiempos antiguos fue una mujer. De la guirnalda que circundaba la frente de la encantadora, sólo quedan pocos pétalos de rosa, fragantes de eterna primavera. ¡Qué inmortal alegría y que inmortal tristeza evoca a nuestros oídos aquel lejano canto de sirena de la costa de la Helada! ¿Podré oír alguna vez tu voz, bellísima Safo? ¡Acaso cantes aún en algún perdido fragmento de la antología, intacto bajo la lava de Herculano!
—¡No quiero oír nada más de tu Safo! —refunfuñó Norström—. Con lo que sé de ella y de sus adoratrices me sobra. No quiero saber nada de mujeres. Has bebido más de la cuenta y dicho una serie de disparates; volvamos a casa.
A mitad del camino, en el bulevar, mi amigo quiso cerveza y nos sentamos a una mesita exterior de un café.
—Bonsoir, chéri[55] —dijo la señora de la mesa que estaba al lado de mi amigo—. ¿No me convidas a cerveza? Estoy sin cenar.
Norström, con voz irritada, le dijo que le dejase en paz.
—Bonsoir, Cloe —dije—. Comment va Flopette?
—Está haciendo las calles secundarias; hasta después de medianoche no puede hacer nada por los bulevares.
Mientras hablaba, apareció Flopette y sentóse al lado de su compañera de armas.
—¿Sigues dándote a la bebida, Flopette? —dije—. ¿Quieres ir al infierno para siempre?
—Sí —respondió con voz ronca—. Peor que esto no puede ser.
—No eres muy meticuloso en la elección de tus amistades —refunfuñó Norström, mirando con horror a las dos meretrices.
—Las he tenido peores. Además, soy su médico. Ambas tienen sífilis, y el ajenjo hará el resto; acabarán pronto en San Lázaro, si no en el arroyo. A lo menos, no pretenden ser más de lo que son; y no debe olvidarse que eso han de agradecérselo a un hombre, y que otro hombre espera en la esquina de la calle de enfrente que le entreguen el dinero que nosotros les damos. No son tan malas como crees estas prostitutas; siguen siendo mujeres hasta el fin, con todos sus defectos, pero también con algunas de sus cualidades, que sobreviven a su desgracia. Aunque parezca extraño, son capaces de enamorarse, en el más elevado sentido de la palabra, y no puedes imaginar cosa más patética. Hubo una prostituta enamorada de mí y se volvió tímida y recelosa como una niña; hasta podía ruborizarse bajo su abundante colorete. También esa repugnante criatura que está en la mesa de al lado hubiera sido, tal vez, una mujer de bien si hubiese tenido oportunidad. Deja que te cuente su historia. ¿Te acuerdas —dije, mientras descendíamos dándonos el brazo por el bulevar de la escuela de niñas de Passy dirigida por las Hermanas de Santa Teresa, dónde me llevaste el año pasado para ver a una niña sueca que murió de tifus? Poco después hubo otro caso en la misma escuela, asistido por mí: una bellísima muchacha francesa, de unos quince años. Un anochecer, cuando salía del colegio, se me acercó del modo acostumbrado una mujer que rondaba por la acera de enfrente. Mientras le decía ásperamente que me dejase en paz, me suplicó con voz humilde que le escuchara unas palabras. Durante una semana me había observado todos los días, al salir del colegio. No había tenido valor para hablarme porque aún era de día. Se dirigió a mí como Monsieur le docteur y, con voz trémula, me preguntó cómo seguía la niña que padecía el tifus y si estaba en peligro.
»—Necesito verla antes de que muera —sollozó, mientras le corrían lágrimas por las pintadas mejillas—. Tengo que verla, soy su madre.
»Las monjas no lo sabían. La niña había entrado allí cuando tenía tres años, y el dinero lo pagaba un Banco. Ella misma no había vuelto a ver a su hija más que cuando la espiaba desde la esquina, todos los jueves, al ser sacadas las niñas fuera de su paseo de la tarde. Le dije que me preocupaba mucho aquella niña y que la avisaría si empeorase. No quiso darme sus señas y me suplicó que la dejase esperarme todas las tardes en la calle para saber noticias. Durante una semana la encontré allí, temblando de ansiedad. Tuve que decirle que la niña empeoraba. Yo sabía que no era posible hacer que aquella pobre ramera viese a su hija moribunda. No podía hacer más que prometerle avisarla cuando se acercase el fin, y sólo así accedió a darme su dirección.
»La tarde siguiente fui a su casa, en una calle de mala fama, detrás de la ópera Cómica. El cochero sonrió maliciosamente y me propuso volver a buscarme al cabo de una hora. Le dije que bastaban quince minutos. Después de un rápido examen por el ama del establecimiento, me admitieron a la presencia de media docena de mujeres semidesnudas, con cortas túnicas de muselina encarnada, verde o amarilla. ¿Haría mi elección? Dije que mi elección ya estaba hecha: quería a Mademoiselle Flopette. La dueña estaba muy disgustada; Mademoiselle Flopette no había bajado aún; en aquellos últimos tiempos descuidaba mucho sus deberes y estaba todavía en su cuarto, vistiéndose. Pedí que me introdujeran inmediatamente. Había que pagar veinte francos por anticipado, y una propina a voluntad para Flopette si quedase satisfecho, como seguramente quedaría. Era une fille charmante, prête à tout et très rigolo[56]. ¿Me gustaría que me llevasen al cuarto una botella de champaña?
»Flopette estaba sentada ante el espejo, embadurnándose afanosamente de colorete. Se levantó de la silla, cogió un chal para esconder su espantoso uniforme de desnudez casi total y se quedó mirándome con cara de payaso: manchas de rojo en las mejillas, un ojo negro de Kohl y el otro rojo de lágrimas.
»—No, no ha muerto, pero está muy mal. La Hermana que la asiste de noche está rendida; le he dicho que llevaría a una de mis enfermeras para esta noche. Quítate de la cara ese horrible colorete, alísate los cabellos con aceite o vaselina o con lo que quieras; despójate de ese horrible vestido de muselina y ponte el uniforme de enfermera que encontrarás en este paquete. Me lo ha prestado una de las mías; creo que te sentará bien; sois casi de la misma estatura. Vendré por ti dentro de media hora.
»Me miró en silencio mientras bajaba la escalera.
»—¿Ya? —dijo, muy sorprendida, el ama.
»Le dije que Mademoiselle Flopette pasaría la noche conmigo y volvería a buscarla.
»Media hora después, cuando llegaba ante la entrada, apareció Flopette en la puerta abierta, con su larga capa de enfermera, rodeada de todas sus camaradas con el uniforme de muselina que nada tapaba.
»—¡Qué suerte tienes, Flopette! —reían a coro—; ¡ser llevada al baile de máscaras la última noche de carnaval! ¡Estás muy chic y pareces una enfermera respetable! ¡Ojalá tu Monsieur nos llevase a todas!
»—Amusez-vous, mes enfants[57] —sonreía el ama, acompañando a Flopette a mi coche—. Hay que pagar cincuenta francos por adelantado.
»Poco podía hacer una enfermera. La niña sucumbía con rapidez; estaba del todo inconsciente y veíase que se acercaba el fin. La madre permaneció toda la noche sentada junto al lecho, mirando, tras las lágrimas, a su hija moribunda.
»—Dale un beso de despedida —le dije, mientras empezaba la agonía—; puedes hacerlo, está sin conocimiento.
»Se inclinó sobre la niña, pero retrocedió de pronto.
»—No me atrevo a besarla —sollozó—. Usted ya sabe que estoy podrida.
»La primera vez que volví a ver a Flopette estaba completamente borracha. Una semana después se arrojó al Sena. La sacaron viva. Intenté que la admitieran en Saint-Lazare, pero no había cama disponible. Un mes más tarde se bebió un frasco de láudano; estaba ya medio muerta cuando llegué yo. Nunca me he perdonado el haberle lavado el estómago para extraerle el veneno. En la mano apretaba el zapatito de una niña y en el zapatito había un rizo de cabellos. Luego, se dio al ajenjo, un veneno tan seguro como otro cualquiera, aunque, por desgracia, más lento. De todos modos, pronto acabará en el arroyo, que, para ahogarse, es más seguro que el Sena».
Nos detuvimos ante la casa de Norström, Rue Pigalle.
—Buenas noches —dijo mi amigo—. Gracias por la agradable velada.
—Gracias a ti —respondí.