VIII

SI alguien quisiera saber de mi estancia en Nápoles tendría que buscar las Letters from a Mourning City, si le fuera posible hallar algún ejemplar, lo que no es probable, porque el librito hace mucho tiempo que está agotado y olvidado. Acabo de releer con mucho interés esas Cartas de Nápoles, como se llamaban en el original sueco. Hoy no podría escribir un libro parecido, ni aun al precio de mi vida. Hay en esas cartas una gran exuberancia juvenil, y también una abundante vanidad, por no decir jactancia. Evidentemente, estaba muy satisfecho de mí mismo por haberme precipitado desde Laponia a Nápoles precisamente cuando todos habían abandonado esta ciudad. Hay bastante vanagloria al contar que andaba día y noche por los barrios pobres infectados, lleno de piojos, alimentándome de fruta podrida y durmiendo en una sucia posada. Pero todo es absolutamente cierto, de nada me he de retractar; mi descripción de Nápoles durante el período del cólera es tal como la vi con los ojos de un entusiasta.

Pero es mucho menos exacta la descripción de mí mismo. Tuve el atrevimiento de escribir que no temía al cólera, que no temía a la muerte. Mentí. Tuve tremendo miedo de ambos, desde el principio hasta el fin. En la primera carta describía cómo, semidesvanecido por el hedor de ácido fénico en el tren vacío, salí a la plaza desierta, al anochecer; cómo me encontré por las calles con largas filas de carros y ómnibus llenos de cadáveres que iban al cementerio de coléricos, y cómo pasé toda la noche entre moribundos en los miserables fondaci[46] de los barrios bajos. Pero no hay ninguna descripción de cómo, un par de horas después de mi llegada, volvía de nuevo a la estación, preguntando con ansiedad por el primer tren para Roma, para Calabria, para los Abruzzos, para cualquier sitio, cuanto más lejos mejor, con tal de salir de aquel infierno. Si hubiese habido tren, las Cartas de Nápoles no existirían. Pero el caso fue que no había ninguno hasta el mediodía siguiente, porque las comunicaciones con la ciudad infectada habían sido casi suprimidas. No me quedaba más remedio que ir a nadar a Santa Lucía al amanecer, y regresar a los barrios pobres con la cabeza despejada, pero temblando aún de miedo. Por la tarde fue aceptado mi ofrecimiento de formar parte del cuerpo médico del hospital de coléricos de Santa Maddalena. Dos días después desaparecía del hospital, por haber descubierto que mi puesto no estaba entre los moribundos del establecimiento, sino entre los de los barrios bajos.

¡Cuánto más fácil sería para ellos y para mí, pensaba, si al menos su agonía no fuese tan larga, tan terrible! ¡Permanecían allí tendidos durante horas, durante días, en stadium algidum[47], fríos como cadáveres, con boca y ojos muy abiertos, con todas las apariencias de la muerte y, sin embargo, viviendo aún! ¿Sentían o comprendían todavía algo? Menos mal los pocos que podían aún ingerir una cucharadita de láudano, que uno de los voluntarios de la Croce Bianca se apresuraba a verterles en la boca. Al menos aquello podía acabarlos antes de que los soldados y los sepultureros, medio borrachos, viniesen por la noche para arrojarlos a montones en la inmensa fosa del Camposanto dei colerosi[48]. ¿Cuántos fueron arrojados vivos? A centenares, creo. Todos parecían absolutamente iguales; a menudo ni yo mismo podía decir si estaban vivos o muertos. No había tiempo que perder. Los había a docenas en cada callejón; las órdenes eran severas: debían ser enterrados todos durante la noche.

Cuando la epidemia llegó a su máximo desarrollo, ninguna razón tuve ya para lamentar que su agonía fuese tan larga. Pronto empezaron a caer por la calle como fulminados, para ser luego recogidos por la Policía y trasladados al hospital de coléricos, donde morían a las pocas horas. El cochero que con magnífico humor me llevó una mañana al presidio del Granatello, cerca de Portici, y que debía volverme a Nápoles, estaba muerto en su carruaje cuando fui a buscarlo aquella misma tarde. Nadie quiso interesarse por él en Portici. Nadie quiso ayudarme a sacarlo del coche. Tuve que subir al pescante y llevarlo yo mismo a Nápoles. Tampoco allí quiso nadie interesarse y, al fin, hube de conducirlo al cementerio de coléricos para poder desembarazarme de él.

Con frecuencia, por la noche, cuando regresaba a la posada, estaba tan cansado que me derrumbaba en la cama sin desnudarme, sin lavarme siquiera. ¿Qué importaba que me lavase con aquella agua sucia, qué más daba que me desinfectase, cuando todos y todo a mi alrededor estaba infectado, el alimento que comía, el agua que bebía, el lecho en que dormía, el mismo aire que respiraba? A menudo tenía demasiado miedo de acostarme, demasiado miedo de estar solo. Corría de nuevo a la calle para pasar el resto de la noche en cualquier iglesia. Santa Maria del Carmine era mi cuartel nocturno preferido. Sobre un banco de la nave izquierda de aquella antigua iglesia he saboreado mi mejor sueño. Había muchas iglesias donde podía dormir cuando no me atrevía a volver a casa. Todos los centenares de iglesias y capillas de Nápoles estaban abiertas durante la noche, resplandecientes de cirios votivos y atestadas de gente. Todos los centenares de Vírgenes y Santos trabajaban duramente día y noche para visitar a los moribundos en los respectivos barrios. ¡Ay de ellos si osaban presentarse en el barrio de uno de sus rivales! Hasta la venerable Virgen del Cólera, que había salvado a la ciudad en la terrible epidemia de 1834, había sido silbada unos días antes en Bianchi Nuovi.

No sólo temía yo al cólera. Desde el principio hasta el fin me aterrorizaron también las ratas. Parecían estar tan en su propia casa en los fondaci, en los bajos y en los subterráneos de las barriadas pobres, como los desgraciados seres humanos que allí vivían y morían. Para ser justo diré que, en su mayoría, las ratas eran inofensivas y corteses, al menos con los vivos, ocupadas en su trabajo de recoger la basura abandonada exclusivamente a ellas desde el tiempo de los romanos. Eran los únicos miembros de la comunidad seguros de poder saciarse. Estaban tan domesticadas como los gatos y eran casi igualmente grandes. Una vez encontré una vieja con sólo huesos y pellejo, casi en cueros, tendida en un jergón de paja podrida, en una gruta casi oscura. Era la vavona, la abuela. Paralítica y completamente ciega, yacía allí desde hacía años. En el sucio suelo de la caverna había media docena de ratas enormes, sentadas sobre las ancas alrededor de su indescriptible comida matutina, mirándome plácidamente, sin moverse ni un ápice. La vieja alargaba su brazo esquelético y chillaba con voz ronca: «pane!, pane!».

Pero cuando la comisión sanitaria inició su vana tentativa de desinfectar los albañales, varió la situación, y mi miedo se convirtió en terror. Millones de ratas que vivían tranquilas en las cloacas desde el tiempo de los romanos, invadieron la parte baja de la ciudad. Intoxicadas por las exhalaciones del azufre y del ácido fénico, precipitábanse a los barrios bajos como perros rabiosos. No parecían las ratas que había visto hasta entonces. Estaban completamente peladas, con la cola extraordinariamente larga y roja, ojos feroces inyectados de sangre y dientes negros y agudos, largos como los de un hurón. Si se las golpeaba con un palo, volvíanse y se agarraban a él como un perro de presa. En mi vida he tenido tanto miedo de ningún otro animal como de aquellas ratas enloquecidas; porque estoy seguro de que estaban locas. Todo el barrio del Basso Porto hallábase aterrorizado. Más de cien hombres, mujeres y niños mordidos gravemente fueron llevados al hospital de los Pellegrini el mismo primer día de la invasión. Algunos niñitos fueron literalmente devorados.

Nunca olvidaré una noche en un fondaci del callejón de la Duquesa. El cuarto, o mejor, el antro, estaba casi a oscuras, iluminado sólo por la lamparilla de aceite ante la Virgen. El padre había muerto dos días antes, pero su cadáver continuaba todavía allí, bajo un montón de harapos. La familia había conseguido ocultarlo a la Policía, que buscaba los muertos para llevarlos al cementerio. Esto era una costumbre en los barrios bajos. Yo estaba sentado en el suelo, junto a la hija, pegando a las ratas con mi bastón. Ella estaba completamente fría, pero consciente aún. Podía oír a las ratas royendo sin interrupción el cuerpo del padre. Esto llegó a ponerme tan nervioso que hube de ponerlo derecho en un rincón, cual un reloj de caja hasta el suelo. Pero, poco después, las ratas empezaron otra vez a roerle vorazmente los pies y las piernas. No pude soportarlo más y, casi desvanecido de miedo, me fui de allí corriendo.

La farmacia de San Gennaro era también uno de mis refugios favoritos cuando temía estar solo. Estaba abierta día y noche. Don Bartolo se hallaba siempre en pie, manipulando sus varias mixturas y remedios milagrosos sacados de su hilera de tarros de loza del siglo XVIII, con las inscripciones de las drogas en latín, desconocidas para mí en su mayor parte. Un par de grandes botellas de vidrio con serpientes y un feto conservados en alcohol adornaban el escaparate. Ante la urna de San Gennaro, patrón de Nápoles, ardía la lámpara sagrada, y entre las telarañas del techo colgaba un gato disecado con dos cabezas. La especialidad de la farmacia era la célebre poción anticolérica de Don Bartolo, impresa por una parte la imagen de San Gennaro, y una calavera por la otra, a cuyo pie había estas palabras: Morte al colera. Su composición era un secreto de familia, heredado de padre a hijo desde la epidemia de 1834, cuando, en colaboración con San Gennaro, había salvado a la ciudad. Otra especialidad de la farmacia era una misteriosa botella que llevaba impreso un corazón traspasado por la flecha de Cupido: un filtro de amor. También su fórmula era un secreto de familia; comprendí que era muy solicitada. Los parroquianos de Don Bartolo procedían, al parecer, de los varios conventos e iglesias próximos a su calle. Siempre había un par de curas o frailes sentados en las sillas ante el mostrador, en animada discusión acerca de los acontecimientos del día, sobre los últimos milagros obrados por este o aquel santo y respecto del poder de las diversas Vírgenes: la Madonna del Carmine, la Madonna dell’Aiuto, la Madonna della Buona Morte, la Madonna del Colèra, l’Addolorata, la Madonna Egiziaca.

Cuando se acercaba el sábado, los nombres de los diversos santos y Vírgenes desaparecían cada vez más de la conversación. Los viernes por la noche estaba la farmacia llena de gente gesticulosa en animada discusión sobre las probabilidades de ganar en la lotería del día siguiente:

Trentaquattro, sessantanove, quarantatre, diciassette.

Don Antonio había soñado que su tía había muerto de repente y le había dejado cinco mil liras; muerte repentina: 49; dinero: ¡70! Don Onorato había consultado con el jorobado de Via Forcella y estaba seguro de su terno: ¡9, 39, 20! La gata de Don Bartolo había parido siete gatitos durante la noche: ¡números 7, 16, 64! Don Dionisio acababa de leer en el «Pungolo» que un camorrista había acuchillado a un barbero en la Inmacolatella: ¡barbero, 21, cuchillo, 41! Don Pasquale había tomado sus números del vigilante del cementerio, que los había oído claramente en una tumba: el muerto que habla: ¡48!

En la farmacia de San Gennaro encontré por primera vez al doctor Villari. Don Bartolo me había contado que había venido a Nápoles dos años antes como ayudante del viejo doctor Rispú, el tan conocido médico de todos los conventos y congregaciones del distrito, que al morir traspasó la numerosa clientela a su joven ayudante. Siempre me gustaba encontrar a mi colega. Desde el primer momento sentí gran simpatía por él. Era un hombre singularmente hermoso, de modales amables y tranquilos, muy distinto del tipo común napolitano. Venía de los Abruzzos. Él fue quien me habló por primera vez del Convento delle Sepolte Vive, la tenebrosa y vieja construcción de la esquina de la calle, con sus ventanitas góticas y las enormes cancelas de hierro macizo, tétrica y silenciosa como una tumba. ¿Era cierto que las monjas entraban por aquellas cancelas envueltas en el sudario de los muertos y tendidas en un ataúd, y que no podían salir de allí mientras vivieran?

Sí, era absolutamente cierto; las monjas no tenían comunicación con el mundo exterior. Él mismo, durante sus raras visitas profesionales al convento, iba precedido de una monja vieja que tocaba una campanilla para advertir a las demás que se encerrasen en sus celdas.

¿Era verdad lo que había oído decir al Padre Anselmo, su confesor, que el jardín del claustro estaba lleno de mármoles antiguos?

Sí. Él había visto muchos fragmentos diseminados aquí y allá: le habían dicho que el convento se hallaba sobre las ruinas de un templo griego.

Parecía que mi colega se complaciese en hablar conmigo; decía que no tenía amigos en Nápoles. Como todos sus compatriotas, detestaba a los napolitanos. Y lo que había visto desde que estalló el cólera se los hacía aún más odiosos. Costaba trabajo no creer que aquello fuese el castigo de Dios cayendo sobre la depravada ciudad. Sodoma y Gomorra nada eran comparadas con Nápoles. ¿No veía yo cuanto ocurría en los barrios pobres, por las calles, en las casas infectadas, hasta en las iglesias, mientras rezaban a un santo y maldecían de otro? Un frenesí de lujuria trastornaba a Nápoles; inmoralidad y vicio por doquier, incluso ante la muerte. Se habían hecho tan frecuentes los asaltos a las mujeres, que ninguna mujer honrada se atrevía a salir de casa.

No parecía temer al cólera; decía que estaba completamente seguro bajo la protección de la Madonna. ¡Cómo envidiaba yo su fe! Me mostraba las dos medallas que su mujer le había colgado del cuello el día que estalló el cólera. Era una la Madonna del Carmine, la otra era Santa Lucia, la santa patrona de su mujer, que se llamaba Lucía. Ella había llevado la medallita desde niña. Yo dije que conocía bien a Santa Lucía; sabía que era la protectora de los ojos. Hasta había deseado con frecuencia encender una vela ante su altar, puesto que durante tantos años había vivido con el miedo de quedarme ciego. Me dijo que encargaría a su mujer me encomendara en sus oraciones a la santa que perdió dos ojos, pero que a tantos había devuelto la luz. Me contó que desde que dejaba la casa por la mañana, su mujer estaba sentada junto a la ventana esperando su regreso. No tenía más que a él en el mundo, pues se había casado contra la voluntad de sus padres. Hubiera querido sacarla de la ciudad infectada, pero ella se había negado a dejarle. Le pregunté si no le asustaba la muerte. Dijo que no por sí mismo, sino por su esposa. ¡Si al menos no fuera tan repugnante la muerte por el cólera! Valía más ser conducido en seguida al cementerio que ser visto por quienes nos amaban.

—Estoy seguro de que todo le saldrá bien —dije—. Por lo menos, usted tiene alguien que reza por usted. Yo no tengo a nadie.

Una sombra pasó por su hermoso rostro.

—Prométame que si…

—No hablemos de la muerte —le interrumpí, estremeciéndome.

La pequeña Osteria dell’Allegria, detrás de la Piazza del Mercato, era mi lugar favorito de descanso. La comida era abominable, pero excelente el vino, a seis soldi el litro; lo había en abundancia. A menudo pasaba allí media noche, cuando no me atrevía a volver a casa. César, el camarero nocturno, fue pronto gran amigo mío. Después del tercer caso de cólera en mi posada, acabé por trasladarme a un cuarto de la casa donde él vivía. Mi nueva habitación era tan sucia como la posada, pero tenía razón César, era preferible vivir en compañía. Su mujer había muerto, pero Mariuccia, su hija, estaba viva, ¡y de qué modo! Creía tener quince años, mas estaba ya en plena floración, con los ojos negros y los labios rojos; semejaba la pequeña Venus del Museo Capitolino. Me lavaba la ropa blanca, me guisaba los macarrones y me hacía el lecho cuando no se olvidaba. Nunca había visto un forastero hasta que me vio a mí. Iba siempre a mi cuarto con un racimo de uvas, una raja de sandía o un plato de higos. Cuando no tenía otra cosa que ofrecerme, se quitaba la rosa de sus negros rizos y me la presentaba con su encantadora sonrisa de sirena, y una pregunta relucía en sus ojos: ¿no me gustaría tener también sus rojos labios? Todo el día cantaba en la cocina con su voz fuerte y aguda:

Amore! Amore!

De noche la oía dar vueltas en la cama, al otro lado del tabique. Decía que no podía dormir, que tenía miedo de estar sola por la noche, que tenía miedo de dormir sola. ¿Y yo, no tenía miedo de dormir solo?

Dormite, signorino? —susurraba desde su cama.

No, no dormía, estaba desveladísimo. Tampoco a mí me gustaba dormire solo.

¿Qué nuevo temor hacía palpitar mi corazón tan tumultuosamente y correr la sangre en las venas con velocidad febril? ¿Por qué, cuando estaba sentado, medio dormido, en la nave lateral de Santa Maria del Carmine, no reparaba en aquellas bellísimas mozas con mantillas negras, que estaban a mi lado arrodilladas sobre el pavimento de mármol y me sonreían a hurtadillas entre sus oraciones y conjuros? ¿Cómo pude pasar todos los días, durante semanas, por delante de la frutera de la esquina sin detenerme a charlar con Nonnina, su hermosa hija, que tenía en las mejillas el mismo color que los melocotones que vendía? ¿Por qué no advertí antes que la florista de la Piazza del Mercato tenía la misma encantadora sonrisa de la Primavera de Botticelli? ¿Cómo habré podido pasar tantas noches en la Osteria dell’Allegria sin enterarme de que era la vivacidad de los ojos de Carmela, no el vino de Gragnano, lo que se me subía a la cabeza? ¿Cómo era posible que sólo hubiese oído el gemido de los moribundos y el doblar de las campanas, mientras cada calle resonaba de risas y canciones de amor y bajo cada pórtico había una muchacha que susurraba a su enamorada?

Oje Marí!, oje Marí!

quanta suonno ca perdo pe' te!

Famme addurmí,

abbracciato nu poco cu te![49]

cantaba un jovencito bajo la ventana de Mariuccia.

O Carmè! O Carmè! —cantaba otro fuera de la hostería.

Vorrei baciare i tuoi capelli neri[50] —resonaba en mis oídos, mientras estaba en el lecho escuchando la respiración del sueño de Mariuccia al otro lado del tabique.

¿Qué me había sucedido? ¿Estaba hechizado por una strega?[51]

¿Alguna de aquellas muchachas habría vertido en mi vino unas gotas del elixir de amor de Don Bartolo? ¿Qué le había pasado a aquella gente que me rodeaba? ¿Se habían embriagado todos con el vino nuevo, o habíanse vuelto locos de voluptuosidad ante la misma muerte?

—Morte al colèra!, evviva la gioia[52]!

Estaba sentado en mi mesa de costumbre, en la Osteria, medio dormido, ante mi botella de vino. Ya había pasado la medianoche y pensé que era preferible esperar donde me encontraba y volver a casa con César, cuando hubiera terminado su trabajo. Un niño se acercó corriendo a mi mesa y me presentó un pedazo de papel.

«Venga usted», decía, con letras casi ilegibles.

Cinco minutos después nos detuvimos ante las enormes cancelas de hierro del convento delle Sepolte Vive. Me introdujo una anciana monja, que me precedía, a través del jardín del claustro, tocando una campanilla. Pasamos por un inmenso pasillo desierto; otra monja levantó una linterna hasta mi rostro y abrió la puerta de un cuarto débilmente iluminado. Había un colchón en el suelo, y en él, tendido, el doctor Villari. Al principio casi no lo reconocí. El padre Anselmo le administraba los últimos sacramentos. Hallábase ya en stadium algidum; el cuerpo estaba frío, pero en sus ojos veíase que aún tenía conciencia. Miré su rostro con un estremecimiento. No era a mi amigo a quien miraba, sino a la muerte, la terrible, la repugnante muerte. Levantó varias veces las manos, señalándome. Su faz espectral contraíase en un esfuerzo desesperado por hablar. De sus labios contorsionados salió claramente la palabra specchio. Después de un rato de espera, una Hermana trajo un espejito. Lo puse ante sus ojos medio cerrados. Movió varias veces la cabeza. Ésta fue su última señal de vida. Una hora después se le paró el corazón.

Ante la cancela estaba la carreta para llevarse los cadáveres de las dos monjas fallecidas durante el día. Sabía que estaba en mí el decidir si se lo llevaban al mismo tiempo o lo dejaban allí hasta la noche siguiente. Si hubiera dicho que aún vivía el doctor, me habrían creído, pues conservaba el mismo aspecto que cuando yo llegué. Nada dije. Dos horas después fue arrojado, con otros centenares de cuerpos, a la fosa común del cementerio de coléricos. Yo comprendí por qué levantó la mano, señalándome, y por qué había meneado la cabeza al ponerle el espejo ante los ojos. No quería que su mujer viese lo que él había visto en el espejo, y deseaba que yo fuera a comunicárselo cuando hubiera terminado todo.

Al llegar ante su casa vi una blanca faz de mujer, casi niña, en la ventana. Tambaleóse hacia atrás, con los ojos llenos de terror, mientras yo abría la puerta.

—Usted es el doctor forastero de quien tanto me ha hablado él. No ha vuelto, he estado en la ventana toda la noche. ¿Dónde está?

Se echó un chal sobre la espalda y se precipitó hacia la puerta.

—Lléveme en seguida donde está; quiero verlo.

La detuve, diciéndole que primero debía hablarle. Le conté que se había sentido mal en el convento delle Sepolte Vive, que el lugar estaba todo contaminado y que ella no podía ir; debía pensar en el niño que iba a dar pronto a luz.

—¡Ayúdeme a bajar, ayúdeme a bajar! Debo ir inmediatamente. ¿Por qué no me ayuda? —sollozó.

De pronto lanzó un grito agudo y se abatió, casi desmayada, sobre una silla.

—No es verdad que haya muerto. ¿Por qué no habla usted? Es usted un embustero, no puede haber muerto sin que yo lo vea.

Se lanzó de nuevo hacia la puerta.

—¡Debo verlo! ¡Debo verlo!

Otra vez la detuve.

—No puede verlo, ya no está allí, está…

Se abalanzó sobre mí como un animal herido.

—No tenía usted ningún derecho a mandar que se lo llevaran sin que yo lo viera —gritó, loca de rabia—. Era la luz de mis ojos; ¡me ha quitado usted la luz de mis ojos! ¡Es usted un embustero, un asesino! ¡Santa Lucía, quítale la luz de sus ojos, como él ha quitado la de los míos! ¡Pínchale los ojos como te pinchaste los tuyos!

Una vieja se precipitó en el aposento y se lanzó sobre mí con las manos levantadas, como si quisiera arañarme el rostro.

—¡Quítale la vista, Santa Lucía! ¡Ciégalo! —chilló—. Potess’essere cecato, potess’essere cecato![53] —seguía gritando desde el rellano, mientras yo huía tambaleándome por la escalera.

La terrible maldición, la más terrible que hubiera podido lanzar contra mí retumbó en mis oídos toda la noche. No me atrevía a volver a casa, temía la obscuridad. Pasé el resto de la noche en Santa Maria del Carmine y parecíame que el día nunca llegaba.

Por la mañana entré, vacilante, en la farmacia de San Gennaro para tomar mi acostumbrado reconstituyente, otra especialidad de Don Bartolo, de extraordinaria eficacia. El padre Anselmo acababa de dejarme un recado para que fuera en seguida al convento.

Todo él estaba agitado; había tres nuevos casos de cólera. El padre Anselmo me dijo que, después de una larga conversación con la Abadesa, había decidido pedirme que reemplazase a mi colega difunto, ya que no había otro médico disponible. Unas Hermanas, llenas de pánico, corrían de acá para allá por los pasillos; otras rezaban o cantaban los conjuros en la capilla. Las tres monjas estaban tendidas sobre jergones de paja, en sus celdas. Una murió por la noche. Por la mañana, la anciana monja que me había ayudado fue atacada a su vez. La substituyó una joven, a quien ya había observado en mi primera visita; difícil hubiera sido no advertirla, porque era muy joven y de extraordinaria belleza. Nunca me decía una palabra. Ni siquiera me respondió cuando le pregunté su nombre, pero supe por el padre Anselmo que era Sor Orsola. Más tarde, durante el día, solicité hablar con la Abadesa, y Sor Orsola me condujo a su celda. La vieja Abadesa me miró con sus ojos fríos y penetrantes, severos y escrutadores como los de un juez. Su rostro estaba rígido e inanimado, como esculpido en mármol; los labios sutiles parecía que nunca se hubieran abierto en una sonrisa. Le dije que todo el convento estaba infectado, que las condiciones sanitarias eran espantosas, que el agua del pozo del jardín estaba contaminada y que el convento debía ser desalojado o todos perecerían del cólera.

Me contestó que era imposible, que era contra las reglas de su Orden, que ninguna monja, una vez entrada en el convento, había salido de él viva. Todas debían quedarse donde estaban: hallábanse en manos de la Madonna y de Son Gennaro.

A excepción de una rápida visita a la farmacia, para una siempre creciente dosis del milagroso reconstituyente de Don Bartolo, no dejé el convento durante muchos inolvidables días de terror. Tuve que decir al padre Anselmo que necesitaba vino, y pronto lo tuve en abundancia, tal vez demasiado. Apenas tenía sueño; me parecía no necesitarlo. No creo que hubiera podido dormir, aunque hubiese tenido oportunidad; el miedo y las innumerables tazas de café puro habían puesto toda mi maquinaria mental en un estado de excitación extraordinaria que me quitaba todo el cansancio. Mi único reposo era cuando podía escurrirme furtivamente al jardín del claustro, donde fumaba infinitos cigarrillos, sentado en el viejo banco de mármol que había bajo los cipreses. Por todo el jardín había esparcidos fragmentos de mármol antiguo; hasta el brocal del pozo había sido hecho de lo que en otro tiempo fue un cipo, un ara romana. Ahora está en el patio de San Michele. A mis pies había un fauno mutilado, de rosso antico[54], y, semiescondido entre los cipreses, hallábase un pequeño Eros, aún erecto sobre su columna de mármol africano. Un par de veces encontré a Sor Orsola sentada en el banco: decía que había tenido que salir para respirar una bocanada de aire fresco; de lo contrario, se habría desvanecido por el hedor que había en todo el edificio. Una vez me trajo una taza de café y estaba ante mí, esperando la taza, mientras yo lo sorbía lo más lentamente posible para que se quedase un poco más. Parecíame que se había vuelto algo menos tímida, y que no le disgustaba que tardase tanto en devolverle la taza vacía. Era un reposo para mis ojos cansados el contemplarla. Pronto se convirtió en una alegría, porque era muy hermosa. ¿Comprendía cuanto le expresaba mi mirada y mis labios no se atrevían a decir, que yo era joven y ella hermosa? Había momentos en que casi lo creía.

Le pregunté por qué había ido allí a sepultar su juventud en la tumba delle Sepolte Vive. ¿No sabía que, fuera de aquel lugar de terror y de muerte, el mundo era bello como antes, que la vida estaba llena de alegría y no sólo de tristeza?

—¿Sabe usted quién es ese niño? —dije, indicando el pequeño Eros bajo los cipreses.

Creía que era un angelo.

No, es un dios, el más grande de todos los dioses y tal vez el más viejo. Reinaba ya en el Olimpo y hoy sigue reinando en nuestro mundo.

—Este convento se halla sobre las ruinas de un templo antiguo, cuyos muros se han convertido en polvo destruidos por el tiempo y el hombre. Sólo ese niñito ha permanecido en su puesto, con la aljaba de flechas pendiente del hombro, pronto a levantar su arco. Es indestructible, porque es inmortal. Los antiguos le llamaban Eros; es el dios del Amor.

Mientras pronunciaba la palabra sacrílega, la campana de la capilla llamaba a las Hermanas a las oraciones de la tarde. Santiguóse y dejó, presurosa, el jardín.

Un momento después llegó corriendo otra Hermana para conducirme ante la Abadesa. Se había desmayado en la capilla y acababan de llevarla a su celda. Miróme la Abadesa con sus ojos terribles; alzó la mano y me indicó el Crucifijo sobre el muro. Le administraron los últimos Sacramentos. No se recobró, no volvió a hablar; el funcionamiento del corazón era cada vez más débil, sucumbía rápidamente. Permaneció todo el día con el Crucifijo sobre el pecho, el rosario en las manos, cerrados los ojos, mientras el cuerpo se enfriaba lentamente. Una o dos veces me pareció sentir una ligera palpitación cardíaca; luego, nada percibí. Miré la rígida y cruel faz de la vieja Abadesa, que ni aun la muerte pudo suavizar. Era casi un alivio para mí el que sus ojos se hubieran cerrado para siempre; había algo en ellos que me espantaba. Miré a la joven monja, a mi lado.

—No puedo estar aquí más tiempo —dije—. No he dormido desde que vine, se me va la cabeza, no me siento seguro, no sé lo que hago, tengo miedo de mí mismo, miedo de usted, miedo de…

No tuve tiempo de acabar la frase. Ella no lo tuvo de retroceder; mis brazos la habían rodeado, sentía el tumultuoso latir de su corazón junto al mío…

—¡Piedad! —murmuró.

De pronto, indicó el lecho y huyó del cuarto con un grito de terror. Los ojos de la vieja Abadesa se habían abierto y me miraban, terribles y amenazadores. Me incliné sobre ella y me pareció sentir un ligero latido del corazón. ¿Estaba muerta o viva? ¿Podían ver aquellos ojos terribles? ¿Habían visto? ¿Volverían a hablar aquellos labios? No me atreví a mirar aquellos ojos; le tapé el rostro con la sábana y huí de la celda, del convento delle Sepolte Vive, para no volver.

Al día siguiente me desmayé en la Strada Piliero. Cuando recobré el conocimiento estaba tendido en un coche, con un guardia aterrorizado frente a mí. Íbamos hacia Santa Maddalena, el hospital de los coléricos.

En otro lugar he descrito cómo terminó aquel paseo, cómo tres semanas después concluyó mi estancia en Nápoles con una gloriosa travesía de la bahía en la mejor barca de vela de Sorrento, en unión de una docena de pescadores de Capri, y cómo estuvimos bloqueados durante todo un día inolvidable ante la Marina de Capri, sin poder desembarcar a causa de la cuarentena.

En las Cartas de Nápoles me guardé bien de describir cuanto había acaecido en el convento delle Sepolte Vive. Nunca me he atrevido a contárselo a nadie, ni aun a mi fiel amigo el doctor Norström, que tenía el elenco de la mayor parte de mis faltas de juventud. El recuerdo de mi vergonzosa conducta me atormentó durante años. Cuanto más pensaba en ello, más incomprensible me parecía. ¿Qué me había sucedido? ¿Qué fuerza misteriosa me hizo perder el dominio de mis sentidos, fuertes, pero, hasta entonces, menos que mi voluntad? No era un recién llegado a Nápoles; había ya charlado y reído con aquellas ardientes mozas del Mediodía. Había bailado con ellas la tarantela durante muchas veladas estivales en Capri. A lo sumo, les había robado uno o dos besos, pero siempre conservé el mando de la nave, perfectamente capaz de reprimir la menor señal de insubordinación de los tripulantes. En el Quartier Latin, durante mis días de estudiante, casi me enamoré de Soeur Philomène, la joven y bella Hermana de la Salle Sainte-Claire: todo cuanto me atreví a hacer fue tenderle tímidamente la mano para despedirme el día que dejé para siempre el hospital, y ella ni siquiera la tomó. Ahora, en Nápoles, deseaba abrazar a cuantas muchachas veía, y sin duda lo hubiera hecho, de no haberme desvanecido en la Strada Piliero el día en que besé a una monja ante el lecho mortuorio de una Abadesa.

Volviendo con la imaginación a mis días napolitanos, después de un intervalo de tantos años, no puedo disculpar hoy mucho más mi conducta de lo que pude entonces; pero tal vez pueda, hasta cierto punto, explicarla.

Durante todos estos años de presenciar el duelo entre la vida y la muerte he logrado conocer mejor a ambos combatientes. Al principio, cuando vi trabajar a la muerte en las salas del hospital, se trataba de una simple lucha entre dos, un juego de niños comparado con lo que vi más tarde. En Nápoles la he visto matar a más de mil personas diarias ante mis propios ojos. En Mesina la vi sepultar, en un solo minuto, más de cien mil hombres, mujeres y niños, bajo las casas que se hundían. Más adelante, en Verdun, la vi, con los brazos ensangrentados hasta el codo, matar a cuatrocientos mil hombres y segar la flor de todo un ejército en las llanuras de Flandes y del Somme. Sólo viéndola operar en tan vasta escala empecé a comprender algo de su táctica guerrera. Es un estudio fascinador, lleno de misterio y contradicciones. Al principio parece todo un caos asombroso, un ciego estrago absurdo, lleno de confusión y de errores. En determinado momento la vida, blandiendo una nueva arma, avanza victoriosa, sólo para retroceder un momento después, derrotada por la muerte triunfante. No es así. La batalla está regulada en sus más mínimos detalles por una inmutable ley de equilibrio entre la vida y la muerte. Dondequiera que ese equilibrio se perturba por una causa accidental, ya sea peste, terremoto o guerra, la vigilante Naturaleza se pone en seguida a trabajar para ajustar el balance, y llama a nuevos seres para ocupar el puesto de los caídos. Constreñidos por la irresistible fuerza de una ley natural, hombres y mujeres caen en brazos unos de otros, los ojos vendados por el deseo, sin darse cuenta de que es la muerte quien preside su unión con su afrodisíaco en una mano y su narcótico en la otra. Muerte, donadora de la Vida, destructora de la Vida, principio y fin.