VII

YA se había puesto el sol tras el Vassojarvi, pero continuaba siendo día claro, de una luz color llama que se esfumaba lentamente en anaranjado y rubí. Una dorada niebla descendía sobre las montañas azules, centelleantes de manchas de nieve purpúrea y del amarillo vivo de los abedules plateados, relucientes con la primera escarcha.

Había terminado el trabajo diurno. Los hombres volvían del campo con los lazos al hombro, y las mujeres, con enormes vasijas de abedul llenas de leche fresca. El rebaño de mil renos, rodeado de perros vigilando en los puestos avanzados, estaba reunido en torno al campamento, al seguro, durante la noche, del lobo y del lince. Los incesantes mugidos de los terneros y el crepitante ruido de los cascos desvanecíase gradualmente; todo era silencio, interrumpido de vez en cuando por el ladrido de un perro o por el chillido de una chotacabras o el fuerte grito de un búho en las lejanas montañas. Yo estaba sentado en el sitio de honor, junto al mismo Turi, en la tienda llena de humo. Ellekare, su mujer, echó un trozo de queso de reno en el caldero suspendido sobre el fuego y pasó por turno, primero a los hombres, luego a las mujeres y a los niños, la escudilla de espesa sopa, que comimos en silencio. Lo que sobró en el caldero fue repartido entre los perros que no estaban de guardia, los cuales se habían deslizado dentro, uno tras otro, y estaban echados en torno al fuego. Bebimos después, por turno, una taza de excelente café en las dos tazas de la casa, y todos sacaron las cortas pipas del zurrón de cuero y empezaron a fumar con sumo gusto. Quitáronse los hombres los zapatos de piel de reno y extendieron los manojos de hierba carex ante el fuego para secarlos: los lapones no llevan calcetines. Admiré una vez más la forma perfecta de sus piececitos, del empeine elástico y del talón fuerte y saliente. Algunas mujeres sacaban a los niños dormidos de las cunas de corteza de abedul, llenas de mórbido musgo y colgadas de los palos de la tienda, para darles de mamar. Otras exploraban entre los cabellos de sus hijos más creciditos, de bruces en sus ragazos.

—Siento que nos dejes tan pronto —dijo el viejo Turi—: ha sido una buena visita; me gustas.

Turi hablaba bien el sueco. Había estado hacía muchos años en Lulea para exponer las quejas de los lapones contra los nuevos colonizadores al gobernador de la provincia, que era un tío mío, gran defensor de su causa perdida. Turi era un hombre poderoso, jefe indiscutido de su campamento con cinco tiendas, en las cuales estaban sus cinco hijos casados, con las mujeres y los niños, muy ocupados todos, desde la mañana a la noche, en vigilar su rebaño de mil renos.

—Pronto habremos de levantar el campo nosotros también —continuó Turi—. Estoy seguro de que tendremos un invierno precoz. La nieve estará pronto demasiado dura bajo los abedules para que los renos puedan llegar al musgo y tendremos que bajar al pinar antes de que termine el mes. Por el modo de ladrar los perros comprendo que ya huelen el lobo. ¿No has dicho que viste el rastro del viejo oso ayer, cuando cruzaste la garganta de Sulmö? —preguntó a un joven lapón que acababa de entrar en la tienda y se había acurrucado junto al fuego.

Sí, lo había visto, y también abundantes huellas de lobos.

Yo dije que me alegraba mucho de oír que seguía habiendo osos; me habían dicho que quedaban muy pocos por aquella parte. Turi me dijo que tenía razón. Aquél era un viejo oso que habitaba allí desde hacía muchos años; con frecuencia lo habían visto rondar por la garganta. Tres veces lo habían acorralado durante el invierno, mientras dormía, pero siempre había conseguido escapar; era un viejo oso muy astuto. Turi había disparado también sobre él, pero no hizo más que sacudir la cabeza y mirarle con ojos picarescos: sabía que ninguna bala corriente podía matarlo. Sólo lo mataría una bala de plata, disparada un sábado por la noche cerca del cementerio, porque era protegido de los Uldra.

—¿Los Uldra?

Sí, ¿no conocía a los Uldra, el pueblecito que vive bajo la tierra? Cuando el oso iba a dormir durante el invierno, los Uldra le llevaban de noche la comida; naturalmente, ningún animal podría dormir todo el invierno sin nutrirse, afirmaba con una risita Turi. Es la ley del oso que no debe matar al hombre. Si quebranta la ley, los Uldra no le vuelven a llevar comida y ya no puede dormir en invierno. El oso no era astuto y traidor como el lobo. Tenía la fuerza de doce hombres y la astucia de uno. El lobo tenía la fuerza de uno y la astucia de doce. Al oso le gustaba la lucha leal. Si encontraba un hombre y éste se dirigía a él y decía: «Ven, luchemos, no te temo», el oso se limitaba a derribarlo y se iba sin causarle ningún mal. El oso nunca atacaba a una mujer; lo único que debía hacer ella era mostrarle que era mujer y no hombre.

Pregunté a Turi si había visto a los Uldra.

No, nunca los había visto; su mujer sí, y los niños los veían con frecuencia. Pero los había oído moverse bajo tierra. Los Uldra se movían durante la noche y dormían de día, porque no podían ver con la luz diurna. A veces, cuando ocurría que los lapones plantaban sus tiendas sobre un lugar habitado por los Uldra, éstos les advertían que se instalasen más lejos. Los Uldra eran más bien afables, mientras los dejasen en paz. Si los molestaban, esparcían por el musgo un polvo que mataba los renos a docenas. También había sucedido que se llevasen un niño lapón, reemplazándolo en la cuna con uno suyo. Sus hijos tenían la faz cubierta de pelo negro y largos y afilados dientes. Hay quien dice que se debía zurrar a su niño con una varita de abedul encendida, hasta que la madre, no pudiendo soportar los gritos del pequeño, os devolviese vuestro hijo y se llevase el propio. Otros dicen que se debía tratar a su hijo como si fuera vuestro; entonces la madre uldra, agradecida, os lo devolvía. Mientras hablaba Turi, una viva discusión acerca de cuál de esos métodos fuera mejor entablóse entre las mujeres, que estrechaban a sus hijos con miradas de inquietud. El lobo era el peor enemigo de los lapones. No se atrevía a atacar un rebaño de renos, pero se quedaba parado, dejando que el viento les llevase su olor. En cuanto los renos olían el lobo, se dispersaban por el pavor y entonces se acercaba el lobo y los mataba uno a uno, hasta una docena en una noche. Dios creó todos los animales, excepto el lobo, que fue engendrado por el demonio. Si un hombre tenía sobre su conciencia la sangre de otro hombre y no confesaba su pecado, el diablo solía transformarlo en lobo. El lobo podía hipnotizar a los lapones que guardaban los rebaños durante la noche, simplemente mirándolos a través de la oscuridad con sus encendidos ojos. A un lobo no se le podía matar con una bala corriente, a menos que se la llevase en el bolsillo los domingos a la iglesia. El mejor medio era alcanzarlo con los propios esquís sobre la blanda nieve y golpearlo con el propio báculo en la punta del hocico. Entonces caía redondo y en seguida moría. El mismo Turi había dado muerte de esta manera a docenas de lobos; sólo una vez erró la puntería y el lobo le mordió en una pierna; mientras hablaba me enseñó la horrible cicatriz. El invierno pasado, un lobo que se revolcaba ya moribundo, mordió a un lapón. Éste perdió tanta sangre que se quedó dormido sobre la nieve; al día siguiente lo encontraron helado, junto al lobo muerto. Había también el carcayú[43], que se lanza a la garganta del reno, cerca de la gran arteria, y permanece allí colgado durante varias millas, hasta que el reno pierde tanta sangre que cae muerto. También había el águila real, que se llevaba en sus garras los terneros recién nacidos si las madres los dejaban solos un instante. Y asimismo el lince, que se arrastraba furtivo, como un gato, para saltar sobre el reno que se alejaba del rebaño y se extraviaba.

Turi decía que no podía comprender cómo habían conseguido los lapones mantener unidos sus rebaños en otros tiempos, antes de haberse asociado con el perro. En tiempos pasados, el perro solía cazar al reno en compañía del lobo; pero el perro, que es el más listo de los animales, comprendió que le convenía más trabajar con los lapones que con los lobos, y se ofreció para servirles, con la condición de que le tratasen como un amigo por toda la vida y que, cuando estuviese a punto de morir, lo ahorcasen. Y por eso, aún hoy, ahorcaban los lapones a sus perros cuando eran demasiado viejos para trabajar; hasta los cachorros recién nacidos que debían ser suprimidos por falta de comida, eran siempre ahorcados. Los canes habían perdido el don de la palabra cuando ésta le fue dada al hombre, pero podían comprender todo cuanto se les dijese. Antaño hablaban todos los animales, y también las flores, los árboles, las piedras y todas las cosas inanimadas, creadas por el mismo Dios que había creado al hombre. Por lo tanto, éste debía ser amable con los animales y tratar las cosas inanimadas como si aún sintieran y comprendieran. El día del Juicio final, Dios llamará primero a los animales para testimoniar sobre el hombre muerto. Y sólo después que los animales se hayan pronunciado, serán llamados sus semejantes a testimoniar.

Pregunté a Turi si había Stalos en las cercanías; había oído hablar tanto de ellos en mi infancia que hubiera dado cualquier cosa por encontrar alguno de esos grandes ogros.

—Dios nos libre —dijo, inquieto, Turi—. El río que habrás de vadear mañana se llama todavía Stalo, porque el viejo ogro Stalo lo habitaba en tiempos remotos, con la bruja de su mujer. Tenían un solo ojo para los dos, por lo cual se pegaban y discutían continuamente cuál de ellos debiera tener el ojo para ver. Se comían siempre a sus hijos, pero se comían también a muchos niños lapones cuando se presentaba ocasión. Stalo decía que le gustaban más los niños lapones porque los suyos sabían demasiado a azufre. Una vez, mientras cruzaban el lago en un trineo arrastrado por doce lobos, empezaron a cuestionar, como de costumbre, por el ojo, y Stalo se puso tan furioso que hizo un agujero en el fondo del lago, por donde se escaparon todos los peces y ninguno ha vuelto jamás. Desde entonces se llama Lago Siva. Lo cruzarás mañana y verás por ti mismo que no queda ni un solo pez.

Pregunté a Turi qué sucedía cuando enfermaban los lapones y cómo podían arreglarse sin ver al médico. Dijo que rara vez estaban enfermos, especialmente en invierno, salvo en los muy duros, en que solía morir helado algún recién nacido. El médico iba a verlos dos veces al año por orden del Rey, y Turi creía que era casi suficiente. Tenía que cabalgar a través de los pantanos durante dos días, tardaba otro en cruzar la montaña a pie, y la última vez que vadeó el río estuvo a punto de ahogarse. Afortunadamente, había entre los lapones muchos sanadores que podían curar la mayoría de sus males mucho mejor que el médico del Rey. Los sanadores eran favorecidos por los Uldra, que les habían enseñado su arte. Algunos de esos sanadores podían curar simplemente poniendo las manos sobre la parte doliente. En la mayoría de los males, lo que más ayudaba era la sangría y el masaje. El mercurio y el azufre eran muy útiles, y también una cucharadita de tabaco en polvo en una taza de café. Dos ranas cocidas en leche durante dos horas eran muy buenas para la tos. Y aún era mejor si se podía coger un sapo grande. Los sapos venían de las nubes; caían a centenares sobre la nieve, cuando las nubes estaban bajas. No se podía explicar de otro modo el que se hallen en los campos de nieve más desolados, donde no había ninguna señal de cosa viviente. Diez piojos hervidos en leche con abundante sal, tomados en ayunas, eran una cura segura de la ictericia, mal muy frecuente entre los lapones en primavera. Las mordeduras de los perros se curaban frotando la herida con sangre del mismo perro. Fregando la parte sensible con lana de corderito se quitaba en seguida el dolor, porque Jesucristo habló con frecuencia del cordero. Cuando alguno estaba para morir, lo avisaba siempre un cuervo o una corneja que acudía y se posaba en el palo de la tienda. No se debía hablar ni hacer el menor ruido por miedo de ahuyentar a la vida y para evitar que el moribundo pudiera ser condenado a vivir una semana entre dos mundos. Si entraba en vuestras narices el olor de un muerto podíais morir vosotros mismos.

Pregunté a Turi si había alguno de aquellos sanadores en la vecindad, pues me gustaría mucho hablarle.

No, el más próximo era un viejo lapón llamado Mirko, que vivía en otra parte de la montaña. Era muy viejo; Turi lo conocía desde que era niño. Es un maravilloso sanador, muy favorecido por los Uldra. Todos los animales se acercaban a él sin temor, y ninguno le hacía daño, porque conocen en seguida a los que son favorecidos por los Uldra. Podía quitar el dolor con un simple toque de la mano. Siempre se podía reconocer a un sanador por la forma de su mano. Si se ponía un pájaro herido en el ala en la mano de un sanador, el pájaro se estaba quieto, porque comprendía que era un sanador.

Enseñé mi mano a Turi, que no tenía idea de que yo fuese médico. La miró atentamente sin decir una palabra; dobló los dedos uno por uno con mucho cuidado, midió la distancia entre el pulgar y el índice y murmuró algo a su mujer, que, a su vez, me tomó la mano en su pequeña y morena garra, con una expresión inquieta en sus ojitos de almendra.

—¿Te dijo tu madre que naciste con el amnios? ¿Por qué no te dio su leche? ¿Quién te amamantó? ¿Qué lengua hablaba tu nodriza? ¿Puso alguna vez en la leche la sangre de un cuervo? ¿Te colgó del cuello la garra de un lobo? ¿Te hizo tocar una calavera cuando eras niño? ¿Has visto a los Uldra? ¿Has oído las esquilas de sus blancos renos, lejos, en la selva? ¡Es un sanador, es un sanador! —dijo Ellekare con una rápida e inquieta ojeada a mi rostro.

—¡Es protegido de los Uldra! —repetían todos, con una expresión casi de espanto en los ojos.

Yo mismo estaba casi espantado cuando retiré la mano.

Turi dijo que era hora de acostarse; el día había sido largo y yo tenía que partir al amanecer.

Nos tendimos todos alrededor del rescoldo.

Pronto fue todo oscuridad en la abundante tienda. Sólo podía ver la Estrella Polar que brillaba sobre mí, a través del agujero para la salida del humo. Después, entre el sueño, sentía el cálido peso de un perro sobre mi pecho y el suave contacto de su hocico en mi mano.

Al amanecer nos levantamos; todo el campamento estaba en pie para verme marchar. Repartí mis muy apreciados regalitos de tabaco y dulces, y todos me desearon buen viaje. Si todo iba bien, debería llegar al día siguiente a Forsstugan, la más próxima habitación humana en el desierto de los pantanos, torrentes, lagos y selvas, que era la morada de los lapones sin hogar. Ristin, la nieta de Turi, de dieciséis años, debía ser mi guía. Conocía algunas palabras suecas; había estado una vez en Forsstugan; debía continuar desde allí hasta el más próximo pueblecito, que poseía una iglesia, para asistir, de nuevo, a la escuela lapona.

Ristin caminaba delante, con su larga túnica de reno blanco y el gorrito de lana encarnada. En el talle llevaba un ancho cinturón de cuero, recamado de hilo azul y amarillo, y adornado con bucles y plaquitas cuadradas de plata maciza. Colgaban del cinturón su cuchillo, su bolsa de tabaco y su cubilete. Noté también una hachita para cortar madera, metida bajo el cinturón. Llevaba polainas de suave piel de reno blanco, ciñendo los anchos calzones de piel. Sus piececitos iban calzados con delicados zapatos, también de reno blanco, diestramente adornados con hilo azul. Al hombro llevaba su laukos, zurrón de corteza de abedul, conteniendo cuanto le pertenecía y nuestras provisiones. Era grande, dos veces como mi morral, mas parecía no pesarle nada. Caminaba por la inclinada pendiente con el paso rápido y silencioso de un animal, saltaba como un conejo un tronco de árbol caído o un charco de agua. De vez en cuando, ágil como una cabra, trepaba a una empinada roca y miraba en todas direcciones. Al pie de la colina nos hallamos ante una ancha corriente; apenas tuve tiempo de preguntarme cómo podríamos pasarla, cuando ella había entrado ya en el agua hasta la cadera. No tuve más remedio que seguirla por el agua helada. Pronto me calenté de nuevo subiendo la pronunciada pendiente opuesta a una velocidad asombrosa. Casi nunca hablaba y me importaba poco, pues me era difícil comprender lo que decía. Su sueco era tan malo como mi lapón. Nos sentamos sobre el blando musgo e hicimos una excelente comida de galletas de centeno y manteca fresca, queso, lengua de reno ahumada y agua deliciosa y fresca del arroyo de montaña, bebida en el cubilete de Ristin. Encendimos nuestras pipas y de nuevo intentamos entender lo que nos decíamos mutuamente.

—¿Sabes el nombre de aquel pájaro? —le pregunté.

Lahol —sonrió Ristin, reconociendo en seguida el dulce silbido del chorlito, semejante a la flauta, que comparte la soledad con los lapones y que les es tan querido.

De un pequeño sauce venía el maravilloso canto del aguzanieves.

¡Jilow! ¡Jilow! —reía Ristin.

Dicen los lapones que la aguzanieves tiene una campanilla en la garganta y que puede cantar cien canciones diferentes. Muy alta sobre nosotros, pendía una cruz negra en el cielo azul. Era el águila real, que observaba con alas inmóviles su desolado reino. Del lago de montaña venía el fatídico reclamo del colimbo.

Ro, ro, raik —repetía fielmente Ristin. Decía que significaba—: Buen tiempo hoy, buen tiempo hoy. —Y cuando el colimbo decía: «Var luk, var luk, luk, luk», quería decir: «Lloverá todavía, lloverá todavía, todavía», me explicaba Ristin.

Yo estaba tendido en el suave musgo, fumando mi pipa y mirando a Ristin, que ordenaba cuidadosamente sus cosas en el laukos: un pequeño chal de lana azul, otro par de pulcros zapatitos de reno, un par de guantes rojos bellamente bordados, para llevar en la iglesia; una Biblia. Me volvió a sorprender la refinada forma de sus manitas, comunes a todos los lapones. Le pregunté qué guardaba en la cajita hecha de una raíz de abedul. Y como no podía comprender una palabra de la larga explicación en su lengua, mezcla de sueco, finlandés y lapón, me levanté y abrí la cajita. Lo que contenía parecía un puñado de tierra. ¿Para qué quería aquello? Hizo cuanto pudo por explicármelo, mas tampoco pude entenderla. Meneó la cabeza con impaciencia; estoy seguro de que me creía muy estúpido. De pronto, se tendió en el musgo y permaneció perfectamente inmóvil y rígida, con los ojos cerrados. Luego, se incorporó, excavó en el musgo y cogió un puñado de tierra, que me enseñó con gran seriedad. Así comprendí lo que contenía la cajita de raíz de abedul: un poco de tierra de la fosa de un lapón sepultado el último invierno en la soledad, bajo la nieve. Ristin debía llevarla al cura, el cual debía rezar sobre ella el Pater Noster y esparcirla en el cementerio.

Cargamos con los morrales y proseguimos nuestro camino. A medida que descendíamos la cuesta, el paisaje cambiaba de aspecto. Anduvimos por la inmensa tundra, cubierta de hierba carex, salpicada aquí y allá del amarillo vivo de matas de frambuesas de montaña, que, de paso, cogíamos para comer. Los solitarios abedules enanos, betulae nanae de las alturas, crecían en bosquecillos de abedules plateados, mezclados con álamos temblones y fresnos, bosquetes de sauces-saúco, cerezos de pájaro y groselleros silvestres. Poco después entramos en una densa selva de soberbios abetos. Un par de horas más tarde caminábamos por un profundo desfiladero, flanqueado de rocas escarpadas cubiertas de musgo. Sobre nosotros aún alumbraba el cielo el sol poniente, pero en la hondonada era ya casi oscuro. Ristin miró en torno, intranquila; era evidente que le apremiaba salir del barranco antes de que fuera de noche. De pronto, se detuvo. Oí el chasquido de una rama que se quebraba y vi algo oscuro aparecer ante mí, a menos de cincuenta metros de distancia.

—¡Huye! —murmuró Ristin, muy pálida, empuñando con su manita el hacha que llevaba al cinto.

Mucho me hubiera gustado huir, si hubiese podido; pero me quedé parado, clavado en el suelo por un violento calambre en la pantorrilla. Podía verlo muy bien. Estaba de pie en un bosquete de arándanos que le cubrían hasta las rodillas; un ramo cargado de sus bayas favoritas le salía de la bocaza; indudablemente, le habíamos interrumpido en medio de su cena. Era de un tamaño extraordinario y, al parecer, muy viejo, a juzgar por su piel tiñosa; se trataba, sin duda, del mismo oso de que me había hablado Turi.

—¡Huye! —murmuré, a mi vez, a Ristin, con la galante intención de portarme como un hombre y proteger su fuga. Sin embargo, el valor moral de esta intención quedaba disminuido por el hecho de que yo continuaba completamente incapaz de moverme. No huyó Ristin. En vez de esto, me hizo testimonio de una escena inolvidable, que bastaba para compensar un viaje de París a Laponia. Sois muy libres de no creer lo que os voy a contar; me importa poco. Ristin, con una mano en el hacha, avanzó unos pasos hacia el oso; con la otra, levantando su túnica, señaló las anchas bragas de cuero que llevan las mujeres laponas. El oso dejó caer su ramo de arándano, resolló fuertemente un par de veces y desapareció entre los densos abetos.

—Le gustan más los arándanos que yo —dijo Ristin, mientras reanudábamos el camino lo más velozmente posible.

Contóme Ristin que cuando su madre volvía con ella de la escuela lapona en primavera, se habían encontrado casi en el mismo sitio, en medio del desfiladero, con el viejo oso; pero que se fue en cuanto su madre le mostró que era mujer.

Pronto salimos de la garganta y erramos, anochecido ya, por la selva sobre una alfombra de musgo gris plateado, suave como terciopelo y mezclado con matas de Linnea y Pyrola. No estaba claro ni oscuro; era el maravilloso crepúsculo de las noches estivales del Norte. Mi estúpido cerebro no comprendía cómo podía orientarse Ristin por la selva, sin huellas. De repente nos encontramos otra vez con nuestro amigo el arroyo; apenas me hube inclinado para besar su fresca faz nocturna al precipitarse ante nosotros, anunció Ristin que era hora de cenar. Con increíble rapidez cortó leña con su hacha y encendió entre dos guijarros el fuego del campamento. Cenamos, fumamos nuestras pipas y pronto nos quedamos profundamente dormidos, con los morrales por almohadas. Despertóme Ristin, que me ofrecía su gorro encarnado lleno de bayas de arándano. No me extrañó que al viejo oso le gustasen: nunca he desayunado mejor. Proseguimos la marcha. Y de nuevo nos encontramos a nuestro amigo el arroyuelo, que danzaba alegremente sobre montículos y piedras y cantaba a nuestros oídos que era preferible fuésemos con él al lago de montaña, y así lo hicimos, para no perder el camino en la oscuridad. De vez en cuando lo perdíamos de vista, pero seguíamos oyéndole cantar. A ratos deteníase, para esperarnos, junto a una roca escarpada o un árbol derribado, y se precipitaba luego más rápido, para ganar el tiempo perdido. Un momento después ya no había miedo de perder el camino en la oscuridad, porque la noche había huido con veloces pies de duende a la profundidad de la selva. Una llama de luz dorada temblaba en las cimas de los árboles.

Piavi! —dijo Ristin—. El sol se levanta.

A través de la niebla del valle, a nuestros pies, un lago montañero levantó su párpado.

Me acercaba al lago con el inquieto presentimiento de otro baño helado. Por fortuna, me equivocaba. Ristin se detuvo de pronto ante una pequeña eka, una barca de fondo plano medio escondida bajo un abeto caído. Era de nadie y de todos. La usaban los lapones en ocasión de sus escasas visitas al pueblo más próximo para trocar sus pieles de reno por café, azúcar y tabaco, los tres lujos de su vida.

El agua del lago era azul cobalto, aún más bello que el azul zafiro de la Gruta Azul, de Capri. Era tan transparente que casi me parecía poder ver el hoyo que en su fondo había hecho el terrible Stalo. A mitad de la travesía del lago encontramos dos magníficos viajeros que nadaban uno al lado del otro, con su soberbia cornamenta sobre el agua. Afortunadamente, me tomaron por un lapón, de modo que pudimos acercarnos a ellos hasta ver sus hermosos y dulces ojos, que nos miraban sin temor. Hay algo muy extraño en los ojos de un alce o de un reno; parece que siempre miran directamente a nuestras pupilas, desde cualquier punto que los veamos. Trepamos rápidamente a la empinada ribera opuesta y vagamos una vez más por una inmensa llanura pantanosa, sin más guía que el sol. Mis tentativas para explicar a Ristin el uso de mi brújula de bolsillo tuvieron tan poco éxito, que yo mismo dejé de mirarla y confié en el instinto de Ristin, instinto de animal salvaje. Comprendíase que tenía mucha prisa. Poco después tuve la impresión de que no estaba segura del camino. De vez en cuando corría tanto como podía en una dirección, parábase de pronto, aspirando el viento con las narices palpitantes, y después partía en otra dirección para repetir la misma maniobra. A veces se inclinaba para oler la tierra, como un perro.

Rog —dijo súbitamente, indicando una nube baja que se nos echaba encima con extraordinaria rapidez, a través de los pantanos.

¡Verdadera niebla! En un minuto fuimos rodeados por una niebla tan impenetrable como la de noviembre en Londres. Tuvimos que cogernos de la mano para no perdernos de vista. Anduvimos con dificultad una o dos horas más, inmersos hasta la rodilla en el agua helada. Por último, Ristin dijo que había perdido la dirección y teníamos que esperar hasta que pasase la niebla. ¿Cuánto duraría?

No lo sabía ella, tal vez un día y una noche, quizá una hora; todo dependía del viento. Fue una de las peores pruebas de mi vida. Sabía de sobra que, con nuestro escaso equipo, el encuentro con la niebla en los inmensos pantanos era mucho más peligroso que el encuentro con el oso en la selva. También sabía que nada podíamos hacer sino esperar donde estábamos. Permanecimos sentados horas enteras sobre nuestros morrales, mientras la niebla formaba en nuestra piel como una capa de hielo. Mi desesperación llegó al colmo cuando, queriendo encender la pipa, encontré lleno de agua el bolsillo del chaleco. Mientras miraba abatido la caja de cerillas mojada, Ristin había hecho ya fuego con su yesquero y encendido su pipa. Otra derrota de la civilización fue cuando quise ponerme un par de calcetines secos y advertí que mi morral impermeable, de la mejor marca londinense, estaba completamente calado, y que todos los objetos de Ristin en su laukos de corteza de abedul y fabricación casera, estaban secos como heno. Esperábamos que hirviese el agua —¡nos hacía tanta falta una taza de café!— cuando una imprevista ráfaga de viento apagó la llama de mi lamparita de alcohol. Ristin se levantó veloz, corriendo hacia el viento, y volvió en seguida para ordenarme que recogiese inmediatamente el morral. En menos de un minuto, un viento fuerte y constante que nos azotaba el rostro levantó rápidamente la cortina de niebla por encima de nosotros. En el fondo del valle, a nuestros pies, vimos un gran río que centelleaba al sol como una espada. En la ribera opuesta extendíase, hasta perderse de vista, un oscuro pinar. Levantó Ristin la mano y me indicó una sutil columna de humo que se alzaba por encima de los árboles.

—Forsstugan —dijo.

Lanzóse cuesta abajo y, sin vacilar un instante, se metió en el río hasta los hombros; yo la seguí. En breve perdimos fondo y nadamos a través del río como habían nadado los alces a través del lago de montaña. Al cabo de media hora de camino por el bosque del otro lado del río, llegamos a un claro, hecho, evidentemente, por la mano del hombre. Un enorme perro lapón se precipitó sobre nosotros a gran velocidad, ladrando ferozmente. Después de olernos mucho, pareció muy contento de vernos y siguió delante, para mostrarnos el camino, meneando amistosamente la cola.

* * *

Ante su casa pintada de rojo estaba Lars Anders, de Forsstugan, de seis pies y medio de alto, con los zuecos y con la larga pelliza de oveja.

—¡Bien venido a la selva! —dijo Lars Anders—. ¿De dónde vienes? ¿Por qué no has dejado que la muchacha lapona viniera a nado sola a coger mi barca para ti? Echa otro leño al fuego, Kerstin —gritó a su mujer, dentro de la casa—. Ha cruzado el río a nado con una muchacha lapona; tiene que secarse los vestidos.

Ristin y yo nos sentamos en el banco bajo, ante el fuego.

—Está calado como una nutria —dijo madre Kerstin, ayudándome a quitarme las medias, el calzón, el suéter y la camisa de franela de mi cuerpo, que sudaba a chorros, y poniéndolos a secar en una cuerda a través del techo. Ristin se había ya quitado la túnica de reno, las polainas, las bragas y la chaqueta de lana; no llevaba camisa. Estábamos uno al lado del otro, en el banco de madera, ante el fuego llameante, completamente desnudos, como nuestro Creador nos hizo. Los dos viejos no creían que hubiera en ello ningún mal, y, en efecto, no lo había.

Una hora después examiné mi nuevo alojamiento, cubierto con la larga y negra casaca dominguera del tío Lars, hecha de tejido casero, y calzado con zuecos, mientras Ristin estaba sentada junto al horno de la cocina, donde madre Kerstin se afanaba en cocer el pan. El forastero que había estado el día antes con un lapón finlandés habíase comido todo el pan que tenían. El hijo se hallaba lejos, cortando madera en la otra parte del lago. Yo había de dormir en su cuartito, sobre el establo de las vacas. Confiaban en que no repararía en el olor. En efecto, más bien me gustaba. El tío Lars dijo que iba al herbre por una piel de carnero para mi cama; estaba seguro de que la necesitaría, porque las noches eran ya frescas. El herbre alzábase sobre cuatro vigorosas estacas, a la altura de un hombre, para preservarlo contra los visitantes de cuatro patas y la nieve alta del invierno. El almacén estaba lleno de vestidos y pellizas, cuidadosamente colgados de cuernos de ciervo clavados en la pared: la pelliza de lobo de tío Lars, las de invierno de su mujer, media docena de pieles de lobo. En el suelo había un cobertor de trineo, de espléndida piel de oso. En otra percha, el vestido nupcial de madre Kerstin: su corpiño de seda de vivos colores, finamente bordado con hilo de plata; su larga falda de lana verde, su palatina de piel de ardilla, su bonete adornado con encajes antiguos, su cinturón de cuero rojo con hebillas de plata maciza. Mientras bajábamos la escalera del herbre dije al tío Lars que se había olvidado de cerrar la puerta con llave. Me contestó que no importaba; los lobos, las zorras y las comadrejas no se llevarían las prendas, y no había comestibles. Después de dar una vuelta por la selva me senté bajo el gran abeto, junto a la puerta de la cocina, ante una espléndida cena: trucha de Laponia, la mejor del mundo; pan recién hecho en casa, queso fresco y cerveza, también de elaboración casera. Quise que Ristin compartiera mi cena, pero evidentemente, era contra la etiqueta. Debía cenar en la cocina con las nietecitas. Los dos viejos estaban sentados a mi lado mientras comía, contemplándome.

—¿Has visto al Rey?

No, no lo había visto; no venía de Estocolmo, sino directamente de otra tierra, de otra ciudad muchas veces mayor que Estocolmo. El tío Lars no sabía que hubiera una ciudad más grande que Estocolmo. Dijo a madre Kerstin lo mucho que yo había admirado su hermoso traje nupcial. Sonrió ella y dijo que su madre lo había llevado en su boda, sólo Dios sabía cuántos años antes.

—¿Pero de veras deja usted abierto el herbre durante la noche?

—¿Por qué no? —dijo el tío Lars—. Allí no hay nada de comer; ya te he dicho que no es fácil que los lobos y las zorras se lleven nuestras ropas.

—Pero algún otro podría llevárselas; el herbre está aislado en el bosque, a centenares de metros de la casa. Aquel cobertor de piel de oso vale mucho dinero, y cualquier anticuario de Estocolmo pagaría gustoso varios centenares de riksdaler por el traje de boda de su mujer.

Los dos viejos me miraron con evidente sorpresa.

—¿Pero no has oído, cuando te lo he dicho, que maté yo mismo aquel oso, y a todos los lobos también? ¿No comprendes que el traje de boda es de mi mujer y que lo heredó de su madre? ¿No comprendes que todo nos pertenece mientras estemos vivos y cuando muramos pasará a nuestro hijo? ¿Quién había de llevárselo? ¿Qué quieres decir?

El tío Lars y madre Kerstin me miraron; parecían casi contrariados por mi pregunta. De pronto, el tío Lars se rascó la cabeza, con expresión de picardía en sus viejos ojos.

—¡Ahora comprendo a lo que alude! —dijo a la mujer, con una risita—: A esa gente que ellos llaman ladrones.

Pregunté a Lars Anders si era verdad lo que me había dicho Turi, que el gigante Stalo había hecho un agujero en el fondo del lago Siva por donde escaparon todos los peces. Sí, era certísimo, no había un solo pez en el lago, mientras todos los demás lagos de la montaña estaban llenos; pero no podía decir si el mal lo había hecho un Stalo. Los lapones eran supersticiosos e ignorantes. No eran ni siquiera cristianos; ninguno sabía de dónde venían, y hablaban una lengua que no se parecía a ninguna otra.

¿Había gigantes o Trolls[44] en aquella parte del río?

En tiempos pasados los había, seguramente, dijo el tío Lars. De niño había oído hablar mucho del gran Troll que vivía allá, en la montaña. El Troll era muy rico, tenía centenares de feos enanos que, daban guardia a su oro bajo la montaña, y millares de reses todas blancas como la nieve, con esquilas de plata alrededor del cuello. Ahora, desde que el rey había empezado a volar las rocas para desenterrar el hierro bruto y construir una vía férrea, no había vuelto a oír hablar del Troll. Naturalmente, aún estaba la Skogsra la bruja de la selva, que todavía intentaba atraer a la gente a lo más profundo de los bosques para hacerle perder el camino. A veces llamaba con gorjeo de pájaro, y a veces con dulce voz de mujer. Muchos decían que era una mujer de veras, muy mala y muy hermosa. Si se la encontraba en la selva debía huirse en seguida; si se volvía la cabeza una sola vez para mirarla, se estaba perdido. No se debe sentar nunca al pie de un árbol de la selva cuando hay luna llena, de lo contrario vendría a sentarse a vuestro lado y os echaría los brazos al cuello como una mujer cuando quiere que la ame un hombre. Pero ella sólo querría chuparos la sangre del corazón.

—¿Tiene los ojos muy grandes y oscuros? —pregunté con inquietud.

Lars Anders no lo sabía, nunca la había visto; pero el hermano de su mujer la había encontrado una vez de noche, a la luz de la luna, en los bosques. Desde entonces había perdido el sueño y estaba trastornado.

¿Había duendes en aquellos parajes?

Sí, muchos; andaban furtivamente en las tinieblas. Había un pequeño duende que habitaba en el establo de las vacas; los nietos de Lars lo habían visto con frecuencia. Era absolutamente inofensivo mientras lo dejaban en paz, y tenía su escudilla de gachas de avena en su acostumbrado rincón. No toleraba que se mofasen de él. Cierta vez, un ingeniero del ferrocarril, que había de construir el puente sobre el río, pasó la noche en Forsstugan. Se embriagó y escurrió en la escudilla de gachas, diciendo que lo condenaran si existía algo semejante a un duende. Cuando, al volver por la tarde, cruzaba el lago helado, su caballo resbaló, cayó sobre el hielo y fue devorado por una manada de lobos. El ingeniero fue encontrado, a la mañana siguiente, por la gente que volvía de la iglesia, sentado en el trineo, muerto de frío. Había matado con la escopeta a dos lobos: si no hubiera llevado el arma se lo habrían comido también a él.

¿Qué distancia había de Forsstugan a la vivienda más próxima?

Ocho horas a través de la selva, en una buena cabalgadura.

—Mientras andaba por los bosques, hace una hora, he oído sonido de esquilas; debe de haber mucho ganado por estos alrededores.

Lars Anders escupió el tabaco y dijo bruscamente que me equivocaba; no había ninguna cabeza de ganado en los bosques vecinos, a menos de cien millas; sus cuatro vacas estaban en el establo.

Repetí a Lars Anders que yo estaba seguro de haber oído esquilas lejanas en la selva, con un sonido muy bonito, como si fueran de plata.

Lars Anders y madre Kerstin se miraron, inquietos, pero ninguno habló. Les di las buenas noches y me fui a mi cuarto, sobre el establo de las vacas. Fuera de la ventana estaba el bosque, silencioso y oscuro. Encendí la candela de sebo sobre la mesa y me tendí en la piel de carnero, cansado y soñoliento después del largo viaje. Escuché un poco el rumiar de las vacas mientras dormían. Parecióme oír el grito de un búho en la lejanía selvática. Miré la candela, de sebo que ardía débilmente sobre la mesa; me gustaba verla, no había visto una candela de sebo desde que era niño, en mi vieja casa. Con los párpados medio cerrados, me pareció ver un muchachito que, en una oscura mañana de invierno, iba hacia la escuela caminando fatigosamente por la nieve profunda, con un paquete de libros, atado con una correa, a la espalda, y una candela de sebo en la mano. Porque cada niño tenía que llevar una para encenderla sobre su pupitre, en clase. Algunos la llevaban gorda; otros, sutil, como la que ahora ardía sobre mi mesa. Yo era un niño rico, y sobre mi pupitre ardía una candela gruesa. En el pupitre que estaba a mi lado ardía la candela más delgada de toda la clase, porque la madre del niño vecino mío era muy pobre. Pero yo fui suspendido en los exámenes de Navidad y él pasó delante de todos porque tenía más luz en el cerebro.

Creí oír un ruido sobre la mesa. Debí de adormecerme un rato, porque la candela estaba acabándose. Pero podía ver claramente un hombrecito, no mayor que la palma de mi mano, sentado, con las piernas cruzadas, sobre la mesa, que tiraba de la cadena de mi reloj e inclinaba a un lado su vieja cabeza gris para escuchar el tictac. Hallábase tan absorto, que no advirtió que me había sentado en el lecho y le miraba. De pronto me vio, dejó caer la cadena, se deslizó por una pata de la mesa, ágil como un marinero, y se precipitó hacia la puerta con toda la rapidez que sus pernetas le permitían.

—No temas, duendecito —le dije—, soy sólo yo. No huyas y te enseñaré lo que hay dentro de esa cajita de oro que tanto te interesaba. Puede tocar una campana, como en la iglesia los domingos.

Se detuvo de pronto y me miró con sus ojillos bondadosos.

—No puedo comprenderlo —dijo—. Me parecía sentir el olor de un niño en esta habitación; de no ser así, nunca hubiera entrado, y tú pareces un hombre. Por cierto, nunca… —añadió, encaramándose a la silla próxima a la cama—. Por cierto que nunca me hubiera imaginado tener la fortuna de encontrarte aquí, en este lejano lugar. Eres el mismo niño que cuando te vi la última vez en el cuarto de los niños de tu vieja casa; de lo contrario nunca hubieras podido verme esta noche sentado sobre la mesa. ¿No me conoces? Era yo quien iba todas las noches a tu cuarto, cuando dormía toda la casa, a arreglar las cosas por ti y a calmar tus pesares de la jornada. Siempre me traías una loncha de la tarta de tu cumpleaños, y todas aquellas nueces y pasas y dulces del árbol de Navidad, y nunca te olvidabas de traerme mi escudilla de gachas. ¿Por qué dejaste tu vieja casa en medio de la gran selva? Siempre sonreías entonces; ¿por qué pareces tan triste ahora?

—Porque mi cerebro nunca tiene reposo. No puedo permanecer en parte alguna. No puedo olvidar, no puedo dormir.

—En eso eres igual que tu padre. ¡Cuántas veces lo he visto dar vueltas toda la noche por su cuarto!

—Cuéntame algo de mi padre; recuerdo muy poco de él.

—Tu padre era un hombre extraño, tétrico y silencioso. Era bueno con todos los pobres y con los animales, pero a menudo parecía demasiado severo con quienes le rodeaban. Te azotaba mucho, pero verdad es que eras muy travieso. No obedecías a nadie, parecía que no quisieras bien a tu padre ni a tu madre ni a tu hermana ni a tu hermano, a nadie. Sí, creo que querías mucho a Lena, tu nodriza. ¿No la recuerdas? A nadie gustaba, todos la temían. La habían tomado como aya tuya por pura necesidad, porque tu madre no podía criarte. Nadie sabía su procedencia. Tenía la piel morena, como la de la muchacha lapona que te trajo ayer aquí; pero era muy alta. Te cantaba en una lengua desconocida mientras te amamantaba, y continuó dándote el pecho hasta los dos años. Nadie, ni aun tu madre, se atrevía a acercarse a ella; gruñía como una loba rabiosa si alguien quería quitarte de sus brazos. Finalmente, la despidieron, pero volvió de noche e intentó raptarte. Tu madre tuvo tanto miedo que volvió a tomarla. Para jugar, te traía toda clase de animales: murciélagos, erizos, ardillas, ratas, serpientes, lechuzas, cuervos. Una vez la vi degollar a un cuervo y ponerte en la leche unas gotas de su sangre. Un día, tenías tú cuatro años, dos policías se la llevaron maniatada y oí decir que aquella detención tenía algo que ver con su propio hijo. Toda la casa se alegró muchísimo, pero tú estuviste en delirio unos cuantos días.

»La mayor parte de tus angustias te las causaban tus animales. En tu cuarto los había de toda especie, y hasta dormías con ellos en la cama. ¿No recuerdas que te zurraban sin piedad por aplastar los huevos? Todos los huevos de pájaro que podías encontrar tratabas de incubarlos en tu cama. Naturalmente, un niño no puede estar despierto, y todas las mañanas tu lecho estaba sucio de huevos chafados, y cada mañana te azotaban, pero era inútil. ¿Recuerdas la noche que tus padres volvieron tarde de una fiesta y encontraron a tu hermana en camisa de dormir, sentada sobre la mesa, bajo un paraguas, gritando aterrorizada? De tu cuarto se habían escapado todos los animales, y un murciélago había enganchado su garra en los cabellos de la muchacha; las serpientes, las ratas y los sapos se deslizaban por el suelo, y en tu lecho hallaron una nidada de ratones. Tu padre te dio una tremenda azotaina y tú te volviste contra él y le diste un mordisco en la mano.

»Al amanecer del día siguiente te escapaste de casa, después de haber forzado durante la noche la despensa para llenarte el morral de todo cuanto encontraste de comer. Rompiste la alcancía de tu hermana y le robaste sus ahorros; tú nunca los tenías. Durante todo el día y toda la noche te buscaron en vano los criados. Por último, tu padre, que había galopado hasta el pueblo para hablar con los guardias, te encontró dormido en la nieve, al borde del camino, porque tu perro ladró cuando él pasaba. Oí a su caballo de caza contar a los demás en la cuadra cómo te recogió tu padre en la silla sin decir una palabra y te llevó a casa, donde te encerró con llave en un cuarto oscuro durante dos días y dos noches, a pan y agua. Al tercer día te llevaron a su habitación y te preguntó por qué te habías escapado. Contestaste que allí nadie te comprendía y que deseabas emigrar a América. Te preguntó si te arrepentías de haberle mordido la mano y le dijiste que no. Al día siguiente te mandaron a un colegio de la ciudad y sólo te permitieron volver a casa en las vacaciones navideñas.

»El día de Navidad fuisteis todos a la iglesia, al Oficio de las cuatro de la madrugada. Una manada de lobos galopaba detrás del trineo mientras cruzabais el lago helado; era muy riguroso el invierno y los lobos estaban hambrientos. La iglesia resplandecía de luces, con dos grandes árboles de Navidad ante el altar mayor. Todos los feligreses se levantaron para cantar el himno de Navidad. Cuando lo terminaron dijiste a tu padre que sentías haberle mordido la mano, y él te acarició la cabeza. Al regreso, atravesando el lago, intentaste saltar del trineo, diciendo que querías seguir las huellas de los lobos para ver dónde se habían ido. Por la tarde faltaste otra vez y todos te buscaron inútilmente durante la noche. El guardabosque te encontró por la mañana en la selva, dormido bajo un gran abeto. Alrededor del árbol había huellas de lobos y el guarda dijo que fue un milagro que no te devorasen. Pero lo peor aconteció durante las vacaciones estivales, cuando la criada encontró debajo de tu lecho una calavera humana con un mechón de cabellos rojos adheridos aún a la nuca. Toda la casa quedó trastornada. Tu madre se desmayó y tu padre te dio la más severa tunda que habías recibido hasta entonces, y volvieron a encerrarte en un cuarto oscuro, a pan y agua. Se descubrió que la noche anterior habías ido con tu pony al cementerio del pueblo, forzado el osario y robado la calavera, de un montón de huesos que había en el sótano. El párroco, que había sido director de una escuela de niños, dijo a tu padre que nunca se había oído que un niño de diez años hubiera cometido tan atroz pecado contra Dios y contra el hombre. Tu madre, que era muy piadosa, no pudo reponerse. Parecía tenerte casi miedo, y no era ella sola. Decía que no podía comprender que hubiese dado a luz semejante monstruo. Tu padre afirmaba que seguramente no habías sido engendrado por él, sino por el mismo demonio. La vieja ama de llaves daba toda la culpa a tu nodriza, que te había embrujado con algo puesto en la leche y te había colgado al cuello una uña de lobo.

—¿Pero es realmente verdad lo que me has contado de mi infancia? Debo de haber sido un niño muy extraño.

—Todo cuanto te he contado es verdad —respondió el gnomo—; de lo que puedas contar a los demás no soy responsable. Parece que confundes siempre la realidad con los sueños, como hacen todos los niños.

—Pero no soy un niño; el mes próximo cumpliré veintisiete años.

—Eres un niño grande; de lo contrario, no me hubieras visto; sólo los niños pueden ver a los duendes.

—¿Cuántos años tienes, hombrecito?

—Seiscientos. Lo sé casualmente porque nací el mismo año que el viejo abeto que hay ante la ventana de tu cuarto, donde tenía su nido la gran lechuza. Tu padre decía siempre que era el árbol más viejo de toda la selva. ¿No te acuerdas de la gran lechuza? ¿No recuerdas cómo abría y cerraba sus redondos ojos a través de la ventana?

—¿Eres casado?

—No, soy soltero. ¿Y tú?

—Por ahora, tampoco me he casado, pero…

—¡No te cases! Mi padre nos decía siempre que el matrimonio es una empresa muy peligrosa y que es muy sabio el dicho de que nunca se puede tener bastante cuidado en la elección de la suegra.

—¡Seiscientos años! ¿De veras? No los representas. Nunca lo hubiera creído por el modo como te has deslizado por la pata de la mesa y por cómo has atravesado corriendo el suelo cuando me viste sentado en la cama.

—Mis piernas están bien, gracias; sólo mis ojos empiezan a estar un poco cansados; no puedo ver casi nada de día. Tengo también extraños ruidos en los oídos, desde que vosotros, los grandes, empezasteis aquellas terribles explosiones en los montes que nos rodean. Algunos gnomos dicen que queréis robar a los Trolls su oro y su hierro. Otros, que hacéis un agujero para aquella enorme serpiente amarilla con dos rayas negras en la espalda que serpentea entre campos y bosques y atraviesa los ríos, vomitando fuego y humo. Todos la tememos; todos los animales en las selvas y los campos, todas las aves del cielo, todos los peces en los ríos y en los lagos: hasta los Trolls bajo las montañas huyen aterrorizados hacia el norte, a su aproximación. ¿Qué será de nosotros, pobres gnomos? ¿Qué será de todos los niños cuando ya no estemos nosotros en sus cuartos para dormirlos con nuestras fábulas y velar sus sueños? ¿Quién cuidará de los caballos en las cuadras, quién procurará que no resbalen en el hielo y se rompan las patas? ¿Quién despertará a las vacas y las ayudará a vigilar sus recién nacidos terneros? Te digo que los tiempos son crueles; en tu mundo hay algo equivocado, ya no se encuentra paz en ninguna parte. Todo ese incesante jaleo y estruendo me ataca los nervios. No me atrevo a permanecer más contigo. Las lechuzas tienen ya sueño; todos los reptiles de la selva están ya para acostarse. Las ardillas ronzan ya sus piñas de abeto; dentro de poco cantará el gallo y pronto volverán las terribles explosiones a través del lago. Te digo que ya no puedo soportarlo. Es mi última noche aquí, debo dejarte. Tengo que abrirme camino hasta Kebnekajse[45] antes de que salga el sol.

—¡Kebnekajse! Kebnekajse está a cientos de millas más al norte. ¿Cómo harás para ir hasta allí con tus piernecitas tan cortas?

—Tal vez me lleve una grulla o un ánsar silvestre; se reúnen todos allí ahora para el largo vuelo hacia la tierra donde no hay invierno. En el peor caso, haré parte del camino montado en un oso o en un lobo; son todos amigos de los gnomos. Debo marcharme.

—No te vayas, quédate aún un poco conmigo y te enseñaré lo que en la cajita de oro te interesaba tanto.

—¿Qué tienes en la cajita de oro? ¿Es un animal? Me ha parecido oír el latido de su corazón dentro de la caja.

—Es el latido del corazón del Tiempo lo que has oído.

—¿Qué es el Tiempo? —preguntó el duende.

—No puedo decírtelo; nadie puede decirte lo que significa el Tiempo. Dicen que se compone de tres cosas distintas: lo pasado, lo presente y lo futuro.

—¿Lo llevas siempre contigo en esa cajita de oro?

—Sí; nunca descansa, nunca duerme, nunca cesa de repetir a mis oídos la misma palabra.

—¿Comprendes lo que dice?

—¡Ay! Demasiado bien. Me dice cada segundo, cada minuto, cada hora del día y de la noche, que me vuelvo cada vez más viejo y que moriré. Antes de marcharte, dime, hombrecito, ¿tienes miedo de la Muerte?

—¿Miedo de qué?

—Miedo del día en que cese el latido de tu corazón, en que los engranajes y las ruedas de todo el mecanismo caigan en pedazos, en que se detengan tus pensamientos y se extinga tu vida como la luz de esa oscura candela de sebo que está sobre la mesa.

—¿Quién te ha metido en la cabeza todos esos absurdos? No escuches la voz de la cajita de oro con su estúpido pasado, presente y futuro; ¿no comprendes que todo ello significa lo mismo? ¿No comprendes que dentro de esa cajita hay alguien que se burla de ti? Yo, en tu lugar, arrojaría al río la extraña cajita de oro y ahogaría al mal espíritu que en ella se encierra. No creas una palabra de lo que te dice, no son más que mentiras. Seguirás siendo niño, no te volverás viejo, nunca morirás. Échate y duerme un rato. No tardará en salir de nuevo el sol por encima de los abetos; dentro de poco el nuevo día mirará a través de la ventana; dentro de poco verás mucho más claro de lo que nunca has visto con la luz de esa candela de sebo. Debo irme. Adiós, soñador, me alegro de haber vuelto a verte.

—Me alegro de haberte vuelto a ver, gnomito.

Se deslizó de la silla próxima a mi cama y trotó hacia la puerta con sus pequeños zuecos; mientras se registraba el bolsillo para buscar su llavín, prorrumpió de pronto en tal carcajada que tuvo que sujetarse la panza con las manos.

—¡La Muerte! —exclamó con una risita—. ¡Es increíble! Supera a todo cuanto había oído decir. ¡Qué tontos y miopes son estos grandes monos comparados con nosotros, los pequeños gnomos! ¡La Muerte! Nunca he oído mayor disparate.

Cuando desperté y miré por la ventana, la tierra estaba blanca de nieve reciente. Por el alto cielo oí el batir de alas y el reclamo de una bandada de ánsares selváticos. ¡Buen viaje, gnomito!

Me senté para desayunar. Una escudilla de puches, leche fresca de vaca y una taza de excelente café. El tío Lars me contó que se había levantado dos veces durante la noche. El perro lapón había gruñido, inquieto, todo el tiempo, cual si viese u oyera algo. Él mismo creía haber visto una forma oscura, que bien pudiera ser la de un lobo que rondaba furtivamente la casa. Una vez le pareció oír un sonido de voces que salía del establo; se tranquilizó al oír que era yo, que hablaba durante el sueño. Las gallinas habían cacareado y estado inquietas, toda la noche.

—¿Ves esto? —dijo tío Lars, indicando en la nieve reciente un rastro que conducía a mi ventana—. Deben de haber sido lo menos tres. He vivido más de treinta años aquí y nunca he visto las huellas de un lobo tan cerca de la casa. ¿Has visto esto? —añadió indicando otra huella grande, como de hombre—. Al principio, cuando la he visto, creía soñar. Como me llamo Lars Anders que ha estado aquí esta noche el oso, y éstas son las huellas de su cachorro. Hace diez años que no he matado ninguno en esta selva. ¿Oyes esa algarabía dentro del gran abeto que está junto al establo? Debe de haber lo menos un par de docenas de ardillas; en mi vida he visto tantas en un solo árbol. ¿Has oído el grito de la lechuza en la selva y el reclamo del colimbo en el lago, toda la noche? ¿Has oído a la chotacabras volar en torno de la casa al amanecer? No puedo explicármelo. Por lo común, toda la selva permanece desde el ocaso silenciosa como una tumba. ¿Por qué han venido aquí esta noche todos esos animales? Ni Kerstin ni yo hemos pegado el ojo. Kerstin cree que la niña lapona ha hechizado la casa, pero ella dice que fue bautizada en Rukne el verano pasado. Mas con esos lapones nunca sabe uno a qué atenerse; todos están llenos de brujerías e intrigas del diablo. Sea lo que fuere, la he despedido al amanecer; camina veloz, y antes del ocaso estará en la escuela lapona de Rukne. ¿Cuándo te vas tú?

Contesté que no tenía ninguna prisa; me gustaría permanecer un par de días; me gustaba mucho Forsstugan.

El tío Lars dijo que aquella misma noche regresaría su hijo de cortar madera y no había ninguna otra cama donde yo pudiese dormir. Dije que no me importaba dormir en el granero; el olor del heno me gustaba. Ni a tío Lars ni a madre Kerstin pareció complacer esta idea. No pude menos de comprender que deseaban librarse de mí; casi no me contestaban; parecía que me temían.

Pregunté al tío Lars por el extranjero que había ido a Forsstugan dos días antes y se había comido todo el pan. No hablaba una palabra de sueco, dijo Lars Anders, y el lapón finlandés que llevaba los avíos de pesca decía que habían perdido el camino. Estaban medio muertos de hambre cuando llegaron y se comieron todo lo que había en casa. Tío Lars me enseñó la moneda que había insistido en dar a los nietecitos: ¿era posible que fuese oro de veras?

Era un sovereign inglés. En el suelo, cerca de la ventana, había un Times dirigido a Sir John Scott. Lo abrí y leí en enormes caracteres:

TERRIBLE EPIDEMIA DE CÓLERA EN NÁPOLES.

MÁS DE MIL CASOS DIARIOS.

Una hora después, Pelle, el nietecito del tío Lars, estaba ante la casa con el peludo caballito noruego. El tío Lars quedóse confundido cuando quise pagarle, al menos, las provisiones de mi morral. Decía que nunca había oído nada semejante. Decía también que no debía preocuparme; Pelle conocía bien el camino. Era un viaje del todo fácil y cómodo en aquella estación. Ocho horas de caballo a través de la selva, hasta Rukne; tres horas siguiendo la corriente en la barca de Liss Jocum; seis horas a pie por el monte hasta el primer pueblo con iglesia, dos horas por el lago hasta Losso Jarvi, y desde allí, ocho horas de buen camino hasta la nueva estación ferroviaria. Aún no había ningún tren de viajeros, pero el ingeniero me dejaría ir seguramente en su locomotora durante doscientas millas, hasta que pudiese tomar el tren de mercancías.

Tenía razón el tío Lars: fue un viaje fácil y cómodo; al menos, así me lo pareció entonces. ¿Cómo me parecería hoy? Igualmente cómodo y fácil fue el viaje a través de la Europa central, en los miserables trenes de aquel tiempo, casi sin dormir. Desde Laponia a Nápoles: ¡mirad el mapa!