PARÍS es en verano un lugar agradabilísimo para los que pertenecen al Paris qui s’amuse; pero si se pertenece al Paris qui travaille, la cosa varía de aspecto. Especialmente, si tenéis que luchar con una epidemia de tifus en la Villette, entre centenares de obreros escandinavos, o una epidemia de difteria en el Quartier Montparnasse, entre vuestros amigos italianos y sus innumerables chiquillos. En realidad tampoco escasean los niños escandinavos en la Villette, y las pocas familias que no los tenían parecía que habían escogido aquel preciso momento para echarlos al mundo, con frecuencia sin comadrona ni más ayuda que la mía. La mayor parte de los niños, demasiado pequeños para enfermar de tifus, empezaban con escarlatina, y los otros, con la tos ferina. Naturalmente, no había dinero para pagar a un médico francés, y me tocaba a mí atenderlos como mejor podía. No era una broma; había más de treinta casos de tifus, sólo entre los trabajadores escandinavos de la Villette. Sin embargo, aún lograba ir a la iglesia sueca, en el Boulevard Ornano, todos los domingos, por complacer a mi amigo el pastor sueco, el cual me decía que eso serviría de buen ejemplo a los demás. La congregación se había reducido a la mitad de su número habitual; la otra mitad estaba en cama o asistía a alguno en cama. El pastor se hallaba en pie desde la mañana a la noche, asistiendo y ayudando a los pobres y a los enfermos; nunca he visto hombre mejor, y también él estaba en la miseria. La única recompensa que tuvo fue llevar el contagio a su propia casa. Los dos mayores de sus ocho hijos tuvieron el tifus; otros cinco, la escarlatina, y el más pequeño se tragó una moneda de dos francos y estuvo a punto de morir por oclusión intestinal. Además, el cónsul sueco, un hombrecillo de lo más tranquilo y pacífico, se volvió de repente loco furioso y poco faltó para que me matase; pero este incidente ya lo contare en otra ocasión.
Aun era más grave en el Quartier Montparnasse, aunque por muchas razones parecía un trabajo casi más fácil para mí. Me avergüenza decir que me entendía mucho mejor con aquellos pobres italianos que con mis compatriotas, con quienes se hacía difícil tratar, porque eran malhumorados, nunca estaban contentos y siempre se mostraban exigentes y egoístas. En cambio, los italianos, que no habían traído de su país más que sus pocos bienes, la interminable paciencia, la alegría y los amables modales, siempre estaban satisfechos y agradecidos, y se ayudaban entre sí de un modo extraordinario. Cuando se declaró la difteria en la familia de Salvatore, Arcangelo Fusco, el barrendero, dejó inmediatamente su trabajo y convirtióse en fiel enfermero de todos. Las tres niñitas tuvieron la difteria; la mayor murió y, al día siguiente, la madre, agotada, cogió, a su vez, la terrible enfermedad. Sólo el niño del dolor, Petruccio, el idiota impotente, fue perdonado por la inescrutable voluntad de Dios Todopoderoso. Todo el Impasse Rousselle quedó contagiado; la difteria estaba en todas las casas y no había una sola familia que no tuviese varios niños pequeños. Los dos hospitales, de niños estaban atestados, pero aun cuando hubiera habido alguna cama vacía, casi no hubiese sido posible conseguir que admitieran en ella a aquellos pequeños extranjeros. Así, pues, tenían que ser atendidos por Arcangelo Fusco y por mí, y aquéllos a quienes no teníamos tiempo de ver, y eran muchos, habían de vivir o morir como pudieran. Ningún médico que haya pasado por la prueba de combatir por sí solo una epidemia de difteria entre los miserables, sin ningún medio de desinfección para los otros ni para sí mismo, por muy endurecido que esté, podrá recordar semejante experiencia sin estremecerse. Yo tenía que permanecer sentado allí horas enteras, intubando y raspando gargantas infantiles, una tras otra; casi no había otra cosa que hacer en aquellos días. Y luego, cuando ya no se podían des-prender las membranas venenosas que obstruían los conductos del aire, cuando el niño se volvía lívido, ya a punto de ahogarse, presentábase con fulminante rapidez la urgente necesidad de la traqueotomía. ¿Debía yo operar inmediatamente, sin disponer siquiera de una mesa dónde tender al niño, en una cama baja o en el regazo de la madre, a la luz de una miserable lámpara de aceite y sin más ayudante que un barrendero? ¿No podía esperar hasta mañana para buscar alguno que fuese más cirujano que yo? ¿Podía esperar? ¿Me atrevería a esperar? ¡Ay!, he esperado a mañana cuando era demasiado tarde, y he visto al niño morir ante mis ojos. He operado también rápidamente y, sin duda, salvado la vida del niño, pero asimismo he operado rápidamente y he visto al niño morir bajo mi bisturí. Mi caso era aún peor que el de otros muchos médicos en semejantes circunstancias, porque yo tenía un miedo mortal a la difteria, miedo que nunca he podido vencer. Pero Arcangelo Fusco no lo tenía. Conocía el peligro lo mismo que yo, porque había visto propagarse de uno a otro la terrible enfermedad; mas nunca pensó un solo instante en su salvación; sólo pensaba en la del prójimo. Cuando terminó todo, me cumplimentaron de todas partes, incluso de la Assistance Publique, pero nadie dijo jamás una palabra a Arcangelo Fusco, que había vendido sus vestidos dominicales para pagar a la funeraria que se llevó el cadáver de la niñita.
Sí, llegó el tiempo en que, por fin, todo concluyó, y volvió Arcangelo Fusco a hacer de barrendero, y yo, a mis enfermos mundanos. Mientras pasaba mis días en la Villette y en Montparnasse, los parisienses se afanaban en preparar los baúles para marcharse a sus châteaux o a sus lugares favoritos de baños a orillas del mar. Los bulevares eran abandonados a los forasteros en busca de diversiones, que habían acudido en tropel a París de todas las partes del mundo civilizado e incivilizado para gastar su dinero superfluo. Muchos estaban sentados en mi sala de espera leyendo con impaciencia los Baedeker, insistiendo siempre en pasar primero, y raramente pedían algo más que un reconstituyente a un hombre que lo necesitaba bastante más que ellos. Otros, sentados cómodamente en sus chaises-longues[31], con sus más elegantes vestidos de tarde, dernière création Worth, me mandaban llamar desde los hoteles de moda, a las horas más absurdas del día y de la noche, con la pretensión de que los pusiera «en forma» para el baile de máscaras que había de celebrarse en la Opera al día siguiente. No me llamaban dos veces, y no me sorprendía.
¡Qué pérdida de tiempo!, pensaba al ir a casa, arrastrando mis cansadas piernas por el ardiente asfalto de los bulevares, bajo los polvorientos castaños agonizantes, cuyas hojas, desfallecientes, suspiraban por un soplo de aire fresco.
—Yo sé lo que tenemos vosotros y yo —decía a los castaños—: necesitamos variar de aire, salir de la atmósfera de la gran ciudad. Pero ¿cómo vamos a salir de este infierno, vosotros con vuestras raíces dolientes aprisionadas bajo el asfalto y con el gran cerco de hierro a vuestros pies, y yo con todos esos ricos americanos en mi sala de espera y con otros muchos enfermos en sus lechos? Y si tuviese que marcharme, ¿quién cuidaría de los monos del Jardín des Plantes? ¿Quién llevaría un poco de alegría al asmático oso polar, ahora que se acercaba su peor período? No comprenderá una sola palabra de cuantas le digan otras amables personas, puesto que sólo comprende el sueco. ¿Y qué sería del Quartier Montparnasse?
¡Montparnasse! Estremecíame mientras la palabra volaba por mi cerebro: veía el rostro lívido de un niño a la vaga luz de una candileja, veía brotar la sangre del corte recién hecho por mí en su garganta, y oía el grito de terror del corazón de la madre. ¿Qué diría la Condesa? ¡La Condesa! Sí, yo debía de tener algo; ¿no sería hora de que curase mis nervios en vez de curar los ajenos, si semejantes cosas podían ser vistas y oídas en el Boulevard Malesherbes? ¿Y qué diablo tenía yo que hacer con la Condesa? Estaba ella espléndidamente en su palacio de Turena, según la última carta de Monsieur l’abbé, y estaba yo espléndidamente en París, la más hermosa ciudad del mundo. Todo lo que necesitaba era un poco de sueño. Pero ¿qué diría el Conde si le escribiera esta noche diciéndole que aceptaba gustoso su invitación y que partía mañana? ¡Si al menos pudiera dormir esta noche! ¿Por qué no había de tomar uno de esos excelentes soporíferos que solía componer para mis enfermos, un fuerte narcótico que me durmiera durante veinticuatro horas y me hiciese olvidarlo todo, Montparnasse, el castillo de Turena, la Condesa y lo demás? Me tendí en la cama sin desnudarme siquiera, por lo muy cansado que estaba. Mas no tomé el narcótico; les cuisiniers n’ont pas faim[32], como dicen en París. Al entrar en mi sala de consulta, a la mañana siguiente, encontré una carta sobre la mesa. Era de Monsieur l’abbé, con una posdata del Conde. «Me ha dicho usted que el canto de la alondra es el que más le gusta. Aquí sigue cantando, pero no durará mucho; por lo cual debe usted venir pronto».
¡La alondra! ¡Y yo que en dos años no había oído más pájaros que los gorriones de los jardines de las Tullerías!
* * *
Los caballos que me llevaron de la estación eran hermosos; el castillo, de la época de Richelieu, con su vasto parque de tilos seculares, era hermoso; los muebles estilo Luis XVI de mi suntuoso cuarto, eran hermosos; el San Bernardo que me siguió escaleras arriba, era hermoso… todo era hermoso; también la Condesa, con su sencillo vestido blanco y con una sola rosa La France en la cintura. Creí que sus ojos se habían vuelto aún mayores. El Conde era otro hombre, con las mejillas sonrosadas y los ojos vivaces. Su amable bienvenida me quitó, de pronto, toda timidez; yo seguía siendo un bárbaro de Última Thule; nunca había estado en ambientes tan suntuosos. Monsieur l’abbé me saludó como a un viejo amigo. El Conde decía que apenas había tiempo de dar un paseo por el jardín antes de tomar el té. ¿O quizá prefería dar una ojeada a las caballerizas? Me entregaron un cesto lleno de zanahorias para que diese una a cada uno de los doce magníficos caballos que, con sus bien cuidadas mantas, estaban alineados en los departamentos de roble pulido.
—Vale más que le dé usted otra zanahoria, para captarse pronto su amistad —dijo el Conde—. Mientras esté usted aquí, será suyo este caballo, y éste es su groom[33] —añadió indicando a un muchacho inglés que se llevaba la mano a la gorra para saludarme.
Sí, la Condesa estaba maravillosamente bien, decía el Conde mientras regresábamos a través del jardín. Casi nunca hablaba de su colitis, iba todas las mañanas al pueblo a visitar a sus pobres y planeaba con el médico del lugar la transformación de una granja vieja en enfermería para niños. El día de su cumpleaños invitó a todos los niños pobres del pueblo al castillo a tomar café y pasteles; y, antes de que se fueran, regaló una muñeca a cada uno. ¿No fue una idea encantadora?
—Si le habla de sus muñecas, no olvide decirle algo amable.
—No, no me olvidaré, je ne demande pas mieux[34]
Fue servido el té bajo un corpulento tilo, ante la casa.
—Aquí está un amigo tuyo, querida Ana —dijo la Condesa a la señora sentada a su lado, cuando nos acercábamos a la mesa—. Siento decirte que parece preferir la compañía de los caballos a la nuestra: hasta ahora no ha tenido tiempo de dirigirme una sola palabra, pero se ha pasado en la cuadra media hora charlando con los caballos.
—Y parece que a ellos les gustaba infinitamente la conversación —decía, riendo, el Conde—. Hasta mi viejo caballo de caza, que ya sabes el mal humor que gasta siempre con los extraños, ha puesto su hocico en el rostro del doctor y le ha olfateado de la manera más amigable.
La baronesa Ana dijo que tenía mucho gusto en verme y me dio excelentes noticias de su suegra, la marquesa Douairière.
—Hasta cree oír mejor, pero yo no estoy segura de ello, porque no puede oír los ronquidos de Lulú, y se pone furiosa cuando mi marido dice que él los oye desde el fumadero. El caso es que su querido Lulú ha sido una bendición para todos nosotros; antes no podía sufrir la soledad, ¡y era tan pesado tener que hablarle constantemente por la trompetilla!… Ahora se pasa horas enteras a solas con Lulú en su regazo. ¡Si la viera galopar por el jardín cada mañana, para que haga un poco de ejercicio Lulú, no daría usted crédito a sus ojos! ¡Ella, que nunca dejaba su butaca! Recuerdo cuando le dijo usted que debía caminar un poco cada día y lo enfadado que parecía al contestarle ella que no tenía fuerzas. Ha sido, realmente, un cambio maravilloso. Usted dirá, es claro, que todo se debe a las pobres medicinas que le ha recetado; pero yo digo que ha sido Lulú; y que ronque cuanto quiera.
—Mirad a Leo —dijo el Conde, variando de conversación—. Miradlo con la cabeza sobre las rodillas del Doctor, como si lo conociera desde que nació. ¡Hasta se ha olvidado de venir a pedirme su galleta!
—¿Qué tienes, Leo? —dijo la Condesa—. Cuidado, querido; no vaya a hipnotizarte el Doctor. Ha trabajado con Charcot en la Salpêtrière y puede obligar a las personas a hacer lo que él quiera sólo mirándolas. ¿Por qué no hace usted que Leo le hable en sueco?
—No. De ningún modo. Para mis oídos no hay lengua más simpática que su silencio. No soy hipnotizador, sino solamente muy amigo de los animales, y todos lo comprenden al momento y me quieren, a su vez.
—Supongo que está usted intentando magnetizar a esa ardilla que está en la rama, sobre su cabeza —dijo la Baronesa—. La ha mirado usted todo el tiempo, sin poner la menor atención en nosotros. ¿Por qué no la hace bajar del árbol y sentarse en sus rodillas, al lado de Leo?
—Si me da usted una nuez y se marchan todos de aquí, creo que podré hacerla bajar a cogerla de mi mano.
—Es usted muy cortés, Monsieur le Suédois —dijo riendo la Condesa—. Ven, querida Ana, quiere que nos marchemos todos para quedarse a solas con su ardilla.
—No se burle usted; soy el último en desear que se marche; me complace mucho volver a verla.
—Vous êtes très galant[35], Monsieur le Docteur; es el primer cumplido que me hace y me gustan los cumplidos.
—Aquí no soy médico, sino su huésped.
—¿Y el médico no puede dirigir un cumplido?
—No, si el enfermo tiene su aspecto, y el doctor, nada de viejo; por mucho que lo deseara.
—Todo cuanto puedo decirle es que, si alguna vez lo ha deseado, ha resistido bien la tentación. Casi me intimidaba usted cada vez que le veía. La primera, se mostró tan rudo conmigo, que estuve a punto de marcharme. ¿No se acuerda? ¿Sabes lo que me dijo, querida Ana? Me miró severamente y, con su más atroz acento sueco, me dijo: «Madame la Comtesse, necesita usted más disciplina que medicamentos». ¡Disciplina! ¿Es así como un doctor sueco habla a una señora joven la primera vez que va a consultarlo?
—No soy médico sueco; he adquirido el título en París.
—Pues yo he consultado doctores parisienses a docenas y ninguno se ha atrevido a hablarme de disciplina.
—Ésa es precisamente la razón de que haya tenido usted que consultar tantos.
—¿Sabes lo que dijo a mi suegra? —añadió la Baronesa—. Le dijo, con tono muy irritado, que si no le obedecía se iría y no volvería más, aunque tuviera colitis. Yo misma lo oí desde el salón, y cuando, corriendo, me reuní con la Marquesa creí que le iba a dar un ataque. Usted sabe que le recomiendo a todos mis amigos; pero no lo tome a mal: los suecos son demasiado rudos para nosotros los latinos. Más de uno de sus enfermos me ha dicho lo deplorables que son sus modales cuando los visita en la cama. No estamos acostumbrados a que nos manden como a los niños en la escuela.
—¿Por qué no procura usted ser un poco más amable? —dijo la Condesa, sonriendo, y divirtiéndose inmensamente.
—Lo procuraré.
—Cuéntenos alguna historia —decía la Baronesa mientras estábamos sentados en el salón, después de comer—. ¡Ustedes, los médicos, tropiezan con tanta gente rara y se encuentran en tan extrañas situaciones! Conocen más que cualquier otro la vida real, y estoy segura de que, si usted quiere, tiene mucho que contarnos.
—Tal vez tenga usted razón, pero no debemos hablar de nuestros enfermos, y, en cuanto a la vida real, temo ser demasiado joven para conocerla mucho.
—Diga, al menos, lo que sepa —insistió la Baronesa.
—Sé que la vida es hermosa, pero sé también que con frecuencia nos la complicamos y la convertimos en estúpida farsa, en desagradable tragedia, o en ambas cosas, de suerte que al fin no se sabe si es mejor llorar o reír. Es más fácil llorar, pero mucho mejor reír, mientras se ría quedamente.
—Cuéntenos alguna historia de animales —dijo la Condesa para llevarme a un terreno más seguro—. Dicen que su país está lleno de osos; cuéntenos algo de ellos, cuéntenos una historia de oso.
«Era una vez una señora que habitaba una antigua casa señorial en el lindero de una gran selva, muy al Norte. Esa señora tenía un oso domesticado, a quien quería mucho. Lo habían encontrado, casi muerto de hambre, en la selva, tan pequeño y débil, que hubieron de criarlo con biberón la señora y su vieja cocinera. Eso había ocurrido algunos años antes, y el oso se había hecho grande; tan grande que, si hubiera querido, habría podido matar a una vaca y llevársela entre sus garras. Mas no quería; era un oso tan amable que no pensaba en hacer daño a nadie, ni a hombres ni a animales. Solía permanecer sentado fuera de su cabaña, mirando amistosamente con sus inteligentes ojillos el ganado que pacía en la pradera vecina. Era muy conocido de los tres peludos caballitos montañeses de la cuadra y no hacía caso de ellos cuando iba por allí con el ama. Los niños lo montaban y más de una vez los encontraron dormidos entre sus garras, en su cabaña. Los tres perros lapones gustaban de jugar toda clase de juegos con él, tirarle de las orejas y del muñón de la cola y gastarle toda clase de bromas. A él nada le importaba. Nunca había probado la carne, comía el mismo alimento de los perros y, muchas veces, en el mismo plato: pan, puches, patatas, coles, nabos. Tenía buen apetito, y su amiga la cocinera cuidaba de darle alimento suficiente. Los osos son vegetarianos cuando tienen ocasión; lo que más les gusta es la fruta. En otoño solía contemplar sentado, con la vista fija, las manzanas que maduraban en el huerto, y, de joven, no pudo resistir varias veces la tentación de encaramarse al árbol y coger algunos puñados. Los osos parecen torpes y tardos en sus movimientos, pero ponedlos cerca de un manzano y pronto os convenceréis de que en aquel juego pueden vencer fácilmente a cualquier chiquillo de la escuela. Entre tanto, había aprendido que aquello estaba prohibido, pero tenía siempre los ojillos muy abiertos vigilando las manzanas que caían al suelo. También le habían tentado las colmenas, pero fue castigado y atado a la cadena durante dos días, con el hocico ensangrentado, y no volvió a hacerlo. No lo encadenaban más que de noche, lo cual era justo, porque un oso, como un perro, se pone fácilmente de mal humor si se le tiene atado, y no es de extrañar. También lo amarraban los domingos, cuando el ama iba a pasar la tarde con la hermana casada, que vivía en una casa solitaria al otro lado del lago montañero, una hora larga de camino a través de la espesa selva. Pensaban que no estaba bien que anduviera por la selva, con todas sus tentaciones; era preferible tenerlo seguro. Además era un mal marinero, y una vez se asustó tanto por una repentina ráfaga de viento, que volcó la barca, y él y su ama tuvieron que nadar hasta la orilla. Sabía muy bien lo que significaba el que su ama le encadenase los domingos, acariciándole amistosamente la cabeza y prometiéndole una manzana al regreso, como un perro bueno cuando su ama le dice que no puede llevarlo a paseo con ella.
»Un domingo, cuando la señora lo encadenó como de costumbre y estaba ya ella, más o menos, a medio camino en la selva, le pareció oír de pronto, detrás de sí, el crujido de una rama de árbol en el serpenteante sendero. Volvióse y quedó horrorizada al ver al oso acercarse a gran velocidad. Parece que los osos se mueven lentamente, pero corren con más rapidez que un caballo al trote. En un minuto la alcanzó, jadeando y husmeando para recuperar el puesto de costumbre tras sus talones, como un perro. La señora se enfadó mucho; ya iba retrasada a la comida y no tenía tiempo de volver a llevarlo a casa, ni quería que fuese con ella; además, había sido muy malo al desobedecerla y soltarse de la cadena. Le ordenó, con la voz más severa, regresar inmediatamente, amenazándole con la sombrilla. El oso se detuvo un momento y la miró con ojos astutos, mas no quería retroceder y seguía olfateándola. Cuando la señora vio que hasta había perdido su collar nuevo, enojóse más todavía y le golpeó el hocico con la sombrilla, tan fuerte que ésta se partió en dos. De nuevo se paró el oso, sacudió la cabeza y abrió varias veces su bocaza, como si quisiera decir algo; luego, se volvió y empezó a caminar, contoneándose, por la vereda por donde había venido, deteniéndose de vez en cuando para mirar a la señora, hasta que ella lo perdió de vista. Cuando la señora volvió por la noche, estaba en su sitio de siempre, fuera de su cabaña, y parecía muy afligido. La señora seguía muy enfadada y se le acercó y empezó a reprenderle severamente, diciéndole que no le daría ninguna manzana, ni cena, y que, además, seguiría encadenado dos días. La vieja cocinera, que quería al oso como si fuese su hijo, salió corriendo de la cocina, encolerizada.
»—¿Por qué le riñe, señora? —dijo—. Ha sido más bueno que el pan todo el día. ¡Dios lo bendiga! Ha estado ahí quieto, sentado, manso como un ángel, mirando continuamente la cancela, esperando su regreso.
»El oso de la selva era otro».
Dieron las once en el reloj de la torre.
—Es hora de acostarse —dijo el Conde—. He ordenado que nuestros caballos estén listos para las siete de la mañana.
—Que duerma bien y tenga agradables sueños —me dijo la Condesa cuando subía yo a mi habitación.
No dormí mucho, pero ¡soñé tanto!
A la mañana siguiente, a las seis, arañó Leo mi puerta, y a las siete en punto cabalgábamos el Conde y yo por el paseo de espléndidos y añosos tilos que conducía al bosque. Pronto nos encontramos en una verdadera selva de olmos y hayas, con alguna que otra magnífica encina acá y allá. El bosque estaba silencioso; sólo se oía, de vez en cuando, el rítmico golpear del picamaderos, el arrullo de una paloma silvestre, el agudo grito de un herrerillo o el profundo contralto de un mirlo, que gorjeaba las últimas estrofas de su balada. Poco después salimos a la vasta extensión de campos y prados, en pleno sol. Y he aquí la querida alondra, trémula en sus alas invisibles, alta en el firmamento, que derrama su corazón al cielo y a la tierra, con estremecimientos de la alegría de vivir. Miré al pajarillo y lo bendije una vez más, como a menudo había hecho en el helado Norte, cuando, como un niño, solía sentarme y me quedaba mirando con agradecidos ojos al pequeño mensajero gris del estío, seguro de que al fin el largo invierno había terminado.
—Es su último concierto —dijo el Conde—. Su tiempo termina; pronto empezará a trabajar para dar de comer a sus pequeñuelos y no tendrá tiempo de cantar y regocijarse. Tiene usted razón, es el más artista de todos. Canta realmente con el corazón.
—¡Y pensar que hay hombres capaces de matar a este inofensivo cantorcito! No tiene usted más que ir a Les Halles y encontrará centenares y centenares en venta, para otros hombres que tienen el valor de comérselos. Sus voces llenan todo el cielo de alegría, pero sus pobres cuerpecitos muertos son tan minúsculos que un niño puede apresarlos en la palma de la mano. Sin embargo, los devoramos con glotonería, como si no hubiese nada más que comer. Nos estremecemos a la sola palabra de canibalismo y ahorcamos al salvaje que quiere entregarse a esa costumbre de sus antepasados, pero quien asesina y come a estos pajarillos permanece impune.
—Es usted un idealista, querido doctor.
—No, a eso lo llaman sentimentalismo y se burlan, sencillamente, de él. Que se burlen cuanto quieran; no me importa. Pero recuerde lo que le digo. Llegará un tiempo en que dejarán de burlarse, cuando comprendan que el mundo de los animales ha sido puesto por el Creador bajo nuestra protección y no a nuestra merced; cuando comprendan que los animales tienen el mismo derecho a vivir que nosotros, y que nuestro derecho de quitarles la vida está estrictamente limitado a nuestro derecho de defensa y de existencia. Vendrá un tiempo en que el mero placer de matar se extinguirá en el hombre. Mientras exista ese placer, ningún derecho tiene el hombre a llamarse civilizado; es un simple bárbaro, un eslabón fallido entre sus antepasados salvajes (que se mataban mutuamente con hachas de piedra por un pedazo de carne cruda) y el hombre del porvenir. La necesidad de matar a los animales feroces es indiscutible, pero sus verdugos, los orgullosos cazadores de hoy, descenderán al mismo nivel de los matarifes de animales domésticos.
—Quizá tenga usted razón —dijo el Conde, mirando de nuevo al cielo, mientras hacíamos volver a nuestros caballos y los encaminábamos hacia el castillo.
Durante la comida, un criado trajo un telegrama a la Condesa. Ésta lo pasó al Conde, que lo leyó sin decir palabra.
—Creo que ya conoce usted a mi primo Maurice —dijo la Condesa—. Estará aquí a la hora de cenar, si tiene tiempo de tomar el tren de las cuatro. Está de guarnición en Tours.
En efecto, el vicomte Maurice cenó con nosotros. ¡Y de qué modo! Era un guapo mozo, alto, con la frente estrecha y huidiza, orejas enormes, una mandíbula cruel y los bigotes a lo général Galliffet.
—¡Quel plaisir inattendu[36], Monsieur le Suédois, encontrarlo aquí: verdaderamente inesperado!
Esta vez se dignó darme la mano, una mano pequeña y blanda, con un apretón particularmente desagradable, que facilitó mi clasificación del hombre. Sólo me faltaba oírle reír, y se apresuró a ofrecerme esta oportunidad. Su ruidosa y monótona risita resonó por el comedor durante toda la cena. Empezó, de pronto, a contar a la Condesa una historieta muy equívoca de la desventura acaecida poco antes a uno de sus compañeros, que había encontrado a su amante en la cama del asistente. Monsieur l’abbé empezaba a parecer bastante turbado, cuando el Conde atajó al Vizconde explicando a su mujer, a través de la mesa, nuestra cabalgada matinal, que el trigo estaba en excelentes condiciones, que el trébol era abundante, y que habíamos oído la última canción de una alondra retrasada.
—¡Qué estupidez! —dijo el Vizconde—. ¡Si se ven volar en gran número! Ayer maté yo una. Y en mi vida he disparado mejor tiro; el animalito no parecía mayor que una mariposa.
Enrojecí hasta la raíz del cabello, pero Monsieur l’abbé me detuvo a tiempo, poniéndome una mano en la rodilla.
—¡Es una brutalidad matar a una alondra, Maurice! —dijo la Condesa.
—¿Por qué? Hay muchas y, además, son un excelente blanco para ejercitarse; no conozco otro mejor, a no ser las golondrinas. ¿Sabes, querida Juliette?, soy el mejor tirador de mi regimiento y, si no me ejercitase, no tardaría en enmollecerme. Por fortuna, hay abundancia de golondrinas alrededor de nuestro cuartel; anidan a cientos en los aleros de la cuadra; precisamente ahora están ocupadas en dar de comer a sus pequeños y van y vienen constantemente por delante de mi ventana. Es muy divertido; tomo muchas por blanco cada mañana, sin salir siquiera de mi cuarto. Ayer hice una apuesta de mil francos con Gastón a que, de diez, tumbaría seis, y aunque no lo creáis, tumbé ocho. No conozco nada mejor para el ejercicio diario de tiro. Siempre digo que debieran hacerlo obligatorio en todas las Escuelas de Tiro.
Se detuvo un momento para contar exactamente las gotas de un frasquito de medicina que vertía en el vaso de vino.
—Escucha, querida Juliette, no seas tonta, ven conmigo a París mañana. Necesitas un poco de asueto después de estar sola semanas enteras en este lugar apartado. Será un espectáculo espléndido, el mejor concurso que jamás ha habido; acudirán todos los buenos tiradores de Francia y, como me llamo Maurice, verás como la medalla de oro del Presidente de la República se la ganará tu primo. Tendremos una alegre cena en el Café Anglais y, luego, te llevaré al Palais-Royal a ver Une nuit de noces; es una encantadora comedia; yo la he visto cuatro veces, pero me gustaría mucho volverla a ver teniéndote a mi lado. El lecho aparece en medio del escenario, con el amante escondido debajo, y el novio, que es un viejo…
El Conde, visiblemente molesto, hizo una seña a su esposa y nos levantamos de la mesa.
—Yo nunca podría matar una alondra —dijo secamente.
—No, querido Roberto —aulló el Vizconde—, ya sé que no podrías; errarías el tiro.
Subí a mi cuarto casi llorando, por la rabia reprimida y por la vergüenza de haberla reprimido. Mientras preparaba la maleta, entró el Abate. Le supliqué dijera al Conde que me habían llamado de París y me veía obligado a tomar el tren de medianoche.
—No quiero volver a ver a ese energúmeno; le arrancaría el indolente monóculo de su cara de imbécil y lo haría trizas.
—Será mejor que no lo intente; le mataría en seguida. Es un tirador famoso; ha tenido no sé cuántos duelos. Siempre busca pendencia con todos, pues tiene muy mala lengua. Le suplico que domine sus nervios durante treinta y seis horas. Mañana por la noche se va al concurso de París, y, entre nous, le diré que me alegraré tanto como usted de que se vaya.
—¿Por qué?
El Abate permaneció silencioso.
—Está bien, Monsieur l’abbé, yo le diré el porqué. Está enamorado de su prima, y a usted le disgusta eso y desconfía.
—Ya que ha adivinado usted la verdad, sabe Dios cómo, vale más que se lo diga: quería casarse con ella, pero lo rechazó. Afortunadamente, no le gusta.
—Pero le teme, lo cual es casi peor.
—Al Conde le disgusta muchísimo su amistad con la Condesa, y por eso no quería dejarla sola en París, donde él la acompañaba continuamente a fiestas y teatros.
—No creo que se vaya mañana.
—Es seguro que se irá; tiene demasiadas ganas de ganar esa medalla de oro y, probablemente, la ganará. Es un gran tirador.
—Yo también quisiera serlo; me gustaría tumbar a ese bruto para vengar a las golondrinas. ¿Sabe usted algo de sus padres? Supongo que debía de haber algo en ellos.
—Su madre era una Condesa alemana, muy hermosa; de ella ha sacado él su belleza; pero tengo entendido que fue un matrimonio muy infeliz. Su padre era un gran bebedor y tenía fama de hombre irascible y extraño. Al fin se volvió casi loco, y hay quien afirma que se suicidó.
—Espero sinceramente que su hijo imite el ejemplo, y cuanto antes, mejor. No le falta mucho para estar loco.
—Tiene usted razón; cierto, el Vizconde es bastante extraño en muchas cosas. Por ejemplo, él que, como usted puede ver, es tan fuerte como un caballo, se preocupa constantemente de su salud y siempre tiene miedo de coger toda clase de enfermedades. La última vez que estuvo aquí, el hijo del jardinero cogió el tifus, y él se marchó inmediatamente. Siempre toma drogas; ya habrá usted visto que también ha tomado una medicina durante la cena.
—Sí, ha sido el único momento en que ha callado.
—Siempre está consultando nuevos médicos; es lástima que no sienta simpatía por usted; estoy seguro de que tendría un nuevo enfermo… ¿De qué diablo se ríe?
—De una cosa muy graciosa que se me ha ocurrido. Nada mejor que una buena carcajada para un hombre enojado. Usted ha visto en qué estado me encontraba al entrar en el cuarto. Se alegrará de ver que vuelvo a encontrarme bien y con el mejor humor. He cambiado de idea: ya no me voy esta noche. Bajemos a reunirnos con los demás en el fumoir[37]. Le prometo portarme admirablemente.
El Vizconde, muy colorado, se hallaba de pie ante un gran espejo, retorciéndose nerviosamente el bigote a lo général Galliffet. El Conde estaba sentado junto a la ventana, leyendo su Figaro.
—¡Quel plaisir inattendu verle aquí, Monsieur le Suédois! —dijo con una risita el Vizconde, acomodándose el monóculo, cual si quisiera ver mejor lo que podría yo resistir—. Espero que no le haya traído aquí ningún nuevo caso de colitis.
—Por ahora, no; pero ¡quién sabe!
—Tengo entendido que la colitis es su especialidad; ¡qué lástima que ningún otro parezca conocer esa interesantísima dolencia! Indudablemente, la guarda usted toda para sí. ¿Me haría el favor de decir qué es la colitis? ¿Es contagiosa?
—No, en el sentido corriente de la palabra.
—¿Es peligrosa?
—No, si se diagnostica a tiempo y es bien tratada.
—Por usted, supongo.
—Yo no soy médico aquí; el Conde ha sido lo bastante amable para invitarme como huésped.
—¿De veras? ¿Pero qué será de todos sus enfermos en París, mientras esté usted ausente?
—Supongo que se curarán.
—Estoy seguro —aulló el Vizconde.
Tuve que ir a sentarme al lado del abate y coger un periódico para dominarme. El Vizconde miró nerviosamente el reloj que había sobre la chimenea.
—Voy arriba por Juliette para dar una vuelta por el parque; es lástima encerrarse en una noche de luna tan hermosa.
—Mi mujer se ha ido a acostar —dijo secamente el Conde, desde su silla—. No se encontraba muy bien.
—¿Y por qué diablo no me lo has dicho? —repuso, enfadado, el Vizconde, sirviéndose otro vaso de brandy con soda.
El abate leía el Journal des Débats, pero noté que sus viejos y astutos ojos no dejaban de mirarnos.
—¿Noticias, Monsieur l’abbé?
—Estaba leyendo precisamente el concurso de la Société du Tir de France, de pasado mañana; el Presidente ha ofrecido una medalla de oro al vencedor.
—Apuesto mil francos a que será mía —gritó el Vizconde golpeándose con un puño el ancho pecho—, si no le ocurre un desastre al expreso de París de mañana por la noche o —añadió, dirigiéndome una mueca maliciosa— si no cojo la colitis.
—Deja ya el brandy, Maurice —dijo desde su rincón el Conde—; has bebido más del que te conviene; tu es saoul comme un Polonais[38]!
—Anímese, doctor Colitis —dijo con una risita el Vizconde—; no esté tan abatido. Tómese un brandy con soda. Tal vez tenga aún una oportunidad. Siento no poder complacerle; pero ¿por qué no prueba usted con el Abate, que se queja constantemente del hígado y de la digestión? ¿No hará usted ese favor al doctor Colitis, Monsieur l’abbé? ¿No ve que se muere de ganas de verle la lengua?
El Abate siguió leyendo en silencio su Journal des Débats.
—No lo hará. ¿Quizá tú, Roberto? Parecías bastante raro durante la cena. ¿Por qué no enseñas la lengua au Suédois? Estoy seguro de que tienes la colitis. ¿No complacerás al doctor? ¿No? Doctor Colitis, no tiene usted suerte. Pero, para ponerle de mejor humor, le enseñaré la mía; mírela bien.
Y me sacó la lengua, con una mueca diabólica. Parecía una de las gárgolas de Notre-Dame.
—Tiene usted la lengua muy sucia —dije gravemente, después de un instante de silencio—. ¡Muy sucia!
Se volvió inmediatamente para examinarse la lengua en el espejo… la lengua fea y saburrosa del fumador empedernido. Le cogí la mano y le tomé el pulso, lanzado a una velocidad febril por una botella de champaña y tres brandies con soda.
—Tiene usted muy agitado el pulso —le dije.
Le puse la mano en la frente huidiza.
—¿Dolor de cabeza?
—No.
—Lo tendrá seguramente mañana, al despertarse.
El Abate dejó caer su Journal des Débats.
—Desabróchese los pantalones —dije severamente.
Obedecía de una manera automática, dócil como un corderillo.
Le di un golpe rápido en el diafragma, que inició un hipo.
—¡Oh! —exclamé. Mirándole con fijeza en los ojos, le dije lentamente—: Gracias, basta.
El Conde dejó caer su Figaro.
El Abate alzó los brazos al cielo, con la boca abierta.
El Vizconde estaba mudo ante mí.
—Abróchese los pantalones —le ordené—, y tómese un brandy con soda. Lo necesita.
Se abrochó los pantalones mecánicamente e ingirió el brandy con soda que yo le serví.
—¡A su salud, Monsieur le Vicomte! —dije, llevando mi vaso a los labios—. A votre santé!
Se enjugó el sudor de la frente y volvió a mirarse la lengua en el espejo. Hizo un desesperado esfuerzo para reír, pero no lo consiguió.
—¿Quiere decir que…? ¿Quiere decir…?
—No quiero decir nada, no he dicho nada; no soy su médico.
—Pero ¿qué debo hacer? —balbució.
—Debe usted acostarse lo antes posible; si no, tendrán que llevárselo.
Fui a la chimenea y toqué la campanilla.
—Conduzca a Monsieur le Vicomte a su cuarto —dije al criado— y diga a su ayuda de cámara que lo meta en seguida en la cama.
Apoyándose pesadamente en el brazo del doméstico, encaminóse el vizconde, vacilando, hacia la puerta.
A la mañana siguiente fui a dar un precioso paseo a caballo, solo solito, y la alondra seguía cantando, alta en el azul, su himno matutino al sol.
—He vengado el asesinato de tus hermanas —dije a la alondra—; más tarde les llegará el turno a las golondrinas.
Mientras estaba sentado en mi cuarto, almorzando con Leo, oí un golpe en la puerta y entró un hombrecillo de tímida apariencia que me saludó muy amablemente; era el médico del pueblo y me dijo que venía a saludar a su colega parisiense. Me halagó mucho y le supliqué que se sentase a fumar un cigarrillo. Me contó algunos casos interesantes que había tenido recientemente, tras lo cual empezó a languidecer la conversación y él se levantó para marcharse.
—A propósito, me llamaron anoche para el Vicomte Maurice, y ahora también le he visitado.
Dije que sentía que el Vizconde estuviera indispuesto, pero esperaba que no fuese nada grave; había tenido el gusto de verle la noche antes cenando en plena salud y de magnífico humor.
—No sé —repuso el otro—. El caso es algo oscuro; creo que será más prudente dejar para más adelante una opinión definitiva.
—Es usted un hombre inteligente, querido colega. Lo tendrá usted en cama, es claro.
—Por supuesto. Y es lástima. El Vizconde tenía que marchar hoy a París; pero, de eso, ni hablar.
—Naturalmente. ¿Tiene lucidez mental?
—Sí, más bien…
—¡Todo lo que puede esperarse de él, supongo!
—A decir verdad, al principio me pareció un simple embarazo gástrico, pero se ha despertado con un violento dolor de cabeza, y ahora le ha empezado un hipo persistente. Parece muy abatido: está convencido de que tiene colitis. Confieso que nunca he cuidado un caso de colitis; quería darle una dosis de aceite de ricino, porque tiene la lengua muy sucia, pero si la colitis se parece a la apendicitis, supongo que será mejor guardarse del aceite de ricino. ¿No le parece? Se toma constantemente el pulso, cuando no se está mirando la lengua. Lo extraño es que tiene mucho apetito; se enfureció cuando no le permití tomar el desayuno.
—Tiene usted razón, vale más que sea severo y prudente: sólo agua durante las próximas cuarenta y ocho horas.
—Ya.
—No me toca a mí aconsejarle; es evidente que conoce usted su profesión; pero no estoy de acuerdo con sus dudas respecto a suministrarle aceite de ricino. Yo le daría una buena dosis; vale más no hacer las cosas a medias; tres cucharadas le harían mucho bien.
—¿Tres cucharadas, ha dicho usted?
—Sí, lo menos, y sobre todo, nada de comer; sólo agua.
—Claro, claro.
Me fue muy simpático el doctor del pueblo y quedamos muy amigos.
Por la tarde, la Condesa me llevó a visitar a la Marquesa. Un precioso paseo en coche por umbrosos caminos llenos de trinos de pájaros y zumbidos de insectos. La Condesa se había cansado de embromarme, pero estaba de muy buen humor y no parecía nada preocupada por la repentina indisposición de su primo. Dijo que la Marquesa continuaba admirablemente, pero que hacía una semana se había trastornado muchísimo por la imprevista desaparición de Lulú. Toda la casa se había puesto en movimiento durante la noche para buscarlo. La Marquesa no había pegado el ojo y estaba aún postrada en el lecho, cuando reapareció Lulú por la tarde con una oreja partida en dos y un ojo medio fuera de la órbita. Su ama telegrafió inmediatamente al veterinario de Tours, y Lulú ya estaba bien. Lulú y yo fuimos presentados formalmente por la Marquesa. ¿Había visto un perro tan bonito? No, nunca.
—¿Cómo nunca? —gruñó Lulú desaprobándome—. Tú, que pretendes querer tanto a los perros, ¿dices ahora que no me reconoces? ¿No te acuerdas de cuando me sacaste de aquella terrible tienda de perros en…?
Anhelando cambiar de conversación, invité a Lulú a olerme la mano. Se detuvo de pronto y empezó a olfatear dedo por dedo.
—Sí, naturalmente, reconozco tu olor particular. Lo recuerdo muy bien de la última vez que te olí en la tienda de perros. En efecto, tu olor me gusta mucho… ¡Ah! —olfateó ardientemente—. ¡Por San Roque, santo patrón de todos los perros, huelo un hueso, un hueso grande! ¿Dónde está? ¿Por qué no me lo diste? Estos necios nunca me dan un hueso. Se imaginan que hace daño a los perros pequeños. ¿Serán tontos? ¿A quién has dado el hueso? —Se me puso de un salto en las rodillas, husmeando furiosamente. —¡Dios santo! ¡Otro perro! ¡Y sólo la cabeza de un perro! ¡Un gran perro! Un perro enorme, con la saliva colgándole por las comisuras de la boca. ¿Será un San Bernardo? Yo soy un perrito y padezco un poco de asma, pero tengo el corazón en su sitio; no soy miedoso y vale más que le digas a tu gran elefante que se ande con ojo y no se acerque a mi ama, porque me lo como vivo—. Olfateo desdeñosamente—. ¡Galletas de Spratt! ¿Ésa es la cena que tuviste anoche, brutazo vulgar? ¡Sólo el olor de esas repugnantes galletas duras que me obligaban a comer en la tienda de perros, me pone malo! ¡No quiero galletas de Spratt, gracias! Prefiero las de Albert y nueces de jengibre, o un gran trozo de aquella tarta de almendras que está sobre la mesa. ¡Galletas de Spratt! —De nuevo saltó al regazo de su ama con toda la prisa que le permitían sus cortas y gruesas patas.
—Vuelva usted antes de regresar a París —decía la amable Marquesa.
—Sí, vuelve —gruñó Lulú—. No eres un tipo demasiado antipático, a pesar de todo. Oye —me advirtió cuando me levantaba para marcharme—, mañana hará luna llena, me siento muy inquieto y no me disgustaría hacer una escapatoria. —Me guiñó astutamente—. ¿Sabes, por casualidad, si hay por la vecindad alguna señora perrita de pelo sedoso y rizado? No se lo cuentes a mi ama, no comprende estas cosas… Oye, no importa el tamaño; en último caso, cualquiera irá bien.
Sí, Lulú tenía razón, hacía luna llena. A mí no me gusta la luna. La misteriosa errante ha quitado demasiado sueño a mis ojos y susurrado demasiados sueños a mis oídos. El sol no tiene misterios; el radiante dios del día, que ha traído la vida y la luz a nuestro mundo obscuro, continúa mirándonos con su luciente ojo, mientras todos los demás dioses, los sentados a orillas del Nilo, los del Olimpo y los del Valhala, han desaparecido en las tinieblas. Pero nadie sabe nada de la luna, la pálida vagabunda nocturna rodeada de estrellas, que nos mira fijamente de lejos con sus insomnes, fríos, refulgentes ojos, y su burlona sonrisa.
Al Conde no le importaba la luna, mientras se le permitiera sentarse en paz en su fumoir, con el cigarro de sobremesa y su Figaro. La Condesa amaba la luna, su misterioso crepúsculo, sus sueños obsesivos. Le gustaba tenderse, silenciosa, en la barca y contemplar las estrellas mientras yo remaba lentamente a través del lago luminoso. Le gustaba vagar bajo los añosos tilos del parque, ora inundados de luz plateada, ora sombreados en tan profunda obscuridad que debía coger mi brazo para encontrar el camino. Le gustaba sentarse en un banco solitario y fijar sus grandes ojos en la noche silenciosa. De vez en cuando hablaba, mas no a menudo, y su silencio me era tan grato como sus palabras.
—¿Por qué no le gusta la luna?
—No sé. Creo que le tengo miedo.
—¿Por qué la teme?
—No sé. Es tan brillante que puedo verle a usted los ojos, semejantes a dos estrellas luminosas, y, sin embargo, es tan oscura que temo perder mi camino. Soy un extraño en este país de ensueño.
—Deme la mano y yo le enseñaré el camino. Creí que su mano era muy fuerte. ¿Por qué tiembla tanto? Sí, tiene usted razón, sólo es un sueño; no hable o volará en seguida. ¡Escuche! Oiga… Es el ruiseñor.
—No, es la oropéndola.
—Estoy segura de que es el ruiseñor, ¡no hable! ¡Escuche! ¡Escuche!
Juliette cantaba con su tierna voz, acariciadora como la brisa nocturna entre el follaje:
Non, non, ce n’est pas le jour,
Ce n’est pas l’alouette,
Dont les chants ont frappé
ton oreille inquiète,
C’est le rossignol.
Messager de l’amour.[39]
—¡No hable! ¡No hable!
Una lechuza lanzó su siniestra admonición[40] entre las ramas, sobre nuestras cabezas. La Condesa se puso en pie con un grito de espanto.
Regresamos silenciosamente.
—Buenas noches —me dijo, al dejarme en el vestíbulo—. Mañana hay luna llena. A demain[41].
Leo dormía en mi cuarto; era un gran secreto y nos sentíamos ambos un poco culpables.
—¿Dónde has estado y por qué vienes tan pálido? —me preguntó Leo mientras subíamos furtivamente la escalera—. Todas las luces del castillo están apagadas y todos los perros del pueblo están silenciosos. Debe de ser muy tarde.
—He estado lejos, en una extraña tierra llena de misterio y de ensueño. Casi he perdido mi camino.
—Iba ya a caer dormido en mi perrera, cuando la lechuza me ha despertado a tiempo para deslizarme al vestíbulo cuando viniste.
—A mí también me ha despertado a tiempo, querido Leo. ¿Te gusta la lechuza?
—No —dijo Leo—. Prefiero un faisán tierno; acabo de comerme uno; lo vi correr a la luz de la luna, en mis propias narices. Sé que es contra la ley, pero no pude resistir la tentación. No me denunciarás al guardabosque, ¿verdad?
—No, amigo mío; ¿y tú tampoco dirás al despensero que hemos venido tan tarde?
—No, naturalmente.
—Leo, ¿estás arrepentido, al menos, de haber robado aquel tierno faisán?
—Trato de arrepentirme.
—¿Pero no es fácil? —dije.
—No —murmuró Leo, relamiéndose.
—Leo, eres un ladrón, pero no el único aquí, y también un mal perro guardián. Tú, que estás aquí para tener a raya a los ladrones, ¿por qué no despiertas inmediatamente al amo con tu vozarrón, en vez de estar aquí sentado mirándome con ojos tan dulces?
—No puedo menos. Me gustas.
—Leo, amigo mío, toda la culpa es del soñoliento guardián de la noche allá en el cielo. ¿Por qué no ha dirigido la luz de su linterna sorda a todos los rincones oscuros del parque, dónde hay un banco bajo un viejo tilo, en vez de ponerse el gorro de dormir de las nubes sobre su cabeza calva y adormilarse, cediendo su misión de guardián a su amiga la lechuza? O acaso ese astuto, viejo pecador, decrépito Don Juan que se pavonea entre las estrellas como le vieux marcheur por los boulevards, sólo fingió dormir y nos observó siempre con el rabillo del maligno ojo, demasiado caduco él mismo para el amor, pero gozando aún viendo a los demás perder la cabeza.
—Alguien pretende que la luna es una señora joven y bella —dijo Leo.
—No lo creas, amigo. La luna es una vieja doncella marchita que espía de lejos con ojos traidores la inmortal tragedia del mortal amor.
—La luna es un espectro —dijo Leo.
—¿Un espectro? ¿Quién te lo ha dicho?
—Un antepasado mío lo supo ha mucho tiempo, en el desfiladero de San Bernardo, por un viejo oso que lo había sabido por Atta Troll, quien lo sabía por la misma Osa Mayor, que reina sobre todos los osos. ¿Sabes?, allá en el cielo todos temen a la luna. No es extraño que nosotros, los perros, la temamos y le ladremos, pues hasta la brillante Sirio, la estrella Can que reina sobre todos nosotros, palidece cuando ella sale de su tumba y alza su siniestro rostro en la oscuridad. ¿Crees ser el único, acá en la tierra, que no puede dormir cuando hay luna? Sabe que todos los animales silvestres y toda cosa que trepa y se arrastra por bosques y prados, dejan sus cubiles y yerran por ahí, espantados de sus rayos malignos. En verdad, muy ocupado debías de estar esta noche en mirar a alguien en el parque; de no ser así, hubieras advertido que era un fantasma que no te quitaba el ojo de encima. Le gusta arrastrarse bajo los tilos en un viejo parque, frecuentar las ruinas de un castillo o de una iglesia, vagar por un viejo cementerio e inclinarse sobre cada tumba para leer el nombre del muerto. Le gusta sentarse y contemplar horas enteras, con acerados ojos, la desolación de los campos de nieve que, como un sudario, cubren la tierra muerta, y fisgar a través de la ventana de una alcoba para atemorizar con un sueño siniestro al durmiente.
—Basta, Leo, no hablemos más de la luna o no pegaremos el ojo esta noche; me da escalofríos. Dame un beso, amigo, y vamos a la cama.
—Pero cerrarás las contraventanas, ¿verdad?
—Sí, las cierro siempre que hay luna.
Al día siguiente, mientras desayunábamos, dije a Leo que debía volver en seguida a París; era lo más prudente, porque hoy había luna llena y yo tenía veintiséis años y su ama veinticinco… —o veintinueve—. Me había visto hacer la maleta y todos los perros saben lo que eso significa. Bajé a ver a Monsieur l’abbé y le conté la mentira de siempre: que me habían llamado para una consulta importante y que debía salir en el tren de la mañana. Díjome que lo sentía mucho. También el Conde, que se disponía a montar para su paseo matutino, mostró su pesar; claro es que no había de molestar tan temprano a la Condesa. Además, yo volvería muy pronto.
Cuando me encaminaba a la estación, encontré a mi amigo el médico del pueblo, que regresaba en su cochecito de dos ruedas de su visita matutina al Vizconde. El enfermo estaba muy abatido y pedía comida a gritos, pero el doctor permanecía firme en su negativa de cargar con la responsabilidad de darle algo más que agua. La cataplasma en el estómago y la bolsa de hielo en la cabeza se las habían renovado continuamente durante la noche, interrumpiendo el sueño del paciente. ¿Tenía yo algo que sugerirle?
No, estaba seguro de que se hallaba en excelentes manos. Quizá, si la situación permaneciera estacionaria, podría probar, como variación, ponerle la bolsa de hielo en el estomago y la cataplasma en la cabeza.
¿Cuánto tiempo creía yo, de no sobrevenir ninguna complicación, que debería guardar cama el enfermo?
Lo menos otra semana, hasta que no hubiese luna.
El día había sido largo. Era feliz por estar de nuevo en la Avenue de Villiers. Me fui directamente a la cama. No me sentía muy bien y me pregunté si no tendría un poco de fiebre, pero los médicos nunca comprenden si tienen fiebre o no. Me dormí en seguida; ¡estaba tan cansado! No sé el tiempo que llevaba durmiendo cuando, de pronto, me di cuenta de que no estaba solo en el cuarto.
Abrí los ojos y vi en la ventana una faz lívida que me miraba fijamente con ojos blancos y vacíos… Por una vez habíame olvidado de cerrar las contraventanas. Lenta y silenciosamente, algo se deslizó en el cuarto y extendió un largo brazo blanco, como el tentáculo de un enorme pulpo, cruzando el suelo hacia la cama.
—¿Conque quieres volver al castillo, a pesar de todo? —dijo mofándose con su boca desdentada y los labios exangües—. ¿Verdad que era bella y agradable la noche ayer, bajo los tilos, conmigo como padrino de boda y coros de ruiseñores cantando en torno vuestro? ¡Ruiseñores en agosto! Verdaderamente, debíais de sentiros los dos muy lejos, en un remoto país. Y ahora quieres volver allí esta noche, ¿no es cierto? Bien, vístete y encarámate sobre mi blanco rayo de luna, al que has tenido la atención de llamar brazo de pulpo, y yo te llevaré bajo los tilos en menos de un minuto. Mi luz viaja tan veloz como tus sueños.
—Ya no sueño, ¡estoy bien despierto y no quiero volver allí, fantasma de Satanás!
—Sueñas que estás despierto, ¿eh? ¿Aún no has agotado tu vocabulario de estúpidos insultos? ¡Fantasma de Satanás! Ya me has llamado vieux marcheur, Don Juan y doncella marchita que espía. Sí, anoche te espié en el parque, y me gustaría saber cuál de nosotros dos se sentía Don Juan, ¿o quieres que te llame Romeo? ¡Por Júpiter, que no te les pareces! Tu verdadero nombre es Ciego Loco, que ni siquiera puedes ver lo que aquel animal de perro tuyo veía, que yo no tengo edad, sexo, ni vida; que soy un fantasma.
—¿El fantasma de qué?
—El fantasma de un mundo muerto. Guárdate de los fantasmas. Vale más que acabes con tus insultos, o te volveré ciego con un destello de mis sutiles rayos, mucho más mortales para los ojos humanos que la dorada flecha del mismo dios Sol. Es mi última palabra, soñador blasfemo. Ya se acerca el alba por Oriente. Tengo que volver a mi tumba o no veré el camino. Soy viejo y estoy cansado. ¿Crees que sea fácil tarea tener que vagar de la noche a la mañana, cuando todo está en reposo? Me llamas tétrico y siniestro. ¿Crees que es fácil estar alegre cuando se debe vivir en una tumba, si eso puede llamarse vivir, como lo llamáis algunos de vosotros, los mortales? Tú mismo irás un día a tu sepulcro, y también la Tierra donde ahora te hallas, condenada a muerte como tú.
Miré al fantasma y vi por vez primera cuán viejo y cansado parecía; acaso habría sentido casi piedad si su amenaza de cegarme no hubiera despertado de nuevo mi rabia.
—¡Largo de aquí, tétrico y viejo dueño de funeraria! —grité—: Aquí no es probable que tengas trabajo, estoy lleno de vida.
—¿Sabes —dijo con risa burlona, arrastrándose sobre el lecho y poniéndome en el hombro su largo brazo blanco— por qué has acostado a ese loco Vizconde con una bolsa de hielo en el estómago? ¿Para vengar a las golondrinas? Yo sé más. Eres un Otelo farsante. Fue para impedirle pasear a la luz de la luna con la…
—¡Retira tu garra, vieja araña venenosa, o saltaré del lecho y lucharé contigo!
Hice un esfuerzo violento para levantar mis miembros adormecidos y desperté bañado en sudor.
El cuarto estaba lleno de suave luz plateada. De pronto, cayó el velo de mis ojos hechizados y vi, a través de la ventana abierta, la luna llena, bella y serena, que me miraba desde un cielo sin nubes.
—¡Virginal diosa luna! ¿Puedes oírme a través de la calma de la noche? ¡Pareces muy dulce, pero también muy triste! ¿Puedes tú comprender el pesar? ¿Puedes perdonar? ¿Puedes cicatrizar las heridas con el bálsamo de tu luz pura? ¿Puedes enseñar el olvido? Ven, dulce hermana, a sentarte junto a mí; ¡estoy tan cansado! Posa tu fresca mano en mi ardorosa frente a fin de calmar mis tumultuosos pensamientos. Murmura a mis oídos lo que debo hacer y adónde debo ir para olvidar el canto de las sirenas.
Fui a la ventana y permanecí largo rato mirando a la Reina de la Noche, que recorría su camino entre estrellas. Las conocía bien, por las muchas noches de insomnio, y una tras otra las llamaba por su nombre: ¡llameante Sirio, Cástor y Pólux, amadas de los antiguos navegantes! ¡Arturo, Aldebarán, Capella, Vega, Casiopea! ¿Qué nombre tenía aquella estrella luminosa que estaba precisamente sobre mí y me hacía señas con su fiel y constante luz? La conocía bien. Muchas noches conduje mi barca por mares agitados, guiado por su luz; muchos días me mostró el camino, a través de bosques y campos nevados, en mi tierra natal. Stella Polaris! ¡La Estrella Polar! ¡Éste es el camino, sigue mi luz y estarás salvado!
* * *
Le docteur sera absent pendant un mois.
Prière s’adresser à Dr. Norström,[42]
Boulevard Haussmann, 66