V

ECHABA mucho de menos las comidas de los domingos en el Faubourg Saint-Germain. Unos quince días después de mi coloquio con el Abate, la Condesa, con su temperamento impulsivo, sintió de pronto la necesidad de mudar de aires y decidióse a acompañar al Conde a su castillo de Turena. Fue una sorpresa para todos nosotros. Sólo el sacerdote lo debía de haber presentido, porque el último domingo que comí allí noté un destello de malicia en sus astutos ojos. La Condesa tuvo la amabilidad de mandarme un informe semanal para tenerme al corriente de cómo iba, y también recibía de vez en cuando noticias del Abate. Todo marchaba bien. El Conde daba todas las mañanas su paseo a caballo, no dormía ya de día y fumaba muchos menos. La Condesa se había vuelto a dedicar a su música, se cuidaba asiduamente de los pobres del pueblo y nunca se quejaba de la colitis. También el Abate me daba buenas noticias de la Marquesa, cuya finca se hallaba a menos de una hora de distancia del palacio. Estaba muy bien. En vez de sentarse en la butaca, en siniestro aislamiento todo el día y lamentándose de su sordera, daba un largo paseo por el jardín dos veces diarias, por amor a su favorito Lulú, que iba engordando demasiado y necesitaba mucho movimiento.

«Es un pequeño monstruo horrible —escribía el Abate—, que está siempre en su regazo y ladra y gruñe a todos; incluso ha mordido dos veces a la criada. Todos le odian; pero la Marquesa lo adora y se afana todo el día en torno suyo. Ayer, durante la confesión, vomitó en el precioso vestido de su ama, la cual se alarmó de tal manera que hube de interrumpir el sacramento. Ahora quiere la Marquesa que yo le pregunte a usted si cree que esa perturbación podría transformarse eventualmente en colitis, y le suplica tenga la amabilidad de recetarle algo; dice estar segura de que usted comprenderá su caso mejor que nadie».

En eso no estaba muy lejos de la verdad la Marquesa, porque ya empezaba yo a ser conocido como buen médico de perros, aunque aún no había llegado a la eminente posición que ocupé más tarde en mi vida, cuando me convertí en médico consultor para perros, famoso entre todos mis clientes aficionados a los canes. Reconozco que las opiniones acerca de mi habilidad como doctor de mis semejantes han sido muy variadas. Pero me atrevo a afirmar que mi reputación como médico de confianza para perros nunca ha sido discutida seriamente. No soy bastante presuntuoso para querer negar que tal vez dependa esto de la falta de celotipia profesional en el ejercicio de esa rama de mi profesión; en cambio, ha habido mucho de eso en las otras ramas, os lo aseguro.

Para llegar a ser un buen médico de perros es necesario estimarlos, pero también es preciso comprenderlos; sucede como con los hombres, con la diferencia de que más fácil es comprender a un perro que a un hombre, y es también más fácil quererlo. No olvidéis nunca que la mentalidad de un can es completamente distinta de la de otro. El agudo espíritu que centellea en los ágiles ojos de un fox-terrier, por ejemplo, refleja una actividad mental completamente distinta de la serena sabiduría que brilla en los tranquilos ojos de un San Bernardo o de un viejo mastín. La inteligencia de los perros es proverbial, pero hay grandes diferencias de grado, ya visibles en los cachorros apenas abren los ojos. Hay también canes tontos, aunque la proporción es mucho menor que en los hombres. En conjunto es fácil comprender al perro y aprender a leer sus pensamientos. El perro no puede fingir, no puede engañar, no puede mentir, porque no puede hablar. El perro es un santo. Es sincero y honrado por naturaleza. Si en casos excepcionales aparece en un perro cualquier estigma de pecado hereditario, achacable a sus antepasados silvestres, que habían de confiarse a la astucia en su lucha por la existencia, esos estigmas desaparecerán en cuanto la experiencia le haya enseñado que puede fiarse de los honrados y justos tratamientos que le demos. Si un perro bien tratado conservase tales estigmas (estos casos son sumamente raros), ese perro no es normal, padece una enfermedad moral y hay que darle una muerte sin dolor. Un perro admite gustoso la superioridad que tiene sobre él su amo, acepta como definitivas sus decisiones; pero, contrariamente a lo que creen muchos que gustan de los canes, no se considera esclavo, su misión es voluntaria y quiere que se respeten sus pequeños derechos. Mira al amo como a su rey, casi como a su dios; espera que su dios sea severo en caso necesario, pero también que sea justo. Sabe que su dios puede leer sus pensamientos y que no es bueno intentar ocultárselos. ¿Puede leer él los pensamientos de su dios? Lo puede, seguramente. La Sociedad de Investigaciones Psicológicas dirá lo que quiera, pero la telepatía entre hombre y hombre no está probada aún, mientras que la telepatía entre perro y hombre se ha demostrado muchísimas veces. El perro puede leer los pensamientos de su amo, puede comprender sus variaciones de humor, puede prever sus decisiones. Sabe por instinto cuándo no lo desea, permaneciendo quieto, perfectamente inmóvil durante horas enteras, cuando su rey está muy ocupado, como lo están a menudo los reyes o, al menos, debieran estarlo. Pero cuando su rey está triste sabe que ha llegado su momento: avanza lentamente y pone la cabeza en las rodillas de su amo. ¡No estés triste! ¡No importa que todos te abandonen, yo estoy aquí para reemplazar a todos tus amigos y para combatir contra todos tus enemigos! ¡Ven! Vamos a dar un paseo y olvidémoslo todo.

Es extraño y muy patético ver el comportamiento de un perro cuando está enfermo su amo. El perro, advertido por su infalible instinto, teme la enfermedad y la muerte. Un perro acostumbrado a dormir en la cama del amo, se resiste a hacerlo cuando éste se halla enfermo.

Aun en las raras excepciones de esta regla, deja a su amo al acercarse la muerte, se esconde en un rincón de la habitación y se lamenta. Me ha ocurrido, incluso, que el comportamiento de un perro me advirtiera de la proximidad de la muerte. ¿Qué sabe él de ésta? Por lo menos, tanto como nosotros y, probablemente, mucho más. Mientras escribo me acuerdo de una pobre mujer de Anacapri, una forastera, que moría lentamente de tuberculosis, tan lentamente que, una tras otra, las pocas comadres que iban a visitarla cansáronse y la abandonaron a su destino. Su único amigo era un perro mestizo que, por excepción de la regla mencionada, nunca dejó su puesto a los pies del lecho. Era, además, el único sitio para poder echarse, fuera del húmedo pavimento de tierra del miserable tabuco donde la pobre mujer vivía y moría. Un día, al pasar casualmente yo por allí, encontré a Don Salvatore, el mejor de los doce curas de nuestro pueblecito, y me preguntó si no creía que era hora de administrarle los últimos Sacramentos. La mujer tenía su aspecto de siempre, el pulso no había empeorado y hasta decía que se encontraba algo mejor aquellos últimos días; la miglioria della morte[29], dijo Don Salvatore. Varias veces me había maravillado de la pasmosa tenacidad con que se aferraba a la vida, y dije al sacerdote que pudiera muy bien durar una o dos semanas más. Por lo tanto, quedamos en esperar para darle la Extremaunción. Precisamente cuando salíamos del cuartucho, el perro saltó de la cama con un aullido desesperado y se tendió en un rincón del cuarto gruñendo lastimeramente. No veía yo ninguna variación en el aspecto de la mujer, mas observé con sorpresa que el pulso se le había vuelto casi imperceptible. Hizo un desesperado esfuerzo para hablar, pero al principio no conseguí comprender lo que quería decir. Me miró con los ojos muy abiertos y alzó varias veces sus descarnados brazos señalando al perro. Entonces comprendí, y creo que también ella me comprendió cuando me incliné para decirle que me cuidaría de su perro. Hizo una seña de satisfacción con la cabeza, cerráronse sus ojos y su rostro adquirió la paz de la muerte. Exhaló un profundo suspiro, asomaron unas gotas de sangre a sus labios y todo acabó. La causa de la súbita muerte de aquella mujer fue, evidentemente, una hemorragia interna. ¿Cómo pudo saberlo el perro antes que yo? Cuando vinieron por la noche a llevársela, el perro siguió a su ama al camposanto: era el único dolorido. Al día siguiente el viejo Pacciale, el sepulturero, que ya era entonces muy amigo mío, me dijo que el perro seguía sobre la tumba. Llovió a cántaros todo el día y la noche siguientes, y a la otra mañana el perro continuaba allí. Por la noche mandé a Pacciale con una traílla para que intentase, con mimos, llevarlo a San Michele, pero el animal gruñía ferozmente y se negó a moverse. Al tercer día fui yo mismo al cementerio y, aunque me conocía muy bien, me costó gran trabajo conseguir que me siguiera hasta casa. Había entonces ocho perros en San Michele y estaba yo intranquilo pensando en el recibimiento que tendría el recién llegado. Pero todo salió bien, gracias a Billy, el zambo, que, por un motivo inexplicable, tomó desde el primer momento gran simpatía por el forastero, el cual, una vez repuesto de su estupor, no tardó en ser un inseparable amigo suyo. Todos mis perros odiaban y temían al gran mono que reinaba como soberano en el jardín de San Michele, y pronto, hasta Barbarossa, el feroz perro marismeño, dejó de gruñir al nuevo can, el cual vivió allí felizmente dos años y ahora está sepultado bajo la hiedra, junto con mis demás perros.

A un perro se le puede enseñar a hacerlo casi todo con amable estímulo, paciencia y una galleta cuando aprende la lección con buena voluntad. No perdáis nunca la calma ni apeléis a ninguna clase de violencia. El castigo corporal infligido a un perro inteligente es una indignidad que repercute en su amo. Es también un error psicológico. Dicho esto, dejadme añadir que a los cachorros malos, como a los niñitos antes de la edad de la razón, mas no después, les conviene de vez en cuando alguna zurra, cuando son demasiado recalcitrantes para aprender las reglas fundamentales de las buenas costumbres. Personalmente, nunca he enseñado a mis perros ningún ejercicio; pero reconozco que muchos, una vez aprendida la lección, se complacen en mostrar sus habilidades. Exhibirse en un circo es otra cosa: es una degradación para cualquier perro inteligente. No obstante, los perros amaestrados están bien cuidados generalmente, por la ganancia que proporcionan, y se hallan en condiciones infinitamente mejores que sus desgraciados compañeros silvestres en los parques zoológicos. Cuando un perro está enfermo se somete casi a todo, incluso a una operación dolorosa, si se le ha explicado con voz amable, pero resuelta, que ha de hacerse y por qué ha de hacerse. No obliguéis nunca a un perro enfermo a comer; a menudo lo hace sólo por complaceros, aunque su instinto le diga que se abstenga de toda comida, lo cual es con frecuencia su salvación. No os preocupéis por ello. Los perros, como los niños muy pequeños, pueden permanecer varios días en ayunas sin ningún inconveniente. Un perro puede resistir con mucho valor el dolor, pero, como es natural, le agrada que le digáis lo que padecéis por él. Tal vez sea confortador para quien guste de los perros el saber que, en conjunto, tienen una sensibilidad para el dolor mucho menos aguda de lo que suponemos. No molestéis nunca a un perro enfermo cuando no sea absolutamente necesario. A menudo vuestra intempestiva intervención distraerá a la naturaleza en su esfuerzo para ayudarle a curar. Todos los animales desean que los dejen solos cuando están enfermos, y también cuando van a morir. ¡Ay!, es tan breve la vida de un perro que nadie habrá dejado de estar de duelo por haber perdido uno de tales animales. Vuestro primer impulso y vuestras primeras palabras, después de enterrarlo bajo un árbol del parque, son que nunca más tendréis otro. Ningún otro perro podría reemplazarlo, ningún otro perro sería para vosotros lo que aquél había sido. Os equivocáis. No es a un perro a quien queréis, sino al perro. Todos son, poco más o menos, lo mismo; todos están dispuestos a amar y a ser amados. Todos son los representantes de la más amable y, en sentido moral, la más perfecta creación de Dios. Si amabais verdaderamente a vuestro amigo muerto, no podréis prescindir de tener otro. Por desgracia, también éste habrá de dejaros, porque los amados de los dioses mueren jóvenes. Acordaos, cuando le llegue la hora, de todo lo que voy a deciros. No lo mandéis a la cámara mortuoria, no pidáis a vuestro misericordioso veterinario que, por medio de un anestésico, le dé una muerte sin dolor. No será una muerte sin dolor, será una muerte penosa. Los canes resisten con frecuencia el efecto mortal de esos gases y drogas de un modo que desgarra el corazón. La dosis que mataría a un hombre adulto suele dejar vivo a un perro durante largos minutos de dolor mental y físico. Muchas veces he presenciado esas matanzas en las cámaras mortuorias y he matado personalmente muchos perros con anestésicos, y sé lo que digo. Jamás lo volveré a hacer. Pedid a cualquier hombre en el que tengáis confianza y que quiera a los perros (esto es imprescindible) que se lleve a vuestro perro viejo al jardín, le dé un hueso y, mientras lo está royendo, le dispare un tiro de revólver dentro de la oreja. Es una muerte sin dolor e instantánea: la vida se extingue como se apaga con un soplo una vela. Muchos de mis perros viejos han muerto así por mi mano. Todos están enterrados bajo los cipreses de Materita, y sobre sus tumbas hay una columna de mármol antiguo. Allí yace también un perro que fue durante doce años el amigo fiel de una benévola dama, la cual, aunque ha de ser madre de todo un país, de mi país, tiene bastante sitio en el corazón para traer un ramo de flores a su tumba cada vez que viene a Capri.

El destino ha querido que el más adorable de los animales sea portador de la más terrible de las dolencias: la hidrofobia. He presenciado en el Instituto Pasteur las primeras fases de la larga batalla entre la ciencia y el temido enemigo, y he asistido también a la victoria final, que ha salido carísima. Han sido necesarias verdaderas hecatombes de perros y también, a veces, alguna vida humana. Visitaba yo a los animales condenados, para darles el poco consuelo que podía, pero llegó a ser para mí tan penoso, que tuve que dejar el Instituto Pasteur durante algún tiempo. Mas nunca pensé que aquello no fuera justo, que no se tuviese que hacer cuanto allí se hacía. Estuve presente en muchas tentativas fracasadas. Vi morir a muchas personas antes del tratamiento por el nuevo método y después de él. Pasteur era violentamente atacado, no sólo por toda clase de ignorantes, aunque caritativos apasionados de los perros, sino también por muchos de sus mismos colegas; fue asimismo acusado de ocasionar con su suero la muerte de varios de sus enfermos. Él prosiguió su camino sin desanimarse por el fracaso; pero quienes le vieron en aquel tiempo sabían muy bien lo mucho que padecía por tener que torturar perros, a los que tanto quería. Era el mejor de los hombres. Una vez le oí decir que nunca tendría valor para matar a un pájaro. Nada omitía para disminuir en lo posible el padecimiento de los perros del laboratorio; hasta el guardián de las perreras de Villeneuve de l’Etang, un antiguo gendarme llamado Pernier, fue elegido para aquel cargo por el mismo Pasteur, pues sabía que quería mucho a los perros. Aquellas perreras contenían sesenta, inoculados con suero y llevados regularmente a las perreras del antiguo Liceo Rollin para mordeduras de prueba. En estas perreras había cuarenta canes hidrófobos. La cura de éstos, espumajeantes de rabia, era muy peligrosa, y con frecuencia me asombró el valor demostrado por todos los que intervenían en la operación. Pasteur no tenía temor alguno. Ansioso de obtener una muestra de saliva directamente del hocico de un perro rabioso, le vi una vez, con la pipeta de cristal apretada entre los labios, aspirar algunas gotas de la mortal espuma de la boca de un bulldog rabioso, sujeto, sobre la mesa por dos ayudantes con las manos protegidas por guantes de piel. La mayor parte de esos perros de laboratorio la constituían perros vagabundos, sin casa, recogidos por la Policía en las calles de París; pero muchos de ellos parecían haber conocido días mejores; allí padecían y morían en la oscuridad, soldados desconocidos de la batalla del cerebro humano contra la enfermedad y la muerte. Allí cerca, en La Bagatelle, en el elegante cementerio de perros fundado por Sir Richard Wallace, hay enterrados centenares de perros falderos y perritos de salón, con inscripciones que recuerdan su inútil y blanda vida grabadas por tiernas manos en las cruces de mármol de sus tumbas.

En aquel tiempo acaeció el terrible episodio de los seis campesinos rusos mordidos por una manada de lobos rabiosos y enviados al Instituto Pasteur, a expensas del Zar. Todos tenían terribles mordeduras en el rostro y en las manos, y ya desde un principio fueron casi nulas las probabilidades de curación. Además, sabíase ya que la hidrofobia de los lobos era mucho más peligrosa que la de los perros y que los mordidos en el rostro era casi seguro que murieran. Pasteur sabía todo eso mejor que nadie y, de no ser como era, se hubiese negado, probablemente, a encargarse de curarlos. Fueron puestos en una sala aislada en el Hôtel-Dieu, bajo el cuidado del profesor Tillaux, el más eminente y humano cirujano del París de aquel tiempo, y firme partidario y gran amigo de Pasteur. El mismo Pasteur iba todas las mañanas con Tillaux a ponerles las inyecciones, observándolos con ansiedad día tras día. Nadie podía entender una palabra de lo que decían. Una tarde (era el noveno día), estaba yo intentando verter una gota de leche en la desgarrada garganta de uno de los campesinos, un gigante que tenía casi arrancada toda la cara, cuando le brilló de pronto en los ojos algo salvaje y siniestro, los músculos de las mejillas se le contrajeron y abrieron espasmódicamente las mandíbulas con seco ruido, y salió de su babeante boca un grito espantoso, nunca oído por mí a ningún hombre ni a ningún animal. Realizó un violento esfuerzo para saltar de la cama y casi me derribó mientras intentaba retenerlo. Sus brazos, fuertes como las garras de un oso, me estrecharon en un abrazo ahogador y me retuvieron apretado como en un torno. Percibía el fétido aliento de su babosa boca próxima a la mía y la saliva envenenada que salpicaba mi rostro. Lo aferré por la garganta, cayó el vendaje de su horrenda herida, y cuando retiré las manos de sus rechinantes mandíbulas, las tenía tintas en sangre. Uri temblor convulsivo le estremeció, sus brazos aflojaron la presión y cayeron inertes a sus lados. Titubeando, me dirigí a la puerta en busca del más enérgico desinfectante que pudiera hallar. En el pasillo estaba sentada Soeur Marthe, tomando su café de la tarde. Me miró aterrorizada mientras le arrebataba e ingería su taza de café en el momento en que iba a desmayarme. Gracias a Dios, no tenía el menor rasguño en la cara ni en las manos. Soeur Marthe era muy buena amiga mía. Cumplió su palabra y, que yo sepa, no fue revelado el secreto. Tenía buenas razones para mantenerlo oculto; nos habían dado órdenes severas de no acercarnos a aquellos hombres si no era absolutamente necesario y, en tal caso, sólo con las manos protegidas por gruesos guantes. Se lo conté luego al mismo profesor, y él, con razón, se enfadó mucho; pero sentía una oculta debilidad por mí y no tardó en perdonarme, como lo había hecho otras veces por diversas faltas.

Sacré Suédois! —murmuró—, tu es aussi enragé que le moujik![30]

Por la noche, el campesino, atado de pies y manos a los barrotes de hierro de la cama, fue trasladado a un pabellón aislado de los demás. Fui a verle a la mañana siguiente con Soeur Marthe. El cuarto estaba casi a oscuras. El vendaje le tapaba todo el rostro y no se le veían más que los ojos. Jamás olvidaré la expresión de aquellos ojos, que fueron para mí una obsesión durante años y años. Su respiración era corta e irregular, con intervalos periódicos, como la respiración Cheyne-Stokes, el tan conocido síntoma precursor de la muerte. Hablaba con rapidez vertiginosa y con voz ronca, interrumpida de vez en cuando por un grito salvaje de angustia o por un gemido fuerte que me daba escalofríos. Escuché un rato el chorro de palabras desconocidas, medio ahogadas en el flujo de saliva, y pronto me pareció distinguir una misma palabra repetida incesantemente con un acento casi desesperado.

Crestitsa! Crestitsa! Crestitsa!

Miré atentamente sus ojos, ojos buenos, humildes, suplicantes.

—Tiene conocimiento —susurré a Soeur Marthe—, algo quiere. ¡Me gustaría tanto saber lo que es! ¡Escuche usted!

Crestitsa! Crestitsa! Crestitsa! —exclamaba sin cesar.

—¡Corra usted por un crucifijo! —dije a la Hermana.

Pusimos la imagen en el lecho. La lluvia de palabras cesó instantáneamente. Él permanecía en completo silencio, con la mirada fija en el crucifijo. Su respiración se volvía cada vez más débil. De pronto, los músculos de su gigantesco cuerpo se pusieron rígidos en la última violenta contracción, y el corazón dejó de funcionar.

Al día siguiente, otro de los campesinos manifestó inequívocas señales de hidrofobia, y poco después otro, y a los tres días todos estaban locos furiosos. Se podían oír sus gritos y sus aullidos en todo el Hôtel-Dieu y hasta en la plaza de Notre-Dame, según decían. Todo el hospital estaba emocionado. Nadie quería acercarse a la sala; hasta las valerosas monjas huían horrorizadas. Me parece estar viendo todavía el pálido rostro de Pasteur mientras pasaba en silencio de lecho en lecho mirando a los hombres condenados, con infinita compasión en los ojos. Cayó abatido en una silla, con la cabeza entre las manos. Acostumbrado a verle todos los días, no había reparado hasta entonces en que parecía muy enfermo y consumido, aunque en aquel momento comprendí, por una casi imperceptible vacilación en la palabra y por el ligero embarazo al estrechar la mano, que ya había recibido el primer aviso del destino que le esperaba dentro de poco. Tillaux, llamado mientras operaba, se precipitó en la sala con el delantal manchado de sangre. Se acercó a Pasteur y le puso la mano en el hombro. Ambos se contemplaron en silencio. Los cariñosos ojos azules del gran cirujano, que tanto horror y padecimiento habían visto, miraron en torno y el rostro se le volvió blanco como una sábana.

—No puedo sufrirlo —dijo con voz quebrada, y salió corriendo. Aquella misma noche tuvieron consulta los dos hombres. Pocos saben la decisión que tomaron, pero fue la única justa y honrosa para ambos. A la mañana siguiente todo era silencio en la sala. Durante la noche, a los hombres condenados se les había ayudado a morir sin dolor.

La impresión producida en París fue enorme. Todos los periódicos llenaron sus páginas de horrendas descripciones de la muerte de los campesinos rusos y no se habló de otra cosa en muchos días.

A avanzadas horas de una noche de la semana siguiente, un conocido pintor noruego de animales vino corriendo a la Avenue de Villiers, en un terrible estado de agitación. Le había mordido en la mano su amado perro, un bulldog enorme de aspecto muy feroz, pero hasta entonces muy cariñoso y gran amigo mío, cuyo retrato, pintado por su amo, había sido expuesto el año anterior en la Exposición de pintura. Fuimos inmediatamente en coche a su estudio de la Avenue des Ternes. El perro estaba encerrado con llave en el dormitorio y su amo quería que yo lo matase en seguida; dijo que él no tenía valor para hacerlo. El perro corría de aquí para allá, escondiéndose de vez en cuando bajo la cama con un gruñido feroz. La habitación estaba tan obscura que me guardé la llave en el bolsillo y decidí esperar la mañana siguiente. Desinfecté y vendé la herida del noruego y le di un narcótico para la noche. A la siguiente mañana miré con detención al perro y decidí aplazar su muerte para el otro día, porque no estaba muy seguro de que tuviese hidrofobia, a pesar de todas las apariencias. En las primeras fases de la rabia son muy comunes los errores de diagnóstico. Ni siquiera se puede uno fiar del clásico síntoma que ha dado el nombre a la terrible enfermedad. Hidrofobia significa horror al agua, y no siempre aborrece el agua el perro rabioso. He visto con frecuencia un can hidrófobo beber con avidez una jofaina de agua que yo le había puesto en su jaula. Ese síntoma sólo tiene valor cuando se trata de seres humanos atacados de hidrofobia. Gran número, si no la mayoría de los perros muertos sospechosos de hidrofobia, padecen otras enfermedades más o menos inofensivas. Pero aunque también esto puede demostrarse con la autopsia —y de doce médicos o veterinarios no hay uno que tenga competencia para hacerla—, en general es dificilísimo convencer a la persona que ha sido mordida. Subsiste el temor de la terrible enfermedad, y la obsesión del temor de la hidrofobia es tan peligrosa como la enfermedad misma. Lo mejor que se puede hacer es encerrar en sitio seguro al perro sospechoso y proveerle de comida y de agua. Si vive a los diez días, es seguro que no está rabioso y que todo va bien.

Cuando, a la mañana siguiente, miré al perro a través de la puerta entornada, meneó el muñón del rabo y me miró con expresión muy cariñosa en los ojos sanguinolentos; pero cuando tendí la mano para acariciarlo, retiróse bajo la cama, gruñendo. No sabía qué pensar. Sin embargo, dije al amo que no le creía rabioso. Pero el amo no hacía caso y me suplicaba que diera en seguida muerte al perro. Me negué y dije que quería esperar un día más. El pintor se había pasado la noche paseándose por el estudio, y tenía sobre la mesa un libro de Medicina con todos los pasajes de los síntomas de hidrofobia, en el hombre y en el perro, subrayados con lápiz. Tiré el libro al fuego. Un vecino suyo, escultor ruso, que me había prometido quedarse con él todo el día, me contó por la noche que se había negado a comer y a beber, que se secaba continuamente la saliva de los labios y que no hablaba más que de hidrofobia. Insistí en que tomase una taza de café, me miró desesperadamente y dijo que no podía tragar. Al tenderle la taza me horrorizó el ver ponérsele rígidas las mandíbulas, con un calambre convulsivo; todo su cuerpo empezó a temblar y dejóse caer en una silla, profiriendo un terrible grito de angustia. Le di una fuerte inyección de morfina y le dije que estaba completamente seguro de que el perro se encontraba bien y que me gustaría entrar otra vez en el cuarto, aunque creo que no me hubiese atrevido. La morfina empezó a producir su efecto y le dejé medio dormido en la silla. Cuando volví, a hora muy avanzada de la noche, el escultor ruso me dijo que toda la casa estaba revuelta; que el propietario había mandado al portero para decir que se había de dar muerte al animal inmediatamente y que él acababa de disparar a través de la ventana. El perro se había arrastrado hasta la puerta, donde lo remató con otro proyectil. Allí estaba aún, en medio de un charco de sangre. El amo seguía en la silla, con la vista fija, y sin pronunciar palabra. No me gustaba la expresión de sus ojos; quité el revólver de encima de la mesa y lo guardé en el bolsillo: aún quedaba un proyectil. Encendí la vela y pedí al escultor que me ayudase a llevar a mi coche el perro muerto, pues quería trasladarlo al Instituto Pasteur para que le practicasen la autopsia. Había un gran charco de sangre junto a la puerta, pero el perro no estaba allí.

—Cierre usted la puerta —gritó tras de mí el escultor, mientras el perro se me echaba encima desde debajo de la cama, con un horrible gruñido y con la boca muy abierta, de la que manaba sangre. La palmatoria se me cayó de la mano. Disparé al azar en la obscuridad y el perro cayó muerto a mis pies. Lo metimos en el coche y me fui al Instituto Pasteur. El doctor Roux, que era el brazo derecho de Pasteur y que fue luego su sucesor, me dijo que el caso le parecía muy sospechoso y me prometió hacer la autopsia inmediatamente y comunicarme el resultado lo antes posible. Cuando llegué a la Avenue des Ternes, al día siguiente, encontré al ruso fuera de la puerta del estudio. Había pasado la noche con su amigo, que se había paseado constantemente por el cuarto con gran agitación, hasta que, por fin, había caído dormido en su silla hacía una hora. El ruso se había ido a su cuarto para lavarse y, al volver, un momento antes, encontró la puerta del estudio cerrada por dentro con llave.

—Escuche usted —dijo, como para disculparse por haber desobedecido mis órdenes de que no lo dejase solo ni un segundo—; está bien; aún duerme; ¿no lo oye roncar?

—¡Ayúdeme a forzar la puerta! —grité—. No ronca; es el estertor de…

Cedió la puerta y nos precipitamos en el estudio. El pintor estaba tendido en el lecho y respiraba fatigosamente, empuñando todavía un revólver. Se había disparado un tiro en un ojo. Lo bajamos a mi coche y lo conduje a escape al Hôpital Beaujon, donde el profesor Labbé le operó inmediatamente. El revólver que había empleado para suicidarse era de menor calibre que el que le había quitado yo. Le fue extraída la bala. Cuando me marché seguía sin conocimiento. En la misma noche, una carta del doctor Roux me comunicaba que el resultado de la autopsia era negativo: el perro no estaba hidrófobo. Corrí al Hôpital Beaujon. El noruego deliraba; «pronóstico gravísimo», dijo el famoso cirujano. Al tercer día apuntó una meningitis. No murió; dejó el hospital un mes después, ciego. La última noticia que tuve de él fue que había sido recluido en un manicomio, en Noruega.

No fue muy satisfactoria la parte que yo tomé en aquel deplorable asunto. Hice cuanto pude, pero no fue bastante. Si hubiera sucedido un par de años después, aquel hombre no se habría matado. Yo hubiera sabido dominar su miedo y habría sido más fuerte que él, como lo fui los años siguientes más de una vez, en que detuve la mano armada de revólver de quien se asustaba de la vida.

¿Cuándo se percatarán los que se oponen a la vivisección, de que al pedir la total prohibición de los experimentos con animales vivos, piden lo que es imposible conceder? La vacuna Pasteur contra la rabia ha reducido al mínimo la mortalidad por tan terrible dolencia, y el suero antidiftérico de Behring salva la vida a más de un centenar de miles de niños cada año. ¿No bastan sólo esos dos hechos para hacer comprender a esos bienintencionados amantes de los animales que los descubridores de nuevos mundos como Pasteur, de nuevos remedios contra enfermedades antes incurables, como Koch, Ehrlinch y Behring, han de quedar en libertad para proseguir sus investigaciones, sin restricciones molestas y sin que les estorbe la intervención de los profanos? Además, los que deben tener las manos libres son tan pocos, que se pueden contar con los dedos. Con los otros, sin duda, habría de insistirse en las más severas restricciones, y acaso también en una total prohibición. Y aún diré más: uno de los argumentos de más peso contra varios de tales experimentos sobre animales vivos es que tienen un valor práctico bastante reducido, a causa de la diferencia fundamental, desde el punto de vista patológico y fisiológico, entre el cuerpo del hombre y el de los animales. Mas ¿por qué han de limitarse esos experimentos al cuerpo de los animales? ¿Por qué no podrían practicarse también en el cuerpo del hombre vivo? ¿Por qué a los delincuentes natos, a los malhechores crónicos, condenados a pasar el resto de su vida en la cárcel, inútiles y a menudo peligrosos para los demás y para sí mismos; por qué a esos inveterados infractores de nuestras leyes no se les ofrece una reducción de pena si consienten en someterse, anestesiados, a ciertos experimentos sobre su cuerpo vivo, en beneficio de la humanidad? Si el juez, antes de pronunciar la sentencia de muerte, tuviese el poder de ofrecer al asesino la alternativa entre la horca y una condena por cierto número de años, no faltarían, seguramente, candidatos. ¿Por qué el doctor Woronoff, sea cual fuere el valor práctico de su descubrimiento, no habría de poder abrir una oficina de reclutamiento en las cárceles para los que quisieran prestarse como substitutos de sus infelices monos? ¿Por qué todos esos caritativos protectores de animales no empiezan por concentrar sus esfuerzos para acabar con las exhibiciones de animales silvestres en los circos y en las casas de fieras? Mientras semejante escándalo sea tolerado por nuestras leyes, tenemos pocas probabilidades de que una futura generación nos considere civilizados. Si queréis comprender qué colección de bárbaros realmente somos, no tenéis más que entrar en la tienda de un circo ambulante. La cruel bestia feroz no está detrás de los barrotes de la jaula, sino ante ellos.

A propósito de monos y de casas de fieras, me atrevo a vanagloriarme, con la debida modestia, de haber sido, en los tiempos en que estaba fuerte, un buen médico de monos. Es ésta una especialidad sumamente difícil, obstaculizada por toda suerte de inesperadas complicaciones y engaños, y en la que son condiciones esenciales para el éxito una gran rapidez de juicio y un profundo conocimiento de la naturaleza humana. Es un verdadero disparate decir que, como en los niños, la mayor dificultad está en que el enfermo no puede hablar. Los monos pueden hablar muy bien, si quieren. La mayor dificultad reside en que son demasiado listos para nuestros lentos cerebros. Podéis engañar a un hombre enfermo; es más: el engaño forma parte necesaria de nuestra profesión, ya que la verdad suele ser con frecuencia demasiado triste para poder comunicarla. Podéis engañar a un perro, que cree ciegamente cuanto le digáis; pero no a un mono, porque ve a través de uno al instante. El mono os puede engañar cuando quiera y le gusta hacerlo, a veces por puro entretenimiento. Mi amigo Jules, el viejo zambo del Jardin des Plantes, se lleva las manos a la panza con lastimoso aire de abatimiento y me enseña la lengua (es mucho más fácil hacer sacar la lengua a un mono que a un niño); dice que ha perdido por completo el apetito y que ha comido mi manzana sólo por complacerme. Antes de que yo tenga tiempo de abrir la boca para decirle lo mucho que lo siento, me arrebata el último plátano, se lo come y me tira la piel desde lo alto de la jaula.

—Míreme, por favor, esta mancha encarnada que tengo en la espalda —dice Edward—. Al principio creí que sólo sería una picadura de pulga, pero ahora me quema. No puedo soportarlo. ¿No podría darme algo para calmar el dolor? No, no es ahí; sino más arriba; acérquese, sé que es usted algo corto de vista, déjeme enseñarle el punto preciso.

Y, en el mismo instante, salta al trapecio, riéndose maliciosamente de mí y mirándome con mis lentes, antes de hacerlos pedazos para dárselos como recuerdo a sus admirados compañeros. A los monos les gusta burlarse de nosotros. Pero a la menor sospecha de que queremos mofarnos de ellos se irritan profundamente. Nunca os riáis de una mona, no puede sufrirlo. Su sistema nervioso es extraordinariamente sensible. Un susto puede conducirla casi al histerismo. No son muy raras entre ellas las convulsiones; yo hasta he curado a una mona que padecía epilepsia. Un ruido imprevisto puede hacerlas palidecer. Se sonrojan muy fácilmente, no por pudor, pues bien sabe Dios que no lo tienen, sino por rabia. Sin embargo, para observar este fenómeno no se debe mirar únicamente el rostro de la mona, porque con frecuencia el rubor le asoma en otro inesperado sitio. Por qué su Creador, por razones que Él sabrá, eligió precisamente ese sitio para una encarnación tan rica y sensible, un conjunto tan pródigo de vivos colores, carmesí, celeste y anaranjado, es un misterio para nuestros ojos ignorantes. Muchos espectadores, sobrecogidos, no titubean siquiera en declararlo, a primera vista, muy feo; pero no debemos olvidar que las opiniones sobre lo bello y lo feo varían mucho en los diversos siglos y países. Los griegos, árbitros de belleza como nadie, pintaban de azul los cabellos de su Afrodita: ¿os gustan los cabellos azules? Entre los mismos monos esa encarnación es, evidentemente, una señal de belleza, irresistible para los ojos del bello sexo, y al feliz poseedor de semejante esplendor de colores «a posteriori» se le ve a menudo, con la cola levantada, volver la espalda a los espectadores para poder ser admirado. Las monas son madres excelentes, pero debéis procurar no tener nada que hacer con sus pequeños, porque, igual que las mujeres árabes o las napolitanas, creen que les hacéis mal de ojo. El sexo fuerte se inclina más bien al flirt, y constantemente ocurren terribles drames passionnels en la gran casa de monos del Jardín Zoológico, donde hasta el más pequeño tití se vuelve un furioso Otelo, pronto a batirse con el más enorme zambo. Las señoras observan el torneo con miradas de simpatía a sus varios campeones y riñen furiosamente entre sí. Los monos aprisionados, mientras tienen compañía viven, en general, una vida tolerable. Se entretienen en descubrir todo lo que sucede dentro y fuera de su jaula, tan llena de intrigas y de chismes que casi no tienen tiempo de ser infelices. La vida de un mono antropoide aprisionado, sea gorila, chimpancé u orangután, es, naturalmente, la de un mártir, pura y simplemente. Caen todos en profunda hipocondría, si tarda mucho tiempo en matarlos la tuberculosis. Como todos saben, la tisis es la causa de la muerte en la mayor parte de los monos encerrados, grandes y pequeños. Síntomas, evolución y fin de la enfermedad son precisamente como en nosotros. No es el aire frío, sino la falta de aire lo que da principio a la enfermedad. La mayoría de los monos soporta el frío de un modo sorprendente si dispone de medios para hacer ejercicio y de cómodas habitaciones para pasar la noche, con un conejo como compañero de cama para tener calor. Apenas empieza el otoño, la próvida Madre Naturaleza, que vela por los monos como por nosotros, trabaja para suministrar a sus temblorosos cuerpos abrigos de piel adaptados a los inviernos del Norte. Esto ocurre a casi todos los animales de los trópicos encerrados en climas nórdicos, los cuales vivirían mucho más si les fuera permitido vivir al aire libre. Casi todos los parques zoológicos parecen ignorar este hecho. Tal vez sea mejor. Vosotros decidiréis si es de desear que la vida de esos infelices animales se prolongue. Mi respuesta es negativa. La muerte es más misericordiosa que nosotros.