TENÍA yo invitación permanente para cenar los domingos en el palacio del Faubourg Saint-Germain. El Conde había retirado hacía tiempo su antipatía por los médicos; en efecto, conmigo era amabilísimo. Cena de familia; solamente Monsieur l’abbé y, de vez en cuando, el primo de la Condesa, vicomte Maurice, que me trataba con una indiferencia casi insolente. Desde la primera vez que lo vi me fue antipático, y no tardé en descubrir que no era sólo a mí a quien no gustaba. Era evidente que él y el Conde no hacían muy buenas migas. Monsieur l’abbé era un sacerdote a la antigua y un hombre de mundo que conocía mucho mejor que yo la vida y la naturaleza humana. Al principio mostróse muy reservado conmigo y, con frecuencia, cuando advertía que me miraba fijamente, sentía como si él conociera la colitis mejor que yo. Casi me avergonzaba ante aquel anciano, y me habría gustado tratar con él a cartas vistas. Mas nunca se presentó la ocasión. Jamás tuve la oportunidad de verle solo. Un día, al entrar yo en el comedor para hacer una rápida colación antes de empezar las consultas, me sorprendió encontrarle allí esperándome. Me dijo que había venido espontáneamente, como viejo amigo de la familia, y que deseaba no hablase de su visita.
—Ha tenido usted un notable éxito con la Condesa —empezó a decir—, y todos le estamos muy agradecidos. También debo felicitarle por la Marquesa. Ahora vengo de su casa, soy su confesor, y me asombra ver lo mucho que ha mejorado, por todos conceptos. Pero hoy vengo a hablar del Conde. Estoy muy preocupado por él, tengo la seguridad de que il file un mauvais coton[23]. No sale casi nunca de casa, la mayor parte del día la pasa en su cuarto fumando enormes cigarros, duerme horas enteras después de comer y, a menudo, en cualquier momento del día, le encuentro dormido en una butaca, con el puro en la boca. En el campo es otro hombre; todos los días da su paseo matutino a caballo, después de misa; es activo, está alegre y se interesa mucho por la administración de sus vastos terrenos. Su único deseo es irse a su castillo de Turena; y, si no se consigue (así lo temo) persuadir a la Condesa para que deje a París, he llegado, a pesar mío, a la conclusión de que habría que dejarle marchar solo. Él tiene mucha confianza en usted y si le dijera que es indispensable para su salud salir de París, lo haría. Precisamente he venido a pedirle ese favor.
—Lo siento, Monsieur l’abbé, pero no puedo.
Me miró con verdadera sorpresa, casi receloso.
—¿Me permite preguntarle la causa de su negativa?
—La Condesa no puede dejar ahora París, y como sería muy natural que acompañase al Conde…
—¿Por qué no puede curarse la colitis en el campo? Hay un médico muy bueno y seguro en el castillo, que la asistió cuando padecía apendicitis.
—¿Con qué resultado? —No contestó—. ¿Puedo, en cambio, hacerle una pregunta? —le dije—. Suponiendo que la Condesa pueda curarse instantáneamente de la colitis, ¿podría usted convencerla de que se marchase de París?
—Hablando honradamente, no. Pero ¿por qué tal suposición cuando tengo entendido que esa enfermedad dura mucho y es difícil de curar?
—Podría curar la colitis de la Condesa en un día.
Me miró estupefacto.
—En ese caso, ¿por qué, en nombre de todos los santos, no lo hace? Asume usted una responsabilidad tremenda.
—No me asusta la responsabilidad; si así fuese, no estaría yo aquí. Ahora, hablemos claro. Sí, yo podría curar en un día a la Condesa, que tiene tanta colitis como usted y como yo, y que nunca ha tenido apendicitis. Todo eso lo tiene en la cabeza, en los nervios. Si le quitara la colitis con demasiada rapidez, podría perder totalmente su equilibrio mental o buscar alguna cosa peor, como la morfina o un amante. Si puedo seguir siendo útil a la Condesa, es lo que falta por ver. Ordenarle que saliera de París, ahora, sería un error psicológico. Probablemente, se negaría y, habiéndose atrevido a desobedecerme una vez, habría acabado su confianza en mí. Déjeme quince días y se irá de París por su propia voluntad o, por lo menos, así lo creerá ella. Es cuestión de táctica. Obligar al Conde a marcharse solo, sería un error de otra clase. Y usted, Monsieur l’abbé, lo sabe tan bien como yo. —Me miró atentamente, mas no dijo nada—. Ahora, hablemos de la Marquesa. Ha sido usted muy amable en felicitarme por lo que he hecho por ella, y acepto la lisonja. Como médico, nada he hecho, ni nadie podría hacer nada. Las personas sordas padecen terriblemente por su forzoso aislamiento, en particular las que no tienen en sí ningún recurso espiritual, que son la mayoría. Lo único que se puede hacer por ellas es desviarles la atención de su desgracia. Ahora los pensamientos de la Marquesa se dedican a la colitis, en vez de dedicarse a la sordera, y ya ha visto usted el resultado. Yo mismo empiezo a estar harto de colitis; y ahora que la Marquesa va al campo, voy a substituir esa enfermedad por un perrito faldero, más propio para la vida campestre.
Cuando se disponía a marcharse, el Abate se volvió en el umbral y me miró atentamente:
—¿Cuántos años tiene usted?
—Veintiséis.
—Vous irez loin, mon fils! Vous irez loin[24]!
«Sí —pensé—. Iré lejos, muy lejos de esta vida humillante de charlatanería y de engaño. Muy lejos de toda esa gente artificial; iré a la isla encantadora, a la vieja Maria Portalettere, a mastro Vincenzo y a Gioconda, a purificarme el alma en la casita blanca, encima del acantilado. ¿Hasta cuándo habré de seguir perdiendo el tiempo en esta horrible ciudad? ¿Cuándo obrará su nuevo milagro Sant Antonio?».
Sobre mi mesa había una carta de adiós de la Marquesa, pero no despidiéndome, sino diciendo «hasta la vista», llena de gratitud y de elogios. Contenía un gran billete de Banco. Miré la borrosa fotografía de Capri en un rincón de mi cuarto y me guardé el dinero en el bolsillo. ¿Qué ha sido de todo el dinero que gané en aquellos días de prosperidad y fortuna? Hubiera debido ahorrarlo para la casa de mastro Vincenzo, pero la verdad es que nunca tenía dinero que ahorrar. ¿Mercedes del pecado? Tal vez; pero, de ser así, toda la Facultad hubiera debido quebrar, porque todos nos hallábamos en las mismas condiciones, tanto los profesores como mis colegas, con un tipo de clientela igual a la mía. Por fortuna, también tenía de los otros enfermos, muchos, los suficientes para impedir volverme completamente charlatán. En aquella época había muchos menos especialistas que ahora. Yo tenía que saber de todo, incluso cirugía. Había necesitado dos años para comprender que no valía para cirujano, pero temo que no necesitaron tanto tiempo mis enfermos para comprenderlo. Aunque me tenían por un especialista de nervios, hice todo cuanto se puede pedir a un médico, hasta obstetricia, y Dios ayudaba a la madre y al hijo. Era, en efecto, sorprendente el que la mayoría de mis enfermos resistieran la cura. Cuando la mirada aquilina de Napoleón recorría la lista de los oficiales propuestos para el ascenso a generales, solía escribir al margen de un nombre: «¿Tiene suerte?». Yo tenía suerte, suerte sorprendente, casi mágica en todo aquello en que ponía las manos y con todos los enfermos que veía. No era buen médico, mis estudios habían sido harto rápidos, mi formación de hospital, sobrado breve; pero no cabía la menor duda de que fuese un médico triunfante. ¿Cuál es el secreto del éxito? Inspirar confianza. ¿Y qué es la confianza? ¿De dónde viene? ¿De la cabeza o del corazón? ¿Deriva de la capa superior de nuestra mentalidad, o es un poderoso árbol de la ciencia del bien y del mal, con raíces que parten de las profundidades de nuestro ser? ¿A través de qué conductos comunica con los demás? ¿Es visible para los ojos, perceptible en la palabra hablada? Lo ignoro; sólo sé que no se puede adquirir leyendo libros, ni al lado del lecho de nuestros enfermos. Es un don mágico dado a un hombre por derecho de primogenitura y negado a otro. El doctor que tiene ese don, casi puede resucitar a los muertos; el que no lo tiene habrá de resignarse a ver llamar a consulta a un colega hasta para un simple caso de sarampión. Pronto descubrí que ese inapreciable don me había sido otorgado, sin ningún mérito mío. Lo descubrí a tiempo, porque empezaba a ser muy vanidoso y a estar satisfecho de mí mismo. Ese descubrimiento me hizo comprender cuán poco sabía y me indujo a acudir por consejo y ayuda a la madre naturaleza, vieja y sabia nodriza. Tal vez me hubiese hecho llegar a ser, al fin, un buen médico si yo hubiera seguido mi trabajo en el hospital y entre mis enfermos pobres. Pero perdí todas mis ocasiones por convertirme en un doctor de moda. Si os encontráis con un doctor de moda, observadlo atentamente, desde una prudente distancia, antes de confiaros a él. Quizá sea un buen médico, pero en muchísimos casos no lo es. En primer lugar, porque invariablemente está demasiado ocupado para escuchar con paciencia vuestra larga historia. En segundo lugar, porque está inevitablemente destinado a convertirse en un snob si no lo es ya; a dejar pasar a la condesa antes que a vosotros, a examinar el hígado del conde con más atención que el de su criado, a ir a la Garden Party de la Embajada británica en vez de visitar a vuestro hijo menor, cuya tos ferina se agrava. Y en tercer lugar, porque, a menos que tenga muy sano el corazón, pronto demostrará indudables señales de un endurecimiento precoz de aquel órgano y se volverá indiferente e insensible a los padecimientos ajenos, como la gente ávida de placeres que le rodea. Sin piedad no se puede ser buen médico.
A menudo, terminado el largo trabajo del día, yo, que siempre me he interesado por la psicología, solía preguntarme por qué toda aquella gente necia permanecía horas enteras esperándome sentada en la sala de consulta. ¿Por qué me obedecían todos? ¿Por qué, a veces, sólo tocándolos con la mano, podía aliviarlos? ¿Por qué, después de haber perdido el uso de la palabra y con los ojos extraviados por el terror de la muerte, quedaban tan pacíficos y tranquilos si ponía en su frente la mano? ¿Por qué los locos del Asilo de Santa Ana, espumando de rabia y profiriendo gritos de animales salvajes, se volvían serenos y dóciles en cuanto les aflojaba la camisa de fuerza y tomaba en mi mano la suya? Era una acción habitual en mí, todos los guardianes lo sabían; y muchos de mis compañeros, y también el profesor, decían: Ce garçon-là a le diable au corps![25] Siempre he sentido una furtiva simpatía por los locos y me paseaba con absoluta indiferencia por la salle des agités[26], como entre amigos. Más de una vez me habían advertido que acabaría mal, pero, naturalmente, yo sabía más que ellos. Un día, uno de mis mejores amigos me dio un golpe en la nuca con un martillo del que se había apoderado nadie sabía cómo, y lleváronme desmayado a la enfermería. Fue un golpe terrible; mi amigo era un exherrero que conocía bien su oficio. Al principio creían que me había fracturado el cráneo. ¡Pero no! Sólo fue una conmoción cerebral, y mi desventura me trajo un lisonjero cumplido del Director de la Clínica: Ce sacré Suédois a le crâne d’un ours; faut voir s’il n’a pas cassé le marteau[27]!
«A pesar de todo, puede estar en la cabeza y no en la mano», pensé, cuando mi cerebro empezó a funcionar, al cabo de cuarenta y ocho horas de reposo. Como yací toda una semana en la enfermería, con una bolsa de hielo en «mi cabeza de oso», sin visitas ni libros que me acompañasen, empecé a pensar mucho en mi tema, ya que ni aun el martillo del herrero podía hacerme abandonar mi teoría de que todo el poder residía en la mano.
¿Por qué podía meter ésta entre las rejas de la jaula de la pantera negra, en la Ménagerie Pezon y, si nadie se acercaba a irritarla, obligarla a ponerse boca arriba ronroneando amablemente, con mi mano en sus garras y entre bostezos enormes? ¿Por qué podía sajar el absceso del pie de Léonie y sacarle la astilla que había hecho andar a la gran leona inquieta sobre tres patas durante una semana, con terribles dolores? La anestesia local había sido un fracaso, y la pobre Léonie gemía como una niña cuando apreté para sacarle el pus de la pata. Sólo cuando le desinfecté la herida se volvió algo impaciente, pero no había cólera en el trueno contenido de su voz, sino únicamente contrariedad porque no se le permitía lamerse con su aguda lengua. Cuando terminó la operación y yo me disponía a salir de la casa de fieras llevando bajo el brazo el joven zambo que, a manera de honorarios, me había ofrecido Monsieur Pezon, el famoso domador de leones me dijo:
—Monsieur le Docteur, vous avez manqué votre profession, vous auriez dû être dompteur d’animaux[28].
E Iván, el gran oso polar del Jardin des Plantes, ¿no salía fuera de su piscina en cuanto me veía, para acercarse a las rejas de su prisión y, tieso sobre las patas traseras, ponía su negra nariz frente a la mía y tomaba de mi mano el pez, del modo más amable? El guardián aseguraba que con nadie más lo hacía; sin duda reconocería en mí a una especie de compatriota. No digáis que era el pez y no la mano, porque cuando nada tenía que ofrecerle, también permanecía en la misma postura mientras yo estaba allí, mirándome constantemente con sus ojos negros y brillantes bajo las blancas pestañas, y oliéndome la mano. Claro está que hablábamos en sueco, con cierto acento polar que de él había yo adquirido. Estoy seguro de que comprendía todas mis palabras cuando le decía en voz baja y monótona lo mucho que padecía por él y le contaba que, de niño, había visto dos parientes suyos nadando junto a nuestra barca, entre flotantes témpanos de hielo, en nuestra tierra natal.
Y el pobre Jack, el famoso gorila del Jardín Zoológico, hasta entonces el único de su tribu hecho prisionero y llevado al país sin sol de sus enemigos, ¿no me daba confidencialmente su callosa mano en cuanto me veía? ¿No le gustaba mucho que yo le acariciase el lomo? Hubiera permanecido sentado completamente inmóvil durante minutos apretándome la mano sin decir nada. A menudo me miraba la palma con suma atención, cual si conociera algo de quiromancia, doblándome los dedos uno por uno, como para ver el funcionamiento de las coyunturas. Dejaba caer luego mi mano y miraba con igual atención, y sonriendo, la suya, como diciendo que no veía gran diferencia entre las dos, y en eso tenía toda la razón.
La mayor parte del tiempo solía estar sentado completamente quieto, manoseando una paja en el ángulo de la jaula donde no podían verlo sus visitantes; rara vez usaba el columpio que le habían puesto con la ingenua esperanza de que lo tomase por la rama oscilante de sicómoro donde dormía la siesta en los días de su libertad. Dormía en un lecho bajo, formado de bambúes, como el sêrir de los árabes; pero se levantaba pronto y nunca le vi en cama hasta el día en que enfermó. Su guardián le había enseñado a almorzar sentado ante una mesa baja, con una servilleta atada al cuello. Le habían provisto de cuchillo y tenedor de madera dura, pero nunca los empleaba; prefería comer con los dedos, como lo hicieron nuestros antepasados hasta hace un par de siglos, y como prefiere todavía la mayoría de la raza humana. Pero bebía con mucho gusto la leche de su taza, y también el café matutino con mucho azúcar. Cierto es que se sonaba con los dedos, pero también lo hacían la Laura de Petrarca, María Estuardo y el Rey Sol. ¡Pobre Jack! Nuestra amistad duró hasta el fin. Empezó a enfermar por Navidad; el color se le volvió gris ceniciento, demacradas las mejillas, y los ojos se le hundían cada vez más. Tornóse irritable e inquieto, enflaquecía rápidamente y no tardó en manifestársele una tos seca, siniestra. Le tomé la temperatura varias veces, pero tenía que andar con mucho cuidado porque, lo mismo que los niños, rompía fácilmente el termómetro para ver qué tenía dentro. Un día, mientras estaba sentado en mis rodillas cogiéndome la mano, tuvo un violento acceso de tos que le provoco una ligera hemoptisis. El ver sangre le aterrorizaba, como sucede a la mayoría de las personas. A menudo observé durante la guerra cómo aun los soldados más valientes, que miraban con indiferencia sus heridas abiertas, palidecían al ver unas gotas de sangre fresca. Iba perdiendo el apetito cada vez más, y sólo con gran trabajo y mimos se conseguía que comiese un plátano o un higo. Una mañana lo encontré tendido en el lecho con la manta de lana echada sobre la cabeza, tal como estaban los enfermos de la Salle Sainte-Claire, cuando se hallaban mortalmente cansados o aburridos de todo. Debió de oírme llegar, porque sacó la mano y cogió la mía. No quería molestarle y me senté allí mucho rato, su mano en la mía, escuchando su respiración irregular y laboriosa, y el estertor de la garganta. Después, un agudo acceso de tos le sacudió todo el cuerpo. Sentóse y se llevó las manos a las sienes con un desesperado ademán. Habíasele transformado la expresión de la cara, abandonando su máscara de animal para convertirse en un ser humano que moría. Se había acercado tanto a mí, que acabó por verse privado del único privilegio que Dios omnipotente concede a los animales, en compensación de los infinitos padecimientos que el hombre les inflige; el de una muerte fácil. Su agonía fue terrible; murió lentamente, estrangulado por el mismo verdugo a quien con tanta frecuencia había visto yo actuar en la Salle Sainte-Claire. Lo reconocí muy bien en la lenta presión de la mano.
¿Y después? ¿Qué ha sido de mi pobre amigo Jack? Ya sé que su descarnado cuerpo fue a parar al Instituto Anatómico y que su esqueleto, con el gran cráneo, continúa erguido en el Museo Dupuytren. Pero ¿es eso todo?