I

DE la barca de vela de Sorrento salté a la pequeña playa. Enjambres de muchachos jugaban entre los botes volcados o bañaban en la espuma sus bronceados cuerpos, y viejos pescadores, con rojos gorros frigios, remendaban las redes sentados ante el barracón de las lanchas. Frente al fondeadero había media docena de asnos ensillados y con mazos de flores en los aparejos. En torno suyo charlaban y cantaban otras tantas muchachas con la espadita de plata prendida en sus negras trenzas y un pañuelo rojo anudado a la espalda. La borriquita que me había de llevar a Capri se llamaba Rosina, y la muchacha, Gioia. Sus ojos negros brillaban de fogosa juventud; los labios eran rojos como el collar de coral que llevaba; los dientes, fuertes y blancos, esplendían como un hilo de perlas en su alegre risa. Creía tener quince años, y yo me sentía más joven que nunca. Pero Rosina era vieja, «é antica», decía Gioia. Me deslicé de la silla y subí lentamente por la senda que serpenteaba hacia el pueblo. Delante de mí saltaba Gioia con los pies desnudos y una guirnalda de flores en la cabeza, como una joven bacante; y detrás iba Rosina con sus elegantes casquitos negros, la cabeza baja y las orejas caídas, sumida en profundos pensamientos. Yo no tenía tiempo de pensar; mi cabeza estaba llena de maravilla extática, y mi corazón, de la alegría de vivir: ¡el mundo era bello y yo tenía dieciocho años! Recorríamos el camino entre arbustos de retama y de mirtos floridos, y acá y allá, entre la hierba olorosa, infinidad de florecillas, que nunca había visto en la tierra de Linneo, alzaban sus graciosas corolas para vernos pasar.

—¿Cómo se llama esta flor? —pregunté a Gioia. La cogió de mi mano y, mirándola amorosamente, contestó: «¡Fiore!».

—¿Y ésa? —le indiqué otra.

La miró con la misma tierna atención y dijo: «¡Fiore!».

—¿Y aquélla?

Fiore! Bello! Bello!

Cogió un ramo de mirto fragante, pero no quiso dármelo. Dijo que las flores eran para San Constanzo, el patrón de Capri, que era de plata maciza y había obrado muchos milagros: «San Constanzo, bello!, bello!».

Una larga fila de muchachas con piezas de toba en la cabeza avanzaba lentamente hacia nosotros en procesión solemne, como las cariátides del Erecteón[4]. Una de ellas, sonriendo, me puso en la mano una naranja. Era hermana de Gioia. «Y aún más guapa», pensé. Sí, en su casa eran ocho, entre hermanas y hermanos, y dos estaban en el Paraíso. El padre se hallaba lejos, pescando coral en «Berbería». Aquél era el precioso collar de coral que acababa de mandarle. «Che bella collana!, bella!, bella![4a]».

—También tú eres bella, Gioia, ¡bella!, ¡bella!

—Sí —dijo.

Mi pie tropezó con una columna de mármol rota. «Roba di Timberio![5]»., explicó Gioia. «Timberio cattivo, Timberio mal’occhio, Timberio camorrista![6]», y escupió sobre el mármol.

—Sí —dije, fresca la memoria de Tácito y Suetonio—, Timberio cattivo!

Desembocamos en la carretera y llegamos a la Piazza, donde una pareja de marineros estaba junto al parapeto que daba a la Marina; otros indígenas soñolientos estaban sentados ante la hostería de Don Antonio, y sobre las gradas de la iglesia, media docena de curas gesticulaban vivamente en animada conversación: «Moneta! Moneta!, Molta moneta! Niente Moneta! Gioia[7]» corrió a besar la mano de Don Giacinto, que era su confesor, un verdadero santo, aunque, mirándole el rostro, no lo pareciese. Se confesaba dos veces al mes; ¿y yo, cuántas?

¡Ninguna!

—Cattivo! Cattivo!

¿Le diría a Don Giacinto que la había besado en la mejilla bajo los limoneros?

Seguramente, no.

Cruzamos el pueblo y nos detuvimos en la Punta Tragara.

—Quiero trepar, a la cima de aquella roca —dije, indicando el más escabroso de los tres Faraglioni, que brillaban como amatistas a nuestros pies.

Pero Gioia estaba segura de que no podría hacerlo. Un pescador que lo había intentado para buscar un huevo de gaviota, había sido arrojado al mar por un espíritu maligno que allí habitaba en forma de lagarto azul —azul como la Gruta Azul—, para custodiar el áureo tesoro que el mismo Tiberio había escondido.

El oscuro perfil del Monte Solaro se destacaba contra el cielo de occidente, con sus cimas severas y sus inaccesibles acantilados, dominando el pueblecito.

—¡Quiero subir a aquella montaña, en seguida! —dije.

Pero a Gioia no le gustó la idea. Un camino escarpado, setecientos setenta y siete escalones excavados en la roca por el mismo Tiberio, conducía allí arriba, y a medio camino, en una caverna oscura, vivía un hombre-lobo que había devorado ya a varios cristianos. Al terminar la escalera estaba Anacapri, pero allí vivía solamente gente montaraz, muy mala; ningún forastero iba; ella misma nunca había estado. Sería mucho mejor subir a la quinta de Timberio, al Arco Naturale o a la Grotta Matromania.

—No, no tengo tiempo; debo subir ahora mismo a esa montaña.

Volvimos a la Piazza, mientras las herrumbrosas campanas del viejo campanario daban las doce para anunciar que estaban preparados los macarrones. ¿No querría, al menos, comer antes bajo la gran palmera del Albergo Pagano? Tre piatti, vino a volontá, prezzo una lira. No, no tenía tiempo. Debía subir en seguida a la montaña.

Addio, Gioia, bella!, bella! Addio, Rosina!

Addio, addio e torni presto!

—¡Ay! ¿Volveré alguna vez?

È un pazzo inglese[8], fueron las últimas palabras que oí salir de los rojos labios de Gioia, mientras, impelido por mi destino, me lanzaba arriba por los escalones fenicios, hacia Anacapri. A medio camino alcancé a una vieja con un enorme cesto de naranjas en la cabeza. —Buon giorno, signorino[9]!— Bajó el cesto y me ofreció una naranja.

Sobre las naranjas había un paquete de cartas y periódicos, atado con un pañuelo rojo. Era la vieja María Portalettere, que llevaba dos veces por semana el correo a Anacapri; más tarde fue mi amiga toda la vida, y la vi morir a la edad de noventa y cinco años. Buscó entre las cartas, escogió el sobre más grande y me rogó le dijera si no era para Nannina la Caprara, que esperaba ansiosamente la lettera[10] de su marido de América. No, no era. ¿Sería, acaso, ésta? No, ésta era para la signora Desdemona Vacca.

«La signora Desdemona Vacca» —repitió María, incrédula—. Quizá quiera decir «la moglie dello Scarteluzzo», añadió, pensativa. La otra carta era para el signar Ulisse Desiderio. Creo que quiere decir «Capolimone», dijo la vieja María; el mes pasado recibió una carta igual. La siguiente era para la Gentilissima signorina Rosina Mazzarella. Pareció más difícil rastrear a esta señora. ¿Sería la Cacciacavallara? ¿O la Zopparella? ¿O la Capatosta? ¿O la Femmina Antica? ¿O Rosinella Pane Asciutto? ¿O tal vez la Fesseria?, sugirió otra mujer con un enorme cesto de pescado en la cabeza, que acababa de alcanzarnos. Sí, puede ser para la Fesseria, si no es para la mogli di Pane e Cipolla. ¿Pero no había carta para Peppinella’n coppo u camposanto, ni para Mariti-cella Caparossa, ni para Giovannino Ammazzacane, que estaban esperando la lettera de America? No; lo sentí, pero no había. Los dos diarios eran para el reverendo párroco Don Antonio di Giuseppe y el canónigo Don Natale di Tommaso,, bien lo sabía, porque, de todo el pueblo, eran los únicos suscriptores. El párroco era un hombre muy instruido y le leía siempre las señas de las cartas; pero hoy estaba en Sorrento, visitando al arzobispo, y por eso ella me había pedido que le leyera los sobres.

La vieja María ignoraba su edad, pero sabía que llevaba el correo desde los quince años, cuando su madre tuvo que dejarlo. Naturalmente, no sabía leer. Cuando le dije que había llegado aquella misma mañana de Sorrento con la barca correo y que aún no había comido nada, me regaló otra naranja, de la cual devoré hasta la piel, y la otra mujer me ofreció mariscos de su cesta, que me produjeron horrible sed. ¿Había alguna fonda en Anacapri? No, pero Annarella, la mujer del sacristán, podría darme queso de cabra excelente y vino del viñedo de Don Dionisio, su tío, un vino meraviglioso. Y allí estaba la Bella Margherita, a quien, naturalmente, debía de conocer de nombre y saber que su tía se había casado con un lord inglese. No, no lo sabía, pero tenía muchas ganas de conocer a la Bella Margherita.

Llegamos, por fin, a la cima de los setecientos setenta y siete escalones y pasamos bajo una bóveda con los grandes quicios de hierro de su primer puente levadizo, fijos todavía en la roca. Estábamos en Anacapri. Todo el Golfo de Nápoles se hallaba a nuestros pies, circundado por Isquia, Prócida, Posillipo, guarnecido de pinos; la centelleante y blanca línea de Nápoles, el Vesubio, con su rosada nube de humo; la llanura de Sorrento resguardada por el Monte Sant’Angelo y, más allá, los Apeninos cubiertos aún de nieve. Sobre nuestras cabezas, adosada como nido de águila a la escarpada roca, estaba una capillita en ruinas. Su abovedado techo se había hundido, pero enormes bloques de mampostería que formaban un extraño y calado dibujo simétrico sostenían aún sus bamboleantes muros.

Roba di Timberio! —explicó la vieja María.

—¿Cómo se llama la capillita? —pregunté precipitadamente.

—San Michele.

—San Michele, San Michele! —repetía mi corazón. En el viñedo que había bajo la capilla, un viejo cavaba profundos surcos para las nuevas vides—. Buon giorno, mastro Vincenzo! —El viñedo era suyo y suya también la casita vecina; la había construido con sus propias manos, en su mayor parte con piedras y ladrillos de la roba di Timberio esparcida por el jardín. Maria Portalettere le contó todo cuanto sabía de mí, y mastro Vincenzo me invitó a sentarme en su jardín y a beber un vaso de vino. Miré la casita y la capilla. Mi corazón empezó a latir tan violentamente que me costaba trabajo hablar.

—Quiero subir allí ahora mismo —dije a María Portalettere. Pero ella me hizo notar que sería mejor que la acompañase primero a comer algo; de lo contrario, ya no encontraría nada. Impulsado por el hambre y por la sed, decidí, aunque de mala gana, seguir su consejo. Saludé con la mano a mastro Vincenzo y le dije que no tardaría en volver. Caminamos por algunas callejas desiertas y nos detuvimos en una piazzetta.

—Ecco la Bella Margherita!

La Bella Margherita puso sobre la mesa de su jardín una botella de vino color rosa y un ramo de flores, y dijo que los macarrones estarían preparados dentro de cinco minutos. Era rubia como la Flora del Tiziano; el rostro, de exquisita forma; el perfil, griego puro. Puso ante mí un enorme plato de macarrones y se sentó a mi lado, mirándome con risueña curiosidad.

Vino del parroco —decía con orgullo cada vez que me llenaba el vaso.

Bebí a la salud del párroco, a la salud de Margherita y a la de su hermana, la de los ojos negros, la Bella Giulia, que se nos había reunido con las manos llenas de naranjas que yo le había visto coger de un árbol del jardín. Se habían muerto sus padres, y el hermano Andrea era marino, y sólo Dios sabía dónde estaba; pero su tía habitaba en una villa propia, en Capri: seguramente sabría yo que se había casado con un lord inglese. Sí, naturalmente, lo sabía, pero no me acordaba de su nombre. «Lady Grantley», dije con orgullo la Bella Margherita. Apenas me acordé a tiempo de beber a su salud, pero después ya no recordé sino que el cielo era azul como un zafiro, el vino del párroco, rojo como un rubí, y que la Bella Margherita estaba sentada a mi lado, con los cabellos de oro y los labios sonrientes.

San Michele!, resonó de pronto en mis oídos. San Michele!, repetía profundamente mi corazón.

—¡Adiós, bella Margherita!

—¡Adiós, y vuelva pronto!

¡Ay! ¡Volver pronto!

Emprendí el regreso por las calles desiertas, siguiendo el camino más recto hacia mi meta. Era la hora sagrada de la siesta. Todo el pueblecito estaba adormilado. La plaza, abrasada de sol, hallábase desierta. La iglesia, cerrada; sólo por la entornada puerta de la escuela municipal salía la voz estentórea del reverendo canonico Don Natale, con soñolienta monotonía en el silencio: «Io mi ammazzo, tu ti ammazzi, egli si ammazza, noi ci ammazziamo, voi vi ammazzate, essi si ammazzano»[11], y una docena de chiquillos con las piernas desnudas, sentados en círculo en el suelo, a los pies de su maestro, repetía rítmicamente, a coro.

Más allá, en una callejuela, encontré a una majestuosa matrona romana. Era Annarella, que con la mano me hacía amistosas señas de entrar. ¿Por qué había ido a casa de la Bella Margherita en vez de ir a la suya? ¿No sabía que su caciocavallo[12] era el mejor queso de todo el pueblo? Y el vino, todos sabían que el del párroco no podía competir con el del reverendo Don Dionisio. «Altro che il vino del parroco!», añadió encogiendo significativamente sus fuertes hombros. Mientras estaba sentado bajo el emparrado, ante un frasco de vino blanco de Don Dionisio, empecé a pensar que tal vez tuviera razón, pero quise ser equitativo y vaciar todo el frasco antes de dar mi opinión definitiva. Mas cuando Gioconda, su hija, me escanció, sonriendo, otro vaso de un nuevo frasco, me decidí. ¡Sí, el vino blanco de Don Dionisio era el mejor! Semejaba un rayo de sol líquido, tenía el sabor del néctar de los dioses, y Gioconda, mientras llenaba mi vaso vacío, parecía una joven Hebe. «Altro che il vino del parroco!; non gliel’avevo detto[13]?», reía Annarella. «È un vino miracoloso». Milagroso, en verdad, porque, de pronto, empecé a hablar un italiano corriente con volubilidad vertiginosa, entre carcajadas de la madre y de la hija. Empezaba a sentir gran simpatía por Don Dionisio. Me gustaba su nombre, me gustaba su vino, pensaba que me gustaría conocerlo. Nada más fácil: tenía que predicar aquella noche, en la iglesia, a las Hijas de María.

—Es un hombre muy instruido —dijo Annarella. Sabía de memoria los nombres de todos los mártires y de todos los santos, y había estado también en Roma, a besar la mano del Papa. ¿Y ella, había estado en Roma? No. ¿Y en Nápoles? No. Había estado una vez en Capri, el día de su boda, pero Gioconda no había estado nunca. Capri hallábase lleno de gente malamente. Dije que, naturalmente, sabía todo lo de su santo Patrón, los milagros que había hecho y lo bonito que era, todo de plata maciza. En este punto se produjo un silencio embarazoso.

—Sí, dicen que su San Constanzo es de plata maciza —refunfuñó Annarella, encogiendo desdeñosamente sus anchos hombros—; pero ¿quién lo sabe? —Y sus milagros podían contarse con los dedos, mientras que Sant’Antonio, el santo Patrón de Anacapri, había hecho ya más de cien. Era muy diferente de San Constanzo. Al momento me hice partidario de Sant’Antonio, esperando de todo corazón que algún nuevo milagro suyo me llevase de nuevo lo antes posible a su encantador pueblecito. La confianza de la gentil Annarella en el milagroso poder de Sant’Antonio era tan grande que se negó en absoluto a aceptar mi dinero.

—Otra vez pagará.

—¡Adiós, Annarella; adiós, Gioconda!

—Hasta más ver; vuelva pronto. San Antonio le bendiga. La Madonna le acompañe.

El viejo mastro Vincenzo seguía laborando en su viña, cavando para las nuevas cepas profundos surcos en la dulce tierra perfumada. De vez en cuando recogía una lastra de mármol colorado o un trozo de stucco rojo y lo tiraba por encima del muro, diciendo: «Roba di Timberio!» Me senté en una columna rota de granito encarnado, al lado de mi nuevo amigo. «È molto duro a rompersi[14]» dijo mastro Vincenzo. A mis pies escarbaba un pollito buscando un gusano, y ante mis ojos apareció una moneda. La recogí y reconocí a primera vista la noble testa de Augusto. «Divus Augustus Pater». Mastro Vincenzo dijo que no valía un baiocco[15]. Aún la tengo. Había construido el jardín por sí solo y plantado con sus propias manos todas las vides y las higueras. «¡Duro trabajo!», dijo mastro Vincenzo, mostrándome sus manos grandes y callosas; porque toda la tierra estaba llena de roba di Timberio, columnas, capiteles, fragmentos de estatuas y cabezas de cristianos, y tenía que cavar y quitar todos aquellos restos para poder plantar sus vides. Las columnas las había roto para construir escaleras en el jardín y, naturalmente, había podido aprovechar muchos mármoles cuando edificaba la casa; los demás los había arrojado al precipicio. Fue una verdadera fortuna cuando, de improviso, descubrió una gran estancia subterránea bajo su misma casa, con muros encarnados, como aquel trozo de allí, debajo de aquel melocotonero. Estaba pintada con muchos cristianos completamente desnudos, tutti spogliatti, que bailaban como locos, con las manos llenas de flores y de racimos de uva. Había tardado varios días en raspar todas las pinturas y en cubrir la pared con cemento; pero eso había sido poco trabajo, comparado con el que hubiera tenido si hubiese volado la roca para construir una nueva cisterna, dijo mastro Vincenzo con una maliciosa sonrisa. Ya envejecía y casi no podía cuidar su viña, y su hijo, que vivía en Piano di Sorrento, con tres vacas y una docena de retoños, quería que vendiese la casa y se fuera a vivir con él.

Otra vez empezó a palpitar mi corazón. ¿Era también suya la capilla? No. No pertenecía a nadie, y la gente decía que había en ella duendes. Él mismo, de pequeño, había visto un monje alto asomado al parapeto; y marineros que subían las escaleras a altas horas de la noche, habían oído tocar la campana de la capilla. La razón de todo eso, me explicó mastro Vincenzo, era que cuando Timberio tuvo su palacio allí arriba «fece ammazzare Gesù Cristo[16]», y, desde entonces, su alma condenada volvía de vez en cuando a pedir perdón a los frailes, sepultados bajo el pavimento de la capilla. Decía también la gente que solía aparecerse allí en forma de una gran serpiente negra. Los monjes habían sido muertos por un bandido llamado Barbarossa, que había abordado la isla con sus naves y hecho esclavas a todas las mujeres refugiadas en el castillo, que por eso fue llamado ti Castello di Barbarossa. El padre Anselmo, el ermitaño, que era un hombre instruido y también pariente suyo, le había contado todo esto, y asimismo que los ingleses habían utilizado la capilla como fortaleza y que luego, a su vez, fueron ammazzati por los franceses.

Guardi! —dijo mastro Vincenzo, indicando una pila de balas de cañón junto a la tapia del jardín—. Guardi! —añadió recogiendo un botón de latón de un soldado inglés—. Los franceses —continuó— pusieron un gran cañón junto a la capilla e hicieron fuego contra el pueblo de Capri, ocupado por los ingleses. Ben fatto! —rió— i capresi son tutta gente cattiva.[17] —Luego, los franceses transformaron la capilla en almacén de pólvora, y por eso se llamaba todavía el polvorín. Ya no era más que una ruina, pero había sido muy provechosa para él, porque de allí había sacado casi todas las piedras para el muro de su jardín.

Me encaramé sobre el muro y caminé por el estrecho sendero hasta la capilla. El suelo estaba cubierto, hasta la altura de un hombre, con los restos de la bóveda derrumbada; los muros, ocultos por hiedra y madreselva silvestre, y centenares de lagartos jugaban alegremente entre arbustos de romero y de mirto, interrumpiendo de vez en cuando su juego para mirarme con los ojitos brillantes y los pechos agitados. Una lechuza se alzó con alas silenciosas de un rincón oscuro, y una gran serpiente, dormida en el soleado pavimento de mosaico de la terraza, desenvolvió lentamente sus negros anillos y se deslizó dentro de la capilla con un amenazador silbido para el intruso. ¿Sería el espíritu del viejo y tétrico Emperador, que vagaba por las ruinas de lo que fue en otro tiempo su quinta imperial?

Miré abajo, a mis pies, la encantadora isla. ¿Cómo pudo vivir en tan hermoso paraje y ser tan cruel? ¿Cómo era tan negra su alma, con tan fulgurante luz en el cielo y en la tierra? ¿Cómo pudo dejar esta quinta para retirarse a aquélla aún más inaccesible, sobre los acantilados orientales, que lleva todavía su nombre y en la que pasó los tres últimos años de su vida?

¡Vivir en tal lugar, morir en tal lugar, si en realidad la muerte puede conquistar la inmortal alegría de semejante vida! ¿Qué audaz sueño había hecho latir tan violentamente mi corazón un momento antes, cuando mastro Vincenzo me dijo que se hallaba viejo y cansado y que su hijo quería que vendiera la casa? ¿Qué insensatos pensamientos fulguraron en mi turbado cerebro cuando dijo que la capilla no pertenecía a nadie? ¿Por qué no había de pertenecerme a mí? ¿Por qué no comprar la casa de mastro Vincenzo y unir casa y capilla con guirnaldas de vides, y caminos de cipreses, y blancas galerías sostenidas por columnas, pobladas de marmóreas estatuas de dioses y bronces de emperadores?… Cerré los ojos para que no se desvaneciera la hermosa visión y, poco a poco, fueron borrándose en el crepúsculo de los sueños las cosas reales.

Una figura alta, envuelta en una rica capa, hallábase a mi lado.

—Todo será tuyo —dijo con voz melodiosa, señalando con la mano el horizonte—. La capilla, el jardín, la casa, la montaña con el castillo; todo será tuyo si estás dispuesto a pagar el precio.

—¿Quién eres, fantasma de lo invisible?

—Soy el espíritu inmortal de este lugar. Para mí no tiene significación el tiempo. Hace dos mil años estaba yo donde ahora estamos, al lado de otro hombre traído aquí por su destino, como a ti te ha traído el tuyo. No pedía, como tú, la felicidad; sólo ansiaba el olvido y la paz, que creía poder hallar en esta isla solitaria. Le dije lo que le costaría: su nombre inmaculado llevaría la marca de la infamia a través de toda la eternidad. Aceptó el pacto, pagó el precio. Por espacio de once años vivió aquí, rodeado de pocos fieles amigos, hombres íntegros y honorables. Dos veces intentó volver a su palacio del Palatino. Dos veces le faltó el valor. Roma no volvió a verle. Murió en su viaje de regreso, en la quinta de su amigo Lúculo, sobre aquel promontorio de allí. Sus últimas palabras fueron para pedir que lo transportasen con su litera a la barca que debía devolverlo a su morada de la isla.

—¿Qué precio me pides?

—La renuncia a la ambición de formarte un nombre en tu profesión, el sacrificio de tu porvenir.

—¿Y qué seré?

—Un derrotado de la vida.

—Me quitas cuanto vale la pena de vivir.

—Te equivocas: al contrario, te doy todo lo que merece la pena de vivir.

—¿Quieres dejarme, por lo menos, la piedad? No puedo vivir sin misericordia, si he de ser médico.

—Sí, te dejaré la piedad, pero mejor estarías sin ella.

—¿Qué más exiges?

—Antes de morir pagarás aún otro precio, un precio grave. Pero antes habrás visto durante muchos años, desde este lugar, el ocaso de muchos días de felicidad sin nubes y la salida de la luna sobre estrelladas noches de ensueño.

—¿Moriré aquí?

—Guárdate de buscar respuesta a tu pregunta: el hombre no podría soportar la vida si supiera la hora de su muerte.

Me puso la mano en el hombro y un sutil escalofrío atravesó mi cuerpo.

—Volveré mañana aquí mismo después del crepúsculo; puedes reflexionar hasta entonces.

—Es inútil; han terminado mis vacaciones y esta misma noche debo volver a mi trabajo cotidiano, lejos de esta hermosa tierra. Además, no soy capaz de pensar. Acepto el trato, pagaré el precio, sea cuál fuere. Mas ¿cómo podré adquirir esta casa, si tengo las manos vacías?

—Vacías están tus manos, pero son fuertes; tu cerebro es impetuoso, pero claro, y segura tu voluntad: triunfarás.

—Pero ¿cómo podré construir mi casa? Nada sé de arquitectura.

—Yo te ayudaré. ¿Qué estilo quieres? ¿No te agradaría el gótico? A mí me gusta mucho, por su luz atenuada y por su misterio obsesivo.

—Yo inventaré un estilo que ni aun tú podrás darle nombre. No quiero claroscuro medieval. ¡Quiero que mi casa esté abierta al sol, al viento y a la voz del mar, como un templo griego, y luz, luz, luz por todas partes!

—¡Guárdate de la luz! ¡Guárdate de la luz! Demasiada luz no conviene a los ojos del hombre mortal.

—Quiero columnas de mármol precioso que sostengan pórticos y galerías, bellos vestigios de los tiempos pasados, esparcidos por todo mi jardín; la capilla, transformada en silenciosa biblioteca, con sitiales de claustro a lo largo de las paredes y dulces campanas que toquen el Ángelus al terminarse cada día venturoso.

—No me gustan las campanas.

—Y aquí, donde estamos, con esta bella isla que surge como una esfinge del mar a nuestros pies, quiero una esfinge de granito sacada de la tierra de los Faraones. Mas ¿dónde podré hallar todo eso?

—Estás sobre terreno de una de las quintas de Tiberio. Inapreciables tesoros de los tiempos pasados yacen sepultados bajo las vides, bajo la capilla, bajo la casa. El pie del viejo Emperador pisó las losas de mármol encarnado que has visto arrojar a mastro Vincenzo al otro lado de la tapia de su jardín; los frescos en ruinas, con sus faunos danzantes y las bacantes enguirnaldadas de flores, adornaban en otro tiempo las paredes de su palacio. Mira —añadió, indicando la clara profundidad del mar mil pies más abajo—. ¿No te ha dicho tu Tácito, en la escuela, que cuando llegó a esta isla la noticia de la muerte del Emperador fueron precipitados al mar sus palacios?

Quería saltar en seguida allá abajo, por los escarpados peñascos, y zambullirme en el mar en busca de mis columnas.

—No hay que tener tanta prisa —rió—. Por espacio de dos mil años han formado su tejido en torno de ellas los corales, y las olas las han ido sepultando cada vez más en la arena. Te esperarán hasta que llegue tu día.

—¿Y la esfinge? ¿Dónde encontraré la esfinge?

—En una llanura solitaria, lejos de la vida de hoy, existía en otro tiempo la suntuosa quinta de otro emperador que, desde las orillas del Nilo, había traído la esfinge para adornar su jardín. Del palacio no queda sino un montón de piedras; pero debajo, en las entrañas de la tierra, sigue descansando la esfinge. Búscala y la encontrarás. Te costará casi la vida el traerla aquí, pero será tuya.

—Parece que conoces el futuro tan bien como el pasado.

—Iguales son para mí el pasado y el futuro. Todo me es conocido.

—No envidio tu sabiduría.

—Tu frase es más vieja que tú; ¿de dónde la has sacado?

—De cuanto he aprendido hoy en esta isla; porque he aprendido que esta amable gente que no sabe leer ni escribir es mucho más feliz que yo, que desde niño me he fatigado los ojos para conquistar la sabiduría. Y tú también, lo comprendo por tus palabras. Eres un gran sabio, te sabes a Tácito de memoria.

—Soy un filósofo.

—¿Conoces bien el latín?

—Soy doctor en Teología de la Universidad de Jena.

—¡Ah! Por eso me parecía percibir un ligero acento alemán en tu voz. ¿Conoces Alemania?

—Desde luego —dijo riendo.

Le miré atentamente. Sus modales y su porte eran los de un caballero, y por primera vez advertí que llevaba una larga espada bajo la roja capa y que su voz tenía un sonido áspero que me parecía haber oído ya…

—Perdone, señor; me parece que ya nos conocimos en el Auerbach, en Leipzig. ¿No se llama usted…? Mientras pronunciaba estas palabras, empezaron a tañer las campanas de la iglesia de Capri, tocando el Ángelus. Volví la cabeza para mirarle. Había desaparecido.