Parece que los críticos han encontrado considerables dificultades para clasificar La historia de San Michele, lo cual no me sorprende. Algunos han visto en el libro una autobiografía; otros, las Memorias de un médico. A mi entender, no es una cosa ni otra. Ciertamente, yo no hubiera podido emplear tantas páginas en escribir la historia de mi vida, aun sin omitir los capítulos más tristes y más densos de acontecimientos. Lo que sí puedo asegurar es que nunca tuve la intención de escribir un libro sobre mí mismo; al contrario, mi preocupación constante ha sido tratar de desembarazarme de esta vaga personalidad mía. Sea como fuere, si este libro ha resultado, a pesar de todo, una autobiografía, empiezo a creer, juzgando por su venta, que el modo más sencillo de escribir sobre sí mismo consiste en pensar en los otros; no hay más que sentarse cómodamente y mirar hacia el pasado con los propios ojos ciegos. Mucho mejor aún, tenderse en la hierba sin pensar en nada, pero permaneciendo a la escucha. Poco a poco, el lejano rumor del mundo se extingue, los bosques y los prados empiezan a cantar con puras voces de pájaro, buenos animales se aproximan para contar sus alegrías y sus dolores con sonidos y palabras inteligibles, y, cuando todo está silencioso, hasta las inanimadas cosas circundantes empiezan a susurrar su sueño.
Llamar a este libro, como algunos críticos han hecho, las Memorias de un médico, me parece aún más impropio. Su turbulenta simplicidad, su descarada franqueza, su misma lucidez, se adaptan poco a un subtítulo tan pomposo. Cierto que un médico tiene, como cualquier otro ser humano, derecho a distraerse y hasta a reírse de sus colegas, si está dispuesto a correr tal riesgo; pero no a reírse de sus enfermos. Llorar con ellos es aún peor; un médico llorón es un pobre médico. Un viejo doctor, antes de decidirse a escribir sus Memorias debe pensarlo mucho. Es mejor que guarde para sí cuanto ha visto de la vida y de la muerte. Es mejor que no escriba ninguna Memoria y que deje a los muertos en paz y a los vivos con sus ilusiones. Alguien ha llamado a La historia de San Michele una historia de la muerte. Quizá tenga razón, porque rara vez la muerte abandona mi pensamiento. Non nasce in me pensier che non vi sia dentro scolpita la morte[3], escribió Miguel Ángel a Vasari. He luchado mucho con mi lúgubre colega: siempre derrotado, lo he visto destruir, uno tras otro, a todos los que he tratado de salvar. He recordado a algunos en este libro, tal como los he visto vivir, sufrir y morir. Era cuanto podía hacer por ellos. Todos eran gente humilde; ninguna cruz marmórea señala sus fosas, y muchos de ellos estaban ya olvidados antes de morir. Ahora están todos bien. La vieja Maria Portalettere, que durante treinta años subió a pie desnudo, las setecientas setenta y siete gradas de la escalera fenicia, con mis cartas, lleva ahora el correo en el cielo, donde él querido viejo Pacciale fuma su pipa en paz, mirando el mar infinito, como solía hacer desde la pérgola de San Michele; y donde mi amigo Arcangelo Fusco, el barrendero del Quartier Montparnasse, continúa barriendo el polvo de las estrellas del áureo pavimento. Por el majestuoso peristilo de columnas de lapislázuli se pavonea el pequeño Monsieur Alphonse, el decano de las Hermanitas de los Pobres, con el flamante redingote del millonario de Pittsburgo, saludando solemnemente con su querido sombrero de copa a todos los santos que encuentra, como hacía con todos mis amigos cuando paseaba por el Corso en mi coche. John, el niño de los ojos celestes, que nunca sonreía, ahora juega alegremente con muchos otros chiquillos felices, en la vieja estancia de juegos del Niño; por fin ha aprendido a sonreír. La habitación está llena de flores; cantan y revolotean por las abiertas ventanas los pájaros; la Virgen da, de cuando en cuando, una ojeada para ver si los niños tienen todo lo que desean. La madre de John, que tan tiernamente lo cuidó en la Avenue de Villiers, sigue por aquí abajo; la vi el otro día. La pobre prostituta Flopette parece haber rejuvenecido diez años desde que la vi en el café nocturno del bulevar; ahora, muy acicalada y linda con el hábito blanco, hace de segunda doncella de María Magdalena.
En un humilde rincón de los Campos Elíseos se halla el cementerio de los perros. Todos mis amigos muertos están allí; sus cuerpos continúan aún donde los sepulté bajo los cipreses de mi vieja torre; pero sus fieles corazones han sido transportados a las alturas. El amable San Roque, el santito patrón de los perros, vigila su cementerio, y la buena vieja Miss Hall es asidua visitadora. Hasta el bergante de Billy, el borracho zambo que prendió fuego al ataúd del canónigo Don Giacinto, ha sido admitido a prueba en la última fila de fosas del cementerio de los monos, previo un minucioso examen de San Pedro, porque, por oler a whisky, lo consideró, al principio, de la especie humana. Don Giacinto, el sacerdote adinerado de Capri, que nunca dio un céntimo a un pobre, sigue tostándose en su ataúd. Y al exmatarife de Anacapri que cegaba a las codornices con una aguja candente, lo dejó ciego el mismísimo diablo, en un acceso de celos profesionales.
Un crítico ha descubierto que en La historia de San Michele hay material suficiente para proveer de tramas hasta el fin de su vida a los autores de novelitas sensacionales. Les cedo gustoso este material; que lo tomen por lo que vale. Yo no lo necesito. Habiendo dedicado mis esfuerzos literarios, durante toda la vida, a extender recetas, no es probable que ahora, al declinar, intente escribir novelitas sensacionales. ¡Lástima no haberlo pensado antes! No me vería reducido a lo que soy. Ciertamente, debe de ser más placentero acomodarse en una butaca y escribir historias sensacionales, que sudar la gota gorda toda la vida para reunir el material; más fácil describir la enfermedad y la muerte que combatirlas, o inventar siniestras intrigas que ser víctima de ellas sin previo aviso. Pero ¿por qué no recogen por sí mismos el material esos escritores profesionales? Casi nunca lo hacen. Los novelistas que a toda costa quieren llevar al lector a los bajos fondos, rara vez los frecuentan. Los especializados en la enfermedad y la muerte, raramente pueden ser inducidos a acompañarnos al Hospital donde acaban de despachar a su heroína. Poetas y filósofos que, en sonoros versos y en prosa, saludan como libertadora a la muerte, palidecen a menudo con sólo oír el nombre de ésta su mejor amiga. Es una vieja historia. Leopardi, el más grande poeta de la Italia moderna, que deseaba la muerte en exquisitas rimas desde que era muchacho, fue el primero en huir cuando el cólera apareció en Nápoles. Hasta el gran Montaigne, cuyas serenas meditaciones sobre la muerte bastan para inmortalizarlo, escapó como una liebre cuando surgió la peste en Burdeos. El sombrío viejo Schopenhauer, el más grande filósofo de nuestro tiempo, que hizo de la negación de la vida la clave de su sistema, interrumpía siempre toda conversación sobre la muerte. Las más sanguinarias novelas de guerra creo que han sido escritas por pacíficos ciudadanos, lejos del fuego de los cañones alemanes de largo alcance. Autores que se deleitan haciendo asistir a sus lectores a sexuales orgías, suelen ser actores muy indiferentes en semejantes escenas. Personalmente, no conozco más que una excepción a esta regla: Guy de Maupassant, y por tales excesos le he visto morir.
Me doy cuenta de que, en este libro, alguna escena se desarrolla sobre el indefinido confín entre lo real y lo irreal, esa peligrosa No Man’s Land (tierra de nadie), entre verdad y fantasía, donde tantos escritores de Memorias lo han pasado mal y donde hasta él gran Goethe perdió casi la brújula en su Dichtung und Wahrheit. Hice cuanto pude, recurriendo a algún conocido truco técnico, para hacer pasar al menos algunos de estos episodios como «historias sensacionales». Al fin y al cabo, sólo es cuestión de técnica; será un gran consuelo para mí si lo he logrado, y nada mejor pido que no ser creído. De todos modos, es bastante malo y bastante triste, y Dios sabe de cuánto he de responder. Será para mí como un cumplimiento el no ser creído, porque el más grande compilador de historias sensacionales es la vida. Pero ¿es siempre verdadera la vida?
La vida es la misma de siempre, no alterada por los acontecimientos, indiferente a las alegrías y a los dolores del hombre, muda e impenetrable como la Esfinge; pero la escena donde se desarrolla la eterna tragedia cambia constantemente para no hacerse monótona. El mundo en que se vivía ayer no es el mismo en que vivimos hoy. Avanza inexorablemente en el infinito hacia su fin, y nosotros con él. Nadie se baña dos veces en el mismo río, dijo Heráclito. Hay hombres que se arrastran de rodillas, otros cabalgan o devoran el camino en automóvil, otros sobrepasan con aeroplano a las palomas mensajeras. Es inútil darse tanta prisa; todos podemos estar seguros de llegar a la meta.
No, el mundo que yo habitaba siendo joven no es el mismo de hoy; por lo menos, así me lo parece, y creo se lo parecerá también a cuantos lean este libro de peregrinación en busca de pasadas aventuras. Ya no hay bandidos, con un balance de ocho asesinatos en la conciencia, que os inviten a dormir en sus colchones, en la destruida Mesina. Ya ninguna otra Esfinge de granito esconde su milenario silencio entre los escombros de una quinta de Nerón, en Calabria. Las ratas enloquecidas, que tanto me horrorizaban en los barrios pobres de Nápoles donde hacía estragos el cólera, tiempo ha se retiraron a sus cloacas romanas. Hoy se puede subir en automóvil a Anacapri; en funicular, a la cumbre del Jungfrau, y a la cima del monte Cervino, con escalas de cuerda.
En la lejana Laponia no es probable que galope tras vuestro trineo, sobre el lago helado, una manada de lobos hambrientos, con los ojos llameantes en la oscuridad. El caballeroso oso viejo que obstruyó mi camino en la solitaria garganta del Suvla, hace ya mucho tiempo que partió para los «Felices Campos de Caza». Un puente ferroviario se extiende sobre el espumante torrente que atravesé a nado con Ristin, la rapaza lapona. Un túnel atraviesa la fortaleza del terrible gigante Stalo. El pueblecito que yo he sentido bullir bajo el suelo de la tienda lapona no lleva ya comida a los osos adormecidos en sus guaridas invernales, y por eso hay hoy tan pocos osos en Suecia. Pueden ustedes reírse incrédulamente cuanto gusten, por su cuenta y riesgo, de este bullicioso pueblecito. Pero me niego a creer que cualquier lector de este libro tenga el descaro de negar que fue un duende verdadero el que vi sentado en la mesa, en Forsstugan, tirando con cautela de la cadena de mi reloj. Es evidente que fue un duende verdadero. ¿Quién, de lo contrario, habría sido? Les aseguro a ustedes que lo vi claramente con mis propios ojos al incorporarme en la cama en el momento preciso en que la vacilante vela de sebo se apagaba. Me dicen, y me sorprende, que hay gente que nunca ha visto un duende. No se puede menos de sentirlo por ella. Estoy seguro de que debe tener algún defecto en la vista. El viejo Lars Anders de Forsstugan, que medía dos metros, con su chaqueta de badana y sus zuecos, murió hace tiempo, así como la querida vieja Kerstin, su esposa. Pero el duendecillo que vi sentado con las piernas cruzadas en la mesa del ático, sobre el establo de vacas, vive aún. Sólo nosotros morimos.
St. James’s Club, junio de 1930.