IV

Escribimos estas líneas a gran distancia del lugar dichoso, en donde durante largos años nos hemos encontrado la víspera de Navidad en un alegre círculo de amigos. La mayoría de los corazones que palpitaban entonces a nuestro lado dejaron de latir; las manos que gustábamos estrechar están descarnadas; las pupilas que buscábamos han perdido su brillo, y sin embargo, el recuerdo de la vieja mansión, de la gran sala; las bromas, las risas, las voces alegres, los rostros sonrientes, todo, hasta las circunstancias más frívolas de estas reuniones felices, se presentan en tropel en nuestro espíritu cuando vuelve esta fiesta.

DICKENS, Pickwick

El día siguiente amaneció nevando; el Mayorazgo y Marina siguieron el camino que pasaba por cerca de la choza, y a las dos horas se encontraron de improviso con un poblado de diez o doce caseríos reunidos que formaban una plaza en medio.

En la casa que parecía la principal estaban dos hombres en la puerta, y allí preguntó el Mayorazgo si les podrían dar por caridad, hospedaje.

Uno de los hombres le dijo que pasara a la cocina, y Marina y él entraron dentro y se sentaron al lado del hogar en donde ardían dos grandes troncos de encina sostenidos por un extremo por unos banquillos.

Había muchas personas en la cocina, y por ellas supo el Mayorazgo que aquella casa era la del ganadero más rico del lugar, hombre joven, casado hacía un año, y cuya mujer estaba en vísperas de dar a luz.

Asistía a la mujer su suegra, que era experimentada en estas cosas; pero el marido había llamado al médico del pueblo vecino y se esperaba su llegada con impaciencia.

La madre de la mujer, sin valor para asistir a su hija, esperaba impaciente; la cuñada del amo, sentada en el fogón, cuidaba de las ollas y andaba de un lado a otro siempre en movimiento.

Al mediodía comieron todos y se siguió hablando. En el cuarto de al lado, que era donde estaba el matrimonio, se oían los lamentos de la mujer y las exhortaciones de su suegra y del marido para que tuviese calma.

Poco después de comer llegó el médico a caballo, entró en la cocina con el capote y la montera llenos de nieve. Se sacudió el abrigo al entrar, se deslió la bufanda y se acercó al fuego a calentarse las manos.

—Señor médico —dijo el marido—. Venga usted pronto.

—No hay prisa —murmuró el médico con calma.

Era éste un viejo chiquito, vigoroso y robusto; tenía la cara, las orejas y el cuello rojo, de color de cobre, el bigote blanco y fuerte.

Después de calentarse entró frotándose las manos en el cuarto, y poco después salió seguido del marido, que daba muestras del mayor azoramiento.

—¿Pero cree usted, señor médico?…

—Sí, hombre, va bien. No tengas cuidado —y se puso a dar zancadas en la cocina, silbando tonadillas de sus buenos tiempos de estudiante—. El ciudadano se hará esperar —añadió sentándose junto al fuego.

Mugían los bueyes en el establo, ladraban los perros de las casas cercanas, el aire silbaba en la chimenea. De vez en cuando se oía el sonar de las esquilas de un rebaño que un pastor llevaba a guardar al pueblo.

—¡Vaya un tiempo —murmuró el médico— para andar por esos caminos!

—¡Ja…, ja…! —contestó el abuelo— y que vos no podéis decir que no, señor médico.

—Mientras las mujeres tengan estas bromas —replicó el doctor con desenfado.

Rieron todos la gracia; el médico contempló al Mayorazgo y a Marina.

—¿Qué? ¿Vienen ustedes de muy lejos? —les preguntó.

—De allá, de la parte de Navarra.

—¿Andando?

—Sí, andando.

—Mal tiempo hace para eso.

—Cuando la necesidad obliga…

—Es verdad.

El médico volvió a mirar atentamente al Mayorazgo y a Marina.

—¿Ahora quedará la nieve hasta la primavera? —preguntó la muchacha.

—Hasta Abril o Mayo, en que empiecen los campos a morir —contestó el abuelo.

El médico se levantó al oír un grito y dijo:

—Esto ya es otra cosa —y entró en el cuarto.

Luego se oyeron ayes, gritos de dolor desesperados; Marina escuchaba llena de curiosidad; después se oyó un grito más fuerte y un chillido agudo.

Se abrió la puerta y apareció la suegra con una cesta redonda y plana, y en medio, entre mantas, el recién nacido. Lo llevó cerca del fuego y se puso a vestirle. Era un niño.

El abuelo, la madre y los pastores que había se acercaron a mirarle.

—¡Jo!… ¡y que grandullón es el bellaco! —dijo uno.

—Parece un becerro.

Hicieron todos un sin fin de comentarios, y cuando vino el médico, preguntó:

—¿Dónde está ese ciudadano?

—Aquí.

—A ver. Es fuerte; será un chicarrón como su padre.

—¿Es guapo? —preguntó el Mayorazgo.

—Sí, muy hermoso.

—¡Pobrecillo! —murmuró don Juan en voz baja— ¡qué mal regalo te han hecho con la vida!

—¿Tan mal le ha ido a usted por la vida, compadre? —preguntó irónicamente el médico.

—Sí, señor; bastante mal.

—Pues ¿qué le ha pasado a usted?

—Es doloroso para mí contarlo.

—¿Desgracias?…

—Sí, desgracias grandes.

El médico volvió a observar al Mayorazgo con atención; luego se despidió de todos, y con la promesa de volver al día siguiente sin falta, se puso su capote, se envolvió la bufanda, montó a caballo y se alejó al momento. Seguía nevando; danzaban los copos de nieve en el aire.

De noche se encendió el candil, brillaban los aros bruñidos de las herradas a la claridad de las llamas.

Después de cenar, los pastores se marcharon unos a sus casas; otros, que eran criados del ganadero, trajeron unos sacos de paja, y ellos y Marina y el Mayorazgo se tendieron con los pies hacia la lumbre. El día siguiente, que era de Nochebuena, se bautizaría al recién nacido.

Como en la casa no había pescado para comer de vigilia, se dispuso que la cena comenzara a las doce de la noche.

A media tarde comenzaron los preparativos, que fueron espléndidos.

En el fogón de la chimenea en donde ardía el tronco más grueso de la leñera, había grandes ollas, una caldera y dos corderos clavados en largos asadores sostenidos por trípodes de hierro.

Marina, como hija de una posadera, sabía hacer platos de leche y se encargó de los postres, y en una mesa pequeña amasaba rosquillas y batía huevos en grandes calderas.

A su alrededor una nube de chiquillos contemplaba sus maniobras con la esperanza todos de que les dieran luego el caldero del arroz con leche o el de las natillas para rebañarlos.

La abuela del niño recién nacido coció en el horno las rosquillas redondas y alargadas hechas por Marina, a las cuales espolvorearon luego con pimienta, azúcar y anís.

Mientras Marina y la cuñada del dueño trabajaban en la cocina, entre aquel enjambre de chiquillos, iban llegando los pastores del monte, encerraban sus rebaños en el aprisco y se ponían al lado del fuego.

Ya entrada la noche se puso la mesa en medio de la cocina, y cuando sonaron las doce se sentaron todos. El abuelo se sentó en la cabecera, el Mayorazgo a su derecha y el dueño, de la casa a la izquierda.

Marina y la cuñada del amo sirvieron la comida. Primero se trajeron dos sopas, una de pan y otra de fideos, el mayor lujo de la aldea.

El abuelo bendijo la mesa y se pusieron todos a comer.

Tras de la sopa se fueron sucediendo las viandas, buenas presas de carne, corderos y después los platos de postre.

Dejaron entonces todos la mesa y se pusieron alrededor de la gran chimenea; el abuelo echó dos brazados de ramaje seco que hicieron una gran llamarada. Algunas ramas huecas chasqueaban y estallaban con estruendo.

Uno de los cabreros, haciendo sonar una pandereta, se puso a cantar villancicos, monótonos; dos pastores vascongados, padre e hijo, entonaron las canciones de su país, unas canturías largas y tristes.

Propuso el abuelo que se entretuvieran con juegos de adivinanzas; pero como todos los de la aldea sabían las mismas, no tenía para ellos interés grande, y de común acuerdo se decidió proponer la adivinanza a Marina y al Mayorazgo, que eran los únicos que no las conocían.

—A ver esta adivinanza si la acertáis —dijo el abuelo, dirigiéndose a don Juan:

Trabajo mucho subiendo y bajando

y por premio siempre me dejan colgado.

Cuando empiezo mi faena desnudo estoy,

y a medida que trabajo vistiéndome voy;

hago la cuerda con la que me han de ahorcar

y colgando y dando vueltas engordo más.

Miraron todos al Mayorazgo con interés.

—No lo adevina, no lo adevina —dijeron los cabreros.

—Quizás sea el huso —repuso el Mayorazgo.

—Pues sí, pues sí que lo ha adevinado.

—A ver si acierta éste —dijo uno de los cabreros:

Una casuca

de buen parescer

nin los carpinteros

la saben facer;

solamente Dios

con su gran poder.

—¿Será la nuez? —preguntó el Mayorazgo.

Asombráronse todos de la inteligencia del Mayorazgo, y uno de los cabreros vizcaínos propuso otra adivinanza, que fue traduciendo del vascuence:

Cuatro que aplastan la tierra,

que llenaron cuatro jarras,

dos puntas altas,

dos ventanas y un hisopo.

—La vaca.

—¡Ah, el adevinador!

—¿Por qué no nos cuenta ahora algún cuento? —preguntó el abuelo.

Arguyó el Mayorazgo que no recordaba ninguno, pero a todos los cabreros les pareció esto imposible. Don Juan registró en la memoria y recordó que su abuela solía contarles un cuento de un gigante, y aunque no lo recordaba bien comenzó a contarlo.

—Había —dijo— un hombre extraordinario que se llamaba Barriga-grande. Era alto como una montaña y tan grueso que cada dedo suyo era mayor que la encina más grande del monte.

Dimoño ¡y qué grandullón debía de ser el bellaco!

—Al nacer sus padres, llevaron una vaca al niño para que bebiera la leche, pero Barriga-grande se echó sobre ella y se la tragó de un bocado.

»Entonces los padres, viendo la voracidad de su hijo, determinaron abandonarlo en el monte; reunieron todos los bueyes que había en el pueblo y arrastraron a Barriga-grande a un monte muy apartado en donde lo dejaron.»

Acordóse al llegar aquí el Mayorazgo que podía adornar a su héroe con todas las hazañas de Hércules y fue describiendo éstas una por una. La lucha con la hidra de Lerma y con el Minotauro produjo un gran entusiasmo en los oyentes; pero no lo produjo menos la inteligencia del héroe al limpiar los establos de Augeas variando el curso del río Alfeo. Después de los doce trabajos siguió con el cuento vulgar de su nodriza.

—Marchaba Barriga-grande a la corte de un gran rey, cuando se encontró en el camino con una zorra que le dijo: «Barriga-grande, ¿a dónde vas?». «A la corte». «¿Quieres llevarme contigo?». «Bueno». Se acercó la zorra y Barriga-grande se la tragó.

»Siguió tranquilamente su camino, ¡ale, ale!, y al poco rato se encuentra con un toro y le dice como la zorra: “Barriga-grande, ¿a dónde vas?”. “Pues a la corte”. “Si quisieras llevarme contigo”. “No hay inconveniente”, y se tragó el toro como se había tragado la zorra.

»No tardó mucho tiempo en ver a un arriero que iba con una recua de doce mulas al pueblo. Al ver a Barriga-grande le preguntó como la zorra y el toro: “Barriga-grande, ¿a dónde vas?”. “A la corte”. “¡Caramba, qué a gusto iría contigo!”. “Ven, si quieres te llevaré”; y abrió la boca y fueron pasando adentro las doce mulas y el arriero.

»Barriga-grande había tragado tanto que tenía sed, y al pasar junto un río se arrodilló en la tierra se agachó y se tragó el río. Así repleto llegó a la corte y pidió permiso para ver al rey; le hicieron pasar a un jardín y cuando se encontró los corrales, dijo: “Salte, zorra”. Salió la zorra, y a esta quiero y a ésta no quiero, destrozó todas las gallinas de un corral. Pasó Barriga-grande a un salón lleno de arcas con onzas de oro y de éste a otro, y al llegar a las despensas, dijo: “Salte, arriero”. Apareció el arriero con sus doce mulas, y las cargó de chorizos, jamones, cecinas, y se fue.

»En esto llegaron los criados del palacio, notaron la falta de las provisiones en la despensa y dijeron: “Barriga-grande las ha comido”.

»Entonces el rey, en castigo, mandó que lo fusilaran, y como el gigante era tan alto, de miedo de que no le mataran, ordenó que fueran todos sus soldados.

»Llevaron a Barriga-grande a la plaza del pueblo y los soldados apuntaron: A la una, a las dos… Y ya iban a decir a las tres, cuando Barriga grande dijo: “Salte, toro”. Salió el toro y cogió a un soldado y lo echó al aire, y luego al otro, y al otro, y no dejó ni uno.

»Entonces el rey, viendo que era un hombre tan extraordinario, dijo: “Nada; lo que hay que hacer es un monte de leña, echarle encima a Barriga-grande, amarrarle bien y pegar fuego después y hacer una gran hoguera”.

Agora sí que yan no i remedio nengun para el coitado —gritó uno de los cabreros.

—¡Sandio! ¿Y por qué no?

Cualque cosa nueva pensaría, todos ésos son brujos y tienen hechicerías para salir de malos pasos.

—Lo echaron encima de la leña, le sujetaron manos y piernas, le ataron y le prendieron fuego a la leña. Se encendió una gran hoguera. La gente decía: «Ahora, ahora ya se quema», cuando Barriga-grande gritó: «Salte, río». Y salió el río y apagó todo el fuego.

»Entonces el rey, viendo que era un hombre tan extraordinario, le dio todo el oro que quiso para que fuese a su tierra. Allí Barriga-grande se casó con una giganta y fue muy feliz. Y colorín colorao… este cuento se ha acabao.

El final del cuento fue acogido con una gran algazara.

—Siga, siga la trulla —decía el abuelo.

Y ya era cerca del amanecer cuando se acostaron.