Sólo el pobre sabe lo que sufre el pobre; únicamente él, ha aprendido la manera mejor de favorecerle.
LESSING, Nathan el sabio.
Habían atravesado durante la primera semana parte de la Rioja, cruzando tierras llanas plantadas de viña y cerros cubiertos de olivares. Era ya al principio de la segunda semana de marcha, cuando abandonaron el camino real para internarse en el monte.
El día se presentaba tarde. Hacía una niebla espesa. Apenas se divisaban los árboles de ambos lados del camino; la yerba hallábase adornada por la escarcha; aparecían de vez en cuando formas confusas de caseríos, que se ocultaban pronto en la niebla.
Veíanse a medida que avanzaban y que la luz pálida del día nublado alumbraba más, robledales que amarilleaban, prados por donde corrían los pastores con amplias capas pardas, marchando tras de las ovejas con los gruesos garrotes enarbolados. Cruzaban el aire bandadas de cuervos y aparecía el sol en el horizonte gris pugnando por brillar como una luna amarillenta y enferma.
El camino terminaba pronto en sendas, y por una de ellas siguieron el Mayorazgo y Marina.
El sol seguía luchando con la niebla, tan pronto vencedor como vencido; aparecía en el cielo pálido, anémico; luego se enrojecía, aumentaba de color y de luz, y se nublaba de nuevo.
Ya estaba al parecer vencido cuando de repente se presentó el cielo azul, muy azul, y la luz se derramó a raudales por toda la tierra.
La mañana quedó espléndida; al traspasar unas lomas, Marina vio enfrente, montañas que brillaban al sol cubiertas por la pureza blanca de la nieve.
En una de las faldas del monte pastaban vacadas y rebaños de cabras. Algunos pastores y vaqueros vestidos, unos con capisayos blancos, otros con dalmáticas pardas, sucios y melenudos, miraban al Mayorazgo y a su compañera con la misma indiferencia que los bueyes, los cuales dejaban de pastar un momento para mirarles con sus grandes ojos tristes.
Un zagal, sentado en una piedra, tocaba en el caramillo una canción primitiva, que rompía con sus notas cándidas el aire silencioso de la mañana.
Pasó junto a los dos caminantes un vaquero corriendo y lanzando grandes piedras con la honda que hacía zumbar por encima de su cabeza.
—¿A do vais? —dijo.
—Queremos atravesar el puerto.
—Mala sazón es —replicó el vaquero.
—Sí, pero tenemos la necesidad —murmuró el Mayorazgo.
—Entonces nada digo. Id por do se ve aquel claro, encontraréis un pueblo que se llama Molinos. Ende os dirán por do debéis ir.
Marina preguntó al vaquero de muy buena gracia si no podría darles algo de comer; y el vaquero les dio una copa de cuerno que llevaba atada al cinto llena de la leche de sus vacas.
Marina y el Mayorazgo siguieron andando, y al mediodía, en que el sol calentaba de veras, se tendieron a dormir.
Al caer de la tarde, por una honda calzada en cuesta, entraron en un pueblo.
A un lado y a otro asomaban las casas con viejos escudos nobiliarios. En el atrio de la iglesia se paseaba un cura con las manos cruzadas sobre la espalda; una vieja negruzca arrollaba el lino hilado en la devanadera.
Preguntó el Mayorazgo por el alcalde a la vieja, y ésta les indicó una casa pequeña, en cuya planta baja había una herrería.
Era un sitio oscuro con dos ventanas; un chico daba con el pie al gran fuelle; un mozo tenía un hierro candente en la fragua, y un hombre robusto, con los brazos desnudos, descansaba apoyado en el astil de un martillo. Aquel hombre era el alcalde. El Mayorazgo le dijo que su hija y él iban de camino y que no tenían dinero para pagar el hospedaje.
—Esperad un momento —contestó el alcalde.
Sacó el mozo el hierro candente de las llamas y lo llevó al yunque. Resonó el ruido del martillo grande del hombre y del martillo chico del mozo como campanas. Una nube de chispas saltó alrededor de los dos hombres.
Después de martilletear largo tiempo sobre el yunque, el mozo cogió el hierro con las tenazas y lo sumergió en un cubo de agua.
El herrero, entonces, se puso la chaqueta, y dirigiéndose al Mayorazgo y a Marina, les dijo:
—Vamos. Os llevaré a la posada.
Atravesaron el pueblo, que era pequeño, muy miserable, con casas de chimeneas cónicas y tejados terreros, y entraron en la venta después de recorrer un largo corredor.
El alcalde recomendó a los dos caminantes a la dueña de la posada. La moza les hizo pasar a una plataforma alta, en donde había mesas de madera y se sentaron allí.
En el centro de la cocina unos cuantos hombres jugaban al guiñote. Entre ellos había algunos con larga melena y tufos por encima de las orejas, vestidos con capas y gorras de pelo; otros llevaban capotes blancos con capucha, y algunos vestían marselleses atados por delante con un cordón, debajo del cual llevaban un pañuelo de vivos colores.
Les sirvió la moza unas sopas llenas de pimentón y un jarro de vino.
—¿Vais a pasar el puerto? —preguntó uno de los hombres.
—Sí.
—Pues coidad que debe haber más de media vara de nieve y quedaréis arrecidos en la carrera.
—Sí, encima del puerto hace frío, dimoño —repuso otro.
—Y además hay lobos —añadió un tercero.
—¿Pero no atacarán a las personas? —preguntó Marina.
—¿No? ¿Qué queréis que vos diga? En lo que llevamos de mes, han finado con treinta ovejas y dos o tres vacas.
—¿También se atreven con las vacas? —preguntó don Juan.
—Ya lo creo. Hará unos días que mataron una del Prioste, el pastor; apenas si dejaron los huesos.
—Pues eso no es todo —dijo otro—. Hay otra cosa peor, que Melitón el leñador anda por la montaña.
—¿Otra vez? —preguntaron todos alarmados.
—Eso me han dicho; hace una semana entró en el poblado de Quintanarejo y se llevó lo que había.
Comenzaron todos los hombres a hablar de Melitón. Había logrado infundir un terror tal en los corazones, que apenas se atrevían a decir nada malo de él.
Por la conversación pudieron sacar en limpio el Mayorazgo y Marina que el tal leñador era un redomado bandolero.
Había cometido varias muertes, robado en diferentes puntos, y violado a varias campesinas y pastoras.
«—Una vez estuvo a punto de ser cogido en un pueblo cerca de Ágreda —dijo un arriero joven—. Había sacado dinero a todos los ricos del pueblo, y una noche se presentó en la casa rectoral armado de un trabuco.
»—Aquí vengo —le dijo al cura— a que me dé usted tres onzas. Yo soy Melitón.
»—¡Hombre!, ¿eres tú? —le preguntó el cura—, entra en casa.
»Le hizo pasar y que se sentase a la mesa.
»—¿Quieres cenar?
»—No; lo que quiero son las tres onzas.
»El cura se puso a pasear tranquilamente por el cuarto.
»—¿Conque no quieres cenar conmigo?
»—No señor, lo que quiero es el dinero.
»—Está bien, ahora te lo voy a dar; —y el cura se echó sobre Melitón, le sacó el trabuco de las manos, y apuntándole con él, le gritó—: Ahí tienes el dinero, cobra —y disparó.
»Al ruido del tiro se acercaron algunos del pueblo a la casa rectoral. El bandido echó a correr; y como el cura decía: “¡Perseguidle, que es Melitón!”, salieron tras él unos cuantos pero no le pudieron alcanzar. Al día siguiente había sangre en la escalera de la casa rectoral.»
—Templado debe ser ese cura.
—Como que estuvo en la guerra, y dice que mejor andaría por los montes con un trabuco que cantando misa.
Siguieron todos los hombres hablando de Melitón y de sus hazañas; unos le defendían y le consideraban como un alma de Dios; otros pedían en su fuero interno todas las desgracias sobre la cabeza del bandido.
Oían el Mayorazgo y Marina la conversación, cuando un gato muy chiquito saltó a la falda de la muchacha. Le faltaba al animal una oreja y la cola.
—Pobrecito —dijo la muchacha pasándole la mano por el lomo—. ¿Qué le ha sucedido para estar así?
—Un maranchonero —contestó la moza— que se entretuvo en calentar las tenazas y quemarle.
Golpeó la mesa con el puño el Mayorazgo irritado.
—¿Qué le pasa? —preguntó uno de los hombres en el colmo del asombro.
—Nada.
Después de calentarse al fuego, el Mayorazgo y Marina, alumbrados por el candil de la moza, se fueron a tender al pajar.
Uno que dormía también allá se despertó y se puso a hablar con ellos. Era un arriero, un muchacho joven que tenía un mulo o iba vendiendo ciruelas, pasas y orejones por los pueblos; recorría las tierras de Burgos y de Soria, dos tierras bastante pobres según decía. Se levantaba siempre al amanecer y empezaba su tarea. Cuando concluía la venta de sus ciruelas y orejones, se volvía a su pueblo a trabajar al campo.
Mientras hablaban se llevaron el candil, y con el acompañamiento del sonar de los cencerros de las vacas, quedaron dormidos.