I

El que se atreve a declararse libre se siente encadenado por todas partes; pero el que tiene el valor de reconocerse encadenado, se siente libre.

GOETHE, Afinidades electivas

Meses después, una tarde de invierno triste y gris, hallábanse algunas personas en la tienda de la Goya.

El día estaba oscuro; las nubes pardas que cubrían el cielo se descomponían en una lluvia menuda, mezclada con copos de nieve. No habían encendido aún el quinqué; por la ventana entraba pálida y tenue luz que apenas si era suficiente para hacer destacar las siluetas de las personas allí reunidas. Por el pasillo se veía la claridad ligera que salía de la cocina; llegaba también del interior el ruido de la mano de un almirez en el mortero.

Hablaban, sumidos en la semioscuridad, Bothwell, Perico, el liberal del pueblo y algunos otros. El inglés estaba en el uso de la palabra; contaba historias de algunos animales.

«He conocido —decía— un pobre oso que iba con unos titiriteros ganándose honradamente la vida, bailando al son de la pandereta.

»Un día, en un pueblo de la montaña, sintió pujos de independencia y se echó al monte.

»El pobre animal, al encontrarse en libertad entre la nieve, debió de creerse en el paraíso. Se arrancó el bozal, rompió la cadena y se dedicó a robar las ovejas que se le antojaban más sabrosas. Se acercaba a los rebaños en dos pies, palmoteaba como oso civilizado que era, y se llevaba la oveja que mejor le parecía.

»A veces que la alimentación de carne le hartaba, iba a tomar el postre a las colmenas. Se bañaba previamente en un arroyo, se revolcaba después en el barro para cubrirse de una costra que no pudieran atravesar los aguijones de los insectos, cargaba con una colmena y comía la miel en un sitio apacible y tranquilo.

»A pesar de su inteligencia y de que no se metía con nadie, el pobre oso, perseguido y acorralado, fue muerto… Una verdadera desgracia.»

Ninguno de los circunstantes creyó que fuera una verdadera desgracia la muerte del oso, y el inglés comenzó a contar otra historia con tono lúgubre.

«Tenía yo un gato que se llamaba Francisco —siguió diciendo Bothwell—, que me quería mucho, pero era escocés, y por esto de un orgullo muy grande. No se dejaba dominar; había pactado tácitamente conmigo: “Yo te mato los ratones y tú me das de comer”. Y Francisco cumplía su palabra; pero, como he dicho, era muy orgulloso y despreciaba toda manifestación de afecto o de simpatía. Si le acariciaba, se iba mirándome con verdadero desdén.

»Sólo cuando yo estaba acostado y me suponía dormido se subía a mi cama y me acariciaba con su pata. Luego tuve otro que se llamaba José…».

En aquel instante, e interrumpiendo la relación del inglés, entró La Goya preguntando si habían visto a Marina. Un momento antes suponía que estaba con su hermana, pero Blanca se hallaba sola. Marina no estaba en casa.

Cosía por la tarde Marina en su cuarto, cuando al asomarse a la ventana, vio un hombre envuelto en una capa parda que se acercaba a la puerta del soportal de la calle de Jesús. Por su andar vacilante, por su estatura le llamó la atención. Hubiera dicho que era el Mayorazgo disfrazado de mendigo. Siguió Marina cosiendo y oyó que alguien cantaba en voz baja la misma canción con que ella arrullaba a Rosarito.

Bajó Marina al zaguán y vio, apoyado en uno de los pilares del soportal, al mendigo alto y corpulento de la larga capa amarilla.

—¿Eres tú? —preguntó la muchacha.

—Sí, soy yo —contestó el Mayorazgo—. Vengo a buscarte.

—¿A mí? —murmuró estremecida la muchacha.

—A ti, sí. ¿Quieres acompañarme? Estoy abandonado.

—¡Pobre don Juan!

—No; si no sientes más que piedad o compasión por mí, déjame; pero si me quieres algo, ven. Iremos por los caminos. Tú serás mi hija… Rosarito me hubiera acompañado.

Marina contempló absorta al Mayorazgo.

—Espera —le dijo.

Subió a su cuarto, escribió unas cuantas líneas en un papel y bajó al instante.

—Vamos —le dijo al Mayorazgo.

—¿No me preguntas dónde? —preguntó él.

—Donde yayas tú, iré yo.

Los dos bajaron por la calle de Jesús y salieron del pueblo. Seguía cayendo la lluvia menuda, mezclada con nieve.

—¿Qué has hecho en todo este tiempo? —preguntó Marina.

—He vivido —contestó el Mayorazgo.

—¿Nada más?

—¿Te parece poco? Además, he reconstruido mi vida, tengo un plan. En un pueblo, a orillas del Mediterráneo, mi familia poseía una casa y un huerto. Esa casa es aún mía. Iremos allá los dos andando. Allí no hace frío como aquí. Allí dicen que el cielo es azul y el cielo siempre puro. Iremos, ¿verdad?

—Sí, si tú quieres. ¿Qué camino tenemos que tomar?

—¿Qué importa el camino? Además, preguntaremos.

Se echó la noche encima y comenzó a nevar más fuerte. Entraron los dos en una casilla de peón caminero que había a un lado de la carretera. Se sentaron en un banco y encendió Marina unos cuantos palitroques en un rincón. El Mayorazgo sacó de su morral un trozo de pan y de queso.

—Sécate al fuego, Rosarito —dijo.

—¿Por qué me llamas así? —preguntó Marina.

—Déjame que así te llame, y dime tú, padre, como ella me decía.

Marina no replicó. Las llamas iluminaban las paredes blanqueadas de la borda; el viento frío entraba llevando copos de nieve.

—Ponte en el rincón, Rosarito —dijo el Mayorazgo—. Así no te llegará el frío.

Marina se envolvió en el mantón y se acurrucó allá. Estaban ya medio dormidos cuando les despertó la voz fuerte de un hombre que decía:

—Buenas noches, amigos. Dejadme calentar en vuestro fuego.

El Mayorazgo preguntó en voz baja a Marina:

—¿Quién es?

—Es un pobre.

Era un mendigo joven, tostado por el sol, con grandes guedejas negras que le caían por la espalda. Se sentó al lado del fuego.

—¿Vienes de muy lejos? —le preguntó don Juan.

—Sí, de sitios donde no se habla castellano.

—¿Y hacia dónde vas?

—Hacia el Mediodía.

—¿Vives por allá? —preguntó el Mayorazgo.

—No. Yo vivo por donde paso.

—¿Pero no tienes un pueblo fijo para estar?

—No, ni quiero tampoco.

—¿Por qué?

—Si se puede vivir al aire libre, ¿para qué encerrarse en una de esas madrigueras que se llaman pueblos?

El mendigo sacó un pedazo negro de pan, les ofreció a Marina y al Mayorazgo.

—¿Y cómo puedes vivir siempre así? —preguntó éste.

—Me dan socorros en los pueblos por donde cruzo.

—¿Eres español?

—Sí, creo que sí.

—¿No lo sabes a punto fijo?

—Ni me importa tampoco; para el que no tiene nada, toda la tierra es igual.

—¿Y hace mucho tiempo que vives errante?

—Desde que nací. Mi padre andaba de pueblo en pueblo comerciando con baratijas que llevaba en un carro; yo he suprimido el carro y el comercio.

—¿Pero no echas de menos las casas?

—No; prefiero los matorrales y las cuevas, la hermosa libertad y el campo. A vosotros, los que vivís en las ciudades, la gana de poseer os pierde; queréis tener vuestra casa, vuestra mujer, vuestros hijos; si no tuvierais nada y no desearais nada, seríais felices.

—¿De manera que te consideras más feliz que ésos que viven en las ciudades?

—Sí; ésos son desdichados que no tienen fuerza para vivir la vida natural.

—Me asombra tu discurso; yo creía que los vagabundos eran casi todos ladrones, más que filósofos.

—Se puede ser las dos cosas al mismo tiempo.

—Es verdad.

—Yo, cuando no tengo que comer, robo. Defiendo mi vida como puedo.

—¿Robas?

—Sí, ¿por qué te asombras? Cojo lo que necesito, algunas veces voy a la cárcel. ¡Psé! Los días que estoy encerrado me hacen encontrar más hermosa la libertad.

—Me admira el oírte.

—¡Claro! Has vivido lleno de preocupaciones, entre gente supersticiosa. Eres esclavo de la sociedad.

—Es cierto.

—Yo no; por no sujetarme no quiero habitar las ciudades, prefiero el campo. En invierno, duermo en las cunetas de la carretera, o debajo de algún puente; en verano, me tiendo en la tierra y fumo mi pipa contemplando las estrellas.

—También tú veo que eres esclavo, esclavo de tu libertad —murmuró el Mayorazgo.

—Es posible —repuso el vagabundo.

—Es seguro.

—Yo no trato de convencerte con mis ideas. Buenas noches. Voy a dormir.

Se envolvió el vagabundo en sus harapos y se tendió en el suelo…

Al día siguiente, al rayar el alba, se levantaron los tres.

—Adiós —dijo el vagabundo—; probablemente no nos volveremos a ver. Si buscáis algo, me alegraré que lo lleguéis a encontrar.

—Adiós y que la suerte te acompañe —contestó el Mayorazgo.

Salieron don Juan y Marina de la borda. Había cesado de nevar; veíanse vagamente campos llanos cubiertos de nieve; en algunos sitios en donde la capa blanca no había cubierto la tierra, ésta se presentaba roja como si fuera de sangre.