Vosotros por ese camino, yo por éste.
SHAKESPEARE, Trabajo de amor perdido.
Pasó el invierno y parte también del verano. Don Juan apenas salía de casa, ni aun siquiera iba a la iglesia, con gran escándalo de todo el pueblo.
La casa estaba siempre cerrada, como si nadie la habitase, y únicamente a ciertas horas se veía salir a Quintín a algún recado.
Días después del carnaval, una tarde, al anochecer, se vio a Quintín, al antiguo criado del Mayorazgo, que en compañía del médico entraba en la vieja casa solariega.
Rosarito estaba enferma. Llevaba algunos días, triste, sin ganas de jugar: Había pasado una noche con fiebre, y a la mañana siguiente no pudo levantarse. El Mayorazgo estaba asustado.
—¿Cómo está? ¿Qué tiene? —preguntó el Mayorazgo con ansia al médico.
—No sé todavía; tiene mucha calentura. Veremos.
A los dos días de visitarla, el médico dijo que tenía grandes sospechas de que se trataba del tifus; al tercero la enfermedad se manifestó tan claramente, que don Martín no tuvo vacilación en diputarla gravísima.
Rosarito tenía una altísima fiebre que cada día iba aumentando; de noche, en las horas de recargo, deliraba y se movía violentamente en la cama; al amanecer, la calentura descendía algo. La pobre niña iba quedándose flaca por momentos; tenía continuamente las mejillas rojas, los labios y los dientes negruzcos.
El médico acompañaba al Mayorazgo todo el tiempo que podía, y éste no se separaba un instante de la cama de Rosarito. Quintín ayudaba a su amo a cuidar de la niña.
—Hay que tomar una enfermera —decía el médico a todas horas—. La enfermedad ésta puede durar mucho tiempo.
Pero el Mayorazgo no tenía dinero y no quería que manos mercenarias cuidasen a su sobrina; por consejo del médico escribió a unos parientes de Arnedo, y esperó la contestación, pero la contestación no vino.
En todo Labraz se hablaba del abandono en que estaba la niña, pero ninguna persona acomodada del pueblo se presentó en la casa. Únicamente el inglés iba algunas veces a preguntar por Rosarito. La gente pobre, menos aprensiva y con un espíritu de generosidad mayor, visitaba la casa con alguna frecuencia.
Un día se presentó el Predicador con las dos hijas de La Goya a preguntar por Rosarito.
Hablaron las dos muchachas con el Mayorazgo. Marina sintió una tristeza profunda al ver las huellas de cansancio y de dolor que se advertían en el rostro del ciego; después, en un arranque de decisión, manifestó el deseo de ver a la niña.
Le opuso Blanca razones justísimas contra lo que consideraba imprudencia de su hermana; pero Marina, sin hacerle caso, siguió al Mayorazgo por los pasillos de la casa.
El cuarto en donde se hallaba Rosarito era la antigua alcoba de Micaela. Estaba contiguo a un gabinete adornado a la Pompadour, separado de la alcoba por columnas. En el gabinete había pinturas en las paredes y artesonados en el techo; en uno de los testeros, sobre la chimenea de mármol blanco, ardía una hoguera de tablas viejas y de palos de silla.
En el fondo de la alcoba, en una cama muy grande, estaba Rosarito, muy flaca, con las mejillas rojas por la calentura.
Al ver a Marina sonrió tristemente y le alargó la mano.
«No te vayas», murmuró débilmente.
La muchacha vio en los ojos de la niña una súplica tal de que no la dejara sola, que Marina, embargada por la emoción, mandó avisar a su hermana que se quedaba allí.
Blanca trató con nuevas razones de disuadir a Marina; pero ésta dijo que no consentiría dejar a la niña abandonada al cuidado de un criado viejo y de un ciego en medio de aquel caserón desolado.
Mientras Blanca y el Predicador se fueron, Marina se sentó a la cabecera de la cama de Rosarito.
Por la noche la Goya volvió a la casa del Mayorazgo y reconvino a Marina, y le hizo una serio de observaciones acerca del peligro que corría estando allí, de lo que murmuraría el pueblo.
«No me importa que digan lo que quieran —saltó diciendo Marina—, he prometido cuidar a Rosarito y la cuidaré. Los del pueblo que murmuren, que hablen; yo haré lo que creo que debo hacer.»
Tenía la muchacha una decisión inquebrantable. A los pocos días de estar allá, sin dormir apenas, cuidando de Rosarito, quedó Marina flaca, demacrada; pero la melancolía que desde algún tiempo velaba sus ojos desapareció, sustituyéndola una actividad y un ardor en ella inusitados.
El médico, al saber el rasgo de la muchacha, la felicitó calurosamente; el ciego buscó una de las manos de Marina para estrechársela entre las suyas.
Era una sensación muy nueva para Marina el vivir en aquella casa grande, en donde se mezclaba la suntuosidad y la miseria. Sentía algo como la satisfacción de un instinto de venganza al habitar el mismo cuarto en el cual había vivido la orgullosa Micaela; al mandar en la casa, aunque no hubiera en ella más personas que el Mayorazgo y Quintín. Los dos le obedecían con ciega sumisión, convencidos de que lo que ella ordenara estaba siempre bien dispuesto.
¡Qué cosas pensaba Marina de noche, mientras velaba a la cabecera de la cama de Rosarito en compañía del Mayorazgo! Nunca se le había ocurrido nada semejante, nunca en la vida. Eran pensamientos, ideas acerca de la manera de ser de la gente del pueblo, sobre todo pensamientos acerca de sí misma. ¡Tan profundo, tan intenso como le había parecido su amor por don Ramiro y ahora lo veía en la superficie de su alma, sin llegar al fondo, como estas plantas de los estanques que nacen a flor de agua!
Otras veces, Marina, sin pensar en nada, miraba las desconchaduras de las paredes, ocultas en parte por litografías iluminadas de odaliscas y de moros, y los grabados puestos en forma de medallones, o embebida en vagos pensamientos contemplaba cómo iban ardiendo en el hogar de la chimenea los trastos viejos que traía Quintín de la buhardilla, entre los que abundaban antiguos marcos con ensambladuras, esqueletos de sillones fraileros con clavos dorados, tablas de arcones talladas y llenas de adornos.
Por la influencia de Marina, la alcoba de la enfermita quedó si no elegante al menos cómoda, limpia y abrigada. Colocó la muchacha cortinas en la cama de Rosarito y puso un gran tapiz clavado, ocultando el hueco del balcón, cuyas maderas, como no cerraban bien, dejaban pasar el aire.
Rosarito estaba cada día más grave; había llegado su enfermedad, según decía el médico, al período álgido, pero no declinaba; las oscilaciones de la fiebre eran siempre las mismas; aminoraba la calentura por las mañanas, pero volvía a tomar incremento por las tardes, al anochecer.
Así pasaron largas semanas; la niña se iba quedando en los huesos, echaba sangre por las narices, que se coagulaba y ennegrecía.
Marina descansaba apenas; Rosarito la quería tener siempre a su lado. Tenía la enferma caprichos extravagantes; uno de ellos fue pedir al Mayorazgo y a Marina que se hablaran de tú. A Marina le costó mucho trabajo acostumbrarse a ello.
Un día don Martín dijo que la niña estaba muy grave. Deliraba, hablando en voz baja, tenía una gran incoordinación en los movimientos. El desenlace funesto era el más probable.
El Mayorazgo habló con Marina; tenía el presentimiento de que Rosarito se moría, desde el comienzo de la enfermedad.
Por la noche, la niña se agravó de tal manera que se creyó el fin próximo.
El Mayorazgo no tuvo valor para estar junto a la cama de la enferma; abrió el balcón del gabinete y se apoyó en el barandado. La noche estaba tranquila. Para el ciego, la vida era en aquel instante el ensueño más horrible, la carga más espantosa. Le parecía que toda la tierra era un inmenso sepulcro y que no volvería a ser jamás reanimada por el sol. Tenía la seguridad de que la niña iba a morir, y no deseaba otra cosa sino acabar también él. Sentía la aspiración triste de aniquilarse en el seno de la tierra.
¡Cuanto antes morir, cuanto antes desaparecer! Y ya que la Naturaleza había hecho en él, un monstruo, una desdicha viviente a la que había privado del más dulce de los bienes, deseaba que ni una inscripción recordara su nombre, que ni una piedra indicara el sitio donde se pudría su cuerpo. ¡Cuanto antes la desaparición, cuanto antes la fusión en el mar de la materia eterna o infinita!
Después de minutos que fueron para él siglos, el Mayorazgo volvió a la alcoba; la niña seguía delirando. Don Juan ocultó la cara entre las manos y esperó angustiado el momento en que Marina le dijese que todo había concluido.
Dejó de delirar la niña; se oyó en el silencio de la noche un gorgoteo siniestro, semejante al que produce el agua al salir de una botella, luego el gorgoteo cesó.
—¿Ya? —preguntó el Mayorazgo con el rostro estremecido.
—No. Por hoy no —dijo Marina—. Creo que está mejor.
El Mayorazgo levantó convulsivamente los brazos al cielo y se puso a pasear a largos pasos por el gabinete. El reloj de la Colegiata midió las horas con sus lentas campanadas, que vibraron por largo tiempo indiferentes. Un gallo cacareó a lo lejos.
El Mayorazgo se acercó a la cama, besó a la niña y dijo a Marina:
—Duerme ahora un rato.
Marina se tendió en un sillón, y en un sueño profundo descansó un par de horas. Al despertar, la luz se filtraba por entre los agujeros del tapiz, y en la ligera claridad que daba al cuarto, parecía ir palpando ligeramente los objetos. Un rayo de sol hería el cristal de la ventana.
Pasó el período agudo de la enfermedad, pero persistió la fiebre. El médico aconsejó a Marina que sacara de la cama a la niña envuelta en mantas y la llevase a la huerta, en las horas de calor.
Rosarito estaba como un esqueleto; se pasaba las horas en el regazo de Marina a quien llamaba mamá, oyendo los cuentos que la contaba, besándola en su cuello tibio.
Marina le cantaba canciones, algunas en vascuence, que había aprendido de su padre. Una de ellas era una canción muy sentimental, muy melancólica, un lamento triste y soñoliento, que a Rosarito le gustaba oír. Decía así una de las estrofas de la canción:
Ointxo polita, zapata eder
txorkatila gustiz fina
jantzi ederki egina
telako modako fina
ai, niretzako bazina!
Y esta última frase de la canturía se alargaba y terminaba en una nota quejumbrosa, de aniquilamiento.
Tan larga permanencia de Marina en casa del Mayorazgo produjo en el pueblo una gran indignación. La Goya predicaba a su hija, diciéndola a cada momento:
—Mira que todo el pueblo habla mal de ti.
—Que hablen —decía Marina—. Aunque todo el mundo me insulte, no dejaré a esa niña sola.
Una tarde, en la hora del crepúsculo, mientras estaban Marina, el Mayorazgo y Rosarito en la huerta, la niña, con los ojos profundos, inflamados por la fiebre, juntó su mejilla con la de Marina y le dijo:
—¿Qué hay allá, mamá?
—¿En dónde, Rosarito?
—Allá arriba —murmuró la niña, señalando el horizonte rojizo.
—Allá no hay más que nubes —repuso Marina.
—¿Y qué son las nubes?
—No sé; tu tío sabrá lo que son.
—Yo tampoco sé nada —murmuró el Mayorazgo tristemente.
—¡Oh! Yo veo muchas cosas —dijo la niña—; yo quisiera subir allí y montar a caballo sobre una nube… Llévame, mamá, allá arriba.
—Ya te llevaré.
El crepúsculo era magnífico; el sol, oculto tras de una nube, incendiaba a su alrededor el cielo… La niña, con las mejillas rojas por la fiebre, mostraba a Marina allá un dragón rojo que corría por el mar azul, aquí un gigantesco cisne, islas brillantes, montes de grana…
El Mayorazgo comprendió que la niña estaba delirando. La llevaron a casa.
Rosarito quería que la acercasen a la ventana, y contempló atentamente el sol que se ponía tras de los cerros lejanos, y las nubes que se tornaban cenicientas y grises con la aproximación de la noche.
Después la niña comenzó a balbucear; Marina notó que se iba poniendo fría y pálida, la llamó, y ella contestó de un modo vago; luego vio que la niña murmuraba algo muy débilmente. Por último, lanzó un suspiro anheloso, cerró los ojos y quedó muerta.
Por los sollozos de Marina, el Mayorazgo comprendió que había llegado el fin; se acercó vacilando, se arrodilló a los pies de Marina, cogió la mano de Rosarito, y la besó regándola con sus lágrimas.