IX

Señora doña Venus, mujer de don Amor,

noble dueña, omillome yo, vuestro servidor;

de todas cosas sodes vos el Amor señor,

todos os obedescen como a su facedor.

ARCIPRESTE DE HITA

Entró Raimundo el cura en el cuarto de su tío. Don Ignacio Armendáriz el organista, sentado en su poltrona cerca del balcón con las antiparras sobre la nariz, leía a media voz, aunque para él solo, un manuscrito encuadernado en pergamino.

El cuarto era espacioso y bajo de techo; tenía dos balcones a una plazoleta con unos cuantos árboles. Frente a un balcón estaba la alcoba con su cama de colgaduras de sarga verde; arrimados a las paredes armarios y estantes llenos de libros, papeles y pergaminos.

Se olía en el cuarto a papel apolillado y al cuero de las encuadernaciones.

Don Ignacio, mientras iba leyendo, accionaba. No oyó a Raimundo al entrar, y éste quedó contemplándole durante algún tiempo cariñosamente.

La figura del viejo, con su nariz larga, su cara afeitada y estrecha, la frente espaciosa y los anteojos grandes de plata, tenía algo de misterioso.

—Le tengo que hablar a usted, tío —dijo Raimundo.

—¡Ah! Estas aquí —murmuró el organista apartando el libro—. ¿Qué pasa?

—Pasa que… —murmuró Raimundo, y se quedó sin poder decir una palabra más.

—¿Cómo estás? —preguntó don Ignacio—. ¿Sigues teniendo esos vahídos?

—No, ya no.

El organista levantó los anteojos hasta la frente, miró a su sobrino y se frotó las manos.

—Tengo aquí —dijo— en un libro manuscrito que he encontrado en casa del Mayorazgo, una historia muy graciosa; a mí al menos me ha hecho reír. Te voy a leer algunos trozos; ya verás, te gustará porque es muy interesante.

—Bueno.

El organista se caló las gafas, cogió de nuevo el libro y leyó:

En el monasterio de la orden de los Cartujos, cerca de Labraz, hubo ha mucho tiempo un monje llamado Verísimo, médico y conocedor de las virtudes de las plantas, varón que, a su extraordinaria santidad y perfección en las vigilias, abstinencias y oraciones, unía grande sencillez y gracia.

—Aquí —dijo el organista— hay una jaculatoria y una porción de reflexiones sobre la gracia, pero las pasaremos.

A pesar de esto, y por esto quizás, el Diablo, que no se cansa de acechar y de observar el calcañal de los pecadores, no se daba punto de reposo en armar redes al monje para que Verísimo cayese, pues siempre le veía salir con victoria de la guerra que le daba, más rigurosa que aquella con la que combatió a Job, pues nunca utilizó Satanás con éste, tan fieros arcabuces y bombas de lascivia, tantas imaginaciones torpes e ilusiones deshonestas, como con el buen Verísimo empleó, y, viendo que no lo vencía, el Diablo cavilaba y cavilaba. Verísimo, en su sencillez, no temía al Demonio y aspiraba a ser mejor de lo que era.

—Aquí hay otro racimo de reflexiones acerca de la humildad y una porción de jaculatorias. ¿Las pasaremos, eh?

—Como usted quiera —dijo Raimundo indiferente.

Refiere Bartolomé de Emparanza que una vez, después de maitines, en la infra-octava de la Asunción, un religioso joven, fray Onofre, al pasar por el claustro del monasterio, comenzó a mirar a cierto sitio, clavando en él con espanto los ojos. Un hermano que iba con fray Onofre preguntóle qué veía, y él, sin hacer caso de la pregunta, se burló del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y dijo que eran hipóstases, y añadió que el Papa era un asno y que los cardenales, obispos, arzobispos, priores, monjes y ermitaños malsines de la peor especie.

Seguía blasfemando de este modo sin que se le pudiera hacer callar, cuando fray Verísimo invocó a la Virgen, y ¡cosa admirable!, fray Onofre se tranquilizó y serenó, y dijo que había visto una caterva de demonios que Verísimo arrojaba con bravura.

De este modo nuestro monje adquiría más aplomo, pero ¡ándese, ándese nadie con aplomo juntó a Satanás!

Había en una ciudad no lejana del convento un noble caballero, temeroso de Dios y de sus obras, que padecía desde larga fecha de unas tercianas, tan pertinaces, que no encontraba medio, no sólo de curarlas, ni aun siquiera de aliviarlas.

Sufría de aquel mal años y años, y viendo la inutilidad de las medicinas que empleaba, se determinó a rogar a la Comunidad que permitiese a Verísimo que fuera a visitarle, y él buen monje, con la permisión del prior, fue a verle.

Tenía el caballero una hija, doña Venus, dama de libres maneras y de diabólica hermosura, entregada a las vanidades y pompas del mundo, e hizo el demonio que con ella fuera con quien primero topase aquel santo varón. Verle la dama y amarle, todo fue uno.

El monje recomendó al enfermo caballero una tisana de sus medicinales hierbas, e iba ya a partir para el monasterio, cuando vio que se levantaba una aterradora tempestad.

Rogáronle todos los de la casa que allí se quedara a pasar la noche, y el monje dijo que sí; nunca lo hubiera hecho, porque la dama, al ver a Verísimo sintió su corazón abrasado por torpe fuego y trató de comunicarle sus ardorosas ansias.

Dormía Verísimo como un bendito, cuando oyó una voz que le gritaba: «Sal de esta casa».

Creyó el fraile que eran imaginaciones de sueño aquellos gritos, e iba a quedarse dormido, cuando volvió a sonar la voz, y entonces Verísimo, comprendiendo que el Demonio no andaba lejos de su alcoba, huyó del lecho, cruzó la casa, salió de la ciudad y escapó a unos páramos en donde habitaba, al modo que otros, un ermitaño llamado Landrino, hombre docto, como deja entenderse, y muy virtuoso.

Doña Venus, nada satisfecha del proceder del monje, fue en seguimiento de éste, se emboscó por las malezas buscando de risco en risco y de valle en valle cuantos cóncavos y grutas topaba y descubría, y encontró por fin a Verísimo en el fondo de una cueva orando con el ermitaño.

Doña Venus, más bien Satanás, pues el espíritu del Demonio se agitaba en ella con palabras dulces y melosas, le dijo: «No te atemorices, hermano, de mi vista, que no me trae objeto pecaminoso hacia ti, sino que hagamos oración los dos».

¡Miren qué palabras estas de Demonio, y qué menos podía hacer Verísimo que ceder!

Después de la colación acostáronse el ermitaño Landrino y Verísimo en el suelo y la dama en el desaliñado y duro lecho que el ermitaño guardaba para algún viandante, cuando a la media noche oyóse llamar Verísimo por la dama que le decía: «Hermano mío, socorredme y amparadme. El Demonio me quiere llevar consigo».

Acercóse Verísimo a doña Venus. Echóle la dama los brazos al cuello con espanto. El monje rezaba o instaba a doña Venus que hiciera lo propio; pero ella comenzó a darle en el rostro inmundos besos. Comprendió entonces Verísimo que el Diablo le acechaba, escapó de la cueva de Landrino y se azotó hasta quietar su carne.

Comprendiendo el esforzado varón que no encontraría la paz sino en su celda, volvió al Monasterio. Aun allí no le dejaba tranquilo el Demonio (según asegura fray Bartolomé de Emparanza), el cual da de paso el útil consejo siguiente y es a saber: que cuando la oración, el silencio, la disciplina y otros ejercicios no bastan a que la carne se dome y se quiete, sino que apostadamente y adrede porfía en su tesón, combatiendo más la idea, no hay en su concepto mejor remedio (y basta ser de fray Bartolomé para ser tal) que mudar de estancia, salirse de la celda, soltar la disciplina, dejar el libro y buscar la conversación y el esparcimiento, aunque sea con las fieras, con los troncos o con los peñascos.

Aun así, Verísimo no se hallaba tranquilo, porque doña Venus le acechaba por todas partes, y sabiendo esto el Prior llamó a la dama y la amonestó con tan dulces palabras que la hija del caballero cayó a sus pies, al parecer contrita y llorando sus extravíos.

Entonces doña Venus, por amor a Verísimo, se constituyó en protectora del convento y empleó su capital en obras piadosas, e hizo que las fiestas del cenobium fuesen las más brillantes y fastuosas de la comarca.

Por su influencia las reglas monásticas se fueron suavizando; los altares, antes desnudos, se llenaron de imágenes coloreadas, y el mármol y las soberbias pinturas adornaron las paredes, las piedras preciosas engarzadas colgaron de los paños de las Vírgenes y se incrustaron en los cálices y custodias.

Las costumbres se habían relajado de tal manera, que los monjes pasaban el tiempo en los salones de la ciudad.

Un día llorando Verísimo la decadencia del monasterio, se encontró con doña Venus, siempre joven y hermosa, que le dijo: «Querías arrojarme, de tu lado y no has podido». «Eres el Demonio; huye de mí». «No, replicó ella; soy la Vida y la Belleza siempre triunfante, siempre victoriosa.»

Entonces Verísimo, postrándose en el suelo, exclamó: «¡María! ¡Madre de gracias! ¡Madre de misericordia! ¡Defiéndenos del enemigo malo!».

No hizo más que pronunciar estas palabras, cuando mármoles, pedrerías, pinturas soberbias, todo, cayó deshecho en el suelo de la iglesia, y Verísimo vio un demonio en forma de dragón que salía del cuerpo de doña Venus. El dragón era rojo y sangriento y escapó por el aire dando muy fuertes gritos que espantaron a todos. Esto cuenta fray Bartolomé de Emparanza en su historia de Verísimo, monje en el monasterio de Cartujos, cerca de Labraz.

—¿Qué te parece la historieta? —preguntó el organista a su sobrino, levantando sus antiparras.

—¿Qué quiere usted que me parezca?

—¿No crees que ese Verísimo era un pillo redomado?

—¡Pillo! ¿Por qué?

—Un capón despreciable.

—Es que el voto de castidad…

—Un frailuno sucio y piojoso, una pura tiña. Figúrate que tú hubieras estado en su caso, ¿qué hubieses hecho?

—¡Yo!

—Sí, tú.

—Pues, no sé.

—¿No te hubieras acercado al dragón y lo hubieras cogido en tus brazos?

—Dice usted unas cosas…

—¿Qué? ¡Un dragón en forma de chica guapa! Es bastante agradable. Si no viniera nadie te leería lo que dice el maestro de algunas de estas cosas —y el organista se levantó de su sillón y abrió con llave un armario en donde guardaba todas las obras de Voltaire. Era el entusiasmo de Armendáriz leer aquellos libros. Éste, éste sí que lo entiende, solía decir entusiasmado.

—No me lea usted nada, tío —murmuró Raimundo.

—¿Pero qué te pasa? ¿Te persigue como a Verísimo alguna mujer hermosa y diabólica?

—No, todo lo contrario.

—¿Entonces la persigues tú?

—Yo no he dicho eso.

—Pero lo has dejado adivinar.

Raimundo enmudeció.

—Con hacer un esfuerzo de imaginación sabría quién es ella… En resumen, que estás enamorado como un cadete.

—Por Dios, tío…

—¿Y qué? Si las leyes de la Naturaleza se han de cumplir siempre. Ahora la cuestión es ésta: ¿Tú te enamoraste de ella porque tenía tales o cuales perfecciones, o te has entusiasmado sólo porque es una mujer bonita?…

—En cuanto a esto, tío, tengo la seguridad…

—¡Pero qué seguridad vas a tener tú! Si eres un doctrino.

—Seré todo lo que usted quiera; pero yo le puedo decir que he visto mujeres hermosas y las he mirado fríamente.

—Como Verísimo… Eres un tontuelo. En fin, ¿tú venías a pedirme un consejo, no es verdad?

—Sí.

—Pues óyeme. Para mí puedes seguir tres caminos: primero, el de la imbecilidad, haces como Verísimo, te azotas con unas disciplinas, te mortificas, comes acelgas y lechugas hasta que el recuerdo pecaminoso huya y la carne se aquiete; segundo, el de la hipocresía, buscas un ama guapetona que te haga olvidar el objeto de tus ansias, acaricias a tus sobrinitos cuando los vayas teniendo; y tercero, que es el camino que me parece más decoroso, te vas del pueblo.

—¿Y qué hago fuera de aquí?

—Veo que escoges la solución más digna. Si tú trabajas y escribes música, llegarás a tener gloria, dinero…

—¿Cree usted…? —dijo Raimundo con los ojos brillantes.

—Sí, ya lo creo. De manera que ya lo sabes —añadió el organista—. Yo tengo algunos cuartos. ¿A mí de qué me sirven? Tómalos y vete a París.

—¿A París? —exclamó Raimundo en el colmo del asombro.

—Sí, allí te curarás y sentirás la fiebre del trabajo. Aquí ¿qué vas a hacer? Nada. Este pueblo se va; dentro de cincuenta años será una aldea.

—¿Y qué voy a hacer yo en París?

—Estudiar, escribir música…

—¿Música religiosa?

—O música profana.

—¿Un cura escribiendo música profana?

—¿Es que crees que tus hábitos son un obstáculo para eso?

—Claro.

—Pues cuelga los hábitos. Yo no te digo más. Mi bolsa está a tu disposición; si triunfas, ya me recogerás en tu casa; si fracasas, viviremos también. Piensa lo que te digo; ya me dirás lo que resuelves…

Unas semanas después, Raimundo salió de Labraz.