Ese anciano, esta cabeza sagrada, es la de mi padre.
V. HUGO, Hernani.
Días después paseaban, dando la vuelta al pueblo por fuera de las murallas, don Ramiro y el viejo don Diego de Beamonte.
Los Beamonte eran, después de los Labraz, las personas más importantes del pueblo. La nobleza de aquéllos era mucho más ilustre que la de los Labraz, pues éstos eran sólo hidalgos muy antiguos y fundadores del pueblo; pero los Beamontes habían intervenido en guerras de navarros y de franceses y su nombre figuraba en la historia.
Los Beamonte que vivían en Labraz procedían de un hijo bastardo de un Beaumont, y desde el siglo XVII habían estado al servicio del rey de España. Don Diego, el último de la familia, vivía en una hermosa casa de la calle Mayor.
Don Diego era uno de los hombres célebres de Labraz, más que nada por sus trajes, de moda anterior a la del año 30.
Los dos temas favoritos de su conversación eran la decadencia de los tiempos y la estrategia. En sus paseos por los alrededores de Labraz, solía figurarse que tenía al ejército enemigo en este monte o en el otro cerro, y pensaba en los medios que podía emplear para apoderarse de las posiciones del contrario.
Muchas veces solía interrogar al que le acompañaba en sus paseos qué es lo que haría si le atacase la caballería enemiga por el flanco derecho y la infantería cargase por el izquierdo. Si el acompañante decía que lo mejor sería retirarse, don Diego se incomodaba, y después de sentirse ofendido por la idea, explicaba las ventajas de atacar las fuerzas del contrario por esta parte o por la otra.
Había sido don Diego guardia de Corps en tiempo de Carlos IV y de Fernando VII, y nadie le hubiese podido convencer de que aquellos dos reyes, como personas y como monarcas, habían sido sencillamente abominables.
Contaba don Diego la causa de que cayera en desgracia y pidiera su retiro.
—El estómago me ha perdido a mí —solía decir.
—¿El estómago? —le preguntaba uno extrañado.
—Sí. Una vez en la Granja, una alta señora, una egregia señora, no digo quién, me dio su mano a besar, una mano que estaba llena de herpe. Yo acerqué los labios, pero no besé la mano; a los pocos días tuve que pedir el retiro.
Don Diego era dinástico ferviente y antirreligioso; aunque esto último no era obstáculo para que estuviera lleno de supersticiones.
Le indignaban a don Diego las cosas nuevas que oía, y lo que más le sulfuraba era ver que Antonio Bengoa, su sobrino, fuera de los más entusiastas por todo lo nuevo. Pensar que un sobrino suyo, en vez de ser militar quería ser boticario, le parecía el colmo de lo absurdo.
—Si no quieres dedicarte a la milicia —le decía—, dedícate a las letras como Angelito Saavedra; pero no me vengas con pucheretes y píldoras; eso no es propio de un hidalgo.
Pero a Bengoa, que no le sonreíala perspectiva de llevar uniforme, no le gustaba tampoco rimar amor con dolor, ni hijos con prolijos, y pasaba cuando estaba en Labraz todo el tiempo que podía en casa del herrero o en la botica hablando de máquinas, de electricidad y de otras cosas que para don Diego eran perfectamente despreciables.
Paseaban aquella tarde don Diego y don Ramiro. Éste escuchaba con una afectada complacencia las palabras del anciano, y en su interior discurría el medio de encontrar dinero. Micaela, cansada de la vida que llevaba, quería marcharse cuanto antes de Labraz. Ramiro había probado la suerte varias veces en la timba, pero no estaba de vena, perdía siempre.
Mientras paseaban, don Diego continuaba con el eterno tema de su conversación, la decadencia de los tiempos.
—Todo está perdido —decía el viejo—. Mi padre, que en gloria esté, a los ochenta años todavía tenía su querindanga.
—¡Demonio! Era un valiente.
—Ya lo creo. Ella era una pelandusca, de la que se había enamorado como a los veinte años, haciendo todas las locuras de un chico.
—Sí ¿eh?
—No se puede usted figurar. En mi casa estaban asustados. La niña se conoce que aumentaba sus exigencias, y a mi padre, que no tenía un cuarto, lo primero que se le ocurrió fue vender los cuadros de la capilla. Allá vería usted sus primos, los Bengoas y los Armentias, escandalizados; pero mi padre dijo que eran suyos los cuadros y que los vendía; los parientes comisionaron al escribano para que los comprara, y mi padre vendió aquellos lienzos bastante caros, a pesar de que creo que no valían ni un pepino.
—Pues si le duró mucho la niña, les arruinaría a ustedes.
—Los derroches hubieran continuado a no haberse escapado la dama con un arriero, lo que produjo en mi padre una indignación tal que se pasaba la vida renegando y jurando que había de moler a palos al afortunado galán la primera vez que le viese. Luego, para distraerse, se jugaba hasta la camisa, y como no tenía un céntimo, empezó a desvalijar la capilla de casa, que entonces tenía algunas cosas buenas, como la de ustedes ahora.
—¿Pero hay algo bueno en la capilla de casa?
—Sí, hombre. ¿Pero no lo sabe usted? El collar de la Virgen y la corona.
—Yo creí que los habían vendido ya.
—¡Ca!… Juan es incapaz.
—Sí, lo sé; pero creí que los habrían robado… en la guerra.
—Pues no, siguen ahí. Todos los años va la gente a verlos. Si faltaran esas joyas, yo creo que la gente del pueblo le mataba a Juan.
—¿Y qué decía usted que hizo su padre? —preguntó don Ramiro.
—Que desvalijaba la capilla; primero, vendió la lámpara; luego, a un San Miguel que había en el altar con su diablo correspondiente, le quitó la espada, que era de plata, y la vendió; luego le quitó un cuerno al diablo, que era de plata también, y también lo vendió.
—¿Por qué le ha quitado usted a San Miguel la espada? —le dije.
—¿Y él para qué la necesita si es santo? —me contestó.
—Y ya de quitarle un cuerno al diablo, podía usted haberle quitado los dos.
—Le he dejado uno para que pueda defenderse; no permito luchas desiguales —me dijo con gravedad.
Celebró aquel espíritu de justicia don Ramiro, y mientras oía fue fraguando en su imaginación un proyecto.
—Un día —siguió diciendo don Diego—, estaba yo escribiéndole al administrador, y mi padre, mientras me dictaba, se afeitaba cerca de la ventana. Había concluido de escribir cuando entró en el cuarto un labrador, un desdichado, a quien su amo, que era entonces el alcalde de Labraz, le colmaba de miserias y vejaciones, y le daba además cada estacazo que le hacía echar el alma por la boca.
»El hombre comenzó a contar una larga historia de sus infortunios y dolores; pero al poco rato de oírle mi padre se volvió con la mitad de la cara enjabonada, y le dijo, mirándole a los ojos con severa frialdad:
»—Si te ha hecho eso, ¡mátale!
»—Señor, tengo familia e hijos —y el hombre continuó con sus lamentaciones.
»—Me cansas —le gritó mi padre impacientado—. ¿No te he dicho que lo mates?
»El labriego se quedó sin saber qué hacer ni qué decir, dio vueltas y vueltas al sombrero entre sus manos y se acercó a la puerta. Mi padre, que había concluido de afeitarse y que iba de caza, miró por la ventana y vio que venía el alcalde por la calle. Sin decir nada fue a un rincón donde tenía la escopeta, la cogió, levantó el gatillo, y cogiendo al labriego y acercándole a la ventana, le dijo:
»—Mira a tu amo.
»Después le dio la escopeta.
»—Está cargada con bala —añadió.
»El hombre se quedó temblando.
»—¿No te atreves, cobarde? —gritó mi padre—. Trae; ya verás.
»Me adelanté yo y levanté el cañón de la escopeta, Salió el tiro y la bala fue a clavarse en la pared de enfrente.
—¿Y supusieron que le habían disparado al alcalde? —preguntó don Ramiro.
—No; yo expliqué cómo íbamos de caza y que limpiando la escopeta se había disparado, y como se dice que el diablo las carga, pues lo creyeron. Figúrese usted hasta qué punto llegaba la energía moral de mi padre, que un día que estaba envuelto en mantas cerca del balcón, vio al arriero de marras en la calle, y pensando que se burlaba de él, levantóse del sillón, cogió un látigo, bajó la escalera vacilando, llegó junto a su rival y le azotó hasta hacerle sangre en el cuello.
»El otro, viéndose herido, echó mano de la navaja, y a no ser por algunas personas, quizás hubiese matado a mi padre.
»Aquél fue su último rasgo de energía. Al poco tiempo se le tuvo que meter en la cama y darle friegas.
»Un criado y la mujer de éste eran los encargados de cuidarle, pero mi padre estaba incorregible y díscolo como nunca.
»Pocos momentos antes de morir, el criado y su mujer trataron de ponerle un bizcocho empapado en Jerez sobre el estómago; lo que llaman un reparo. Mi padre vio cómo lo preparaban, y cogiendo un trozo del bizcocho y llevándoselo a la boca, dijo al criado: “Domingo, los reparos adentro, adentro”.
Don Ramiro manifestó su asombro y siguió dando vueltas en la cabeza a su proyecto.