VI

Si el amor os lleva con rapidez, llevadlo a él rápidamente; si os hiere, dadle con la espuela y lo dominaréis.

SHAKESPEARE, Romeo y Julieta

En los días posteriores a la muerte de Cesárea, ninguno de los de la casa salió, ni aun siquiera a la iglesia. Los balcones y ventanas de la antigua mansión señorial permanecieron cerrados herméticamente.

Don Juan estaba casi siempre en sus habitaciones con Rosarito, que desde la muerte de su madre no quería apartarse del Mayorazgo.

Micaela y Ramiro se habían entregado a su amor. Aquel intento de crimen los había unido más.

Un filósofo, que había estado en presidio mucho tiempo por estafar a unos cuantos, me decía que, en amor, nada une tanto como el crimen, y que nada desune tanto como la ridiculez o la torpeza. En nuestra alma —añadía el hombre— tenemos el culto por todo lo que es exaltación y por todo lo que es belleza. El crimen participa de estas dos cosas: hay en él siempre exaltación, hay en él casi siempre belleza. Es posible que fuera verdad lo que aseguraba aquel apreciable estafador…

Micaela veía a su amante dominado; don Ramiro pensaba: Me quiere. Y los dos se abandonaban a la corriente de amor que les iba arrastrando.

Recorrían la casa buscando sitios apartados donde nadie les encontrase, subían por escaleras desvencijadas a los graneros, se paseaban por los amplios salones vacíos que en épocas de esplendor de la familia estuvieron animados y que se hallaban desiertos y mudos en completa desolación.

En un corralillo había un coche polvoriento guardado en una manojera. Hacía cuarenta o cincuenta años que estaba allí, y era el armatoste más pesado e incómodo que pudiera imaginarse.

Las gallinas lo habían convertido en gallinero y habíanlo hecho desaparecer bajo una capa de basura. En algunos sitios se veía que estaba pintado de rojo.

En las portezuelas tenía el escudo de la casa y el juego era amarillo con relieves azules.

Entre los almohadones de tripe ponían los huevos las gallinas y empollaban las cluecas, y encima de la capota comenzaban a cantar, con su voz chillona, los gallitos chicos.

Ramiro recordaba que había hecho con la madre del Mayorazgo, en aquel coche, el último viaje en que rodaría tan pesado armatoste.

En la zaga habían puesto colchones, almohadas y mantas, un botijo colgando del eje para tener agua fresca, y como provisiones olla con vaca, garbanzos ya cocidos, botellas con caldo, fiambre con perdices y pollo asado y un pan como una rueda de molino.

Los detalles de aquel viaje hicieron reír a Micaela, cuando los contó Ramiro.

Subían los dos amantes a las habitaciones del piso alto, y sentían como si su amor aumentase ante aquellos trastos desvencijados y polvorientos.

En los huecos de balcones y ventanas tejían sus redes las arañas; alguna golondrina entraba en la casa y volaba piando azorada ante la presencia de Micaela y Ramiro.

En algunos rincones oscuros de las buhardillas, colgados de las desconchaduras de la pared, por la uña de sus membranas aladas dormían los murciélagos.

Micaela se había entregado a su amor con el fuego de una naturaleza voluptuosa y la frialdad de su espíritu sereno. En su alma experimentaba un sentimiento íntimo de dolor y de descanso al mismo tiempo, como si al ponerse a flote los instintos que latían en su corazón, hubiera sentido el sufrimiento al mismo tiempo que la tranquilidad que produce una operación felizmente realizada.

Muchas veces, al sentir en su piel los besos de don Ramiro, pensaba en mil cosas fríamente, y al recordar su intento de crimen no experimentaba remordimiento alguno. Sentíase, sí, hundida, rebajada ante su conciencia anterior; pero en vez de encontrarse perturbada por esto, le sucedía todo lo contrario; hubiera querido hundirse más, encenagarse más. Al encanallarse, Micaela había encontrado su centro de gravedad.

En aquellas habitaciones desoladas por donde paseaban Micaela y Ramiro, el eco repetía el ruido de sus pasos, el murmullo de sus voces y el estallido de sus besos; los anchos tablones del suelo se bamboleaban a las pisadas exhalando tristes quejidos. El aire silbaba en los oscuros corredores. Las puertas gemían al abrirse, y al cerrarse golpeaban la desquiciada jamba que se deshacía en polvillo amarillento.

Desde las ventanucas se veía el campo de color de cobre, y el cielo azul pálido con alguna que otra hebra blanca como un limpio vellón de lana.

Solían los dos hacer descubrimientos: cajones llenos de botellas vacías, muebles viejos, rollos de alfombra apolillada, caballos de cartón, y estas cosas les preocupaban y hubiesen querido averiguar la historia de cada uno de aquellos trastos viejos.

En los armarios encontraban descomunales guarda-infantes, verdugados compuestos de cinco o seis aros de alambre unidos unos a otros con cintas que, partiendo de la cintura, servían para ahuecar los vestidos, y otros artefactos extraños. En los cajones, perfectamente guardados, aparecían faldas de tafetán negro con grandes pliegues, zapatos de tafilete forrados de seda de color y sin tacones, chapines con los que se andaba como en zancos, enaguas bordadas llenas de puntillas, corpiños de brocado con vivos colores, unos cerrados con alto y angosto cuello, otros con escote. Había también sombreros de tres candiles, chupas y casacas.

Resurgía en todo aquello una vida arcaica. Micaela y Ramiro se vestían con los trajes antiguos y se paseaban y se contoneaban cómicamente.

—Esta casaca —decía don Ramiro— habrá sido de un buen hidalgo antepasado tuyo y de Juan. La llevaría a su boda y a los bautizos de sus chicos. ¡Pobre señor! Estoy seguro que se pasaba la vida rezando padrenuestros, y antes de besar a su mujer se persignaba.

—¿Y este corpiño?

—Éste sería de tu sexta o séptima abuela. Debía de ser bajita, porque el corpiño a ti te viene pequeño. No sé por qué se me figura que sería bonita; tendría los ojos verdosos como tú, el pelo rubio y el cuerpecito muy gentil. La casarían con algún hidalgo mal oliente, más feo que Picio y peludo como un oso, y la pobre, al ver algún aldeanillo guapo y rubio, de su edad, pensaría: «¡Oh, si yo no fuera hidalga!».

Y Ramiro divertía a Micaela inventando historias cómicas acerca de sus antepasados.

Alguna vez ella, en su gabinete, ensayaba tocar en el arpa o en el viejo clavicordio y las notas sonaban humildes y dulces, con la ingenuidad de las canciones infantiles. Aquellas notas le recordaban la vida pasada, y se le antojaba tan aburrida, tan llena de preocupaciones necias, que creía que había transcurrido mucho tiempo desde entonces.

Ninguno de los dos se burlaba del Mayorazgo; comprendían su grandeza de alma. Una mañana, Micaela y Ramiro le acompañaron a pasear por las alamedas que estaban detrás de la muralla, próximas al río. Aquel día Micaela sintió una verdadera nostalgia por su vida antigua; al comparar a Ramiro con Juan, comprendió la inmensa superioridad de éste sobre aquél.

Hablaban de si la vida del campo era mejor que la de las ciudades.

—A mí las ciudades me ahogan —dijo el Mayorazgo—; en ellas todo es artificial, hasta el aire. Mis inclinaciones naturales se deshacen por las palabras del uno y del otro, y tengo que volver al campo para encontrarme a mí mismo y para que mis inclinaciones recuperen su antigua fuerza.

—Dices cosas extrañas —murmuró don Ramiro.

—¿Por qué?

—Piensas lo que yo no he pensado; a mí me sucede todo lo contrario.

—¿De veras?

—Sí, en el campo no deseo nada; en la ciudad lo deseo todo. Entonces el deseo del día me atormenta como una necesidad, y hasta que no lo realizo, sufro.

—¿Y si no lo realizas? —preguntó don Juan.

—Sufro más y no lo olvido, y pongo todos los medios para realizarlo.

—¿Todos?

—Todos, sí.

Micaela escuchaba la conversación con interés creciente, se alejaba de los senderos para coger en los prados yermos alguna flor de digital y hacer un ramo de aquellas campánulas venenosas, pero no perdía una palabra de lo que hablaban.

—¿Tú encuentras explicación a tus deseos y a tus instintos? ¿Has tenido alguna vez remordimientos? —preguntó don Juan.

—Yo no —contestó don Ramiro.

—¿De manera que no sientes esa conciencia que pide cuenta de los actos realizados?

—No.

—Es una felicidad… extraña —murmuró don Juan.

—Cuando me piden cuenta de mis actos —añadió don Ramiro—, no me arrepiento, me asombro. Mis deseos son mis dueños. Creo en el sino, y que no se puede uno sustraer a él.

—También yo creo en eso.

—Si yo me hubiera hecho a mí mismo —repuso don Ramiro—, y además al mundo que me rodea… entonces ¿quién sabe?, quizás tuviera remordimientos. Pero yo no me he hecho a mí mismo.

—Yo sí —dijo gravemente don Juan.

—¿Y lo que te rodea también?

—También.

—¿Y cómo ha sido eso?

—He vivido aislado; lo poco que sé de las cosas lo he conseguido discurriendo en la soledad acerca de ellas; lo que sé de los hombres, dejando por todas partes pedazos de mi corazón. Cada nuevo dolor ha sido una ventana que ha iluminado mi alma.

—Yo tengo mi choza —dijo Ramiro— cerrada a cal y canto.

—La mía está abierta a los cuatro vientos.

—¿Tanto lugar había en tu alma para tanto dolor?

—Había aquí —murmuró don Juan, tocando su pecho— algo grande. Mi alma tenía el calor de las almas fuertes. El frío de fuera ha ido helándola poco a poco: era necesario que así sucediese. En medio del hielo de una humanidad mezquina, las almas ardientes tienen que tiritar de frío… Yo, sin que nadie me quisiera, me he helado en este mundo glacial.

Micaela contempló al Mayorazgo y le pareció ver en su rostro una gran belleza y una gran serenidad. Miró después a don Ramiro, y suspiró.