IV

Derramemos una lágrima por la memoria de aquél que fue nuestro amigo, y luego nos iremos a comer.

DICHO POPULAR

En el comedor de la casa de Labraz, desde las primeras horas de la tarde estaban sentados a la mesa todos los invitados a la comida de funerales por la muerte de Cesárea.

El comedor de la casa era un cuarto larguísimo, con ventanas al patio y a la huerta. No se utilizaba más que en época de fiestas. Estaban blanqueadas sus paredes y el techo y no tenía adornos. En medio había una ancha mesa de nogal sin labrar, y cerca de las paredes una fila de sillones fraileros, con grandes clavos.

Cada uno de los hidalgos estaba sentado en un ancho sillón. Un solo mantel, con los escudos de la casa de Labraz bordados en colores, cubría la mesa.

La vajilla era espléndida, de antigua loza castellana; los cubiertos, los tenedores y los cuchillos eran de plata pura, enormes, algunos llenos de labrados toscos.

Presidía la mesa, sentado en una cabecera, el abad de la Colegiata; estaba a su derecha don Juan de Labraz y a su izquierda don Diego Beamonte; en la otra cabecera hallábase don Ramiro; en medio había otros hidalgos, unos del barrio alto, empaquetados en sus levitas; otros hidalgos campesinos, que habitaban en pueblecillos inmediatos, que trabajaban la tierra y vivían como labriegos. Algunos estaban con sus hijos, y éstos, que habían perdido por completo la preocupación nobiliaria que aún conservaban sus padres, parecían ya gañanes del campo y se encontraban atados y cohibidos entre señores. En medio de estos labriegos se encontraban míster Bothwell y Antonio Bengoa.

Todos tenían cierto aire de pesadumbre, propio de las circunstancias; el abad, que presidía la mesa, era el que daba el mal ejemplo, engullendo bárbaramente, siempre con la boca llena, sin prestar oídos a la conversación.

Era un tipo el señor abad presidente de la Colegiata de Labraz, digno de ser descrito. Más que hombre era un estómago; todos los demás órganos de su cuerpo se habían debido de atrofiar por falta de uso, el corazón, el cerebro, la médula; no tenía más que estómago. Su padre había sido cochero de un marques y su madre doncella de la marquesa.

El cochero y su mujer habían dedicado al hijo al sacerdocio, aunque no tenía condiciones más que para la digestión. Esta respuesta del abad cuando chico prueba hasta dónde llegaba la potencia de su jugo gástrico:

—¿Tú qué quieres ser? —le preguntaron una vez.

—¿Yo…?, cerdo.

—¿Y para qué?

—Para comerme las manos.

Aquel Napoleón de las digestiones llegó a ser cura; gracias al influjo del marqués le hicieron canónigo, y como el hombre disonaba entre otros ilustrados, le enviaron a Labraz y luego le hicieron abad de la Colegiata.

Era el tal, hombre de poquísima instrucción, un tanto grosero, un tanto bestia y muchos tantos sucio.

Contaba don Diego de Beamonte que una vez en el Jardín Botánico de Madrid se había encontrado con un joven de peregrino ingenio, que se llamaba Miguel de los Santos Álvarez. Paseaban los dos por el Jardín charlando, mirando los nombres científicos de los árboles y de las plantas escritos en blancos cartelones, cuando acertó a pasar un cura que, a su aspecto cerril unía el llevar la sotana llena de lamparones y el sombrero de mugre.

Mostróle con el dedo Miguel de los Santos a don Diego, y como si en la sotana del presbítero hubiese un cartelón parecido al de los árboles y plantas, dijo: «Clericus, catolicus, hispánicus».

De esta especie de clericus era el abad un magnífico ejemplar, pero como en esta especie se cuentan muchos tipos, hay que advertir que el suyo era el manducatoris o digestivus.

El hombre parecía que tenía empeño decidido en ir siempre sucio; sus manteos y sus sotanas eran un mapa-mundi, en el que las islas se convertían al instante en archipiélagos y los archipiélagos en continentes; su teja grandísima, más que de seda sobre fieltro, era de mugre sobre grasa; ni aunque fuese la teja con que Job se rascaba la sarna hubiese estado más sucia; pero aún tenía un bonete que daba quince y raya a su canoa.

Tenía el abad una descomunal estatura; el abdomen abultado, las piernas delgadas, las manos grandes y fuertes, los pies enormes, juanetudos, planos, que salían por debajo de los hábitos como dos gabarras.

Sus ojos, apagados y a medio cerrar por los caídos párpados, estaban a flor de carne como sujetos a la piel; la nariz, larga, era además gruesa y rojiza; la cara, estrecha; la mandíbula, prominente, y los dientes grandes y amarillos de caballo viejo. El buen pater le tenía asco al agua; se afeitaba de tarde en tarde y no se lavaba nunca para no perder el tiempo.

A pesar de que su cerebro estaba turbado por el nitrógeno de una alimentación tan suculenta y de que su cabeza estaba tan vacía como su estómago lleno, era un predicador que tenía sus éxitos. Su oratoria estaba al alcance de las inteligencias más romas y de los oídos más duros, porque si su cerebro no era el de un San Agustín ni el de un Orígenes, en cambio a garganta podía apostar con todos los padres de la Iglesia.

Se pasaba tres o cuatro horas seguidas vociferando, dando gritos y alaridos; sobre todo insultando a liberales y a masones.

Su estilo era de lo más pintoresco y gracioso que pudiera imaginarse. Cultivaba la nota burlesca con verdadera fortuna, y a veces sus salidas de tono provocaban las carcajadas de la gente reunida en la iglesia.

Solía comparar a Espartero con Dios, para sacar en consecuencia que el ilustre general no le llegaba a Dios ni a la suela del zapato.

Éste era el abad presidente de la Colegiata de Labraz, la primera autoridad eclesiástica del pueblo. El abad sentaba el principio de no hablar mientras comía, y después de haber bendecido la mesa no había desplegado los labios.

Don Diego de Beamonte, que tenía la idea fija de que todo iba degenerando, se puso a contar un lance de su juventud.

—Estudiaba yo en Pamplona —dijo—; tenía dos amigos y hacíamos los tres un sin fin de calaveradas. Un compañero nuestro de colegio que tenía instintos de villano, solía prestarnos dinero de una manera usuraria, y nosotros se lo devolvíamos a fin de mes con sus intereses correspondientes, y después de pagarle ya teníamos precisión de volverle a pedir que nos hiciera otro anticipo.

»Solía explotarnos miserablemente y habíamos jurado los tres amigos vengarnos de él de un modo que le dejase recuerdo para siempre.

»Un día, víspera de la ejecución de un hombre qué había matado a un cura y a su ama, salimos los tres amigos a merendar a una venta de los alrededores de Pamplona, y el camarada usurero, que además de sacarnos los cuartos exigía que le convidáramos siempre, vino con nosotros.

»Al volver de la venta al pueblo, íbamos todos completamente borrachos. Llegábamos frente a las murallas al anochecer, y en la Vuelta del Castillo nos encontramos con que estaba levantado el patíbulo. No sé a quién de los tres amigos se le ocurrió que había llegado el momento de vengarse del usurero, y decidimos darle un terrible susto.

»—Yo soy el verdugo —dijo uno—, tú el cura, y tú mi ayudante. Vamos a comunicar al reo su sentencia de muerte.

»Le dijimos que no había más remedio que se reconciliara con Dios, porque íbamos a ejecutarle. El muchacho, al principio, comenzó a reírse; pero luego, al ver que le atábamos las manos, se puso a temblar y nos pidió de rodillas que le perdonáramos la vida.

»—No, no —decía uno de mis amigos—, te tenemos que ajusticiar. Eres un judío usurero. ¿Para qué hemos venido aquí si no? Reza tus oraciones, tienes tiempo de arrepentirte por habernos prestado dinero a tan alto interés.

»El reo se sentó en la escalera del patíbulo, y dijo que no subía, porque a los condenados a muerte se les daba todo lo que se les antojaba, y él quería beber.

»Le convencimos que era una tontería su deseo; le acompañamos basta el banquillo y lo sentamos allá. No hizo más que sentarse cuando dobló la cabeza y se desmayó. Le llamamos, y viendo que no despertaba, echamos a correr todos.

—¿Y qué le pasó al muchacho aquél? —preguntó un hombre juanetudo, de mirada atravesada y voz ronca.

—Que estuvo a punto de morirse.

Rieron todos el lance, como si efectivamente tuviera mucha gracia, y convinieron en que ya no se daban bromas tan espirituales como aquélla.

—Todo ha desmerecido ya —dijo don Diego—; ya no hay gente de aquel arranque.

—¿Cree usted que no? —preguntó don Ramiro.

—Claro que no —contestó don Diego.

Todos estuvieron conformes en que la humanidad degeneraba por momentos.

—Palabras, nada más que palabras —replicó en voz alta Antonio Bengoa, el sobrino de don Diego.

—¿Qué dice ese vil boticario? —preguntó el anciano señor.

—Digo, tío, que si dijeran ustedes lo contrario de lo que dicen, tendrían ustedes razón.

—¿Ye usted? —exclamó don Diego, dirigiéndose a don Ramiro—; ahí tiene usted la prueba de que vamos de mal en peor. Yo soy más débil y de menos arrestos que mi padre; no tengo más que setenta y cinco años y estoy achacoso, no he tenido hijos; no sé lo que hubieran sido; pero tenga este sobrino que, en vez de querer ser militar y servir a su rey como toda persona bien nacida, quiere ser boticario. Ahí tiene usted la degeneración.

—Y ¿por qué no la regeneración? —preguntó palideciendo Antonio.

—La regeneración… ¡ja…, ja…!, ¿qué les parece a ustedes mi sobrinito, eh?

—¡Sí, la regeneración! Ustedes tienen el culto por la fuerza y por la brutalidad; si respetan al rey es porque el rey es fuerte; si adoran al papa es por lo mismo.

Hubo como una corriente de aire frío en el comedor.

—Y vosotros, escuerzos —gritó incomodado don Diego—, ¿qué respetáis?

—¿Nosotros? Nosotros tenemos el culto de la justicia y, sobre todo, de la libertad.

La mayoría de los comensales, furibundos carlistas, se miraron como consultándose unos a otros por si era llegado el momento de resolverse. Herrandonea, uno de los hidalgos que había estado en la facción, levantó su cara angulosa y resopló ferozmente. El abad miró con ojos atontados a un lado y a otro, preguntándose por qué se le molestaba en el ejercicio de sus funciones digestivas, y el magistral tomó la palabra.

—Es el espíritu revolucionario —dijo—. Estos muchachos llevarán a España al abismo. ¿Quién tiene la culpa? Sus padres, sus mayores, los que les enseñan a olvidar las prácticas de la religión. Así el espíritu liberal se va extendiendo como la mala hierba; así va entrando en los más apartados rincones, y esos locos no lo ven; esos locos no ven la Iglesia amenazada y la sociedad en peligro…

El magistral se sentía elocuente y siguió hablando durante largo tiempo. Todos le oían religiosamente. Antonio Bengoa pugnaba por levantarse y contradecir las palabras del canónigo, pero míster Bothwell le sujetaba y le impedía hablar.