No se engañe nadie, no,
Pensando que ha de durar lo que espera,
más que duró lo que vio,
porque todo ha de pasar por tal manera.
JORGE MANRIQUE
En la puerta de la casa, los canónigos rodeaban el ataúd colocado sobre una mesa vestida de negro. A su alrededor estaban las hijas de María, con la mantellina de franjas sobre la cabeza y el pecho cruzado por un escapulario blanco. Tras ellas veíanse los notables del pueblo.
Cuando llegaron a la casa un cura, dos monaguillos y un acólito que llevaba un estandarte azul, cuatro labradores de las tierras del Mayorazgo tomaron el ataúd que encerraba los restos de Cesárea y lo bajaron por las estrechas callejuelas seguido por el séquito de hombres y mujeres hasta la Colegiata. Entraron en la iglesia, y en la capilla de los Labraz, sobre un catafalco negro, dejaron el féretro.
La iglesia estaba a oscuras; gruesas cortinas verdes cerraban los altos ventanales. Los monaguillos encendieron los cirios bajo la imagen de la Concepción, colocada cerca de la verja gótica del coro. El sacristán y el chantre hojeaban las planas amarillentas de los libros de canto llano, cruzadas por la roja signatura musical.
En la capilla, cerca de la verja del presbiterio, colocáronse las señoras del barrio alto, vestidas de negro, y tras de ellas algunas viejas plebeyas de rostro tostado por el sol, manos negruzcas, corpiños oscuros y refajos de bayeta.
A los lados del túmulo central había dos bancos, y allí se sentaron todos los hidalgos y personas ricas del pueblo. Hallábanse los representantes de las familias más viejas de Labraz, los Beamontes, los Zárates, los Bengoas, los Armentias. Algunos de aquellos hidalgos llevaban sombrero alto y frac; otros vestían calzón corto, sombrero ancho y amplia capa.
Entre todos ellos se distinguía la figura caballeresca de don Diego de Beamonte, vestido con uniforme de maestrante. Su cabeza noble tenía una expresión de orgullo y de altivez; la melena blanca le caía por encima de las orejas; acariciaba su perilla con mano nerviosa, y en su pecho brillaban una porción de condecoraciones.
Al lado de Beamonte estaba Herrandonea, vestido de calzón corto y afeitado por completo. Era un hombre de mediana talla; en todas sus actitudes revelaba un vigor y una fuerza extraordinarios; su frente avanzaba por encima de los ojos, descansando en su base sobre las cejas unidas y cerdosas. Al lado de éstos se veían otros, tipos de labriegos, afeitados, con caras de sordidez la mayoría de ellos.
Alizaga, el usurero, rezaba con gran fervor. Era un hombre éste que parecía haber querido representar el tipo clásico del usurero: delgado, sin edad definida, triste, vestido de negro. Tenía una cabeza de medalla antigua, pálida y blanca; vivía, miserablemente. Prestaba al sesenta y al ochenta por ciento, hablaba poco y apenas tenía amigos.
Mientras esperaban la misa estaban todos sentados. De vez en cuando chirriaba el postigo del crucero y entraba una ráfaga de luz blanca que se tendía sobre el pavimento desgastado. Después, al apagarse el resplandor, sonaba el golpe sordo de la puerta.
El rastreo de los pasos se alejaba por la nave oscura. El pertiguero recorría el ábside, sonaba la pértiga de plata sobre las losas con un ruido seco. Al pasar por debajo de las ventanas, con sus vidrieras de cristales amarillos y verdes que cernían la luz, se le veía con su traje morado y rojo, la cabeza empenachada con una gran peluca blanca que le caía hasta los hombros.
El pertiguero, desde el trascoro, descorrió la cortina que cerraba el rosetón de la gran nave. Una faja de luz multicolor atravesó el ámbito de la iglesia, doró los florones terminales de un altar y fue a perderse en una de las oscuras capillas de los lados.
Comenzó a doblar la campana a muerto; Salió de la sacristía el sacerdote oficiante revestido con alba y estola negra, entre dos acólitos con sobrepellices; el uno llevaba el caldero del agua bendita y el hisopo, el otro el incensario y la naveta.
Mientras cruzaban la iglesia, tañía más lúgubremente la campana. Al llegar cerca del túmulo, el cura echó el agua bendita y entonó una antífona.
«De profundis clamavi ad te, Domine», cantaron en el coro.
Comenzó la misa; la voz vigorosa de los chantres subió potente hasta el cimborrio, con el acompañamiento de las graves notas del órgano.
A veces callaban los cantores y tan sólo se oía una vocecita de anciano, cansado y anhelante, que recitaba de una manera temblona el Evangelio. Al terminar la misa, un cura seguido del acólito se puso a los pies del féretro, y después de echar agua bendita sobre él y de incensarlo, cantó varios responsos. Se oyeron en el coro las voces agudas de los tiples.
Cuatro criados de la casa de Labraz cogieron el ataúd por las asas y lo llevaron atravesando la iglesia. Los hidalgos iban besando uno tras otro la estola del cura, y salieron al atrio, en donde el ataúd estaba colocado sobre una mesa negra. Volvieron allí a bendecirlo de nuevo y a consagrarle más responsos.
Después se puso en marcha el cortejo; primero iba un cura con sobrepelliz y la cruz alzada entre dos ceroferarios; luego los canónigos, después los hombres que llevaban el ataúd y tras de ellos el acompañamiento. Comenzaron a subir una calle empinadísima, empedrada con pedruscos; de cuando en cuando se paraban y se rezaba un responso; las campanas de la Colegiata seguían tañendo a muerto.
Detrás de todos iba un viejo aldeano, cojeando, con una azada al hombro; era el enterrador. Con él iba su ayudante, un hombre flaco, largo y melancólico que era su yerno, y hablando con los dos míster Bothwell. El inglés se sentía casi paisano de Hamlet, y hacía al enterrador preguntas raras. El cojo se reía alegremente sin comprender lo que le hablaba; el yerno contestaba melancólicamente. Hubo un momento, al llegar a una calle que hacía zigzag, en que la procesión, iluminada por el sol, se destacaba sobre el fondo de fachadas antiguas con grandes blasones, y míster Bothwell creyó contemplar una ceremonia del siglo XVII.
Llegó el cortejo al camposanto, se incensó el ataúd de nuevo. Colocáronse después cerca de la fosa y a su alrededor muchos de los hidalgos. El cojo y otros tres hombres tendieron dos cuerdas y por ellas se deslizó la caja hasta el fondo del agujero.
—Requiescat in pace —dijo el cura.
—Amén —contestaron todos.
Los enterradores echaron las primeras paletadas de tierra, que resonaron lúgubremente, y todos salieron del camposanto; míster Bothwell quedó allí mirando cómo los enterradores terminaban su trabajo.
—¿Es un buen oficio, verdad? —preguntó el inglés.
—¡Pse! —contestó el yerno del cojo, con una sonrisa melancólica—. Al menos los huéspedes no se quejan.
—¿Y por qué se han de quejar? —replicó el cojo—. ¿Acaso se les trata mal?
—No —replicó su yerno—; pero no debe ser agradable pasarse la vida ahí dentro.
—Igual que en cualquiera otra parte —le contestó el cojo.
—¿Y hace mucho tiempo que es éste el cementerio del pueblo? —dijo el inglés.
—Sí, mucho, pero antes era mayor; según dicen, ya hace cientos de años que en este sitio enterraban a la gente; una vez que hicimos cerca de la tapia unas zanjas —y el cojo indicó un sitio— encontramos filas de pies y luego filas de cabezas.
—Hombres que habían enterrado, acostados unos junto a otros —dijo el yerno del enterrador.
—Para que no tuvieran frío —añadió riéndose el cojo.
—¿Y dónde están esos huesos?
—Ahí detrás de la capilla, en el osario.
—¿Está abierto?
—Sí.
—¿Por dónde hay que ir?
—Hay que cruzar la capilla.
Hízolo así el inglés, y pasó a una tejavana llena de calaveras y de huesos. Como contraste de aquellos montones de restos siniestros, se veían tiradas por el suelo figuras pintadas entre palos, tablas y adornos de purpurina. Eran imágenes de apóstoles, de santos barbudos, cojos, desnarigados, mancos y luego toda una turba de angelotes y muñecos rollizos, mutilados como si hubieran caído heridos en un campo de batalla, llenos todos ellos de una vida alegre, grosera y vulgar, y en medio de estos angelotes se alargaba un ataúd negro y podrido, lleno de tierra…
Bothwell salió de allá y se sentó en la tapia del cementerio.
Se veía abajo el pueblo. Los tejados cubiertos de musgo que amarilleaban aquí y brillaban allá como si fueran de plata, estaban encorvados y torcidos; entre ellos se destacaba negra, llena de cicatrices y agujeros, la torre de la Colegiata. Sobresalía también la casa del Ayuntamiento con su greca de piedra.
Imperaba en todo el pueblo un silencio de algo vacío, y no lo turbaba más que el cacareo de un gallo, el ladrido de un perro o el batir de las alas de una paloma.
En las calles estrechas que se descubrían desde arriba como rendijas sinuosas, no se veía a nadie; algunas chimeneas echaban ligeras columnas de humo en el aire.
En el campo no había trabajadores; sólo alguna galera pasaba en un intervalo largo, levantando nubes de polvo por el camino blanco. En los glacis verdes iban y venían los cordeleros retorciendo el cáñamo que llevaban en la cintura.