II

Macbeth. ¡Si fracasamos...!

Lady Macbeth. ¿Nosotros fracasar?

SHAKESPEARE, Macbeth

Salieron Micaela y don Ramiro del cuarto, y entraron ambos en la alcoba inmediata. A la luz de un quinqué, cubierto con una pantalla verde, se veía vagamente a la enferma sobre el lecho blanco. Al lado de la cama dormitaba la vieja criada de Micaela.

—¿Cómo sigue? —preguntó don Ramiro.

—Igual, igual —murmuró la vieja.

Micaela se acercó a Cesárea y le arregló las cubiertas de la cama.

—¿Estás bien? —la dijo.

—Sí. ¿Qué hace la niña?

—Está durmiendo.

—Llevadla a la cama.

—Ahora la llevaré.

Micaela salió del cuarto y poco después salió Ramiro. Tenían que atravesar un largo pasillo para llegar al gabinete en donde Rosario dormía con Micaela.

Ramiro detuvo a Micaela junto a una ventana del pasillo. Su voz temblaba por el deseo.

—¿Por qué me haces sufrir? —la dijo—. ¿No me has dicho que me quieres? ¿Que serás mía?

—Sí.

—¿Y me atormentas, sin embargo?

—No quiero que otra mujer, aunque sea una enferma, aunque sea una moribunda, tenga derechos sobre ti.

—Pero Cesárea no tiene vida, su corazón no puede resistir ya…

—El médico dijo ayer que hay personas enfermas del corazón que viven muchos años.

—Pero no con la enfermedad tan avanzada como Cesárea…

—¿Quién puede asegurar hasta dónde ha avanzado su enfermedad?

—¿Y después serás mía?

—Sí.

—¿Sin reservas, sin condiciones, sin más retardos?

—Sí.

—¡Oh, Micaela! ¡Si tú supieras lo que sufro por ti! Me sofoca día y noche el deseo ardiente de estar a tu lado, mis labios tienen sed de los tuyos, tu voz me turba, tu presencia me enloquece. ¡Oh!, déjame que te quiera.

—No. No quiero que ninguna mujer tenga derechos sobre ti. Si yo he de ser tuya, quiero que tú seas mío, exclusivamente mío, no como un esclavo que puede tener la voluntad libre, sino como una cosa inerte que no tiene voluntad.

—Así seré yo, alma mía. Pero déjame besarte.

—No.

Don Ramiro se pasó la mano por la frente.

—¿Y cuando muera?…

—Aún no ha muerto.

—Es que no puede durar mucho…

—¿Quién sabe? Ayer tenía peor aspecto que hoy.

—Sí, es verdad.

—Puede ir mejorando.

Don Ramiro contempló a Micaela y la miró a los ojos; al verla impasible y tranquila, comenzó a pasear por el corredor a oscuras.

—Oye, Micaela —dijo don Ramiro—; tú ya sabes que yo no soy de esos hombres que han sustituido sus instintos por un código religioso o moral; tengo una sed ardiente de tus labios rojos y de tu piel suave y tibia, y… estoy dispuesto a todo. ¿Me entiendes?

—Sí.

—Yo quizás no soy tu igual; soy de otra raza despreciada que no tiene más leyes que sus instintos y la libertad. He nacido del choque de pasiones salvajes, y esas pasiones rugen en mi alma como los leones en el desierto. Cuando encuentro un obstáculo en mi camino, lo destruyo. ¿Comprendes?

—Sí.

—Entonces no te digo más. ¿Esta noche velarás tú a tu hermana?

—Sí.

—¿Sigue tomando digital?

—Sí.

—¿Cuándo toma la medicina?

—A media noche.

—A media noche estaré yo allí. ¿Cuántas gotas toma?

—Tres en una copa de agua.

—Está bien. Hasta luego.

—Hasta luego.

Micaela entró en el cuarto en que se hallaban don Juan y Rosarito, y se sentó en el sillón.

—¿Cómo está? —preguntó el Mayorazgo.

—Igual, igual.

—¿No está peor? Dime la verdad.

—No sé, Juan, no sé —contestó Micaela con voz extraña—; temo que se nos vaya esta misma noche.

Don Juan se levantó, dejó a Rosarito en el sillón y se puso a andar de un lado a otro.

—¿Y Ramiro está muy asustado? —dijo.

—Sí.

Oyóse ruido de pasos en el interior de la casa. Don Juan inclinó la cabeza y dijo:

—Vienen el magistral y el médico.

—No los oigo; pero sí, es verdad.

—¡Oh! Los ciegos tenemos buen oído.

Micaela se estremeció. ¿Habría escuchado? ¡Ca! ¡Qué locura!

Entraron en la sala el magistral y el médico, precedidos de Quintín, que les alumbraba con una palmatoria. Éste dejó la luz sobre un arca.

El magistral saludó alegremente; era un hombre pequeño y feo, que por egoísmo suponía que todo marchaba bien en el mundo; para él no había enfermo grave, ni familia en la miseria. Con asombrar a la gente con sus sermones y andar siempre metido en los asuntos de Congregaciones, estaba contento. El médico era un hombre alto, de una cincuentena de años, de nariz larga y perfil romano, con aspecto de labriego.

—¿Cómo está? —preguntó a Micaela.

—Igual.

—Vamos a verla.

Pasaron los dos al cuarto de Cesárea, mientras el magistral se sentó al lado del Mayorazgo.

—¿Usted no va a verla, don Antonio? —preguntó don Juan al canónigo.

—Iré después, cuando se halle sola.

—¿Ustedes creen que se encuentra muy grave?

—No, yo creo que no. Los médicos exageran, y le asustan a uno con sus palabras raras; le llaman a un catarro, bronquitis; ya ve usted si no sería más natural llamarle catarro… —El magistral siguió charlando así durante largo tiempo.

El Mayorazgo se sumergía más y más en la oscuridad de sus dolorosos pensamientos. De vez en cuando entraba Quintín y echaba un brazado de sarmientos y de ramas secas a la chimenea. A la luz de la palmatoria, olvidada por el criado sobre un arca, se veían dos grandes y pesados bargueños, cuyas cerraduras oxidadas representaban el escudo de los Labraz.

Al cabo de un cuarto de hora entró el médico.

—¿Qué tal? —le preguntó el Mayorazgo con ansiedad.

—Lo mismo. El corazón está fatigado. Así se puede vivir algún tiempo, pero es posible que cualquier cosa precipite la muerte.

—¿No está peor que ayer?

—No.

—Oye, Martín, y ¿habrán influido sus desgracias en esa enfermedad?

—En parte sí.

El canónigo salió del cuarto y se fue al de la enferma, molestado por lo que hablaban.

—¿De manera que los dolores no influyen mucho en el corazón, verdad? —dijo el Mayorazgo.

—No. Influyen, pero no mucho.

—¿Y no se sentirá tampoco con el corazón, eh?

—No.

—Lo he pensado algunas veces. El alma debe estar en la cabeza.

—Probablemente…, si hay alma —dijo el médico.

—¿Tú dudas de que la haya?

—Yo sí.

—¿Pero cómo dudas de que haya alma?

—Dudo… ¿qué le voy a hacer?

—¿Entonces no crees en la otra vida?

—No.

—Es extraño…; yo tampoco creo.

Ninguno de los dos trataba de discutir ni de argumentar, y se callaron.

Al poco rato volvió el magistral, y en compañía del médico salió de la casa.

Micaela acostó a la niña, don Juan quedó cerca del fuego en el sillón dormitando, y Micaela fue a velar a la enferma que se hallaba amodorrada.

Pasaron las horas lentamente. Se aproximaba el momento de dar la medicina a Cesárea, cuando entró don Ramiro en la alcoba. Se acercó con lentitud a la cama y contempló a su mujer; cogió furtivamente la copa del mármol de la mesilla de noche, salió con ella, volvió al poco rato y la dejó llena en el mismo sitio.

—Dale la medicina —dijo.

—¿Está ya? —preguntó Micaela.

—Sí.

Al volverse los dos vieron a Cesárea incorporada en la cama, que les miraba con una horrible expresión de espanto.

Micaela y Ramiro se quedaron tan turbados que no pronunciaron una palabra.

—Llamad a Juan —gritó Cesárea con una voz entrecortada por la fatiga.

Ramiro y Micaela se miraron horrorizados.

—Vete —dijo Micaela a Ramiro.

De pronto Cesárea vaciló, dio un grito sordo y cayó en la cama hacia un lado. Su cara adquirió un tinte de cera; resonó en la alcoba un gorgoteo largo, siniestro; pocos instantes después quedó muerta.

—Trae la copa —dijo Ramiro a Micaela; y tomándosela de la mano, abrió el balcón y la vació.

Ramiro quitó la pantalla al quinqué y lo acerca a la muerta.

—Tiene un aspecto de sufrimiento grande —murmuró fríamente.

—Sí, es verdad —dijo Micaela.

—Pongámosla en una posición más natural.

Don Ramiro, ayudado por Micaela, tomó la cabeza de Cesárea y la colocó sobre la almohadas Después arregló las cubiertas del lecho.

—Ahora llama a Juan —murmuró Ramiro.

Micaela entró en la sala en donde el Mayorazgo dormitaba junto al fuego.

—¡Juan! ¡Juan!

El Mayorazgo se levantó de repente.

—¿Muerta? —exclamó.

—¡Sí, acaba de morir! —contestó Micaela.

El Mayorazgo sin vacilación, se dirigió a la alcoba, se acercó a la cama y cogió la mano de la muerta; luego, inclinándose con majestad, la besó en la frente.