Es de noche; cae la lluvia del otoño; muge con estruendo el vendaval…
HEINE, Intermezzo.
Había llegado el otoño; después de algunos días de lluvias torrenciales, el sol brillaba más pálido en los campos segados; vapores tenues flotaban en el cielo; los árboles amarilleaban y clareaban, viéndoseles las ramas negras; y en la tierra las hojas amarillas y rojizas se agitaban con furor, e iban y venían y correteaban formando torbellinos negruzcos.
De noche el viento gemía en las chimeneas, golpeaba puertas y ventanas, roncaba y silbaba con furia.
Una noche, en la casa de Labraz, en un gran salón estaban reunidos todos sus moradores. Cesárea permanecía en la cama, se hallaba peor.
El aposento era grande; hallábase contiguo a un estrado que nunca se habitaba y que siempre estaba oscuro. A pesar de las luces de un pesado velón de cobre de cuatro pábilos, colocado en sólida mesa de nogal, y a pesar de las llamaradas del fuego de la chimenea, la estancia se hallaba a media luz y los muebles y los objetos tomaban formas indecisas.
A cada lado de la chimenea, que era alta, de piedra, había sillones de cuero ennegrecido, con grandes clavos dorados. En las paredes se destacaban cuadros grandes, en los cuales no se distinguían ni figuras ni colores; en el techo vigas negras, poderosas, cruzadas, formaban artesonados; del centro una lámpara de cobre grande y tosca colgaba de una gruesa cadena.
En el resto del cuarto se veían sillas y sillones rotos, y un velador atestado de frascos de botica.
En uno de los sillones, situado junto a la chimenea, hallábase Micaela; en el otro el Mayorazgo con Rosarito, su sobrina, en brazos. La niña dormía con la cabeza apoyada en el pecho de don Juan.
Don Ramiro paseaba por el cuarto y miraba atentamente a Micaela. Ésta cubría el rostro con sus manos en agitado movimiento. A veces entraban don Ramiro y Micaela en el cuarto de la enferma, y al volver seguía él midiendo con sus pasos la sala y ella removiendo el fuego.
Y pasaba el tiempo; el reloj de la Colegiata contaba en sus campanadas tristes y lentas las horas que pasaban, y al poco rato el reloj de la casa, un reloj largo, estrecho y huraño, como un señor búho, envejecido, refugiado en un rincón, lanzaba desde el fondo de su caja, que parecía un ataúd, su voz gangosa y malhumorada…
Soy de los que tienen un respeto supersticioso, un respeto de salvaje por los relojes. Me inquietan en la soledad como si fueran personas que me contemplan. Hay, sobre todo en las sacristías de los pueblos, unos relojes altos que tienen el péndulo de porcelana y la esfera llena de adornos. Yo creo que estos relojes tienen alma…
—¿Por qué no se acuesta a Rosarito? —preguntó don Ramiro.
Acercóse Micaela a don Juan, trató de tomar la niña en sus brazos, pero ésta se negó agarrándose al cuello del Mayorazgo.
—Dejadla —dijo éste—. Cuando se duerma la llevaremos.
Don Ramiro siguió paseándose por el cuarto.
—Tarda en venir el médico… —murmuró.
—Habitualmente viene un poco más tarde —dijo don Juan—. ¿Está dormida Cesárea?
—Aletargada más bien —contestó Micaela.
—¿Tiene calentura en este momento? —añadió el Mayorazgo.
—Sí, yo creo que sí. Antes estaba hablando.
—¿Delirando? —preguntó don Ramiro con ansiedad.
—Sí, deliraba —repuso Micaela secamente.
—¿Vosotros creéis que el médico habrá conocido bien la enfermedad? —dijo don Ramiro.
—Sí, en eso tengo confianza —contestó don Juan.
Micaela se levantó, se asomó a la ventana y apoyó su frente en el cristal. En la noche oscura, en el campo negro, brillaban algunas llamas rojas. Después de lanzar una mirada larga y huraña a don Ramiro, Micaela exclamó:
—Voy a ver cómo sigue.
—Yo voy también —dijo don Ramiro.
—¿Quién tendrá cuidado de separar este cacharro de la lumbre cuando esté hirviendo? ¿Lo harás tú, Rosarito?
—Sí, tía.
—¿No te dormirás, hermosa?
—No.
Micaela y don Ramiro salieron de puntillas del cuarto.
Don Juan, con la niña en brazos, había dejado caer la cabeza sobre el pecho. En su memoria se amontonaban tristes recuerdos…
Su infancia dolorosa y triste; su juventud al lado de Cesárea, tan feliz después de su ceguera, y en medio de su vida sombría, sin escenas ni accidentes, aquella luz tan pura, aquel sol que rompía las nubes negras y purificaba el cielo de su existencia y le dejaba azul y diáfano e inmaculado. Y luego el dolor inmenso de la traición y la lucha consigo mismo contra sus instintos de acometer, la lucha para llegar a la resignación sufriendo la ironía tosca y estúpida de la gente, el abandono, la soledad, la eterna negrura de sus ojos sin luz. Después, cuando Micaela huérfana y sin parientes fue a vivir a Labraz, una nueva esperanza brotó en su alma, no ya de amor, sino de afección tranquila. En su existencia quebrantada fue como un crepúsculo, una tregua al dolor.
Cuando apareció Ramiro con su mujer, su instinto le advirtió que la tragedia oscura de su alma no había llegado al desenlace.
Se renovaron las heridas, la traición pasada le hizo ver claro, con un ascetismo completo, la situación en que se hallaba, y venciendo las torturas que le proporcionaban sus ideas, llegó a poder dominar el desconcierto de sus instintos desordenados.
A veces sentía una grande y alta satisfacción al elevarse por encima de sus pasiones y al someterse a sí mismo como objeto de observación con una serenidad absoluta.
Otras veces, sin el valor necesario para afrontar el sufrimiento, se aferraba a la creencia de que sus preocupaciones eran efecto de su aprensión constante. «Soy demasiado desconfiado, pensaba, y trato de prever la desgracia. Si tiene que venir, vendrá, entonces será el momento de sufrirla.» Su sospecha se había acentuado en una breve conversación que tuvo con Cesárea.
Era en el cuarto de la enferma, pocos días antes. Cesárea hablaba con Juan, le contaba los sueños que le producía la fiebre.
—He soñado —murmuraba— que me moría. Me vestíais un hábito, y tú y Rosarito me llorabais; pero los demás, no. Después de muerta, pasaba por un camino llevando a Rosarito de la mano y allí había un buitre grande y negro que quería quitarme la niña. Tú estabas allí y me defendías.
—¡Qué locuras! —murmuró don Juan.
—Sí, son locuras —dijo la enferma—; pero en estos sueños he pensado yo muchas veces que, si no se adivina el porvenir, se ve claro el presente.
—¿Y qué has visto en ese sueño?
—He visto… en fin, quizá sean extravagancias. Quisiera que me prometieras una cosa, Juan.
—¿Qué?
—Que no te separarás de mi niña. Si me muero y Ramiro se vuelve a casar, tenía siempre junto a ti. ¿Me lo prometes?
—Sí, te lo juro. A no ser por la fuerza, no la separarán de mi lado.
—Gracias, Juan, gracias.
Y Cesárea al poco rato quedó amodorrada. El Mayorazgo, con el corazón oprimido, se acercó a la ventana. A lo lejos se oían voces de niños que jugaban al corro. Don Juan se estremeció y suspiró dolorosamente. De pronto, en el jardín, oyó la voz de don Ramiro apasionada, insinuante y luego la de Micaela, alegre, armoniosa. Era la misma indiferencia que tenían aquellas voces lejanas de niño, la indiferencia enorme de la felicidad por la desgracia.
Pensaba en esto mientras mecía sobre sus rodillas a Rosarito.
—No te duermas, Rosario —le decía—. Mira a ver si podemos sacar ya el cazo del fuego.
—Sí, ya está hirviendo el agua. ¿Lo sacaré?
—No, no vayas a quemarte. Ayúdame.
La niña tomó la mano de don Juan y éste cogió el cazo y lo dejó en un velador.
—Tío Juan —murmuró la niña—, mamá dice que se va a morir… ¿Tú crees que se morirá?
—No, chiquita mía, no.
—¿Y si se muere?
—Si se muere irá al cielo y vivirá allá arriba con los ángeles.
—Papá le ha dicho a tía Micaela que mamá se moriría pronto.
—¿Le ha dicho eso? ¿Delante de ti?
—No, delante de mí, no…; pero yo lo he oído.
—Calla, chiquita, calla. No hables más y duerme ahora.
Enmudeció la niña y enmudeció también el Mayorazgo; pero en el fondo de sus corazones palpitaba la inquietud.
—¿Y a mí me llevarán después de aquí, tío Juan? —preguntó la niña tras de un largo momento de silencio.
—¿Después? ¿Cuándo?
—Cuando se muera mamá.
—No sé, Rosarito; yo no sé nada —exclamó el Mayorazgo, turbado completamente con las palabras de la niña.
—Sí sabes, sí. ¿Me llevarán como llevaron a mamá?
—Si tu papá lo manda…
—¿Y tú, vendrás con nosotros?
—Yo no…; es decir, no sé.
—¿Y tía Micaela?
—Mira, duerme; duerme otro poco.
—Yo quiero estar contigo —exclamó la niña, y se subió a las rodillas del Mayorazgo, que la besó y lanzó un profundo suspiro.