Es preciso que el proverbio se cumpla: «El mendigo a caballo le hace galopar hasta la muerte».
SHAKESPEARE, Enrique IV
Don Ramiro paseó por el jardín, mirando la noche que había ya cubierto con sus negruras la tierra.
Se sentía dominado; aquella serenidad suya de siempre ante las circunstancias más críticas de la vida, había desaparecido.
No tenía la conciencia de su fuerza, se encontraba intimidado ante aquella mujer. Otras veces sintió la seguridad más absoluta de que los hechos se producirían a medida de sus deseos; en aquel instante observaba en sí mismo que no iba a saber resistir a la fuerza de los acontecimientos, que éstos le arrastrarían, no se sabe dónde, como las olas a un barco sin timón y sin guía.
Era preciso fingir tranquilidad, sobreponerse a la falta de energía de un momento; vivir mientras la debilidad de su espíritu persistiera imitándose a sí mismo, haciendo alarde de frialdad, de impasibilidad, dominando sus palabras y sus gestos.
Sentía estremecimientos de angustia, un gran temor al notar que una vida de pasión se desenvolvía en él, que sus sentimientos antes fuertes, inconmovibles, se deshacían, y que un principio de ternura, de necesidad de humillarse, trataba de reemplazar a su pasada frialdad.
Aquella falta de energía de su espíritu se manifestaba además por un gran temor inmotivado y por recuerdos que se revolvían en su cerebro sin ninguna ilación.
Recordaba la infancia, lo que hasta entonces nunca había recordado; le parecía que el resto de su vida se iba borrando.
Aquella época horrible de su infancia en que abandonado y sin hogar había andado errante, comiendo de limosna, durmiendo en cuevas y en matorrales, no se apartaba de su mente.
De una época anterior, tenía la vaga idea de haber vivido en una casa grande, con una mujer muy hermosa, que él suponía era su madre. Luego, sin transición, se encontraba viviendo en un caserío en donde hablaban vascuence, pero no sabía quién le había llevado allí, aunque recordaba haber ido a caballo por el campo con un hombre moreno.
La vida en el caserío era la que mejor recordaba a medida que iba pensando en ella; todos los detalles de las personas y de las cosas vistas se le iban apareciendo en la imaginación.
El caserío aquel hallábase en el recodo de un sendero; estaba oculto entre viejas encinas, robles corpulentos y hayas de robustos brazos y plateada corteza. Parecía mirar de soslayo hacia el camino y esconder su cuerpo para ocultar su decrepitud y las huellas que el viento, la humedad y los años habían impreso en sus paredes.
Por debajo tenía un hayal extenso que se llamaba Pagadi Beltz, ‘hayal negro’ en vascuence, y por estar el camino cercano a él se le decía lo mismo.
En Pagadi Beltz vivía una familia a cuya custodia encomendaron no se sabía quiénes a Ramiro. Era una de esas familias desdichadas, opulenta en desgracias, pues el buen Dios no se cansaba de derramar infortunios sobre ella.
El dueño se pasaba la vida trabajando, pero tenía una tierra malísima, más estéril que una cortesana, y se dejaba en ella la poca energía de sus ya cansados músculos.
En Pagadi Beltz se vivía en la mayor miseria, se alimentaban de pan de maíz y de legumbres. La casa no tenía piso en el suelo, sino tierra; no había tampoco chimenea; encendíase el fuego en medio de la cocina llenando de humo todo. Era la vida más miserable que imaginarse puede.
Ramiro no hacía nada, andaba como un salvaje a todas horas y sólo aparecía en casa para comer y para dormir.
Al año o a los dos años de estar el muchacho allá, enfermó el hombre del caserío, y como estaba acostumbrado a sufrir tranquilamente, y el pueblo estaba lejos, no llamaron al médico.
Una noche, al volver Ramiro a casa encontró al viejo del caserío muerto.
Al día siguiente, un hombre vino con una caja atravesada sobre un caballo, metieron allí al viejo, y entre los dos hijos y los amigos lo llevaron al pueblo a enterrarle.
Por la tarde, en el caserío hubo la comida de funerales; en una sartén echaron una gran cantidad de tocino hasta liquidarlo por completo, y hecho esto pusieron la sartén en un poyo, formaron los hombres un círculo alrededor y fueron mojando sucesivamente en la grasa pedazos calientes de borona.
Concluida la comida, se fueron marchando los invitados y los hijos y no quedó en la cocina de la casa más que la vieja. Ramiro, mejor que allí, prefirió dormir en el campo y salió de casa.
Hacía una noche de otoño húmeda y templada; la recordaba don Ramiro profundamente, con sus sentidos; veía las nubes que corrían atropelladamente en pelotones opacos; le parecía sentir la frescura dulce del viento que murmuraba entre los árboles y contemplaba la claridad de la luna que atravesaba el follaje y daba un aspecto fantástico a los troncos caídos en el monte.
Era la primera vez que Ramiro había pensado en su vida, en su porvenir, aunque de una manera vaga.
A la revuelta de un camino se halló de improviso frente a una casa. Escapaba la luz por los intersticios de la puerta del granero. Impulsado por la curiosidad, el muchacho subió una rampa que había para llegar al granero y miró por las rendijas de la puerta.
En un local extenso, a la luz de unos candiles que humeaban, unos hombres y mujeres habían formado un corro alrededor de un gran montón de mazorcas de maíz, a las que despojaban de sus cubiertas.
Habían debido de terminar el trabajo, porque al cabo de poco tiempo se levantaron todos y fueron amontonando las mazorcas en un lado y las hojas en otro por los rincones.
Cuando se despejó el granero, uno de los mozos cogió un acordeón, y en el silencio de la noche comenzaron a sonar las notas del instrumento, primero confusas y atropelladas, luego con un aire de gaita. Otro de los mozos se levantó e invitó a bailar a una muchacha, fresca y rozagante; ella, después de hacerse la remilgada, se plantó frente a él, un viejo marcó el compás, dando con su pipa de barro en un vaso, y comenzó el baile que se fue haciendo más general.
Pasaban ellos y ellas de la luz a la sombra; se oía acompasado el castañeteo de los dedos, las fuertes pisadas de los mocetones que hacían estremecer el pavimento, chillidos agudos de mujer y de vez en cuando algún irrintzi, grito de salvaje alegría, y la risa zumbona de algún viejo que a la mitad se transformaba en una tos pertinaz…
Ramiro sentía una enorme tristeza; al alejarse de allí, una voz de mujer cantaba subrayando una canción en vascuence que aún Ramiro recordaba, una canción en la cual el poeta campesino acusa a una muchacha de saber bailar mejor que escardar el maíz.
Los demás acompañaban el canto dando palmadas y repetían a cada estrofa, el estribillo de la canción:
Ai ene, nik ere nahi nuke
Ai ene, zuk nahi bazenuke.
Estribillo que tenía entonaciones cariñosas, sensuales, productoras de nostalgia de amor en boca de aquellas muchachas garridas y fuertes.
Dejó Ramiro de mirar el granero y dio la vuelta al caserío.
En otra vivienda había una ventana iluminada. Se acercó y oyó vagamente el cántico de una madre que dormía a su hijo; Ramiro, entonces, sintió los ojos arrasados en lágrimas y se alejó de allí; se tiró al suelo entre los húmedos helechos, y con la cara oculta entre las manos, lloró largo tiempo, amargamente…
Nunca después había sentido una emoción tan grande como la de aquella noche. Ante su recuerda de niño, palidecían y se borraban todos los de su vida de hombre.