VI

Estoy loca llorando por una cosa que me produce alegría.

SHAKESPEARE, La Tempestad.

Fue para don Ramiro una época extraña de su vida. Comenzó a dejar de salir de casa y a todas horas se pasaba charlando con Micaela. Al principio sus conversaciones eran de asuntos indiferentes, luego se hicieron más personales, más hondos.

Al anochecer, muchas veces sin más luz que la de las llamas de la chimenea, se sentaban al lado del fuego y hablaban largamente.

Don Ramiro trató de insinuarse en el alma de Micaela, de ver lo que había en el fondo de aquella mujer de apariencia tan fría, y cuando se encontró a sí mismo preocupado, pensando siempre en ella, se alarmó.

Pronto pudo comprender que en su alma nacía una pasión fuerte, y entonces quiso allanar los obstáculos que podían oponerse a su amor.

«Es tan orgullosa —pensó— que aunque me quisiera no se rendiría. Su pudor y su orgullo serán siempre un obstáculo para mis intentos.»

Comprendiendo esto, con una constancia de un hombre de voluntad firme, se dedicó a todas horas a llevar la conversación con Micaela a asuntos escabrosos, a exponer teorías libertinas velándolas siempre.

Micaela discutía con él sin turbarse, comprendía el esfuerzo que hacía Ramiro para destruir su pudor, y ella, que se sentía por dentro pervertida, se recreaba íntimamente con su perversidad.

Y ninguno de los dos creía perder terreno, y los dos, poco a poco, iban saturándose de amor.

Algunas veces la voz de Micaela temblaba y brillaban sus ojos; Ramiro sentía intenciones entonces de aprisionarla entre sus brazos, pero una mirada fría de ella le hacía desistir de su intento.

Don Ramiro recurrió a todos los procedimientos, prestó a Micaela Faublas y las Liaisons dangereuses, por si influían en ella; pero Micaela, después de haber leído los dos libros, se los devolvió diciendo que los encontraba necios y tristes.

Poco tiempo después, don Ramiro pudo comprender que iba perdiendo la partida; lo que no comprendió fue que no era sólo suya la derrota.

Micaela sabía fingir mejor bajo su máscara de frialdad; su corazón estaba turbado.

Una tarde de Agosto, mientras la vieja criada estaba en la iglesia y Cesárea dormía, bajó Micaela al huerto y, como el sol picaba, se refugió en un cenador cubierto por el ramaje de un rosal tardío, plagado de rosas de té.

Estaba Micaela pálida y triste; su rostro, generalmente tranquilo, expresaba languidez y pesar.

Había en aquel ángulo del jardín filas de tiestos rotos y de cajones llenos de tierra, que servían de sementeras del huerto.

Micaela se detuvo pensativa.

Por encima de la muralla se veía el campo recién segado, lomas y lomas desnudas de árboles, que se sucedían monótonas. Una fila de chopos, que desarrollaba grandes curvas, indicaba el trayecto del río.

Los caminos de herradura se esparcían por el valle, cuadriculado en eras de mieses y en campos de olivos y de viñas.

Alguno que otro huerto frondoso bordeaba el río, y el camino real se tendía como una cinta blanca escalando lomas amarillentas y rojas, sombreado por olmos negruzcos y acacias de copa verde.

Micaela recorrió el jardín abandonado; pasó por debajo de rincones sombríos entoldados por cortinas de hierbajos y de maleza que pendían del muro.

Contemplaba sin ver las manchas verdosas de las viejas paredes, las grietas de donde brotaban las avispas para revolotear al sol como gotas flotantes de oro.

Pasaba bajo los cobertizos de cañas carcomidas, empotradas en la pared por un extremo, que antiguamente sostuvieron enredaderas y madreselvas.

Luego dejó los andenes laterales y se sentó al borde de la alberca, en el centro del jardín.

Distraída arrancaba la simiente de los juncos que crecían en el seco estanque, y contemplaba el vetusto ciprés que se alzaba oscuro y rígido en el huerto.

¡Qué triste era aquel árbol!… ¡Siempre solo, mustio! Únicamente en lo alto de la copa el ramaje, de color de bronce, verdeaba un poco, una pálida señal de vida. Al soplo caliente de la tarde se balanceaba con todo un mundo de gorriones que se guarecían entre las ramas rugosas pegadas al tronco del árbol, como las venas en la piel de un viejo degenerado.

Micaela se sentó al borde del estanque en un banco verde, medio podrido, que allí había. Con la cabeza apoyada en las manos miraba el cielo azul profundo. Una pareja de cigüeñas pasó volando.

El aire vibraba seco, caliente, como el hálito ardoroso de un horno; las hojas, agostadas por el calor, colgaban flácidas de su tallo.

Micaela, embriagada ante aquella luz y aquel calor, se adormecía voluptuosamente, y una sensación de sequedad, casi de ahogo, le hacía respirar con fuerza el aire de fuego que traía el aroma de las flores calcinadas por el sol.

Deslumbrada por la claridad del cielo, cerraba los ojos, y al atravesar la luz sus párpados se enrojecía, y Micaela experimentaba la sensación de hallarse bajo una gran bóveda roja de color de sangre.

El piar de los pájaros, el deslizarse de las lagartijas entre la hojarasca, el rezongueo de los moscardones, todos los murmullos del jardín, reunidos al zumbido del calor, semejante al eco que los grandes caracoles guardan en sus volutas dé nácar, le acariciaban con la armonía vaga de un ensueño. Sentía una enorme laxitud y su corazón latía violentamente.

Hubiese querido estar siempre así, tendida en la tierra, sin preocupaciones ni cuidados, reflejando en sus ojos grises, tan pronto el cielo azul como el parpadear de las estrellas. Como si su voluntad se hubiese de repente agotado, no se sentía con fuerza para levantarse.

Oyó que la llamaban.

—¡Micaela! ¡Micaela!

Era don Ramiro que se acercó a ella.

La muchacha se levantó con rapidez.

—¿Qué hay?, ¿qué pasa? —preguntó malhumorada.

—Venía a ver dónde estabas.

Micaela, lánguidamente, se acercó a la tapia de la huerta y se sentó en ella. Don Ramiro hizo lo mismo.

Comenzaba a anochecer. Sobre el cielo, de color de malva, se extendía el campo violáceo, y la torre de la Colegiata se erguía roja y brillante por los últimos rayos del sol, como una brasa, ardiendo.

Los vencejos se perseguían en bandadas, girando vertiginosamente con algarabía estrepitosa.

Don Ramiro habló a Micaela con voz insinuante y temblona. Micaela le escuchaba estremecida.

La brisa de la tarde se tendía sobre el valle, oíase el rumor de las esquilas de los rebaños que volvían al pueblo, una ligera bruma se levantaba del río y el humo de las hogueras de rastrojos iba rasando la tierra.

En el cielo, jirones largos de niebla se unían y formaban un inmenso lago de plomo.

Traspuso el sol la cordillera lejana y desapareció; resonaron en la torre de piedra de la Colegiata las campanadas del Ángelus, y sus notas graves rodaron en el aire hasta perderse en el horizonte lejano.

—¿Vamos? —preguntó don Ramiro.

—Vamos, sí.

Y Micaela se levantó pesarosa.

En sus ojos fijos, iluminados por el último resplandor de la tarde, don Ramiro leyó algo muy extraño.

Tomó la mano de Micaela y ella no la retiró; luego la tomó por el talle y la besó en los labios.

Ella permaneció en los brazos de don Ramiro.

—Ven. Serás mía —murmuró él con voz apagada.

Micaela se desasió y, con voz ronca, dijo:

—No. Hoy no.