En suma, me apercibí de que todos eran egoístas, aunque, cuando estaban satisfechos, mostraban como la luna llena algo menos sus manchas.
J. P. RICHTER, Titán.
Míster Bothwell Crawford o Bothwell Crawford Esquire se entretenía en asombrar al pueblo con sus rarezas.
Hacía esto, en parte por su inclinación natural a todo lo que fuese estrambótico y raro, y en parte por ir en contra de las preocupaciones de los labracenses.
Su indumentaria era siempre caprichosa: los trajes de grandes cuadros y de gruesas rayas le encantaban; iba a veces a pescar al río con polainas y sombrero de copa, pero generalmente usaba una gorrita pequeña con varias plumas de águila.
Su sitio predilecto era un árbol torcido que se inclinaba hacia el río; sentábase allí en una rama, tendía la caña de pescar, la sujetaba en el árbol y luego sacaba un libro y se ponía a leer. Solía reírse a carcajadas y algunas veces, para tranquilizarse, se desnudaba y se tiraba al río.
Tenía proyectos descabellados de explotaciones de minas y de saltos de agua. Todo el mundo se burlaba de sus proyectos; él nunca se incomodaba.
Algunos decían que el inglés era templado, y lo demostró de tal manera que nadie pudo tener duda de su valor en lo sucesivo.
Había en el barrio alto una casa de juego sostenida por un tunante de Labraz, que después de haber rodado por todas partes había ido al pueblo a casarse con la viuda de un confitero, que además era querida de un canónigo.
A esta casa solían acudir los aristócratas de Labraz a jugar al monte, y allí se hablaba, se murmuraba y se contaban todas las historias y chismes que corrían por el pueblo.
El inglés, aunque raras veces, solía ir allá. Desde que estaba en el pueblo don Ramiro, era muy frecuente que las conversaciones girasen acerca de él, y una de las tardes que fue el inglés hablaban de don Ramiro.
El dueño de la chirlata, un hombre rubio, enfermizo, de muy mala sangre, explicaba, según le habían contado a él, la causa de la fuga de don Ramiro de Madrid.
—Parece ser —dijo— que don Ramiro tenía un amigo revolucionario, hombre ya entrado en años. El viejo revolucionario había cometido la torpeza de casarse con una muchacha muy bonita, muy alegre y muy coqueta. El viejo tuvo la poca prudencia de querer guardar a su esposa excesivamente, y como era hombre celoso y malhumorado, armaba a su mujer un escándalo por un quítame allá esas pajas.
»El revolucionario había conocido a don Ramiro en una logia masónica y llegó a tener una confianza tan grande en él que no tenía inconveniente en que don Ramiro visitara su casa y acompañara a su mujer mientras él se hallaba fuera.
»Sucedió no sé qué trifulca, y el viejo tuvo que huir de Madrid perseguido por la policía. Antes escribió una carta a don Ramiro recomendándole que no abandonase a su mujer, y efectivamente —añadió el dueño de la casa de juego, con sorna—, don Ramiro no la abandonó hasta que la conquistó, la hizo su querida y le vendió todos los muebles.
»Mientras tanto, al cabo de unos meses, llega el viejo a Madrid, cena con unos amigos que le reciben y le proponen pasar la noche en casa de una Cañamera de allá. El viejo se resiste, pero los amigos le llevan quieras que no. Entran en un cuarto, sale una vieja con unas cuantas mujeres, y después de un momento de charla, la vieja le dice al revolucionario: —Tengo ahora una recién casada que es preciosa. La voy a llamar—. Lo hace así: entra una mujer y el viejo da un grito espantoso y se abalanza sobre ella. La recién casada era su mujer; don Ramiro la había llevado a casa de la vieja y por unas onzas la había vendido.
—¡Demonio! —dijo uno de los jugadores—. ¡Vaya un hombre!
—¿Y el viejo no fue a matarlo? —preguntó otro.
—Sí, lo desafió —contestó el de la casa de juego—; ¿y sabéis lo que pasó? Que a los cuatro días fueron a Monteleón con dos padrinos cada uno, y don Ramiro le metió una bala en la sesera al viejo. Por eso tuvo que escapar.
Se oyó una serie de exclamaciones de admiración.
—A ver si hace lo mismo que con esa mujer con la chica de La Goya —dijo uno.
—¿Con qué chica? —preguntó el inglés.
—Con Marina. Entra ya en la casa de noche.
—¿Quién?
—¿Quién ha de ser? Don Ramiro.
—¡Si no se arregla más que con una!
—Es muy posible que se arregle con las dos.
—¡De casta le viene al galgo! —dijo otro.
Míster Bothwell no quiso oír más. Salió de la casa de juego y marchó a la posada. Entró en su cuarto y llamó a Blanca.
—Esto he oído —le dijo—, yo no creo que sea verdad —añadió fríamente—, pero necesito cerciorarme y saber lo que pasa.
Blanca, llorando, desesperada, contó lo que había ocurrido con Marina.
—Está bien —murmuró el inglés—; ahora me las compondré yo para arreglar esta cuestión.
Abrió su baúl, sacó dos pistolas, las cargó y volvió a la casa de juego.
No había ido todavía don Ramiro y esperó a que llegase.
Al verle se acercó a él.
—¿Sabe usted, don Ramiro, que aquí hablaban mal de usted hace un momento?
—¿Sí? —preguntó don Ramiro sonriendo, esperando una salida rara del inglés.
—Sí.
—¿Y qué decían?
—Muchas cosas; entre ellas, algunas no me interesan, pero otras sí.
—¿Y cuáles le interesaban a usted, señor Bothwell?
—Ésta, por ejemplo: que decían que usted entraba en casa de la Goya porque era el amante de una de sus hijas.
—¿Y esto le interesa a usted, míster?
—Sí.
—¿Y por qué?
—Porque sé que no es verdad.
—¿Se lo ha dicho a usted ella?
—No; me lo ha dicho uno, que cuando pretendió usted entrar, le puso a usted en la puerta de la calle.
Don Ramiro se levantó pálido y dijo:
—¿Viene usted a provocarme, caballero?
—Vengo a pedirle que confiese usted que lo que se ha dicho aquí de la muchacha ésa, es falso.
—¿Usted está reñido con la vida, míster?
—Nada de eso.
—Pues se está exponiendo a que le meta a usted una bala en los sesos, si es que los tiene.
—¡Oh! Lo veríamos. Respecto a puntería no tengo a nadie que envidiar; poseo buena vista y un pulso excelente. Vera usted: ¡a la luz ésa! —Y Bothwell sacó su pistola, disparó un tiro y apagó la luz. Se produjo un gran barullo en la sala—. Con una buena pistola —añadió el inglés con tranquilidad—, de diez blancos hago los diez.
Don Ramiro palideció profundamente; el dueño de la casa de juego y otros dos sacaron las navajas y se acercaron al inglés; pero éste les mantuvo a distancia, y a uno de ellos le atravesó la mano de un balazo.
—¡Que conste —gritó Bothwell— que lo que ha dicho este señor es mentira! ¡Adiós! —Y salió a la calle.
El acto del inglés produjo una enorme estupefacción en el pueblo; no se comprendía aquel quijotismo. Los labracenses se consideraban a sí mismos caballerescos; ¿pero a qué venía ir a defender a la hija de una mesonera? Les parecía esto absurdo hasta la exageración.
Sólo alguno que otro, entre ellos Antonio Bengoa y Perico el liberal del pueblo, defendieron a Bothwell a capa y espada. El escándalo tuvo sus ventajas para las hijas de la Goya: las pistolas del inglés y su valor frío produjeron un miedo cerval entre aquellos valientes de la navaja. Al mes o cosa así, Bothwell dejó la casa de la Goya y alquiló una casa para él.
Como pueblo levítico, Labraz era vicioso, pero de una manera oscura y siniestra.
Había dos Celestinas en el pueblo que trabajaban para el elemento rico y clerical de Labraz. Eran dos mujeres viejas; a una le llamaban la Cañamera y era gorda, ventruda, repugnante; solía ir vestida de negro. Tenía en su casa algunas pupilas y las explotaba de una manera miserable. Sabía que aquellas desdichadas no habrían de encontrar protección en toda la tierra y las trataba peor que a bestias.
La otra se llamaba Zenona, y sus asuntos eran más reservados.
Las dos andaban detrás de toda muchacha que estaba al caer y, como cuervos que viven de la carne muerta, se cebaban en ella.
Inmediatamente, la gente honrada de Labraz, el juez que fallaba los pleitos según las recomendaciones, el notario que entraba a saco en la conciencia y en la propiedad ajenas, los que prestaban al sesenta por ciento; en fin, toda la gente honrada, formaba como una muralla para que no les contaminase la atmósfera ponzoñosa de la muchacha perdida que ya no podía ir a la iglesia, ni podía pasear, ni podía salir a la calle porque el alguacil inmediatamente la llevaba a la cárcel.
Mientras tanto se clareaban contubernios entre curas y mujeres casadas; pero nadie decía «esta boca es mía». Se hablaba de si los hijos de un carpintero, en cuya casa vivía el canónigo, se parecían más a éste que al padre legal de las criaturas; pero todas estas sospechas no llegaban a producir deshonor: esto sí, se miraba con cierta sorna al marido, pero nada más.
Era original que los curas que fomentaban la prostitución clandestina la declarasen guerra a muerte públicamente.
Una de las veces que la Cañamera estuvo a la muerte, el cura que la confesó la hizo prometer que abandonaría para siempre su prostíbulo y licenciaría a sus pupilas.
Al curarse la mujer no cumplió su palabra, y al exigírselo así el cabildo entero, la Cañamera dijo que pondría en la puerta una lista de todos, los curas que iban a su casa.
Se zafó la cuestión por miedo al escándalo, y la Cañamera siguió trabajando en su negocio.
Dominaba en Labraz una hipocresía inconsciente; no se daban cuenta aquellos curas ni aquellos señores ricos de su hipocresía. Como esos matones que, un día y otro, reciben una paliza y están convencidos de que son valientes, aquéllos, buenos señores que podían contar con los dedos para no equivocarse, las canalladas que hacían durante el día, estaban también convencidos de que eran buenos, caballerescos y virtuosos.
Ni aun entre los muchachos jóvenes se encontraba generosidad. Estaban tan muertos como los viejos: el joven de diez y ocho o veinte años que tenía una renta de seis mil reales, no trabajaba ya. Cuando se presentara la ocasión, un cura le haría un buen matrimonio con una muchacha que tuviera tanto o más que él, aunque fuese fea como el mismo diablo, y tan contento. Éste era el estado perfecto para un labracense: la mujer fea alimentaba, y el marido, entre golpes de pecho y señales de la cruz, andaba en tratos con la Cañamera.
Como la gente del pueblo no leía ni pensaba, todas sus energías eran únicamente vegetativas. La única ocupación moral que tenían era el denunciarse y el armar pleitos. Los instintos brutales, a medias contenidos por el miedo al infierno, a medias irritados por el resquicio que la hipocresía deja a todos los vicios, habían hecho a los habitantes de Labraz de una inaudita ferocidad.
Durante las fiestas, esta ferocidad se desbordaba en las corridas de toros; Labraz podía eclipsar a todos los pueblos más salvajes, a todos los pueblos de España en donde las corridas tomen el aspecto más cobarde y más abyecto. Los mozos, señoritos y patanes, se ponían en las vallas y al pasar el toro junto a ellos le hundían pinchos, le pegaban en el hocico, le saltaban un ojo si podían, y al último, cuando echaban un toro ya viejo o una vaca, después de torearla se echaban todos sobre ella, la sujetaban y la iban dando navajadas hasta convertirla en una piltrafa. Luego se bailaba la jota, la estupidez y el salvajismo hechos canto, se bebía mucho y se rezaba en casa.
Los perdidos, los crapulosos del pueblo, cuando llegaba Semana Santa se conmovían y se ponían su sambenito y su coroza para ir en la procesión.
«¡Cho! Porque uno tenga defectos no ha de dejar por eso de ser cristiano.»
La ferocidad se unía en todos aquellos bárbaros con la pereza y la inutilidad más absoluta. Para el rico, jugar, pasear e ir a las perdices o a las codornices; para el pobre, embrutecerse trabajando y emborracharse alguna que otra vez.
Los que tenían buen fondo eran rutinarios y consideraban la idea nueva, el proyecto nuevo como una cosa aborrecible y diabólica.
No era tampoco la vida de Labraz una vida sensual; al revés, los ejes de la existencia del pueblo, eran sentimientos metafísicos: honor, religión, patria… pero sobre todos estos sentimientos metafísicos estaba el dinero. En Labraz era muchísimo más el prestamista rico que el hidalgo arruinado.
Un hecho pintaba al pueblo. Una vez en Semana Santa, mientras la procesión andaba por la calle, se presentó un bohemio con un mono pidiendo limosna. Iba el hombre por las calles en donde no andaba la procesión, haciendo bailar al mono al son del pandero. De pronto el cielo se nubló, y al cabo de poco tiempo empezó a llover. La gente, enmascarados que volvían de la procesión y otros que llevaban el palio, estandartes y mangas, supusieron que el mono del bohemio tenía la culpa de que lloviera; un canónigo con cara de cerdo dijo que el que anduviera aquel día el bohemio era efectivamente un desacato a su Divina Majestad, y en seguida todos los valientes del arremangado brazo se echaron sobre el mono y lo cosieron a navajadas. El bohemio echó a correr y le persiguieron a pedradas hasta que lo perdieron de vista.
Todos estos hechos los explicaba Perico el liberal del pueblo por este cantar, probablemente inventado por él:
¿Cómo quieres que en Labraz,
haya muchos liberales,
si son tos hijos de cura,
de canónigos y frailes?