IV

El mes era de mayo, un tiempo glorioso,

Quando facen las aves un solaz deleitoso.

LORENZO SEGURA DE ASTORGA

Pasó el invierno con sus lluvias y sus nieblas. Cesárea, la mujer de don Ramiro, seguía sin mejorar; el médico que la visitaba manifestaba pocas esperanzas de curación; aseguraba que no duraría más que hasta que la hoja de la higuera tuviese el tamaño del ala de un murciélago.

Don Ramiro había pasado días y días encerrado en casa, paseándose como una fiera. Cuando los buenos tiempos comenzaron, salía de casa a cazar volvía después por las calles con sus perros.

Tenía don Ramiro una voluntad de las que arrastran, y hacía danzar a todo el mundo con sus proyectos de jiras y excursiones.

Uno de los primeros días de Mayo decidieron ir a ver el antiguo monasterio próximo a Labraz, míster Bothwell, el organista con su sobrino Raimundo, un señor don Juan Manuel de Antoñana, aficionado a la arqueología, y don Ramiro. Éste convenció a Micaela que debía de ir con ellos, proporcionó una yegua mansa, y Micaela a caballo y los demás a pie, fueron todos al antiguo convento.

El monasterio estaba a unas cuatro leguas del pueblo hacia la sierra, en un valle formado por dos montañas.

Salieron temprano, antes del amanecer.

Al principio, por la carretera se cruzaban de cuando en cuando con algún carro con larga reata de mulas.

Desde que se abandonaba el llano y se iba internando en la parte agreste, el paisaje era encantador.

Hacía niebla y aparecían de una manera confusa los árboles y las pocas casas del camino, pero de pronto el sol apareció y quedó el cielo azul, y la luz se derramó a raudales por todas partes.

El río murmuraba allí cerca sobre un fondo de verdura; los pájaros trinaban en las ramas.

El monasterio era grande y abandonado.

Lo cuidaba un viejecillo, antiguo guardián del convento, cuando en este aún quedaban los cartujos.

Entraron en el convento por un patio que tenía en el centro una gran cruz de piedra y al lado una fuente.

De este patio por un arco se pasaba a otro empedrado con piedrecillas, entre las cuales había embutidos huesos de vaca formando dibujos.

El antiguo guardián tenía preparado el almuerzo; se sentaron todos a la mesa.

Micaela estaba con el viaje más alegre y animada que de costumbre, sus mejillas tenían un color de rosa del aire del campo.

Mientras comían, el viejecillo guardián del convento comenzó a contar la vida de los frailes.

Fue una relación monótona de lo que comían, de cómo paseaban, y añadió una gran cantidad de detalles insignificantes.

—¿De manera que vivían mal? —preguntó don Ramiro.

El viejo guiñó los ojos.

—Ya quisiera yo vivir como ellos —dijo.

—¿Comiendo nada más que abadejo?

—El abadejo que ellos comían, podría usted comerlo.

—¿Era bueno?

De profundis clamavit.

Todos se echaron a reír, menos el cura a quien debió de parecerle la cosa algo irreverente.

Después, don Juan Manuel de Antoñana contó las barbaridades que habían hecho los franceses al pasar por allá.

—Rompían a culatazos —dijo— las puertas y las quemaban, forzaban los armarios, robaban frontales, casullas y albas, hollaban las formas, levantaban las aras de los altares, se metían con los caballos en la iglesia y los abrevaban en las pilas del agua bendita.

»He leído —añadió— la descripción que hace uno de los frailes que fue testigo presencial de los atropellos y de las profanaciones.

»Mientras unos tocaban el órgano dando manotadas y golpes sobre él hasta hacerle añicos, andaban los demás a caballo por la iglesia.

»Entre los pies de los caballos veíanse las casullas atadas por el cíngulo a la cola de las bestias; las cruces procesionales, los incensarios y vinajeras andaban rodando.

»Los jefes de la tropa bebían en cálices y vasos de la unción; los soldados desencajaban los retablos, desnudaban las imágenes y las tiraban por el suelo, ponían las peanas como pesebres, hacían pedazos las custodias y abrían hasta los sepulcros recientes.

—Otra de las barbaridades que hicieron —dijo el organista en tono jovial— fue robar un cofrecillo con huesos y otras reliquias de San Prudencio. Los frailes, al verlos marchar a los franceses, rezaban por aquellos sacrílegos porque comprendían que el santo iba a hacer una de las suyas con tales herejes; pero con gran asombro suyo, el santo no hizo nada.

»A uno de los frailes que no muy convencido del poder de las reliquias, trató de disuadirles de que se llevaran el cofrecillo, le ataron una cuerda al cuello y lo llevaron así hasta Labraz.

»Eso no es obstáculo para que las reliquias que están en la Colegiata se consideren como más milagrosas que nunca.

—Por favor calle usted, tío; si no por mí, por doña Micaela —dijo Raimundo.

—No, déjele usted. Aquí no nos oye nadie.

—Más grave fue lo que sucedió en el convento de franciscanas —añadió el organista.

—¿Que sucedió allá, don Ignacio? —preguntó sonriendo Micaela.

—Pues nada, que entraron en el convento los franceses y… se encarnizaron, desgarraron el estandarte de la Concepción, desencajaron los retablos… lo desgarraron todo… Ya habían asaltado aquellos malditos herejes todas las celdas, cuando la vieja abadesa, que tenía más de sesenta años y bigote tan crecido como un carabinero, acercándose a un gastador francés alto y rubio, le dijo en ansia de martirio poniéndose la mano en el pecho: «Moa…, moa…, monja también».

Raimundo miró asustado a Micaela; pero ésta, al ver la mímica del organista, se reía a carcajadas.

Don Ramiro observaba atentamente a Micaela.

Concluyeron de almorzar, salieron al patio, y por una especie de pasillo oscuro con una imagen en la pared, pasaron a un tercer patio cubierto de grandes losas.

En éste se hallaba la iglesia. Tenía un vestíbulo grande con bancos de azulejos a los dos lados, y sobre la pared un alto relieve con los siete fundadores del convento.

La puerta de la iglesia era gótica, como hizo observar Antoñana, pero de un estilo decadente y tosco al mismo tiempo; tenía en relieve escenas de la Pasión con las figuras pintadas de azul y rojo, y dominando estos relieves la Virgen con Cristo muerto en brazos. Por encima de las dos imágenes corría una greca que decía: «Videte si est dolor, sicut dolor meus». La iglesia era grande, tenía un hermoso retablo dorado a fuego y un tabernáculo de ocho a diez metros de alto, que como dijo Armendáriz, era lo más feo y lo más antiartístico que puede salir de la cabeza de un fraile.

—Fíjense ustedes —añadió—, las columna de jaspe parecen de jamón mechado; la otra piedra más oscura debe ser de chocolate; yo esto no lo puedo ver en ayunas, tiene un aspecto tan comestible que provoca el apetito.

—¿Vamos a tocar el órgano? —dijo don Ramiro.

—Sí, vamos allá.

Antoñana prefirió ver la biblioteca.

Subieron los demás una estrecha escalera hasta llegar al coro.

El órgano era viejo, estaba pintarrajeado de mil colores; tenía las teclas amarillas y algunas compuestas con alambres. El fuelle se movía con una palanca de madera pesadísima. Don Ramiro intentó moverlo y no pudo; el organista fue en su auxilio, y entre los dos hicieron elevar la parte de arriba de los fuelles, sobre la cual había dos grandes piedras.

—Toque usted, Micaela —dijo el organista.

—Pero yo no sé manejar estas cosas —dijo ella señalando los registros.

—Raimundo lo hará por usted.

Se sentó Micaela en un taburete y comenzó a tocar una romanza melancólica de Marta de Flotow. Raimundo cambiaba los registros, las notas se elevaban en el aire muy tristes, muy románticas.

—Muy bien —dijeron el organista y don Ramiro cuando concluyó.

—Ahora, toca tú —añadió el organista dirigiéndose a su sobrino.

Micaela se levantó del taburete y cedió su sitio al curita. Éste se sentó y se incorporó inmediatamente. El calor tibio que despedía el asiento le había hecho sentir a Raimundo en aquel momento un deseo agudísimo.

—¿Qué es eso?, ¿qué te pasa? —preguntó su tío.

—Nada, nada —balbuceó el cura con la cara enrojecida—. Me ha dado como un desmayo. ¿Qué quieren ustedes que toque?

—Algo tuyo —dijo el organista.

—Bueno.

Sentóse el cura al órgano.

La mano izquierda en las últimas notas bajas comenzó a preludiar melodías que acababan al instante, la mano derecha rozaba ligera sobre el teclado, y ambas iban con rapidez a abrir y a cerrar los registros.

De pronto, hubiérase dicho que una fuerza poderosa, creciente, fue animando al órgano que bramaba y suspiraba como si anhelase lanzarse en un abismo que él mismo contuviera.

Los arpegios aislados y brillantes como perlas de un collar engarzadas en los ritmos graves del acompañamiento, dibujaban curvas cada vez más amplias, cada vez más redondas…

La misma frase, coloreándose, matizándose moría en un quejido… y volvía a renacer; unas veces humilde se ocultaba, y era como el agua entre las hierbas y las hojas muertas; otras reía limpia como el agua que cae en las fuentes abandonadas.

Micaela escuchaba conmovida, los ojos puestos en las manos del cura que se perseguían y revoloteaban sobre el marfil del amarillento teclado…

De pronto un turbión de acordes graves, bramó en las entrañas del órgano. Los trémolos rugían, se amontonaban unos sobre otros, para alcanzar un cántico que los dominaba…; la mano izquierda de Raimundo caía sobre las notas oscuras y temblaba encima hasta dominarlas, y el cántico tranquilo, ideal, se elevaba en las regiones serenas como el águila en el aire azul, y trazaba inmensas espirales sobre los bramidos tempestuosos de la tierra.

La voz fue subiendo, fue subiendo cada vez más, y cada vez más brillante; pero de pronto vaciló, y como un pájaro herido de muerte, se hundió hasta desaparecer en los torbellinos de notas bajas.

—¡Bravo!, ¡admirable! —exclamó don Ramiro en el colmo del asombro.

El órgano aún suspiraba fatigado.

El cura, tímidamente sonriente, miró a Micaela. En aquel momento era suya, estaba aún dominada por la influencia de la música.

—Toque usted algo más —dijo don Ramiro.

—No, no; ya no más —murmuró Micaela—. Sigamos adelante.

Bajaron del coro, vieron el refectorio con sus grandes sillones de nogal.

Era interesante ver la parte de vivienda de los frailes.

Las celdas eran grandes, espaciosas; cada una tenía dos pisos, una gran chimenea, un taller y una huerta con galerías a los lados. Daban todas las celdas a un claustro, cuyo jardín servía de cementerio.

La vida allí debía de ser admirable, tranquila y llena de encantos. El aire movía las hojas de los árboles dulcemente, trinaban los pájaros.

Al anochecer todos volvieron al pueblo.