II

Si la campana te avisa

de nuestra iglesia mayor

cuando es fiesta, oyes deprisa

con un amigo hablador

que te divierte, una misa.

MORETO, La ocasión hace el ladrón

Con la llegada de don Ramiro y de Cesárea, cambiaron las costumbres de la casa del Mayorazgo.

Cesárea encontrábase delicada, y sólo salía a pasear por la huerta con Rosarito y don Juan.

Don Ramiro, cuyo carácter no se prestaba a la quietud, organizaba expediciones con míster Bothwell, iba y venía de un lado a otro, visitaba la casa de la Goya, jugaba, y al poco tiempo de estar en Labraz, se encontraba aburrido de la vida del pueblo.

Al segundo domingo de llegar allí, fueron Micaela, don Juan y don Ramiro a misa mayor. Cesárea aún no se encontraba bastante fuerte para salir de casa.

Salieron los tres y entraron en la tortuosa callejuela que daba vueltas al ábside de la iglesia vieja. Bajaba la luz desde la ranura estrecha que formaban los tejados, y después de iluminar de soslayo las alabeadas y ventrudas paredes de las casas y los relieves grabados en el cilindro ciclópeo del ábside, caía amortiguada sobre el pavimento húmedo.

En los balcones de retorcidos barrotes, algunas mujeres desgreñadas aparecían y contemplaban a los dos hombres y a Micaela, que iba en medio de ambos recogiendo su falda.

Micaela estaba elegante y hermosa. Bajo su traje negro se modelaban las líneas del seno mórbido; parecía más blanca y más rubia su cabeza entre las blondas negras de la mantilla; su talle esbelto se balanceaba al andar y se contorneaban las redondeces de sus caderas.

El contraste entre don Juan y don Ramiro era raro y chocaba a todos. Don Juan llevaba un traje de moda atrasada, mal vestido, vacilante al andar, de aspecto triste; parecía un viejo. Don Ramiro, en cambio, estaba insultante de juventud y de petulancia. Vestía un frac verde ajustado al talle, el chaleco bordado con dibujos, los pantalones estrechos, las botas de charol y el cuello de la camisa tan alto, que le obligaba a llevar la cabeza rígida. Sus manos calzaban guantes amarillos, y la derecha jugaba con un junco.

Al entrar los tres en la plaza y luego en el atrio de la Colegiata inundado de luz, algunos hombres y mujeres se acercaron a verlos con curiosidad.

Había un grupo de señoras, en el que estaban las de Peralta y la de Beamonte, y a él se acercó Micaela. Don Ramiro saludó y quedó al lado del Mayorazgo.

Los chiquillos corrían sobre las lápidas del atrio que aún conservaban, aunque medio borradas, antiguas inscripciones funerarias.

Las mujeres del pueblo, envueltas en pañolones alfombrados, pasaban presurosas meciendo al andar la ancha campana del refajo; los labradores, en mangas de camisa, discutían en grupos las adversas o felices probabilidades de la próxima sementera.

En el viejo muro de piedra sillería de la Colegiata titilaban al sol las ristras de rosarios multicolores de un buhonero, y las mozas campesinas los contemplaban puestas en hilera agarradas unas a otras de la mano.

Las amigas de Micaela alabaron la elegancia de don Ramiro. Ella miró a su cuñado disimuladamente y sus miradas se cruzaron.

Entró todo el grupo de amigas en la iglesia, avanzó don Ramiro y alzó la pesada cortina para que pasaran los demás.

Salió del interior una bocanada de aire frío saturado de incienso.

Tras de la claridad exterior, apenas si se veían dentro las luces del altar y las siluetas de los fieles arrodillados en la oscura nave. Casi a tientas y dirigidos por don Juan, cruzaron hasta una de las capillas laterales.

Se veían dentro, además de las luces del altar, una porción de cerillas encendidas en el suelo, colocadas por las mujeres arrodilladas en la ancha nave.

Los hombres estaban cerca del presbiterio y en el coro. Cada uno tenía su sitio en la iglesia y el lugar de la antigua sepultura de la familia; los Labraz oían misa desde su capilla, que era una de las laterales frontera a la bautismal. Esta capilla había sido fundada por un Labraz, en el siglo XVI, el cual, en unión de otros hidalgos del pueblo, fue de los que costearon la iglesia nueva, según rezaba la inscripción gótica que rodeaba, como una imposta dorada, los cuatro muros de la capilla.

Al llegar el Mayorazgo y sus acompañantes, la celadora de la iglesia les abrió la verja de la capilla y sacó de un arca un almohadón bordado que colocó en el reclinatorio, en donde se arrodilló Micaela.

Don Ramiro se puso a observar a Micaela; en sus movimientos había una serenidad y una elegancia exquisitas. Era de esas naturalezas que tienen inconscientemente, por un sentimiento profundo de orgullo y de dignidad, la armonía del movimiento y del ademán. ¡Qué diferencia entre ella y las demás mujeres del pueblo! Las superaba a todas en sencillez y en elegancia.

Don Ramiro, que no tenía ni remotamente la idea de rezar, se puso a contemplar la iglesia. Se veía el altar mayor entre los barrotes floreados de la verja.

La única ventana de la capilla, cubierta por un espeso cortinaje azul, filtraba tan débil claridad, que todo aparecía velado en la penumbra azulada. Alguna umbela del retablo perfilaba sus acantos retorcidos, y sobre el fondo negro de las tablas pintadas se distinguían los nimbos de oro de las figuras, como una constelación de soles apagados.

Oíase murmullo de rezos, cuchicheo de conversaciones, roce de faldas, estruendo de toses, y de cuando en cuando el chirriar de un postigo que se abría y se cerraba, lanzando a intervalos un dardo de luz que se hundía en el misterio lóbrego de la nave.

Entre las dos pilastras del transepto brillaba la capilla mayor iluminada por hileras de cirios.

Se descorrió una cortina y atravesó el aire opaco de la nave una luz oblicua, multicolor; incendió la verja plateada del presbiterio y fue a caer sobre el triple mantel del altar, irisándolo de verde y rojo, de violeta y de azul de zafiro.

Preludió el órgano una marcha solemne y aparecieron en el presbiterio los acólitos, vestidos de blanco y rojo, llevando los altos ciriales, y los sacerdotes con albas rizadas, que se enrojecían a la luz de los blandones.

Seguían el diácono y el subdiácono, revestidos con dalmáticas verdes, y entre los dos un viejecillo tembloroso que casi desaparecía bajo los pliegues redondos de la espléndida capa pluvial constelada de pedrería.

El celebrante y los dos ministros marcharon en ala, sosteniendo éstos en una mano la fimbria del pluvial; llegaron a la grada más baja, se adelantó el anciano hasta el altar y lo bendijo.

En aquel momento vio Micaela dos muchachas que se acercaban a la capilla y se arrodillaban en una sepultura. Eran Blanca y Marina. Micaela las conocía de verlas allá todos los domingos. Micaela creyó notar que al sentarse una de las muchachas había lanzado una mirada de inteligencia a don Ramiro.

«¿Se conocerán?», se preguntó, y haciendo como que rezaba espió a la muchacha.

Era la morena la que había mirado; tenía una figura esbelta y los ojos muy vivos.

Comenzó la misa y Micaela no volvió a sorprender la mirada.

Un rumor confuso se extendió por toda la iglesia; la muchedumbre vaciló un momento, sonaron ruido de sillas y murmullo de rezos.

El subdiácono despojaba, en tanto, del pluvial al celebrante, y el diácono le revestía con la casulla.

Acercóse luego el anciano hasta el ara, y con una voz que parecía un quejido comenzó la misa.

Le respondió el coro con un Amén formidable, seguido por el estruendo del órgano. La iglesia entera vibraba desde los cimientos a la clave, y desde las altas ojivas despedía una tempestad de notas sobre la muchedumbre encorvada bajo las iras del Dios vengador.

«Hoy toca él, el órgano», pensó Micaela.

Buscó con la mirada a Raimundo, en los sillones del presbiterio, donde solía sentarse los domingos; no estaba.

La ceremonia siguió su curso. Los oficiantes pasaban y repasaban en fila por delante del sagrario, inclinaban las tonsuradas cabezas al mismo tiempo y hacían reverencias y genuflexiones.

Las casullas destellaban al choque del rayo de sol que las hería, y al arrodillarse los sacerdotes, sus ropajes de urdimbre de oro se quebraban como las gruesas estofas pintadas en los primitivos retablos, con rígidos y esquinados pliegues.

Los incensarios, columpiándose sin cesar, desprendían volutas pomposas de humo perfumado que ascendían en el aire, se coloreaban de mil tonos cambiantes y subían lentamente hasta la gloria del cimborio.

Micaela sorprendió otra mirada entre la muchacha de los ojos negros y don Ramiro.

«¿Sé conocerán?», pensó; y se volvió a un lado para mirar a don Ramiro, con la cabeza inclinada. Por entre los dedos lo vio en una actitud de conquistador, con el pulgar de la mano derecha en el hueco del chaleco, en una postura nada mística. «¡Qué fatuo!», se dijo; y comparó a Ramiro con el Mayorazgo, que arrodillado y con la cabeza baja, rezaba.

Sonó la campanilla que anuncia el prefacio.

Micaela cerró los ojos. El sacerdote recitó la oración, marcando las frases finales con largas cadencias.

Callaron las voces del coro; no se oía el más leve ruido cuando el órgano comenzó su canto.

A las primeras notas, Micaela sintió oprimido su pecho y suspiró profundamente.

El órgano sollozaba en sus registros bajos, y no era su canto el canto de dolor que acompaña al sacrificio; no iba a morir al pie del altar en las manos del oficiante, iba a Micaela, que sentía vibrar en aquellas notas la queja dolorida de un alma hambrienta de amor y llena de deseos.

De pronto cesaron las notas doloridas, y un canto de gloria, de virilidad, se levantó en el aire lleno de pujanza.

Micaela abrió los ojos. La iglesia estaba llena de la bruma blanca del incienso que atravesaba un rayo de sol como una barra de oro. El órgano había dejado de gemir…

Hay en las almas —dice William Cowper en La tarea— simpatías por los sonidos. Micaela sentíase dominada por la música de Raimundo, pero al dejar de oírla olvidábase de ella y esquivaba el dominio que ejercía en su alma.

Salieron Micaela, el Mayorazgo y don Ramiro de la iglesia. El sol reía en el atrio. El vendedor de rosarios los pregonaba a gritos. Micaela pasó por delante de unas mendigas acurrucadas al sol, y una de ellas, alzando el rostro de nariz ganchuda y boca de sumidero, al ver a ella y a don Ramiro juntos, exclamó: «¡Qué preciosa está la señorita y qué buena parejita hubieran hecho los dos!».

Don Ramiro dejó caer una moneda en la zarpa rugosa que alargó la vieja. Micaela le miró asombrada.

Salieron de la plaza.

De las rejas abiertas al ras del suelo en el muro salitroso de la iglesia, salía un relente de bodega cargado de olor a moho que balanceaba las telas de araña tendidas entre los hierros roñosos y descascarillados como palos de canela.

En la revuelta de una callejuela vio Micaela que les seguía, muy a lo lejos, una figura negra…