Un silencio frió reina en las salas desoladas.
BYRON, Childe Harold
Dos callejas angostas conducían a la plazuela en la cual se hallaba la antigua casa solar de los Labraz; una de ellas desembocaba en la muralla, pasando por debajo de un arco que tenía la imagen de un Cristo, de noche iluminada por una lámpara de aceite; la otra callejuela daba vuelta al ábside de la iglesia vieja, erizado de gárgolas y canecillos que lanzándose en el aire al pie de los botareles, abrían sus fauces amenazando morder los muros fronteros.
Era aquella plazoleta uno de los sitios menos frecuentados de la abandonada ciudad. Algún cura, o alguna beata que salía o entraba en la iglesia, eran las únicas personas que transitaban por la desierta plaza.
Desde las ventanas y balcones de casa del Mayorazgo veíase la fachada sur de la iglesia, la, cual tenía una hermosa puerta románica, pintarrajeada y estropeada por restauraciones absurdas; sobre su medio punto había un gran bajorelieve que representaba a un obispo recibiendo los regalos de un rey o de un emperador, consistentes en un libro de los Evangelios y dos candeleros.
La iglesia vieja, como lo indicaba su nombre, era la más antigua del pueblo. Al exterior era alta, negruzca, con una torre cuadrada con aspilleras. Tenía tres naves, su ábside, su crucero y varias capillas laterales.
Había sido fundada, según unos, por Alfonso VII; según otros, por Fernando el Santo. Su estilo era una mezcla de románico y de gótico en la parte baja, y de gótico y del Renacimiento en la alta.
En el siglo XV había, según un cronista de la villa, don Juan Manuel Alizaga, más de ocho parroquias; pero como eran muchas para el pueblo, no se daba culto más que en la iglesia vieja dotada con cuarenta o más beneficiados que, por su corto sueldo, eran, naturalmente, de pocos estudios, y tan sencillos y humildes, al decir del cronista Alizaga, que se pasaban el tiempo jugando y emborrachándose, recuestando hembras y corriendo galgos.
Esto, visto por los vecinos ricos de la ciudad, formaron el proyecto de reunir los beneficios todos de las iglesias en una Colegiata. Pidieron a León X la elevación de la iglesia a esta categoría y el Papa accedió, organizándola como todas con un abad, un prior, chantre, tesorero, maestrescuela, canónigos, racioneros, medio-racioneros y otros beneficiados. Luego la Colegiata decayó, y sus plazas quedaron reducidas a las de un abad, dos canónigos de oficio, ocho de gracia y seis beneficiados.
Conseguida la categoría de Colegiata para la iglesia, los vecinos de Labraz costearon una nueva, y en la pared de la entrada de ésta, en el lado de la Epístola, colgaron un caimán que fue, durante mucho tiempo, asombro y admiración de todos los comarcanos y motivo de discusiones para los eruditos de Labraz; pues no se sabía de dónde procedía aquel caimán, ni si lo habían traído o había llegado él a Labraz por su propia voluntad.
Asunto es este muy importante, pero como el autor no tiene competencia científica para resolverlo, lo abandona a otros más sabios investigadores.
Se entraba en la casa del Mayorazgo por ancho zaguán que terminaba en un patio grande bastante sombrío y triste. Tenía el patio, a los lados, una galería sostenida por columnas de piedra berroqueña, lo cual le daba aspecto de claustro, el suelo empedrado con losas y piedrecillas que formaban dibujos, y en medió un pozo con un brocal de piedra labrado toscamente y un tinglado de hierro encima con su polea, también tosca y maciza.
Las paredes del patio eran de sillares, tenían balcones y ventanas con adornos barrocos y remates que consistían en grandes jarrones.
Una escalera monumental que comenzaba frente a la puerta de entrada, conducía a las salas del primer piso, las cuales daban vuelta alrededor del patio. Eran casi todos salones espaciosos, oscuros, medio desmantelados. El techo era, en unos sitios, de grandes vigas que se reunían en el centro, formando trabazón de bello dibujo; en otros, artesonado tosco y ya carcomido.
Eran diez o doce salas en cada piso que se utilizaban en mejores tiempos; unas en invierno y otras en verano. Hallábanse más arriba la biblioteca, desvanes y buhardillas; el último piso hacía ya mucho tiempo que no se abría. En todos aquellos salones que circundaban el patio, se advertían restos de pasada prosperidad; las cornucopias de lunas claras y brillantes, las arcas talladas, alternaban con las tapicerías antiguas, de grandes relieves, y los cuadros de tonos oscuros, donde se destacaba vagamente la cara macilenta de un santo.
Por la parte de atrás de la casa estaba la capilla y se extendía la huerta, un trozo de tierra no muy grande que llegaba hasta la muralla.
Dos grandes parras subían por la pared trasera de la casa, alargando los sarmientos hasta el alero. En verano encuadraban las ventanas con su follaje verde; al comenzar la otoñada cubríanse los parrales de racimos negros y violáceos.
Un antiguo matacán convertido en mirador, había permitido, en tiempos pasados de prosperidad, vigilar a los Labraz desde su casa la trilla de sus cosechas en las eras que antiguamente se extendían al pie de la muralla, más allá de la empalizada del foso.
El palomar, puesto sobre el tejado, rivalizaba en altura con el campanil del convento de las monjas Carmelitas.
En las habitaciones que daban al norte de la casa y que estaban frente a la iglesia, se oía por las mañanas el rumor del órgano y el tintineo de una campanilla.
Llegaba también del contiguo convento el murmullo del rosario que rezaban las monjas.
Todo el lado derecho de la casa hallábase sin habitar, y las ventanas, a falta de maderas, estaban tapiadas. En el ala izquierda, y en el piso segundo, era dónde vivían don Juan, Rosarito y Micaela, una antigua criada de ésta y algunos otros sirvientes.
Don Juan ocupaba dos cuartos, uno de alcoba y otro como despacho, ambos desprovistos de adornos; de muebles no había en la alcoba más que la cama de madera; y en el otro cuarto una mesa y un armario con libros de cuentas, en donde el administrador apuntaba los ingresos que daban las tierras.
Micaela, más aficionada al lujo que el Mayorazgo, tenía en la parte de la casa que daba a la muralla, un gabinete tapizado de azul en donde solía estar cosiendo y bordando.
Era un cuarto adornado a estilo de Madame Pompadour, tenía en techos y paredes relieves de madera figurando ramajes entrecruzados y ostentaba pinturas de pastoras y pastores, a la manera de Watteau. En una galería, a la cual daba el gabinete, había una fuente que era un montón de piedras con una figurita encima de una Venus de alabastro.
La criada de Micaela, una vieja vascongada devota, asistente perpetua de novenas, cuarenta horas y adoraciones nocturnas, dejaba con mucha frecuencia sola a su señorita y a la niña en el antiguo caserón.
Micaela llevaba en Labraz una vida retraída. Aseguraban los criados que era muy orgullosa. Se trataba únicamente, fuera de las personas de la familia, con el magistral y las señoras de Peralta.
El magistral era la segunda dignidad de la Colegiata; tenía fama en el pueblo de ser un pozo de ciencia, y como hombre galante, a pesar de su cargo y mangoneador en asuntos de congregaciones, visitaba a todas las señoras del pueblo. A pesar de su fama era un presuntuoso badulaque, pagado de sí mismo, que tenía condiciones de cómico, y hablaba a labriegos ignorantes de cosas que no podían entender, de Horacio, de Virgilio, de dioses paganos, de hipóstasis y de thanatologías, en vez de decir con sencillez a aquellos aldeanos mezquinos y egoístas que fueran buenos, honrados y generosos.
La otra amistad de Micaela, las de Peralta, era de esas amistades que se tienen más por vanidad que por cariño. Micaela era bonita; las de Peralta, Segunda y Concha, feas y escuchimizadas; Micaela tenía adoradores; las de Peralta no encontraban ningún desesperado que se acercara a ellas. Indudablemente, las dos de Peralta odiaban a Micaela; Micaela desdeñaba a las dos; pero fingían entre ellas un cariño que estaban muy lejos de sentir.
De la familia de Labraz sólo quedaban algunos parientes venidos a menos, con quienes Micaela no se trataba, y el tío Nazarito, que algunas veces iba a verla.
Era éste un señor viejo muy amable, muy tímido y muy insustancial. Era hombre de esos que se vive junto a ellos y apenas se nota su existencia. Parecía que estaba pidiendo perdón a todo el mundo por haber nacido. Muy bueno, muy hábil, muy complaciente, no creía que nada ni nadie pudiese ser malo. No se atrevía a hablar delante de persona alguna. Herborizaba, y todo su afán consistía en reunir una colección de la flora de la provincia y regalársela a su muerte al Instituto de la capital. Cuando pensaba que con el tiempo se verían entre vitrinas sus colecciones con su nombre, se estremecía de placer.
Todo el pueblo se burlaba amablemente de don Nazarito, y él creía, indudablemente, que tenían razón burlándose de él. Su tipo predisponía a la burla; era chiquito, feo, con anteojos redondos; llevaba en invierno sombrero de copa y en verano de jipijapa, y andaba siempre mirando al suelo. No había salido nunca de casa después de las siete de la tarde. Le dominaba su ama de gobierno. Micaela le mimaba al tío Nazarito, pero éste no se atrevía a ir con frecuencia a casa del Mayorazgo por miedo a importunarle.
La mayor parte de los días Micaela los pasaba sola en casa. Entonces gustaba pasear por los grandes salones casi siempre oscuros. A veces un rayo de sol que entraba por una de las ventanas, mostraba el espejo deslustrado de alguna cornucopia, como si fuera claraboya abierta hacia un cielo brumoso; brillaba en los dorados de los candelabros, se descomponía en prismas en los cristales de las arañas y hacía que en el fondo antes oscuro de los cuadros, brotasen figuras adustas y nobles.
Otras veces, sentada en el huerto, pasaba la tarde cuidando de sus macetas o leyendo algún libro de devoción bajo un rosal siempre florido, mientras Rosario corría y jugueteaba.
Sólo en la mesa Micaela veía al Mayorazgo. Tratábale con una gran consideración como al jefe de la familia; pero no manifestaba por él ni cariño, ni siquiera piedad por su desgracia.
Era Micaela una mujer fría, de sentido práctico, pero más aún que esto, de una gran idea de sí misma y de su clase.
Toda expansión que pasara de cierto tono le parecía grosera, y sin fingirla ni rebuscarla tenía en sus ademanes una calma patricia, un aplomo perfecto, que le daban su egoísmo y su frialdad.
Era muy admirada, y también muy envidiada en el pueblo. Ella fingía no enterarse ni de las admiraciones ni de las envidias.
Al anochecer, Micaela marchaba a su cuarto y tocaba en una espineta del siglo XVIII canciones populares, himnos aprendidos en el colegio y algunos trozos de óperas y zarzuelas llegados al pueblo.
Los domingos paseaba con las de Peralta por las alamedas próximas al río; mientras Rosarito, el Mayorazgo y un criado, iban por los viñedos, por entre aquellas tierras áridas y desnudas, y la niña jugaba con el ciego como con un chiquillo.
En la casa había dos criados y dos criadas, viejos todos; pero además vivía allí un tullido hijo de una lavandera. Se llamaba Mamerto y le decían todos Mamertín.
Había nacido con las piernas atrofiadas, y desde chico andaba en un carrito que no era más que una tabla con cuatro ruedas. Era Mamertín muy inteligente y de una mala intención extraordinaria; hacía siempre el daño que podía, incomodaba a todo el mundo. Andaba en su tabla con ruedas por las calles de Labraz, menos por las que tenían mucha cuesta, pero a veces también se arriesgaba a bajar calles empinadísimas. Con los dos palos que llevaba en las manos empujaba en el suelo y corría velozmente. Solía llevar una botellita de aceite con una pluma guardada en un bolsillo de la chaqueta, para untar los ejes de su carro.
Mamertín sólo respetaba a don Juan y a Micaela.
Ésta no hubiese permitido bromas de aquel lisiado bufón.
Un día, Micaela, revolviendo y husmeando en los salones altos, dentro de un cajón cerrado encontró envuelta en varios lienzos un arpa pintarrajeada y llena de adornos. El mismo cajón guardaba unos cuantos libros amarillentos; había novelas en francés, entre ellas Matilde de Rokeby y La Dama del Lago, de sir Walter Scott, Graziella, de Lamartine, y otros; los demás libros eran devocionarios, y entre sus hojas guardaban estampas y cédulas de confesión.
Micaela hizo bajar el arpa a su cuarto y leyó las novelas que había encontrado. A pesar de su natural tranquilo y de su aristocrática frialdad, toda aquella balumba de amores lánguidos, de tiernas quejas, hizo impresión en su alma y el virus de lo romántico envenenó su pensamiento.
Serena y poco apasionada, con una comprensión clara y fría de la vida, creyó que nada de lo que había leído se realizaba en las condiciones normales de la existencia, monótonas y vulgares; pero a pesar de su frialdad y de su inteligencia supuso, dejando así un hueco para cualquier locura, que en condiciones especiales podrían darse aquellas grandes pasiones, aquellos héroes de corazón tierno como el de una niña ante su amada, y fiero y bravo como un león ante el peligro. Supuso también, con lógica, que debía de haber esferas sociales en donde estas pasiones fuertes podrían desarrollarse mejor, por ejemplo, entre cortesanos, y soñó con amores y con intrigas en grandes palacios.
En el fantástico paraíso creado por ella, los sueños de amor se mezclaban con sueños ambiciosos; nunca era la decoración de la escena en que ella y un él imaginado hablaban y se juraban amor eterno, la humilde cabaña, ni la lancha del pescador que espera cantando el día; sino el parque con fuentes de mármol, o el salón atestado de cuadros y de tapices.
Todas sus fantasías y todos sus entusiasmos eran puramente cerebrales.
Como se aburría, se le ocurrió aprender a tocar el arpa, pero en Labraz no había nadie que supiera pulsar tan romántico instrumento.
Micaela comunicó su deseo al magistral, y éste se encargó de decírselo al organista de la Colegiata.
El organista, don Ignacio Armendáriz, a quien el magistral manifestó el deseo de Micaela, acudió inmediatamente a ver al Mayorazgo. Tenía el organista un gran deseo de entrar en casa de los Labraz; sentía una pasión grandísima por los pergaminos y papeles viejos, y hacía mucho tiempo que buscaba un pretexto para colarse en la biblioteca de la casa de don Juan.
El organista dijo a Micaela que su sobrino Raimundo, uno de los beneficiados de la Colegiata, era un verdadero músico, y que él podría dirigirle, al menos en los comienzos. Le pareció bien esto a Micaela, y un día, después de vísperas, el organista presentó en casa del Mayorazgo a su sobrino.
Era Raimundo un jovencito humilde, pálido y exangüe; envuelto en su manteo, parecía la imagen afeminada de un San Luis Gonzaga.
Habló el joven con timidez, cohibido ante Micaela, que le examinó con su tranquilidad de mujer fuerte. Dijo que su tío le había puesto en un compromiso, pues como era natural, el arpa era para él un instrumento tan desconocido como el tambor o la dulzaina; pero que si los pocos conocimientos que él tenía de música podían serle útiles, estaban a disposición de Micaela si quería utilizarlos.
Las primeras lecciones fueron pesadísimas; había que hacer escalas y más escalas hasta dominarlas. Micaela tenía una gran fuerza de voluntad y no cesaba en sus ejercicios. El cura solía preparar y copiar las lecciones, y luego acompañaba a Micaela en el piano.
Mientras tanto el organista había encontrado el camino de la biblioteca, y se había instalado en ella. Convenció al Mayorazgo de que era necesario ordenar los libros y manuscritos que tenía allá, y todas las tardes iba a la biblioteca a leer y a revolver papeles, lo que constituía su pasión favorita.
Realizado su deseo, no se preocupó de nada más.
Las lecciones siguieron, Micaela fue progresando con ayuda de su profesor.
Un día, por la abertura de una cortina, vio al cura que cogía un pañuelo olvidado por ella sobre un velador y que lo guardaba presuroso.
—¿Estará enamorado de mí? —pensó.
Se hizo la desentendida y lo observó atentamente. Raimundo debía de estar enamorado de ella locamente; cuando se sentaba al piano, la miraba con extático arrobamiento, pero fingía por temor y por respeto. Aquella pasión tan intensa, tan contenida, produjo en Micaela un íntimo placer.
Algunas veces, cuando se asomaba al balcón, veía la silueta negra del cura que cruzaba la plaza, miraba hacia arriba a las ventanas de casa del Mayorazgo con temor, después entraba en el arco que conducía a la muralla y desaparecía en él.