VII

La oscuridad es una presión. La noche es una especie de mano puesta sobre nuestra alma.

VÍCTOR HUGO, El hombre que ríe

Resonó más cerca el trotar de un caballo. Poco después apareció en la puerta del cuarto un hombre alto y fornido.

—Buenas noches a todos —dijo—. Salud.

A la luz de la lumbre que ardía en el hogar, no se notaba en el rostro del Mayorazgo ni sus ojos vacíos ni las huellas de la viruela. Era hombre maravillosamente conformado; llevaba un gabán especie de anguarina amarillenta hecha de piel, calzón corto y abierto por los extremos y sombrero ancho.

—¿En dónde están los viajeros? —dijo avanzando con vacilación.

—¿Quiere usted que les avise? —preguntó la Goya.

—No, no hay necesidad. Les preparo una sorpresa —agregó con una risa triste.

—Venga usted —le dijo Blanca, y cogiéndole de la mano lo llevó a la puerta del comedor.

—Gracias, Blanca, gracias —dijo el Mayorazgo conmovido, y empujó la puerta y entró.

Se oyeron dentro exclamaciones, al parecer de alegría; luego no se oyó el menor ruido.

En la cocina la expectación era inmensa, y al poco rato, cuando se presentó el Riojano, todos comenzaron a interrogarle.

—¿Quién le leyó la carta que le llevaste a don Juan? —preguntó la Goya.

—Yo mismo.

—¿Y qué decía?

—Que estaban en la posada.

—¿Y nada más?

—Nada más.

—¿Y qué hizo el Mayorazgo al saber la noticia?

—Se quedó muy triste, muy triste; se pasó la mano por la frente y dijo: —Ahora voy.

—¿Y después, qué hizo? Dime. Cuéntamelo todo.

—Pues luego bajó las escaleras solo y deprisa, muy deprisa…; yo le seguí; él mismo aparejó su caballo. Antes de montar me preguntó:

—Y Cesárea ¿cómo está?

Le contestó que tenía mala facha, y entonces él murmuró:

—¡Pobre! ¡Pobre!, varias veces. Luego subió al caballo y se escapó echando chispas.

—¡Qué buen corazón debe tener! —exclamó Blanca.

—Vaya, ya lo creo —dijo el Predicador.

La patrona, impaciente y nerviosa, se acercaba a la puerta del comedor y trataba de pescar alguna palabra de la conversación que tenían dentro.

—Parece que no riñen —dijo desilusionada—. ¡Hablan como si tal cosa!

—¿Le preparará el Mayorazgo alguna encerrona? —preguntó el Riojano al Predicador.

—¡Ca! Es demasiado bueno.

—Él debía decirle —exclamó la Goya inflamada en ardor caballeresco—: Usted es un canalla, usted ni es caballero ni nada, y desafiarle después.

—Dice usted unas cosas, madre —replicó Blanca—. ¡Buena defensa iba a tener el pobre Mayorazgo siendo ciego!

Oyéronse al poco rato pasos en el pasillo, y entró en la cocina de la posada el Mayorazgo.

—¿Está aquí el hombre que ha estado en mi casa? —preguntó.

—Aquí estoy, don Juan —dijo el Riojano.

—Vuelve a mi casa y dile a Quintín, que entre él y el hijo de la señora Cándida, traigan la silla de manos que hay en la sala.

—Está bien.

—¿Qué, le pasa algo a doña Cesárea? —preguntó la Goya.

—Se encuentra muy débil ahora. El cansancio del viaje…

—¿Necesitará algo? —preguntó Blanca.

—No; está dormitando.

El Mayorazgo alargó el brazo, cogió una silla y se sentó junto al fuego.

—¿Quién está aquí? —preguntó.

—Estoy yo —dijo el inglés—, Bothwell el pintor.

—¡Ah!, el pintor. ¿Siempre tan satisfecho en nuestro pueblo?

—Siempre.

—¡Usted que habrá visto pueblos tan hermosos!

—Ninguno como Labraz.

—¡Bah! Se ríe de nosotros, ¿verdad, Goya?

—Yo creo que sí, señor Mayorazgo.

—Nada de eso.

—Y qué ¿pinta usted mucho?

—Sí, mucho, pero mal. ¿Cuándo quiere usted, don Juan, que empiece su retrato?

—Cuando le venga bien. Pero también es capricho raro empeñarse en retratar un hombre ciego… y desgraciado, ¿verdad?

—En Labraz no hay nadie digno de que se le haga un retrato más que usted… —replicó el inglés—. Muchas veces he pensado a quién podía retratar y he pasado revista a los hombres del pueblo; unos me recuerdan un caballo, otros un mono, o un perro; hay algunos que tienen movimientos de buey, como el notario; otros parecen búhos o papagayos.

—¿Y las mujeres? —preguntó sonriendo el Mayorazgo.

—Con las mujeres me sucede lo mismo. Hay unas que parecen perrillos falderos; otras muchas tienen cara de gato; pero lo que más me entristece es ver lo que abunda en ellas, el recuerdo de la cara de un cerdo. Entre las que conozco sólo hago una excepción, y es Blanca, la hija de la Goya; como entre los hombres hago una excepción, que es usted. Ella tiene cara de mujer, como usted tiene cara de hombre.

—Gracias, por ella y por mí. Es usted un bromista, señor Bothwell.

—A veces hablo en serio. Yo no sé pintar, pero tampoco sé mentir.

—Yo no digo que usted mienta, pero puede usted tener predilección en su arte a representar lo que indique dolor, desgracia… ¿qué sé yo?

—Sí, es indudable; ¿y cree usted que todos los grandes pintores no han tenido esa predilección?

—Yo no sé. No he visto en mi vida cuadros más que de niño y ya no recuerdo; pero es posible que en el rostro de los que sufren haya más expresión que en el rostro de los que gozan.

—¡Ya lo creo!

—Porque yo cuando he sentido dolores… como el de verme ciego, por ejemplo, al sufrir me he encontrado más limpio; no creo que me expreso bien.

—Yo creo que le entiendo, sin embargo.

—Muchas de mis preocupaciones son consecuencia de mi vida solitaria; pero sí, yo creo que hay dolores que son como una ventana que le abrieran al alma. En cambio hay otros que la envilecen, que van envueltos en cóleras sordas, en envidias, en bajas pasiones. Y eso es muchas veces lo peor del dolor, ese légamo de vileza que arrastra. Yo siempre he pedido a Dios que si me envía desgracias, deje mi alma limpia para sufrirlas. El conocer la tribulación, el analizarla, el medirla, es ya un principio de consuelo, como el reconocer el miedo, el analizarlo y el medirlo, es ya un principio de valor.

Hablaba el Mayorazgo con una perfecta calma; más parecían sus frases dichas para sí mismo que para los demás.

Se levantó al cabo de un momento de estar junto al fuego y volvió al comedor.

No tardó mucho tiempo el Riojano en aparecer con otro hombre.

—¿Eres tú, Quintín? —preguntó la Goya.

—Sí, señora Gregoria. Díganle ustedes a mi amo que aquí está lo que ha pedido.

Blanca, Marina y el Capitán de las llaves salieron a la puerta a ver lo que habían traído Quintín y su compañero. Era una litera pequeña con adornos barrocos antiguamente dorados, pero ya ennegrecidos.

Entró la Goya en el comedor, y al poco rato salió don Juan llevando del brazo a Cesárea; detrás de ellos iba don Ramiro.

—¡Quintín! ¿En dónde estás? Acercad la litera.

—¡Oh, Juan! —exclamó Cesárea sollozando.

—Es la litera del abuelo… ¿No te acuerdas?

—¡Oh, sí, Juan!

Y volvió a sollozar.

—Arrópate bien, Cesárea.

Blanca, que la había ayudado a subir y a sentarse en la litera, envolvió los pies de la enferma con cariñosa solicitud.

—¡Juan! ¿Y vosotros? —preguntó. Cesárea.

—Te escoltaremos. Vamos, Quintín.

Los dos criados se acercaron a las varas de la litera.

—Un instante —dijo don Ramiro—. Voy a coger mi sombrero y mi capa que está en la tienda.

Don Ramiro entró por el corredor y volvió al poco rato. En la puerta de la cocina se detuvo a hablar con Marina.

—Te tengo que decir una cosa.

—¿A mí?

—Sí, a ti.

—Dígamela usted.

—No, hija mía. Ha de ser a solas.

—¿A solas?; y Marina se quedó turbada.

La Goya se acercó a su hija.

—Mañana hablaremos de eso —dijo don Ramiro cambiando de tono, y se embozó y salió a la calle.

Los criados levantaron la litera en el aire.

—¿Y el farol? —preguntó uno de ellos—, ¿quién lo llevará?

—Yo —dijo el inglés—, y cogiéndolo se puso a la cabeza de la comitiva.

Cruzaron la plaza y se les vio subir por una callejuela empinada y estrecha.

La Coya, desilusionada por aquel final, dijo que no comprendía la mansedumbre de don Juan.

Marina quedó ensimismada.

Blanca se lamentó repetidas veces de la suerte de Cesárea.

Desde la puerta de la posada dejó de verse la comitiva en la estrecha calle.

—Pues yo creo —dijo el Riojano— que don Juan no se ha de quedar así. Tratará de vengarse como un hombre.

Y el Predicador, con un asomo de amargura desdeñosa, repuso varias veces:

—¡Ca! Es demasiado bueno.