VI

Voy a escuchar detrás de la puerta.

SHAKESPEARE, Ricardo III

Mientras los viajeros se hallaban en el comedor, La Goya y sus hijas se habían trasladado a la cocina.

La cocina era grande y alta de techo; junto al fogón tenía una plataforma de madera con mesas y bancos en donde solían comer los arrieros y los aldeanos en días de feria. Una fogata ardía en el hogar.

Mientras Blanca servía la mesa a los huéspedes, en la cocina hablaban intrigados. Silbaba el viento en la campana de la chimenea y mugía sordamente a lo lejos.

Habían llamado discretamente a la puerta varias veces y nadie había contestado.

El inglés, que escuchó la llamada, bajó desde su cuarto a la cocina y advirtió que llamaban hacía rato. Abrió el Predicador la puerta del soportal y apareció un hombrecillo con una linterna en la mano.

—Hola, señor Capitán, siéntese usted —dijo la Goya al verle.

Se sentó el llamado Capitán, apagó la linterna y la dejó sobre una silla. A la luz de la lumbre se vio su cuerpo estrecho, enfundado en el traje como un espadín en la vaina. Iba vestido a la antigua, con calzón corto.

Era uno de los contertulios más importantes de casa de la Goya. Se le veía frecuentemente por la calle de Jesús y los alrededores de la muralla con una gran llave en la mano.

Si se preguntaba a alguno del pueblo: «¿Quién es ése?», contestaba el preguntado: «Es el Capitán de las llaves».

El que había oído la respuesta se daba a pensar qué necesidad tendrían las llaves de capitán, y cuando volvía a interrogar acerca del cargo que ejercía aquel hombre tan delgado y tan tieso, se enteraba de que el Capitán de las llaves era el encargado de cerrar la puerta Nueva de Labraz.

De las dos puertas del pueblo, la de Francia solía cerrarse al anochecer, y la Nueva quedaba abierta hasta las nueve o diez de la noche. De ningún modo podía estar mejor mantenida la tranquilidad de los labracenses; estaban guardados, primero, por la puerta de la alcoba, después por la de la casa y luego por las dos del pueblo.

Llegaba la noche, y a las nueve en invierno y a las diez en verano, un corneta que estaba a las órdenes del Capitán, se encaminaba a lo alto del Cubo y desde allí llamaba a trompetazos a los dispersos habitantes del pueblo.

El que escuchaba la corneta desde cerca de la muralla aceleraba el paso; el que la oía desde más lejos echaba a correr, y si los ecos del bélico instrumento llegaban a los oídos del que se hallaba a una legua de distancia, el que oía, dudaba si correr o ir despacio, y generalmente después de dar una desesperada carrera que le dejaba echando el bofe, comprendía que no iba a llegar a tiempo y se resignaba a dormir fuera del pueblo, y seguía su camino despacio.

Terminados los toques de corneta, el Capitán hacía girar la gran puerta ferrada y claveteada, y dejaba durante un cuarto de hora el acceso libre por el portillo.

Los vecinos del pueblo llegaban desalados, como chicos que salen de la escuela. Eran casi todos braceros que volvían del campo y algunas mozas del partido que andaban merodeando en los alrededores de la muralla.

El Capitán presenciaba la entrada de los rezagados y decía, con la benevolencia del que se encuentra en un puesto elevado:

—Vamos, vamos, que ya es hora.

Después cerraba el portillo; luego una puerta empalizada de dos hojas que daba hacia el pueblo y subía por una escalerilla a un balcón de madera que había dentro del hueco de la puerta, encima de un gran crucifijo. Allí tenía su casa el Capitán de las llaves. Muchas veces, a las altas horas de la noche, tenía que levantarse, no de muy buen humor, para abrir a algún vecino o al médico.

El Capitán de las llaves gozaba de muchísima importancia en casa de la Goya. Según decía, él representaba para el pueblo entero la familia, el reposo del hogar. En sus manos estaba la clave donde descansaban todos los elementos de la vida del pueblo.

No comprendía el señor Capitán, y se comprende que no comprendiese, que hubiera pueblos tan locos y tan imprevisores que quisieran derribar sus murallas.

Le parecía esto sencillamente absurdo.

El Capitán de las llaves no preguntó nada. El enterarse de quiénes eran los viajeros que habían entrado en casa de la Goya, era para él como una función aneja a su cargo, y como no correspondía a su importancia el preguntar lo que había pasado, esperó las explicaciones a que creía tener derecho.

—¿Y el pueblo está tranquilo? —le dijo el inglés Bothwell.

—Lo tengo en un puño —contestó el Capitán.

Esta respuesta hizo sonreír al inglés y se frotó las manos en señal de satisfacción.

La Goya no se preocupó gran cosa del Capitán de las llaves.

—¿Y el Riojano? —le dijo a Marina.

—Se marchó.

—¿Adónde?

—No sé.

—Oye, Predicador —gritó la Goya.

El viejo salió de su amodorramiento, sobresaltado.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—¿Dónde está el Riojano?

—Ha ido a llevar una carta.

—¡Una carta! ¿Para quién?

—Para el Mayorazgo.

—¿De don Ramiro?

—Sí.

—¿Y por qué no me lo has dicho? —preguntó la Goya indignada.

El Predicador se encogió de hombros.

—¿Qué le dirá? ¿Qué enredo habrá pensado este hombre? —exclamó la patrona.

—El pobre don Juan lo pagará —dijo con acento convencido el Predicador.

—¿Qué idea habrá tenido para volver aquí? Es lo que yo me pregunto —murmuró la patrona.

—Yo creo que querrá llevarse la niña.

—Más me pareció a mí que quiera dejar en Labraz a su mujer.

—Quizás, quizás sea eso.

El Capitán de las llaves, viendo que no le daban las explicaciones satisfactorias, preguntó:

—¿Es querido don Ramiro de Labraz?

—Sí, —contestó la patrona.

—¿De Labraz? —interrumpió el Predicador—. Don Ramiro no es un Labraz. Podrá tener el apellido, pero no la sangre de los Labraz.

El inglés miró al Predicador con entusiasmo.

—La sangre…, la sangre… —dijo—. Es enérgico, es hermoso…, la sangre…

—Sí será cierto lo que tú dices, Predicador —observó la patrona.

—¡Vaya si es cierto!

—Pero también es verdad que el tío del Mayorazgo, el hermano de dama Cesárea, le reconoció al morir.

—¿Y por qué lo hizo? Por odio nada más.

Blanca, que volvía del comedor, exclamó:

—¡Me da una lástima esta pobre mujer! ¡Debe llevar una vida con ese hombre! —Y agregó—: Parece un demonio. Mira como si tuviera fuego en los ojos.

—Oh, sí, es verdad —repuso Marina con vago acento.

—Y él está hecho un muchacho —dijo el Predicador—. Pues debe tener lo menos treinta y seis o treinta y siete años.

—¡Cá! —replicó Marina.

—Ya lo creo —contestó la Goya—. Tendrá la misma edad, poco más o menos, que el Mayorazgo.

—Si yo fuera como don Juan —prorrumpió con vehemencia Blanca—, ni le recibía en mi casa ni le volvía a hablar más a ese hombre.

—La verdad —dijo pausadamente el Capitán de las llaves— que la culpa la tuvo dama Cesárea, la madre de don Juan. Cuando recogió a don Ramiro, trataron en su casa al muchacho como lo que era, un abandonado. Pero cuando don Juan se quedó ciego a consecuencia de las viruelas, entonces todo el cariño que la señora tenía por su hijo se trocó en indiferencia.

—Y yo creo que hasta en odio —interrumpió el Predicador.

—¡Y que es verdad lo que dices, Predicador! —añadió el Capitán—. ¡Quién había de pensar que dama Cesárea llegara a querer más a un advenedizo que a su propio hijo!

—Aquella señora sería muy buena, Dios la haya perdonado —murmuró el viejo—, pero lo que hizo con don Juan estuvo muy mal hecho. Ni aun los animales abandonan así a sus hijos.

—Lo más raro fue que dama Cesárea convenciese a su hermano de que adoptase a don Ramiro —añadió el Capitán.

—Eso fue por odio, y nada más que por odio —murmuró el Predicador.

—Yo creo que la hechizó —dijo la Goya—. ¡Como es tan guapo, tan simpático! A todos los que quiere los debe hechizar.

Marina movió la cabeza afirmativamente y se quedó ensimismada.

—Y esa pobre mujer enferma como está —exclamó Blanca—. Decía hace poco, al lado del fuego: Creí que no llegaba, pero tendré la dicha de morir en Labraz.

—¿Decía eso? —preguntó Marina.

—Sí. Y él como si tal cosa; alegre, tranquilo. ¡Debe ser más malo!

—¿Y no ha dicho desde dónde vienen? —dijo la Goya.

—No se lo he preguntado.

Nadie pensaba en acostarse en la casa. Se esperaba con ansiedad a que viniera el Riojano. El Predicador seguía al lado del fuego, dormitando o pensando; el inglés se frotaba las manos; el Capitán de las llaves, sentado en su silla, aguardaba a ver el desenlace para ir a su rincón.

La Goya, impaciente, iba de un lado a otro, se acercaba de puntillas a la puerta del comedor, miraba por una rendija y volvía a la cocina a comunicar el resultado de sus observaciones.

—No se hablan. Ella está muy triste.

—Estarán reñidos —dijo el Capitán de las llaves.

—Pero, señor, ¿qué irá a pasar? —se preguntó la patrona—. ¿Le habrá escrito don Ramiro a don Juan diciéndole dónde se encuentra? ¿Vendrá don Juan aquí?

—Pues que se incomode el Mayorazgo —gritó el Predicador—, y ciego y todo le aplasta a ese gitano de un puñetazo como a una mosca.

—No será tan bárbaro —arguyo Marina.

—¿No? Debía de matarle y arrastrarle después por el suelo.

—¡Por Dios, qué cosas dices! Tras de que me muero de impaciencia —murmuró la Goya—. ¿Si no le habrá encontrado el Riojano a don Juan?

—No, aún no tiene tiempo de estar de vuelta. No había acabado de decir esto el Predicador, cuando se oyó en la plaza el ruido de los cascos de un caballo.

—Aquí está —dijo el viejo, y levantándose salió de la cocina.