V

No más noticias, que se las lleve el viento.

SHAKESPEARE, Macbeth.

De pronto el caballero, dirigiéndose al Predicador, le pregunto bruscamente:

—Usted me conoce ¿verdad?

—Sí, usted es don Ramiro.

—¿Desde el principio me ha conocido?

—Sí.

—¿Cómo está Juan?

—¿El Mayorazgo? Bien.

—¿Y la niña?

—¡La pobrecica!, es más lista y más traviesa… Ahora está aquí su tía doña Micaela.

—¿Está Micaela?

—Sí.

—¿Será ya una mujer?

—Vaya; y guapa.

—Sí, de niña era bonita. ¿Y Juan la quiere mucho a Rosarito?

—Mucho.

—¿Y Micaela?

—También.

—¿Está alta la niña?

—Sí.

—¿Es buena?

—Sí.

—¿Se parece a mí en la cara?

—No, se parece a doña Cesárea, a su madre. El otro día estaba yo tocando las campanas para llamar a misa, que ya sabe usted que las toco desde el descansillo de la escalera de la torre, cuando veo a doña Rosarito que había subido solica las escaleras y que me dice:

»—¿Qué haces, Predicador?

»—Pues tocando las campanas, doña Rosarito— la contesté.

»—Te vas a cansar —me dijo.

»—No.

»—Si yo tuviera fuerza… ya te ayudaría, pero soy muy chiquita.

»Y se subió a mis rodillas. ¡Es más buena!

En aquel momento entró Marina a avisar a don Ramiro que la mesa estaba puesta.

—Ahora voy, hermosa —la dijo.

—Cuando usted quiera.

Don Ramiro, volviendo al Predicador, le preguntó de nuevo:

—¿Y cómo quedó el Mayorazgo cuando Cesárea se marchó de casa?

—¡Cómo había de quedar! Desesperado y triste que daba lástima verle —exclamó en tono decidido el Predicador—. Cuando iba a la iglesia y se sentaba en el coro, se le veían salir las lágrimas de sus ojos vacíos, corriéndole por la cara. ¡Él que es tan hombre! Luego la madre dama Cesárea…

—No, no quiero saber nada de eso —murmuró con voz alterada don Ramiro, dando largos pasos por la tienda.

—Como me preguntaba usted…

—No, no, basta de noticias; no quiero saber más.

Después, contradiciéndose rápidamente, preguntó de nuevo:

—Y ¿el pueblo qué dijo?

—El pueblo dijo, que lo que habían hecho a don Juan era…

—¿Qué?

—Pues dijo que… era una canallada.

Pasó una sonrisa por la boca y por los ojos de don Ramiro, y con tono indiferente añadió:

—¡Quién sabe si el pueblo tendría razón!

Volvió Marina a llamar a don Ramiro, y a decirle que su mujer estaba en el comedor. Serenóse el rostro del caballero, rodeó delicadamente el talle de la muchacha, y con voz insinuante la dijo:

—¡Que feliz será el hombre que sea dueño de tus encantos!

Marina se desasió de los brazos de don Ramiro y éste desapareció en el pasillo.

El Predicador quedó solo en la tienda, y a la vista de don Ramiro sujetando por el talle a Marina, recordó una escena presenciada por él hacía muchos años.

El Predicador era un viejo alto, corpulento, de pelo largo y tufos por encima de las orejas; vestía una blusa corta y una boina azul en la cabeza. Había sido cabo de miñones durante mucho tiempo, hasta que un fuerte reumatismo en las piernas, le dejó imposibilitado. Estaba recogido en casa de la Goya, medio de huésped medio de criado, y como cantaba en la colegiata, por esto quizás le llamaban el Predicador.

El recuerdo que le vino a la memoria al ver a don Ramiro sujetando a Marina por el talle, era éste:

Hacía ya mucho tiempo, más de veinte años, que la Diputación, atendiendo a los ruegos del alcalde de Labraz, había dado orden de expulsar de este pueblo hasta el límite de la provincia a una turba de gitanos que había establecido su aduar en las bóvedas del castillo.

El Predicador y seis compañeros recibieron la orden de expulsarlos y de custodiar la cuadrilla hasta la provincia de Vizcaya.

El día en que los expulsaron había mercado en Labraz; los sorprendieron a los gitanos en su cubil, y por la mañana los acompañaron por la carretera.

Había que ver la gente que iba aquel día camino de Labraz; aldeanos y aldeanas, jinetes en caballos, mulos y borricos, gente que llevaba trigo y hortalizas a vender a la feria, unos envueltos en capas pardas larguísimas, otros con capisayos y mantas listadas, y en medio de aquella procesión, pasaba la cuadrilla de gitanos, chillando, lamentándose a grito pelado y tras de ellos iban los miñones con sus sombreros de copa cubiertos en funda de hule, sus chaquetones cruzados en el pecho por la amplia correa blanca, sus mochilas, cananas y sus fusiles de pistón al hombro.

De todos los conducidos, sólo el jefe de la caravana, un gitano, alto y varonil, se mostraba tranquilo. Llevaba un chiquillo moreno subido sobre los hombros, iba cantando y a veces cogía a su mujer por la cintura y marchaba con ella a la cabeza de la banda.

Al llegar al primer pueblecillo de la provincia próxima, el alcalde se hizo cargo de los gitanos y los encerró en la planta baja de la casa del Ayuntamiento.

Un año después, volviendo el Predicador con otro compañero por el monte, en el encuentro de una vereda y de un mal camino de herradura, se encontró con un chiquillo de unos siete años que se hallaba sentado sobre una piedra.

—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó el Predicador.

—Nada.

—¿De dónde eres?

—No sé.

—¿Cómo has venido hasta aquí?

—Andando.

—¿No tienes casa?

—No, señor.

—¿Pues con quién vivías?

—Iba con unos gitanos.

El Predicador se acordó de la escena presenciada por él el año anterior. Discutió con su compañero lo que habían de hacer con el niño y decidieron llevarlo a Labraz. Estuvo el chico unos días y desapareció.

Dos o tres años después, la madre de don Juan el Mayorazgo, dama Cesárea, paseando por el Hornabeque se encontró con un muchacho desarrapado que dormía en un hueco de la muralla. Al verlo tan abandonado y tan hermoso, la piadosa dama sintióse conmovida y mandó que se le llevara a su casa.

Muchas veces el Predicador creyó reconocer en el muchacho recogido por dama Cesárea, el mismo que él había visto en los hombros del gitano el día de la expulsión de la caravana y el mismo encontrado por el en el monte.

El niño recogido por dama Cesárea era don Ramiro.