IV

—¿Filósofo, señor?

—Observador de la naturaleza humana, señor.

DICKENS, Pickwick.

Hubo un momento de indecisión profunda entre los que se hallaban en la tienda; miráronse unos a otros sin decir palabra.

Marina contemplaba al recién llegado caballero absorta, y en sus ojos se leía una ávida curiosidad. El inglés seguía dando pinceladas a su acuarela.

La Goya y Blanca acudieron solícitas a la viajera.

—¿Está usted mala, señorita? —le preguntó Blanca afablemente.

—No; estoy cansada, nada más muy cansada.

—¿Vendrán ustedes de lejos? —preguntó la Goya.

—Sí, de muy lejos.

—¿Quieren ustedes llevar a mi mujer donde haya un poco de fuego? —preguntó el caballero.

—El caso es —murmuró la Goya— que ahora sólo habrá lumbre en la cocina.

—Es igual —repuso la viajera levantándose.

—Venga usted, señorita —indicó Blanca—. ¡Está usted helada!

—Sí, estoy tiritando.

—¡Tiene usted las manos tan frías!…

Blanca y la viajera entraron por un corredor oscuro, en cuyo fondo negruzco brillaban las llamaradas rojas de la lumbre.

El viajero, dirigiéndose a la Goya, dijo:

—Si pudieran preparar cuarto para nosotros…

—¿Uno o dos? —preguntó con su habitual curiosidad la patrona.

—Es lo mismo. Y si nos pudieran dar algo de comer, no nos vendría mal.

—No les podré servir gran cosa, porque como ya es tarde…

—La cuestión es que sea pronto; mi mujer está delicada.

—¿Es su mujer de usted?

—Sí, señora.

—Por muchos años.

—Gracias —contestó el caballero con indiferencia.

La Goya entró en un cuarto inmediato.

Quedaron en la tienda los dos mozos rivales. El inglés, en el mostrador, colocó sobre un pañuelo de hierbas una colección de pinceles, plumas, esponjitas y platillos.

El caballero entabló conversación con Marina.

Tenía un tono de amabilidad cortés y afable, que infundía confianza inmediatamente; su sonrisa era la de un buen muchacho que hablara con la mayor franqueza.

—¿Y usted no quiere estar al lado del fuego? —le preguntó Marina.

—Yo prefiero estar a su lado; —y al ver que la patrona volvía a la tienda, encarándose con ella, la preguntó:

—¿Es hija de usted?

—Sí, señor.

—Es encantadora. Puede usted estar orgullosa de tener una hija tan bonita. ¿Y cómo se llama?

—Marina.

—Si quisiera usted, Marina, darme algo para beber, siempre que no sea agua…

—Usted dirá lo que quiere.

Marina pasó detrás del mostrador, abrió un armario que estaba frente por frente de la puerta, en el que aparecieron filas de botellas, y se subió a un banco para tomar una.

—Yo no querría que usted se molestase.

—Oh, no hay molestia… Conque usted dirá lo que quiere. —Y la muchacha cruzó con coquetería los dos brazos sobre el pecho.

—Cualquier cosa. ¡Si unas manos como las suyas no pueden traer más que gloria!

Todos aquellos discreteos entre el recién venido y Marina produjeron una gran indignación entre los dos rivales, que se creyeron en el caso de hablar alto y de reírse con impertinencia.

Después, sin saber qué hacer y no queriendo marcharse de la tienda, cogieron unas cartas y se pusieron a jugar, mano a mano.

—A fe mía, mi buena señora —dijo el caballero dirigiéndose a la Goya, con el tono sencillo que le era peculiar—, que es gran suerte la de usted en tener hijas tan bonitas, porque supongo que esta señorita que ha ido acompañando a mi mujer será también hija de usted.

—Sí, señor.

—Son de veras preciosas.

—¡Las pobrecillas! —murmuró la Goya confusa—. Ésta, Marina, es vivaracha y traviesa; la otra, Blanca, es más… vamos, en fin… más formal.

Marina había llenado una copa de Jerez y se la acercó al caballero. Éste, antes de beber, la preguntó:

—¿De modo que tú eres la traviesa y la vivaracha de las dos hermanas?

—Sí, señor —contestó la chica, encendida al oírse tratar de tú.

El caballero, saludando al inglés y echando una ojeada rápida a los mozos, dijo:

—¿Ustedes gustan, caballeros?

—Muchas gracias, señor —contestó el inglés.

Los dos jóvenes contestaron con un gruñido.

El caballero bebió el Jerez y dio las gracias a la muchacha al dejar la copa en la bandeja.

—El señor Bothwell —advirtió Marina maliciosamente indicando al inglés— está en su semana láctea.

—No sé lo que es… —dijo el caballero.

—Una chifladura —replicó la muchacha—. De cuando en cuando está una semana entera no tomando más que leche.

—Se ríen del inglés —dijo el aludido sonriendo.

—¿Es usted inglés? —preguntó el recién venido.

—Sí, señor.

—Es lo más que puede ser un hombre.

—Gracias, señor; pero permítame que no participe de su idea acerca de los ingleses.

—¿De manera que usted no cree en la superioridad de sus paisanos?

—¡Aoh!, no… El inglés es una mala bestia…, egoísta, brutal.

—Además, todos deben de estar locos —añadió Marina.

—No, todos no… desgraciadamente —contestó Bothwell—. Sólo algunos. Aquí está usted, señor —agregó—, en uno de los pueblos más cultos de España.

—¿De veras? —preguntó sonriendo el recién llegado.

—¡Aoh!, sí. Labraz es uno de los pueblos más artísticos. Aquí no se permiten fábricas, ni chimeneas, ni construcciones modernas.

—¿Qué me dice usted?

—Nada de ese falso y estúpido progreso; nada artificial.

—Ya llegará, ya llegará poco a poco.

—¡Aoh!, cuando eso ocurra, el inglés se habrá muerto. Después de mí, el diluvio —añadió riéndose. Luego, en confianza y en voz baja, añadió—: Todos los productos de Labraz son naturales: el vino, los hijos de cura, los pleitos, las barricas y una mina de ocre, también natural, que yo he descubierto.

—¿Y cómo encontró usted este paraíso de Labraz, señor Bothwell? —preguntó el caballero—. ¿Hace ya mucho tiempo que está usted aquí?

—Un año, pero yo no descubrí a Labraz; fue un amigo mío y compatriota el que me trajo aquí. Mi amigo era uno de los hombres más curiosos que han podido existir. Se había empeñado en hacer protestante a España, ya ve usted qué barbaridad, y llevaba una porción de años recorriendo el país con sus biblias. Por todas partes le recibían mal, unas veces a pedradas, otras a tiros; pero él, como se llamaba Tack. que ya sabrá usted que en inglés se dice así a esos clavos de cabeza dorada que sirven para adornar los sillones, y que en español se llaman… no recuerdo cómo se llaman.

—¿Tachuelas?

—Eso es. Pues bien, como él se llamaba Tack, quería ser tan perforante como su apellido. Llegaba Tack a un pueblo, iba a ver a los liberales y demás personas de ideas avanzadas, les echaba un discurso y les dejaba tres o cuatro biblias; los liberales miraban los libritos con espanto, y si no los quemaban ellos, lo hacían sus mujeres.

»Inmediatamente se enteraba el cura, el cura se lo decía al alcalde, y el alcalde mandaba prender al propagandista y lo zambullía en la cárcel que, generalmente, era un cuartucho oscuro y sin ventilación, lleno de telarañas, de ratas y de toda clase de insectos.

»Entonces mi amigo enviaba una carta al embajador de Inglaterra en Madrid, y mientras tanto esperaba en la tranquilidad de su prisión y se dedicaba a escribir sus memorias y a continuar un diccionario de inglés-caló y de caló-inglés que estaba componiendo.

»Venía la orden de libertarle, Tack metía sus dos obras en un morral, agarraba su maleta y salía del pueblo perseguido por la gente, que le apedreaba o le disparaba algún trabucazo, llegaba a otro pueblo, hacía la misma maniobra, y a la semana o cosa así, ya estaba en la cárcel. Con este hombre evangélico vine yo a Labraz.

—¿Y aquí les recibirían a ustedes a cañonazos?

—No. Al principio nos quisieron arrastrar, pero no llegaron a hacerlo.

—¿Y usted, a pesar de eso, se quedó aquí?

—¿Por qué no?

—¿Es usted estoico?

—No sé. Tengo un libro de Marco Aurelio en mi baúl, pero le juro a usted que no lo he leído; mis ideas filosóficas y sociales se compendian en este grito de Swiff: «¡Viva la bagatela!» —Luego se levantó el inglés y dijo—: Si está usted aquí algunos días, tendré el gusto de saludarle y de enseñarle la mina de ocre que he descubierto. Me voy porque mañana tengo que levantarme temprano. Hay que trabajar para comer.

Y míster Bothwell, después de hacer un ceremonioso saludo, se fue llevando en la mano el pañuelo de hierbas con sus pinceles, esponjas y pinturas.

—¿Qué hace este señor? —preguntó el caballero a Marina.

—Pinta.

—¿Está algo chiflado?

—Sí, pero es muy bueno.

El caballero se olvidó pronto del inglés y comenzó a galantear a Marina.

La palabra hermosa o preciosa llegó a los oídos de Galo y de Zárate, y ambos se creyeron en el caso de hacer desplantes, hablando y riendo fuerte.

El caballero les contempló con indiferencia y preguntó a Marina:

—¿Alguno de esos mozos es tu novio?

—Oh no, señor.

—Tienen facha de bravucones; me miran quemados porque hablo contigo.

Marina se echó a reír.

—¿Tú les haces caso?

—Yo, no.

—Haces bien; tú mereces más que uno de esos patanes disfrazados de caballero.

—Ya sé que no —murmuró melancólicamente la muchacha.

La Goya, que vio que la conversación entre el recién llegado y su hija se alargaba demasiado, llamó a Marina.

Zárate la siguió.

—¿Qué te decía ese hombre? —la dijo.

—Nada —contestó ella secamente volviéndole la espalda.

El caballero, mientras tanto, cogió una silla, se sentó apoyando el respaldo en la pared, encendió un cigarro y se quedó pensativo contemplando las volutas de humo que subían al techo.

El Predicador entró en la tienda y advirtió a los dos jóvenes galanteadores de Marina, que iba a cerrar. Galo y Zárate salieron mirando foscamente al caballero, el cual seguía abstraído con sus pensamientos.

El viejo adelantó las dos hojas de la puerta y echó la barra; luego se sentó en un banco.

Marina entró y salió de la tienda varias veces llevando platos y copas, sin dejar de mirar con el rabillo del ojo al ensimismado caballero.

De pronto, en el rostro de éste se notó una rápida decisión. Sacó una cartera del bolsillo, arrancó de ella una hoja y escribió rápidamente, con lápiz, sobre el mostrador, algunas palabras. Dobló el papel en forma de triángulo, y luego, dirigiéndose al Predicador, le dijo:

—¿Podría llevar alguno, de prisa, esta carta a casa de don Juan de Labraz, en la plaza de la Iglesia Vieja?

—El Riojano la puede llevar; pero don Juan estará ya acostado.

—Entonces que le dejen la carta.

—Está bien —contestó el Predicador.

Y levantándose pesadamente, tomó el papel, se marchó cojeando por el corredor, habló con alguien y volvió al poco rato.

—Ya va.

Se sentó el viejo en el poyo donde acostumbraba a hacerlo. Quedaron los dos hombres silenciosos.

El caballero se puso a pasear de un lado a otro de la tienda. De la puerta que había detrás del mostrador se veía, al final de un pasillo, la cocina del mesón; en ella, junto al fuego, estaban la viajera y Blanca y una vieja acurrucada junto al fogón, la cual, de cuando en cuando, renovaba las teas que ardían en una pala de hierro sujeta a la pared.