Cuando me marché de Londres (he nacido en Kent, aquí donde usted me ve) y me coloqué en esto pueblo, pensé que era éste el rincón más triste y más apartado de toda Inglaterra y que tendría algún mérito en seguir siendo jovial en semejante rincón.
DICKENS, Martin Chuzzlewit
Al final de la calle que comienza en la muralla y termina en la Plaza Mayor, calle que se llama de Jesús, y también Cuesta del Patriarca, haciendo esquina, encontrábase la posada de la Goya.
Era un antiguo caserón de piedra hasta el piso principal, y de adobe de éste para arriba.
Por la parte de la plaza daba a los porches y era donde estaba la tienda que era taberna, tienda de comestibles, almacén de vino y no sé si alguna cosa más.
A la calle de Jesús, tenía la casa una entrada grande para carros en forma de arco, y cubriendo a éste un soportal ancho y sostenido por columnas de ladrillo con basas de piedra. La gente de las aldeas inmediatas que subía a Labraz por la calle de Jesús, llamaba a la casa, posada del Soportalico. Este detalle solo, ya bastaba para distinguir un labracense de uno que no lo fuera, como quien dice un griego de un bárbaro; el labracense decía: casa de la Goya; el aldeano de los alrededores: posada del Soportalico.
El comedor de la posada y la tienda tenían honores de casino; por las tardes y por las noches tomaban allí café, o por lo menos una cosa que se llamaba así y que aunque no era muy buena era barata, las personas principales que vivían en la parte baja del pueblo.
Desde el anochecer hasta las nueve y media o diez de la noche, se reunían allí el maestro, dos procuradores, un usurero, el cirujano don Tomás y algunos otros. Unos jugaban al mus con los grasientos naipes abarquillados, dando golpes en la mesa, conquistando a cada tanto una habichuela blanca o colorada y luego se hacía la cuenta en cuartos; otros eran más partidarios del tute y de la brisca; los más aristócratas se dedicaban al tresillo y a la malilla; los más ordinarios tenían predilección por el mus, el guiñote y el gana-pierde; los más viciosos por la timba, el siete y medio y la treinta una; los más misántropos por los solitarios.
El cirujano don Tomás, que vivía en la plaza, solía ir todas las noches a la tienda, cogía el periódico, al cual estaba suscrita la Goya, se calaba las gafas y se enfrascaba de tal modo en la lectura del diario que era inútil preguntarle nada porque no hacía caso.
Además de los que iban a tirar de la oreja a Jorge, de los adoradores de Baco y de los que acudían a enterarse de las novedades políticas, no pequeñas en aquella época, había otros, jóvenes en su mayor parte, aunque no faltaban algunos carcamales, rendidores del culto de Venus en las personas de Blanca y Marina, hijas ambas de la Goya la posadera.
La Goya hacía en su mesón un buen negocio. Era una mujer rechoncha y guapetona. Romántica en su juventud, había dado mucho que hablar al pueblo con sus amores con los señoritos del barrio alto en la época de la primera guerra civil.
A consecuencia de supuestos deslices, la Goya a los veinticinco años llevaba camino de quedarse para vestir imágenes, cuando su padre, que era dueño de un mesón, arregló la boda de la muchacha con un mozo vascongado, criado de la casa, bastante filósofo y despreciador de las pompas y vanidades mundanales para no tomar en cuenta las hablillas del pueblo y casarse con la Goya.
Domingo Chiqui, por la unión de su nombre y de su apodo se le conocía al marido de la posadera, ofendió durante muchos años los sentimientos caballerescos de la ciudad de Labraz.
Era un mozo cuando se casó ya entrado en años, más bien bajo que alto, alegre y mentiroso, ligero para el trabajo como una barra de plomo, con un estómago sin fondo como la legendaria tinaja de las Danaides, una nariz en arco de medio punto y una nuez de la garganta tan saliente y en forma tal de gancho que iba desesperadamente en busca de la nariz.
Domingo Chiqui era de esos hombres que tienen fantasías.
Había resuelto el problema de vivir sin trabajar, y esto le ocasionaba un entusiasmo y una jovialidad tales que, cuando encontraba algún paisano de su cuerda en el que adivinaba una despreocupación y una alegría semejantes a las suyas, le contaba en vascuence la odisea de su prosperidad, interrumpiéndose a cada momento para reírse con una risa gangosa, o para lanzar extraños ronquidos.
Hablaba Domingo Chiqui el castellano bastante bien, y si acostumbraba a decir el serpiente, narices torcidos, el sartén y otras concordancias vizcaínas, era sólo en aquellos casos en que por un motivo cualquiera se veía obligado a expresarse con más viveza de la que tenía por costumbre.
La fantasía de Domingo Chiqui se manifestaba tanto en sus palabras como en sus libros de cuentas, en donde apuntaba con letras azules muy gordas y muy mal hechas el gasto de la casa y el de paja y cebada de los arrieros.
Llamaba Domingo Chiqui a los de Labraz, y en general a todos los que hablaban castellano, Belarrimochas, que en vascuence quiere decir Orejas cortas, y esto debía de tener para él más interpretaciones que la Biblia, porque tan pronto lo decía con sorna, como con desdén o con ironía, lanzando ronquidos y guiñando los ojos.
Mientras Domingo Chiqui dirigió la nave de la posada, la cosa marchó muy bien, y aún de noche solía haber gente en la tienda hasta muy tarde.
Si pasaba algún francés por el pueblo tocando el organillo, le hacía entrar y oían los parroquianos trozos de la Favorita, de Marta y otras canciones románticas.
Se reprochaba en el pueblo a la posada de la Goya, el ser albergue de liberales, y este carácter se lo daba la presencia frecuente de Perico Armentia.
Perico era uno de los liberales del pueblo. Para él, ser liberal era sinónimo de tosco y franco. Tenía unas viñas y unas tierrecillas que le daban para vivir y se dedicaba a asombrar al pueblo. Llevaba los bigotes formidables, el pelo crecido; vestía trajes anchos, un sombrero grande y un garrote enorme.
Otro de los amigos de Domingo Chiqui y de Perico era el panadero que vivía en la plaza, enfrente. Solía aparecer en la puerta de la taberna en camiseta, después de haber cruzado la plaza con los brazos y el pecho al aire, aun en el rigor del invierno.
«¿Que hay, Domingo?», solía decir.
Y Domingo Chiqui ya tenía preparada alguna gracia para espetársela; soltaba el panadero el trapo a reír y charlaban los dos un rato.
«Ahí he dejado a mis hermanas amasando; dentro de un momento voy a ir a cocer.»
Pero el amigo más constante de Domingo era un paisano que tenía un juego de bolos.
Era el paisano un tipo muy serio y muy triste, que hablaba muy poco y con un tono desdeñoso e indiferente. Parecía un hombre disfrazado, tenía una barba que cualquiera hubiese dicho que era postiza. Llevaba unos trajes claros y unos sombreros inverosímiles, y unido todo esto a su aspecto serio y misterioso, le daba el aire de un conspirador disfrazado para asistir a algún espantable conciliábulo.
El del juego de bolos parecía que tenía que cobrar diariamente cierto tributo en copas de vino, y hasta que no lo cobraba no se iba, con gran desesperación de la Goya.
Cuando hablaba aquel hombre tétrico era para hacer una apuesta sin ton ni son. Decía alguno:
—Perico ha comprado una mula de cuatro años que le ha costado sesenta duros.
—¡Ca! —decía él.
—¿Que no?
—Esa mula ni ha costado sesenta duros ni tiene cuatro años.
El otro, que había visto los dientes de la mula y había presenciado la compra, porfiaba que era verdad, y entonces el hombre tétrico echaba mano a la faja, sacaba una bolsa verde y decía:
—¡Cinco duros apuesto a que no es verdad!
Generalmente, el que había presenciado la compra se callaba porque suponía que alguna razón tendría aquel hombre para porfiar así.
Con el panadero, el hombre tétrico tuvo una apuesta que perdió. Había dicho el panadero que era capaz de entrar en el horno de su casa y de poner sobre las baldosas caldeadas dos panecillos, y cuando estuvieran cocidos entrar y sacarlos.
Aseguró desdeñosamente el del juego de bolos que esto era imposible, y el panadero ganó la apuesta en presencia de diez o doce personas.
A los diez años de casado Domingo Chiqui murió, quizás de una indigestión de buena vida, dejando dos niñas a la Goya.
No se recordaba en el pueblo enfermedad ni muerte más alegres que la del marido de la patrona. Sus amigos iban a visitarle al cuarto donde estaba postrado en cama y no parecía sino que la enfermedad le había aguzado el ingenio y la gana de decir chistes, pues a cada paso soltaba uno en su lengua enrevesada, y en la alcoba, en vez de lamentos, se oían risas, y en vez de rostros alargados y tristes, caras alegres y ojos maliciosos y brillantes.
En la agonía hizo perder la seriedad con sus ocurrencias al cura que fue a confesarle, consoló a sus amigos haciendo una descripción grotesca del camino del purgatorio, por donde él tendría que pasar, contó cómo le diría a San Pedro que aunque tabernero había bautizado pocas veces el vino, y cuando ya estaba en las últimas, recordando que en Guetaria, su pueblo, cuando las madres bailaban a los chiquitines al son del tamboril, al concluir la música, decían en mal castellano: «¡Acabo plan, plan!», haciendo un esfuerzo sobre sí mismo y venciendo la rigidez de sus músculos, quiso soltar su última gracia.
«Acabo plan, plan», murmuró, hizo su guiño característico, lanzó un ronquido burlón, y volviendo la cara hacia la pared, quizás para que no se notara en ella un gesto de dolor o de angustia, se murió.
La Goya, después de muerto su marido comenzó a sentir por él cierta veneración respetuosa, que se aumentaba al oír los elogios de los amigos por el difunto. El romanticismo y el instinto novelero de la patrona halló pasto abundante en los libros por entregas que comenzaban a circular por el pueblo.
Las dos hijas, Blanca y Marina, de ocho y de cinco años respectivamente a la muerte de su padre, crecieron y llegaron a ser dos hermosas muchachas. La mayor, Blanca, tenía cierto lejano parecido con su padre, la nariz algo larga, la cara ovalada, sólo que lo que era caricaturesco en Domingo era noble y bien modelado en su hija.
Blanca tenía un carácter, tranquilo, sereno y reposado, era una excelente mujer de su casa, y gracias a ella todo marchaba en orden y a su punto en la posada.
Desde niña casi, Blanca tenía amores con Antonio Bengoa, un sobrino de don Diego de Beamonte, el cual era hidalgo de campanillas del barrio alto, descendiente de casa ilustre, entonado y orgulloso.
Antonio de Bengoa quería a Blanca con verdadero entusiasmo, y como se hallaba seguro de que su tío no había de dejarle casar con la hija de la mesonera y estaba convencido de que si se casaba con ella, don Diego le iba a desheredar, estudiaba en Madrid para boticario y pensaba casarse con su novia inmediatamente que concluyese la carrera.
Tipo opuesto al de Blanca era el de Marina, la otra hija de la Goya; parecía haber heredado todos los instintos de su madre; tenía la misma ansiedad romántica, un desprecio enorme por lo vulgar y lo corriente, un anhelo de vivir más, de no enmohecerse en el rincón de aquel pueblo.
Mientras su hermana trabajaba y atendía a todos los cuidados de la casa los más insignificantes y pequeños, Marina solía sentarse a la puerta de la posada y miraba sin ver los aldeanos con sus mulos que cruzaban la plaza, los mendigos con anguarinas pardas que iban pidiendo limosna de puerta en puerta, las mujeres que pasaban con la herrada en la cabeza…
¡Qué odio tenía a todo aquello! ¡Con qué gusto hubiera abandonado el pueblo, la vida de Labraz tan monótona y hubiese huido, huido sin saber a dónde!