De un cabo la cerca el rio

y del otro la atalaya;

del otro catorce cubos,

del otro la barbacana.

ROMANCERO DE LABRAZ

Una tarde de Agosto fui a visitar Labraz, pueblo de la antigua Cantabria. Me habían dicho que era una ciudad agonizante, una ciudad moribunda, y mi espíritu, entonces deprimido por la amarga tristeza que deja el fracaso de los ensueños románticos, quería recrearse con la desolación profunda de un pueblo casi muerto.

La ciudad apareció a lo lejos, con su caserío agrupado en la falda de una colina, destacándose en el cielo, con color amarillento, con traza humilde y triste; algunas torres altas y negruzcas se perfilaban enhiestas entre la masa parda de sus tejados torcidos y roñosos.

Fui acercándome a Labraz por una carretera empinadísima, llena de pedruscos, que subía primero y rodeaba después el recinto amurallado de la población, los restos de baluartes que aún se conservaban en pie, las antiguas fortificaciones derruidas que iban subiendo y bajando por los desniveles de las lomas, por los riscos y barrancos que circundaban la ciudad.

Desde la escarpa del foso nacía el césped que terminaba en la empalizada, como alfombra de un verde oscuro y brillante.

Atravesé un puente de piedra tendido sobre un río seco. Por la margen izquierda de éste, y por encima de un talud, partía una barbacana que, torciendo a la derecha, iba sosteniendo un camino en cuesta que terminaba en un portal negruzco con su puente levadizo, que daba acceso al recinto de la población.

Pasado el puente se hallaba una puerta de una sola pieza, de madera ya carcomida, que se deslizaba de arriba a abajo entre dos ranuras y que tenía como refuerzo clavos de hierro y enormes cerrojos.

El portal concluía en un pasillo estrecho y lleno de aspilleras en las paredes, que daba entrada a una plaza empedrada con losas, entre cuyas junturas nacían hierbas de aspecto enfermizo. Entre el pasillo y la plazoleta había otra puerta de tablas.

Era Labraz un pueblo terrible, un pueblo de la Edad Media. No había calle que no fuese corcovada, las casas tenían casi todas escudos de piedra. Casi todas eran silenciosas y graves; muchas estaban desplomadas, completamente hundidas.

En alguno que otro portal dormitaba alguna vieja; pasaba un mendigo tanteando el suelo con la blanca garrota, y los perros famélicos corrían por el arroyo.

Había cuatro o cinco iglesias arruinadas; algunas convertidas en pajares.

Me detenía a veces contemplando casas de piedra sillar de arco apuntado; Había otras con el piso principal ventrudo y saliente, sostenido por canecillos tallados en el extremo de las vigas que sobresalían a la altura del techo del piso bajo: otras ostentaban ventanas con rejas labradas y ajimeces con molduras que seguían los contornos de puertas y balcones.

El pueblo tenía una plaza grande, la Plaza Mayor, a uno de cuyos lados estaba la Casa de la Ciudad, hermoso palacio plateresco, con seis balcones de gran vuelo, un ático y un escudo redondo sobre el arco de entrada. En medio de la plaza había una fuente con su abrevadero.

Las casas de la plaza tenían soportales, cuyo piso hallábase más alto que el del centro de la misma; en el fondo de los arcos veíase alguna que otra tiendecilla estrecha, pañerías en las que se amontonaban telas y mantas, y cererías en cuyo escaparate estaban en orden admirable exvotos, velas rizadas, adornos hechos de azúcar, y dulces, ya fósiles, cubiertos de grajea descolorida.

Desde la Plaza Mayor, las calles subían, empedradas con cantos, hasta otra plaza, limitada de un lado por los vetustos paredones de una iglesia, de otro por las altísimas paredes de un convento y de otro por una vieja casa solariega.

Tenía la iglesia un atrio, a su lado una explanada con acacias y bancos de piedras, y un balcón desde el cual se dominaba el pueblo.

Desde allá arriba se veía Labraz alrededor de una gran torre, como un montón negruzco de tejados con sus chimeneas blancas y sus casas medio derrengadas.

Al rededor se extendían terrenos calizos; luego un extenso panorama de montes pelados y lomas desnudas rojas y blancas que se iban sucediendo, formando ondulaciones como las olas del mar; cerca del pueblo había huertas, y a orillas del río filas de álamos, que a trechos se espesaban formando bosquecillos verdes.

Más arriba de la iglesia, sobre una loma, aparecían las ruinas de un castillo que se continuaba con la muralla derruida.

Me senté en uno de los bancos a contemplar el paisaje y el silencioso pueblo. Los sonidos de un cornetín de pistón rompían aquel silencio. Eran notas también tristes, de una tristeza cómica.

Sentado en el banco, vi a dos hombres que se acercaban a mí, paseando. Uno de ellos, de barba blanca, andaba apoyándose en el bastón, y miraba con ojos tristes los montes rojizos, los montes blanquecinos que se destacaban a lo lejos, en el cielo azul, limpio y radiante. El otro, afeitado, llevaba el sombrero en la mano; gesticulaba, sonreía y hablaba solo. Parecía entretenerse mucho en el diálogo que tenía consigo mismo.

Los dos se acercaron a donde yo estaba y se apoyaron en el barandado del balcón de la iglesia. Les saludé, y al más triste de los dos, que fue el que paró en mí su atención, le dije: «¿Parece que hay poca vida en este pueblo?»

Y el hombre asintió y sonrió tristemente.

Labraz —dijo, después de muchas digresiones— era en otro tiempo ciudad importante de gran número de vecinos. Desde este cerro en que se asienta dominaba todo el valle; era dueño de las tierras labrantías y de las dehesas de monte bajo y de tomillo que en primavera tapizan el monte con alfombra de violeta.

Del castillo que se yergue ahí arruinado, bajaba la muralla que oprimía al pueblo con un abrazo entre cariñoso y amenazador.

Teníamos hasta siete parroquias, y en lo quebrado del monte, perdido entre grandes pinares centenarios, había un monasterio de cartujos, rodeado de cabañas para los peregrinos penitentes.

Algunos días bajaban los monjes con sus hábitos blancos y sus barbas más blancas todavía, o iban pidiendo limosna de puerta en puerta por las calles tortuosas.

Al otro lado de la montaña, en chozas humildes, habitaban leñadores y cabreros medio salvajes, de aspecto primitivo y hablar desaliñado y tosco.

En nuestra ciudad, los hidalgos vivían conforme a su condición. Los pobres tomaban la leña que necesitaban en los pinares de los frailes y trabajaban en las heredades de los ricos.

La desamortización echó a los cartujos del monasterio; cambiaron las costumbres, vinieron nuevos usos, nuevas ideas; las familias hidalgas se arruinaron o huyeron a la capital; las nobles casas solariegas sirvieron de pajares; Labraz empezó a despoblarse, y como los carros y las recuas no transitaban, se descuidó la carretera.

Mientras tanto en Chozas, en el lugar de los leñadores y cabreros medio salvajes, se levantó una fábrica de aserrar madera, luego otra y otra, y se formó un pueblo con sus casas blancas y sus tejados rojos, a donde fueron a vivir los madereros enriquecidos con la venta de los pinares del monasterio y con la tala de nuestros montes.

Labraz vendió todos los árboles de los alrededores. El pueblo que antes vivía de la agricultura y de la ganadería al mismo tiempo, trató de vivir sólo de la agricultura; se roturaron todas las tierras, se labró más terreno que el que buenamente podía cultivarse y todo quedó mal cultivado.

Un día vinieron a Labraz los contratistas del tren. El alcalde, un hombre enemigo de todo progreso, dijo que el ferrocarril incendiaba las mieses, que suprimía la carretería y no quiso que la línea pasase por Labraz; en cambio, los de Chozas trabajaron para que el tren cruzase por su pueblo y lo consiguieron. Después se presentaron en Chozas ingenieros con anteojos y trípodes, midieron unos sitios, plantaron estacas en otros; al cabo de algún tiempo, un mundo de obreros hicieron túneles y trincheras, y pasaron los trenes bramando y echando humo.

Chozas aumentó de tamaño, tuvo una bonita estación y alumbrado por la noche; en cambio, Labraz se fue arruinando, le quitaron a la iglesia la dignidad de colegiata, trasladaron el juzgado a Chozas y de aquí se fue todo el mundo.

De los hidalgos sólo quedó uno, quizás el de la familia más antigua, el hidalgo don Juan de Labraz.

—¿Y nosotros? —preguntó el anciano que gesticulaba y hablaba solo, con un acento marcadamente extranjero—. ¿No somos hidalgos?

—Pero no somos de aquí.

—¡Ah! No importa.

—¿Y vive en Labraz todavía ese hidalgo? —pregunté yo.

—Sí, en una de las casas de la plaza pequeña, al lado de esta iglesia; es la que tiene un gran escudo en la puerta.

Me despedí de los dos señores y fui a la plaza. La casa del hidalgo era grande, vieja, de piedra sillería. Tenía ventanas y balcones con adornos del Renacimiento y una puerta plateresca con un escudo nobiliario. Encima del escudo un capacete heráldico empenachado con plumas y lambrequines ondulantes se elevaba hasta encuadrar el hueco del balcón y abría la visera como una boca mellada. El liquen verdinegro sombreaba el tosco relieve carcomido.

En el último piso, la casa tenía una galería de arcos, tapiados con maderos, ladrillos y paja. Uno de los balcones del primer piso estaba lleno de tiestos y de cántaros rotos con tierra en donde nacían geranios rojos y pálidos, que caían como una cascada de sangre sobre la fachada gris de la casa.

Contemplaba aquella plazoleta desierta cuando oí el retumbar de las campanas, y aparecieron poco después una docena de personas en el pórtico de la iglesia. Entre ellas salió un anciano alto y corpulento acompañado de una mujer esbelta, vestida de negro, con el cabello entrecano. El hombre alto y hercúleo andaba vacilante, con la cabeza para abajo.

Pasaron junto a mí y oí que preguntaba el hombre:

—¿Hace buen día?

—Sí, muy hermoso.

Me intrigó la pregunta, contemplé con curiosidad al anciano y vi, al levantar éste la cabeza, que tenía la cara picada de viruelas y las órbitas de los ojos vacías.

La mujer me miró con atención. Era de una simpatía extraordinaria. Les vi a los dos que atravesaban la plaza y paseaban al sol un momento. Por no parecer importuno me marché de allí a recorrer el pueblo. Al pasar por una plazoleta con árboles me detuve a contemplar la escuela, por sus ventanas abiertas.

No sé por qué una escuela me produce una gran melancolía: aquellos cartelones de letras grandes, los mapas, las mesas negras con sus tinteros, me recuerdan la infancia, un prólogo de la vida casi nunca agradable.

Estaba en mi contemplación melancólica cuando uno de los señores con quienes había hablado en el balcón de la iglesia, el que tenía acento extranjero, me dijo:

—¿Le gusta a usted Labraz?

—Mucho.

—¿Es usted artista?

—Aficionado nada más.

—Si quiere usted pasar le enseñaré algunos cuadros viejos bastante buenos. Ésta es mi casa —añadió señalándome una con un parral, cuyo tronco estaba protegido por cuatro paredes—. He tenido que proteger mi parra. Es lo que no les perdono a los de Labraz; el odio que tienen a los árboles.

Precedido de aquel señor atravesé un zaguán y subí por la escalera hasta llegar a una habitación grande con dos balcones. En las paredes había cuadros hermosos: uno de Tristán, el retrato de un fraile; y otro de Ribera, oscuro y tétrico, el martirio de un santo a quien estaban desollando. En un papel, pegado al marco del cuadro este, había versos en francés:

Il est des coeurs épris du triste amour du laid,

tu fus un de ceux-là, peintre a la rude brosse

que Naple a salué du nom d’Espagnolet.

THÉOPHILE GAUTIER.

Había también en el cuarto estatuitas de talla, algunas preciosas.

Visto todo, me preparaba a marcharme cuando el señor me dijo que se alegraría de que le acompañase a comer.

—Yo —me dijo por vía de presentación— me llamo Samuel Bothwell Crawford y soy inglés.

A mi vez me presenté a mí mismo y pasamos él y yo al comedor.

Durante la comida no hablamos más que de pintura y de Labraz. Bothwell Crawford sentía un odio furibundo contra Inglaterra; los pintores, sobre todo los prerrafaelitas ingleses, le indignaban, les negaba toda condición de talento pictórico. Yo contradije todas sus opiniones y afirmé que aunque no había visto más que fotografías de los cuadros de Rossetti, de Madox Brown y de los demás, creía que eran espíritus superiores y hombres de un grandísimo talento.

La contradicción pareció gustar al inglés, y a los postres, sacó una botella de Jerez, y llenando dos copas, exclamó:

—Ahora, como dice Swiveller, bebamos el vino rosado de la amistad y cantemos aquella antigua balada popular que dice: «Lejos de mí cuidados enojosos.»

Recordé que aquel Swiveller era un tipo de Dickens, del Almacén de Antigüedades, y le pregunté al inglés si no creía que el novelista autor de Pickwick era un escritor admirable.

—Sí, —me dijo muy serio—, era un buen samiota. Bebamos a su salud.

—¿A la salud de uno que no existe? —pregunté yo.

—¿No existe en sus obras más que la mayoría de los hombres que viven, más que tanto coleóptero que nada significa?

Bebimos a la salud de Dickens el vino rosado de la amistad.

El segundo toast fue en honor de Ribera, aquel gran espíritu sombrío a quien el inglés admiraba más que por nada por poseer uno de sus cuadros.

Dirigimos después nuestros brindis a todos los maestros de la pintura española, y viendo que el inglés dividía a los hombres en viles samiotas y buenos samiotas, brindé por aquel buen samiota que se llamó Dominico Theotocopuli, el Greco.

Saludó el inglés y bebimos.

Después brindamos por Zurbarán, por Berruguete, por Pantoja de la Cruz, por Goya, y vaciamos dos botellas de Jerez.

Al último, Bothwell Crawford poniéndose en pie con la copa en la mano, y después de rogarme que me levantara, dijo:

—Brindemos ahora por aquel gran caballero, por aquel gran samiota, pintor único, que se llama don Diego Velázquez de Silva.

Concluimos la última botella con este brindis, y el inglés me dijo en confianza que la literatura española le parecía despreciable.

—Pero Cervantes…

—¡Peuh!

—Quevedo…

—¡Psé! Entre los escritores españoles, los únicos que me gustan son el autor de La Celestina, el hidalgo de la Oda a su padre, y aquel clérigo que cuenta que llegó a un prado

Verde e bien sencido, de flores bien poblado,

Logar cobdiciaduero para ome cansado.

No discutí los gustos arcaicos del inglés, e iba a despedirme de él cuando me dijo que había escrito una novela cuya acción pasaba en Labraz y cuyo personaje más importante era el hidalgo ciego, del cual su amigo me había hablado por la mañana. Añadió que si me interesaba la novela me la prestaría; le contesté que tendría mucho gusto en leerla, y el inglés sacó de un armario un paquete de cuartillas atadas con cinta roja, y me las entregó. Yo no me decidí a leerlas hasta pasado algún tiempo. Hoy las transcribo sin poner ni quitar nada de mi parte.