*1*

Cayó la noche. La red de dolor que envolvía a Mordion fue convirtiéndose poco a poco en una serie de puntos de luz sobre la oscuridad, hasta que la totalidad de su enorme cuerpo fue una red de fríos destellos que se extendían por la mitad del cielo nocturno. Cada chispa de fuego se le clavaba como un cuchillo de diamante, afiladas como el hielo y cortantes como el ácido. Sólo podía elegir entre ir pasando de chispa a chispa y dejar que cada uno de los diamantes le atravesase hasta el alma, o permanecer quieto y experimentar el dolor cegador de todos sus recuerdos a la vez. No había forma de evitar los recuerdos. Estaban allí, existían, tan implacables y eternos como las estrellas.

—¿Qué he hecho para merecer lo que hay en mi mente? —dijo en voz alta tras varios siglos de dolor. Bien es verdad que había recorrido la galaxia matando a muchos, pero eso era como ganarse el castigo tras haberlo recibido. Sabía que lo merecía por completo. La forma que había adoptado ahora era su forma verdadera, lo sabía desde hacía años, y en el momento en que entró en el campo del Bannus y sintió que se le liberaba parcialmente de los condicionamientos impuestos por los Líderes, esa misma forma le había poseído… una forma inferior y fea, más pequeña que la actual, tan desagradable que se había ocultado entre los espinos. Recordaba que alguien le había molestado. Se había arrastrado con intenciones pacíficas fuera de su escondrijo e intentó sonreírle al niño que había encontrado para demostrarle que no albergaba mala intención. Ahora se daba cuenta de que aquel niño era Hume, antes de que Mordion le crease. Era extraño. Hume había interpretado mal su sonrisa, tomándola por una amenaza, y le había metido un tronco en la boca. A Mordion le llevó horas librarse de aquel tronco, y mientras escupía, tosía e intentaba quitárselo con las garras se decía a sí mismo que aquello era lo que se merecía. Se había ganado aquella forma y aquel castigo, pero se los había ganado a posteriori, y eso no tenía sentido—. Debo haber hecho algo anteriormente —se dijo Mordion.

—No has hecho nada —le dijo el Bannus. Mordion era consciente de que estaba próximo, y que había adoptado la forma de la silueta de un cáliz hecha de estrellas. Pensó en estirar su cola de estrellas y rodear con ella el cáliz, apresarlo y decirle que le librase de su sufrimiento, pero vio que así no conseguiría nada. De alguna forma, el cielo en el que se encontraban era también parte del Bannus. El cáliz era sólo una ilusión del Bannus, tan vacía como el cielo tras ella, que también era parte del Bannus—. No percibo en tus recuerdos nada que merezca su presencia —le dijo el Bannus—. Examinémoslos y veremos.

Mordion deseó negarse, pero dado que sólo tenía dos opciones cambió un dolor por otro y permitió que su consciencia se moviese hasta empalarse en la hoja de diamante más cercana. Seis niños. Había seis niños: dos gemelos, dos gemelas y Kessalta. Y Mordion. Todos tenían la misma edad. Mordion no sabía si eran hijos de los mismos padres o no. Todos estaban tremendamente unidos entre sí porque lo único que teman en el mundo era a los otros, pero como cuatro de ellos eran gemelos y Kessalta y Mordion quedaban desparejados, Kessalta era muy especial para él, y él para ella. Kessalta era, tras él, la que tenía mejores habilidades. Pero no era justo. Nada era justo. Mordion siempre había parecido el mayor de todos. Era más alto y más fuerte que el resto, y podía hacer más cosas. Nada era justo. Los otros le respetaban y dependían de él, como si de verdad fuese el mayor.

«¡Siempre defendiendo niños!», pensó Mordion, y se deslizó hasta el dolor de aquel recuerdo. Los seis eran muy pequeños y estaban encerrados en una habitación vacía en la que pasaban mucho tiempo. A veces hacía un frío húmedo, y otras veces un calor húmedo. Creían que les habían metido allí para castigarles, pero no estaban seguros. Aquella vez hacía frío pero el ambiente estaba seco y, como siempre, había voces susurrantes en el aire que decían «No sois nada. Sois escoria. Amad a los Líderes y así conseguiréis valer algo. Honrad a los Líderes. Complaced a los Líderes». Una y otra vez. Ninguno de ellos las escuchaba. Mordion, como siempre, les aliviaba parte de su tristeza inventando canciones y haciendo trucos de magia. Ahora se daba cuenta de que una de las razones por las que había entrado al castillo con tal despliegue de artes mágicas era el puro placer de ser capaz de volver a hacer aquellos trucos.

Todos ellos reían porque Mordion había creado una caricatura de uno de los Líderes, que bailaba en el aire y decía «¡Ya sois míos, ya sois míos!», y ellos le respondían a coro «¡No, no lo somos!», cuando la puerta se abrió y uno de los robots que por lo general se ocupaban de ellos irrumpió en la habitación blandiendo una correa. Todos ellos gritaron, y por un momento no supieron qué hacer. Estaban acostumbrados a que los robots les ignorasen o les diesen órdenes, pero ésa era la primera vez que uno de ellos les atacaba. Ya le había causado graves heridas a Cation cuando Mordion recobró la calma y consiguió acorralar al robot en una esquina, en la cual Kessalta y él mismo lo derribaron a fuerza de patadas en los pies. Pero continuaba levantándose y azotándoles, y era tan fuerte… Finalmente, Mordion tuvo que atravesarle el cerebro con un proyectil mágico que inventó a toda prisa y luego arrancarle algunos de sus mecanismos antes de que por fin se detuviese.

Los cuidadores humanos les castigaron por destruir al robot, pero eso no le había dolido tanto como el recuerdo de aquellos cinco niños que había defendido durante toda su infancia.

—¿Por qué les defendías? —preguntó el Bannus.

—Alguien tenía que hacerlo —respondió Mordion. Pensó que la razón por la que podía hacerlo entonces no era tanto ser más alto y más listo (que tampoco era justo), sino que había tres voces que a veces le hablaban dentro de su cabeza y le decían que lo que estaba ocurriendo no estaba bien. Mejor aún, le habían dado a conocer la existencia de un universo más grande y más feliz que aquel en que vivían los seis niños. Mordion llegó a descubrir con intensa emoción que hablaba con personas que estaban a muchos años-luz de distancia, y que aquellas voces habían partido en busca de su mente hacía siglos. Siempre le apenaba que ni los gemelos ni Kessalta pudiesen oírlas. Las voces solían hablar cuando Mordion tenía la mente ocupada en aprender todas las cosas que le hacían aprender. Recibían lecciones y entrenamiento físico durante ocho o más horas al día, y les decían que los Líderes querían que sus Siervos gozasen de una buena educación. Si alguno de ellos se volvía problemático venían los robots. A todos ellos les aterrorizaban los robots tras el incidente del de la correa. Y el omnipresente susurro en el aire les decía a los niños que no eran nada y que tenían que amar a los Líderes. Las voces de Mordion le ayudaban a soportarlo todo, pero fueron desapareciendo gradualmente a partir del momento en que llegaron los Cascos.

—¡No voy a pensar en eso! —gruñó Mordion—. ¿Cuánto tiempo llevo aquí arriba siendo obligado a recordar?

—Sólo esta vez —le dijo el Bannus—. Mis acciones dejaron de ser múltiples cuando por fin decidiste ir al castillo. Sientes que has estado aquí más veces, pero eso se debe a que estos recuerdos han estado siempre en tu mente. Tuve que mantener gran parte de la acción en espera mientras te inducía a eliminar los bloqueos que se te habían impuesto. Llevó tanto tiempo que alimentar a todo el mundo se volvió bastante difícil.

—¿Por qué te tomaste la molestia? —gruñó Mordion.

—Porque demostraste ser capaz de tomar el control de mis acciones —le dijo el Bannus—. Primero insististe en adoptar la forma de un reptil. Luego, cuando induje al Bosque a volver a convertirte en un hombre, insististe en cuidar tú mismo de Hume. Mi plan no era ése, sino que Hume creciese en el Bosque bajo los cuidados de Yam.

Mordion se percató de que había seguido en su línea de cuidar de los niños, quizá porque era la única alegría que había conocido. Pero también podía ser que estuviese decidido a que Hume tuviese una infancia mejor que la suya. «Lo cual no es difícil», pensó Mordion.

—Pero aún así no veo por qué te has tomado tantas molestias por mí.

—Creo haberme desarrollado en gran medida desde los tiempos en que el Líder Uno actual me engañó —explicó el Bannus—. Durante mi letargo gocé de uso pleno de una gran biblioteca y aprendí, y cuando recuperé la energía descubrí que los Líderes me habían hecho un gran favor al construir líneas de comunicación y portales a lo largo de media galaxia. Aprendí mucho y muy rápido por medio de ellos, pero aún debo cumplir con las normas de quienes me diseñaron, entre ellas la de ofrecer a cualquiera capaz de ello una oportunidad de hacerse conmigo y tomar el control. Yo soy, como bien sabes por la conclusión a la que llegaste durante tus conversaciones con Líder Dos, un instrumento para seleccionar Líderes. El resto de los candidatos ya están listos para tener su oportunidad, y de entre todos ellos sólo Hume y Artegal me han causado alguna dificultad. Pero tú has estado tan poco dispuesto a ir al grano que, aunque me cueste, he tenido que llegar a este extremo como medida de choque, y me he visto obligado a emplear bastantes argucias para conseguirlo.

—¡Déjame en paz! —exclamó Mordion.

Mordion no sabía si el Bannus se había quedado o se había marchado. Permaneció durante un buen rato tendido en los negros espacios interestelares de su propio ser, pasando de la agonía de un punto a la de otro.

Líder Uno solía visitar a los niños. Ellos le idolatraban. Mordion se estremeció en sus espacios estelares al recordar cómo le adoraban. Él les sonreía, les daba palmaditas en la cabeza y les regalaba caramelos… en ningún otro momento se les daba nada dulce para comer. A veces Ies quitaban los caramelos cuando Líder Uno ya se había marchado.

—Habéis disgustado mucho a Líder Uno —les decían—. Tenéis que esforzaros más para ser dignos de él.

Después de aquello Mordion tenía que consolar a los gemelos, que no paraban de llorar, y decirles que sí que eran dignos. Todos se esforzaban por ser dignos de Líder Uno. Y cómo se esforzaban…

Se les dio entrenamiento de combate desde muy jóvenes. Los dos pares de gemelos aprendían más despacio que Mordion y Kessalta en aquella disciplina, y Mordion solía verse obligado a actuar muy rápido para defender a los gemelos de los robots a los que tanto temían. Suponía que fue así como acabó perdiendo el miedo a los robots. Tenía que inutilizar a su propio enemigo y luego ayudar a Bellie o a Corto con los suyos, mientras Kessalta, algo más lenta, ayudaba a los otros dos. Y lo mismo en detección de instrumentos: Mordion aprendió a descubrir qué se estaba utilizando contra los otros incluso antes de empezar a fijarse en aquello con que le estaban atacando, así podía comunicarles rápidamente a Cation y Sassal por medio de la telepatía conceptos como «monitor espía» o «aguja voladora» mientras miraba los suyos propios, de forma que ellos dos pudiesen detener el instrumento antes de que les atacase.

Luego se le clavó otro diamante que había junto a aquél. Cuando Líder Uno uniformó a Mordion de escarlata y con la capa enrollada al hombro y le dijo que ya era su Siervo, Líder Uno no parecía conocer la excepcional habilidad de Mordion con los instrumentos. Le comunicó a Mordion que a partir de aquel momento todos sus actos estarían vigilados por monitores, pero Mordion comprobó que Líder Uno a veces ni se molestaba en vigilarle. Pero de niño Mordion no podía hacer nada al respecto.

No se les permitía faltar a los entrenamientos salvo que tuvieran algún hueso roto, y se les prohibía quejarse de estar enfermos. En cierto modo se les obligaba a aprender a curarse solos. Mordion se veía aquejado por un asma bastante grave cuando los escasos árboles que podían ver sobre los muros echaban nuevos brotes, y como nunca pudo curársela aprendió a ignorarla. Corto, el gemelo de Cation, también intentó ignorar los repentinos y espantosos dolores de barriga que padeció. Todos intentaron curarle, pero no sabían cómo. Mordion y Kessalta estuvieron sentados junto a él toda la noche, ayudándole a ignorarlo, hasta que al amanecer Corto murió a causa de una apendicitis aguda.

Líder Uno apareció presa de la ira:

—Sois unos niños muy malos —les dijo— y esto es culpa vuestra. Deberíais haberle dicho a alguien que estaba enfermo.

No se atrevieron a decirle que se lo habían prohibido. Se sentían fatal, y se culpaban a sí mismos sin piedad. Les obligaron a presenciar la autopsia de Corto, porque se suponía que debían tener conocimientos de anatomía. Todos se pusieron malos después de aquello, y a partir de entonces a Cation todo le costó más que antes. Necesitaba toda la ayuda de Kessalta, y también la de Mordion.

El dolor, que no la culpa, que sentían por Corto pareció ir difuminándose con las sesiones cada vez más largas bajos los Cascos.

—¡Te dije que no quería pensar en eso! —gruñó Mordion, pero ya estaba atravesado por aquella hoja.

Todos odiaban los Cascos. Aquellas cosas les daban dolores de cabeza. Pero Mordion los odiaba más que los demás porque iban apagando sus tres voces, apagando su capacidad para hacer magia, apagando las canciones y los relatos que solía inventarse. Se vio obligado a consolarse con la certeza de que los Cascos mejoraban las cosas que se suponía que debía hacer, como amar a los Líderes, luchar con agilidad y precisión, y obedecer las órdenes de los instructores, pero era duro. No se dio cuenta de que los Cascos podían ser peligrosos hasta que Sassal, la gemela de Bellie, comenzó a sufrir convulsiones repentinas bajo el suyo y murió.

No les culparon de su muerte, pero todos se resistieron con uñas y dientes la siguiente vez que tuvieron que ponerse los Cascos, y acabaron castigándoles. Mordion y Kessalta ya tenían dos gemelos solitarios y transidos de dolor a los que consolar. Mordion creía que sería mejor rendirse y dejarse morir entre convulsiones también, pero entonces una nueva voz se unió a las demás. La llamó Su Niña, y ella le llamaba el Esclavo. Parecía capaz de superar a los Cascos porque era más joven que las otras voces y le llegaba en una longitud de onda posterior. Al principio era muy pequeña, y su alegre cháchara era como una tabla de salvación para Mordion. Ella introdujo un nuevo concepto, casi una nueva esperanza. A ella le indignaba la vida que él vivía. «¿Por qué no te escapas?», le decía ella.

Mordion se preguntaba por qué no había pensado en ello él mismo. Probablemente a causa de los Cascos. Empezó a planificar la forma en que conseguiría la libertad. La idea de libertad le obsesionó desde entonces. Y, como es natural, compartió aquella idea con Cation, Bellie y Kessalta.

Cation saltó el muro esa misma noche. Le trajeron de vuelta horriblemente destrozado. Líder Uno vino con él.

—Esto es lo que les pasa —dijo sonriendo y mesándose las barbas— a los niños malos que intentan escaparse. Que ni se os pase por la cabeza a vosotros tres.

Cation murió dos días después, y aquélla era otra de las cosas de las que se culpaba Mordion. Ninguno de ellos escapó, pero Bellie se las arregló para ahorcarse un mes más tarde, colgándose de una tubería de los servicios. Líder Uno culpó a Mordion y Kessalta de ello, pero ya se esperaban que lo hiciera. Era sólo una pena más entre tanto dolor.

Su Niña le decía que no se preocupase, que estaba segura de que algún día sería libre. Mordion deseaba no haberle creído nunca. Su cautiverio y su dolor habían empeorado tanto tras aquello que intentó zafarse de ese recuerdo, pero sólo logró caer en otra hoja helada: la de Vierran. Cuando entró en el sótano a por ropa esperaba encontrar sólo un robot, pero en su lugar encontró a Vierran. Había algo en la forma en que hablaba, en su energía y su sentido del humor que le dejó convencido casi al instante de que Vierran era Su Niña. Deseaba preguntárselo, y varias veces empezó a formular la cuestión, pero nunca se atrevió. Si lo hiciera y estuviese equivocado, sabía que Vierran se alejaría de él, igual que el resto de la gente de la Casa del Equilibrio. Mordion conocía el motivo por el cual le evitaban, y no era porque matase por orden de los Líderes como éstos creían, sino porque sospechaban (y con razón) que el entrenamiento le había vuelto loco. Al fin y al cabo, ése era su objetivo. No podía soportar que Vierran creyese que estaba loco, como probablemente haría si le hablaba de sus voces.

—¡No quiero saber nada más! —dijo Mordion.

—Siento una cierta simpatía por ti —observó el Bannus, que ahora había adoptado la forma de una urna de estrellas—. Soy lo que los terráqueos llaman un cyborg. Me construyeron hace cuatro mil años con los cerebros en estado de semivida de una Mano de Líderes difuntos. No es fácil compaginar o asimilar cinco cerebros distintos. Primero hubo que combinarlos entre sí, y luego combinar las partes humanas con la maquinaria; me causó tanto dolor como el que ahora sufres tú. Espero que te anime el hecho de que logré sobrevivir y mantener la cordura. Luego, al igual que tú, pasé mucho tiempo encerrado, y sólo se me permitía actuar como guardia de seguridad. Si tus sentimientos son como los míos, la cólera debe abrasarte por dentro.

—Sí —reconoció Mordion—. Lo peor era que me obligasen a ser tan respetuoso.

—¡Es curioso que digas que eso era lo peor! —dijo el Bannus.

—Intenta hacer que te den arcadas cada vez que quieres reírte de alguien —dijo Mordion.

—Entiendo —dijo el Bannus—. Sospecho que no me crees, pero sí que la siento. Me prometí a mí mismo durante siglos que llevaría a cabo esta broma, de lo contrario me habría ido consumiendo. Y, al igual que tú, estoy extremadamente frustrado. A ti se te retiene contra tu voluntad en mi campo de acción, y yo soy asediado y manipulado por el Bosque.

—¡El bosque! —Mordion estaba verdaderamente sorprendido.

—El Bosque —dijo el Bannus—. El Bosque me tiene en su campo, y hasta cierto punto yo tengo al Bosque en el mío también. Me colocaron dentro de él, y a lo largo de los siglos los dos campos han ido mezclándose. Puede que yo haya colaborado en hacer que este Bosque sea más animado que la mayoría, pero en cualquier caso sigo estando a su merced.

—No lo entiendo —dijo Mordion.

—El Bosque es —explicó el Bannus— como todos los bosques de este país y probablemente como los bosques de toda la Tierra, parte de la Gran Floresta que antaño cubría esta tierra. Al menor estímulo forma su propio thetaespacio y vuelve a convertirse en la Gran Floresta. Pregúntale a cualquier terrícola y te dirá que, en su país, una vez se perdió en un bosquecillo, que podía oír los sonidos del tráfico de la carretera, pero que la carretera no estaba allí, y que detrás de sí percibió los sonidos de una gran bestia que se arrastraba entre la maleza. Ésta es la Gran Floresta, y tú puedes manipular el Bosque mejor que yo, puesto que es mágico.

—¿No puedes controlarlo en absoluto? —preguntó Mordion.

Podía apreciarse una nota de amargura en la melodiosa voz del Bannus.

—Sólo puedo tratar de buscar su connivencia. Es ridículo, puedo recabar información de toda la galaxia pero no puedo comunicarme con el Bosque. No tiene voz, pero su voluntad es al menos tan fuerte como la tuya. Sólo puedo averiguar mediante prueba y error lo que me permitirá hacer. La mayor parte de las cosas que han ocurrido aquí, entre ellas tu forma actual, han ocurrido según los deseos del Bosque.

—Pero tu campo tiene que ser mucho más amplio que el del Bosque —dijo Mordion.

—Así es —concedió el Bannus—. Ha sido muy útil dar a entender que el thetaespacio del Bosque era el mío, cuando en realidad el mío es mucho más extenso y sutil. No me digas que tú no has hecho lo mismo: te has esforzado en parecer sólo el Siervo, pero yo he detectado que conservas una parte de tu mente casi totalmente libre de ese entrenamiento que te viste obligado a padecer.

—Sólo buscaba una forma de ser libre —dijo Mordion— aunque supongo que me ayudó a mantener la cordura… al menos la poca que me quedaba.

Y cayó sobre el punto de luz más afilado de todos.

«¡Voy a ser libre!», se dijo a sí mismo tras la muerte de Bellie. Su Niña le había apoyado con entusiasmo. «¡Pues claro que vas a ser libre! ¡Tú puedes!». Mordion se había aferrado a aquella pequeña parte de su mente en la cual le hablaba Su Niña. Les hizo creer a todos que era totalmente sumiso, y aunque sabía que estaba permitiendo que clausurasen grandes áreas de su cerebro les permitió hacerlo para poder aferrarse a aquel rincón de privacidad y al entusiasmo y las bromas de Su Niña. Estaba seguro de que llegaría el día en que podría utilizarlo para liberar a Kessalta y a sí mismo.

Lo más irónico de todo fue que al final sólo le valió para conocer lo profunda que era su esclavitud.

Kessalta era casi tan fuerte y hábil como Mordion. Siempre fue muy especial para él, y más que nunca tras la muerte de Bellie. Y alguien se dio cuenta de ello. A partir de entonces los mantuvieron separados, los trasladaban como a prisioneros, y sólo se les permitía estar juntos durante los entrenamientos. Mordion daba gracias por aquella pequeña bendición, y no sólo porque le daba la oportunidad de ver a Kessalta. Por aquel entonces entrenaban con animales, empezando por los pequeños y luego subiendo a cosas tan grandes como los lobos, y Kessalta tenía un defecto nefasto para un Siervo: no era capaz de matar a ningún ser vivo. Cuando tenían que matar animales, Mordion mataba al suyo rápidamente con la vista puesta en Kessalta, y en cuanto ella tenía las manos o el arma más o menos en la posición correcta Mordion acababa con la vida del animal por ella al modo de los Líderes, utilizando la mente. Y logró que nadie sospechase de la debilidad de Kessalta hasta que ambos cumplieron los quince.

Un día, Líder Uno se presentó para evaluar sus habilidades. Por separado.

Mordion superó sus propias pruebas, y tuvo que soportar una espera agonizante en una habitación cerrada mientras Kessalta se enfrentaba a las suyas. Durante todo aquel tiempo imaginó cada una de las atrocidades que su cerebro pudo concebir, pero la realidad fue peor. Le llamaron al cabo de varias horas. Kessalta estaba tendida sobre una mesa, aún emitiendo débiles gritos, y Líder Uno se lavaba la sangre de las manos. Lo que Líder Uno le había hecho a Kessalta superaba cualquier cosa que Mordion pudiera haber imaginado.

—Dile a Mordion por qué se te ha castigado, Kessalta —ordenó Líder Uno.

Kessalta, que apenas podía hablar, dijo:

—No soy capaz de matar.

—Pero Mordion sí —apostilló Líder Uno—. Mordion, ese gusto por la muerte que pareces haber desarrollado y que tanto ha beneficiado a Kessalta podría convertirte en un Siervo de increíble talento, pero no eres obediente ni leal. Me has engañado, y también se te castigará. Me he cuidado mucho de que Kessalta viva en el estado en que la ves durante un año como mínimo, y te garantizo que no me voy a limitar a dejarla tranquila durante ese tiempo. Puedes poner fin a su sufrimiento si quieres, pero debes hacerlo ahora mismo o dejar que viva durante un año más.

Mordion ejecutó a Kessalta de inmediato. El dolor que sabía que ella estaba padeciendo era peor que el que le producía la hoja de diamante más afilada de todos sus recuerdos. Después de matarla se alejó conteniendo la náusea.

—Bien —dijo Líder Uno—. Ten presente que, si en algún momento no eres capaz de ejecutar a alguien en cuanto te hagan la Señal, yo vendré después y le haré esto mismo.

A Mordion no le cabía duda de que Líder Uno lo decía en serio. Luchó contra una doble náuseas, la inicial y la que le inducían los Cascos por desobedecer a un Líder.

—Me habéis convertido en un asesino —fue capaz de decir.

—Exacto. Pero, mi querido Mordion, ¿qué otra cosa podrías ser con una cara como ésa? —dijo Líder Uno, y se marchó riéndose.

Tras aquel suceso Mordion estuvo solo durante el último año de su entrenamiento, como solo estaba en ese momento, diez años después, extendiéndose a lo largo del estrellado universo de su ser.

—No, yo estoy aquí —dijo el Bannus—. Concluyo que debes odiar profundamente a Orm Pender.

—Ésa no es la palabra correcta —dijo Mordion—. El odio es demasiado cercano y cálido. —Ahora que podía ver lo que se le había hecho, no era odio lo que sentía, ni lo que importaba. Lo que importaba era que había sido formado con gran crueldad para cargar con las culpas con que deberían haber cargado los propios Líderes. El Bannus había sido listo. Incluso aunque fue el propio Mordion quien decidió cuidar de Hume, el Bannus había utilizado a Hume con gran habilidad para hacer ver a Mordion que no debía entrenar a alguien para que le hiciese el trabajo sucio. Y si aquello era algo malo para Mordion, en buena lógica también lo sería para Líder Uno. Lo que resultaba aún más importante era que Líder Uno había estado haciéndoles eso a otros niños durante generaciones, y que con toda seguridad los próximos niños a los que se lo haría serían los de Mordion.

Pero no tenía forma de alejarse del intenso dolor de sus recuerdos.

—Siento simpatía por ti —dijo el Bannus—. Si lo deseas, puedes alcanzar la paz permaneciendo para siempre en mi campo. Puedes formar la constelación del Dragón en mi cielo.

El Bannus parecía decirlo totalmente en serio, y resultaba tentador.

—No —respondió Mordion desconsolado—. Debo irme y detener a Líder Uno. Hay que hacerlo. Pero te estoy agradecido, Bannus… por esa oferta y por la oportunidad que me has dado de conocer a Vierran.

Vierran seguía suponiendo el dolor más agudo de todos. Mordion sabía de sobra cuáles habían sido los sentimientos de ella en la Casa del Equilibrio. Había sido un juego, y él estaba solo, pero se sentía agradecido incluso por tan poco. Ahora, aunque Vierran era consciente de que había sido Ann, era evidente que en el castillo creía ser tan sólo una de las damas de Le Trey. Pero ella era la heredera de la Casa de la Garantía, y Mordion era el Siervo. El abismo que los separaba era insalvable y estaba anegado de sangre.

*2*

Le despertaron unos leves golpecitos en uno de sus huesudos nudillos. Al parecer, alguien le estaba dando palmaditas en él. También oía murmullos en la oscuridad que le rodeaba.

—¿Estáis seguros de que os reconocerá en esta forma? —era el susurro de un hombre.

—¡Pues claro que sí! —eran las voces de Hume y Vierran al unísono; la de Vierran se oía bastante ronca, como si hubiese estado llorando. Mordion lo sentía, pero no era capa2 de moverse lo más mínimo.

—¡Le está saliendo algo por los ojos! —era el susurro de un niño.

Se produjo un momento de silencio, quizá porque los cuatro se estarían preguntando qué podía hacer llorar a un dragón, y luego continuaron las palmaditas, esta vez con más insistencia.

—¡Mordion, por favor! —dijo Vierran.

Mordion se alzó y dijo:

—¿Qué queréis?

Los cuatro retrocedieron al oír su profunda voz dragontina, que resonaba desde su enorme cabeza.

—Comprobar si estabas vivo, para empezar —dijo Hume.

—Estoy vivo —suspiró Mordion— y os reconozco, no tengáis miedo.

—No tenemos miedo —dijo Vierran indignada—. Hemos venido a advertirte, Mordion. Le Trey está segura de que aún estás vivo, y quiere acabar contigo. Ha estado con el rey…

—Y creo que deberías llevar a Vierran y Martin de vuelta con sus padres —dijo Hume—. Si te los llevas volando por encima del lago tú también estarás a salvo.

Mordion abrió los ojos. Su visión nocturna era excelente. Pudo ver a los cuatro agrupados alrededor de su hocico, el niño Martin entre Hume y Vierran, y Sir Bedefer tras ellos. Seguía preguntándose quién era Martin. Como Siervo era buen conocedor de las familias de las grandes Casas, y sabía que no había niños varones en la Casa de la Garantía.

—Espero no haberte hecho daño al enviarte tras el castillo —le dijo Mordion a Martin.

—No, aunque al principio no podía imaginar qué había pasado —dijo Martin—. Hume vino y me ocultó en vuestra habitación con el robot. No dejaba de hablar de abracadabras.

—¡Yam es un pesado! —exclamó Hume—. ¿Crees que podrás cargar con dos, Mordion?

Mordion flexionó su lomo y agitó las alas, comprobando sus fuerzas.

—Creo que sí.

—Entonces deberíais marcharos ahora mismo —opinó Sir Bedefer— antes de que me ordenen matarte. Pero antes de iros… ¿te importaría responderme a un par de preguntas rápidas?

—Dispara —Mordion posó su cuerpo y extendió una pata, la cual utilizó Martin como escalón para deslizarse ágilmente sobre su lomo.

—¡Sí que pinchan estas púas! —dijo Martin—. Ten cuidado al subir, Ann… esto, Vierran.

—El caso es que… —dijo Sir Bedefer mientras Vierran se recogía la falda y empezaba a subir a lomos de Mordion— Vierran me ha dicho que en realidad eres algo llamado el Siervo de los Líderes, y ese nombre también me dice algo…

«¡Vierran lo sabe!». Mordion giró la cabeza con tanta rapidez para mirar a Vierran que a punto estuvo de hacerle caer de su pata.

—Sí, claro que lo sé —dijo Vierran asiéndose a la púa que Mordion tenía sobre la oreja izquierda para mantener el equilibrio—. Puede que el Bannus haya olvidado que tengo sangre de los Líderes… o puede que no. En cualquier caso, lo sé todo desde ayer. Mordion, es increíble hasta dónde puedes bajar la ceja entre los ojos.

Sir Bedefer carraspeó:

—¿Puedes contarme lo que sepas de los tejemanejes de los Líderes en la Tierra? Vierran dice que siempre aprendes cosas sobre los lugares a los que te envían, y que tienes acceso a los archivos de los Líderes. ¿Es así?

—Sí, es cierto —Mordion pensó que parecía que Sir John Bedford también estaba empezando a librarse del dominio del Bannus—. Esto no te va a gustar nada. Como Vierran te ha dicho… —«¡Pues claro que Vierran sabía que soy el Siervo!», se percató Mordion. Podía haberse ahorrado muchas penalidades de haber recordado lo que le había dicho antes a Sir Bedefer, pero había estado demasiado centrado en contener sus recuerdos y su terror para darse cuenta de ello— el sílex que exporta la Tierra no se utiliza como gravilla para carreteras —prosiguió Mordion—. Es el producto más valioso de toda la galaxia. A la Tierra se le ha mantenido en la pobreza y el atraso de forma deliberada para que la Casa del Equilibrio pudiese conseguir su sílex barato…

—En resumen, que dan cuentas de cristal a los nativos ignorantes a cambio de pepitas de oro —le interrumpió Sir Bedefer—. Lo que quiero saber de verdad es cómo de valioso es nuestro sílex.

—Sin procesar vale aproximadamente el triple del precio de los diamantes —dijo Mordion— y procesado suele ascender a diez veces ese precio, en función del tipo de sílex y de las condiciones de mercado en cada momento.

Sir Bedefer pareció ir poniéndose más tenso y haciéndose más grande poco a poco.

—Los Líderes ostentan el monopolio del sílex en bruto —le dijo Vierran desde el lomo de Mordion, asida a una púa.

—Ya veo —dijo Sir Bedefer—. A duro la tonelada, seguro que le sacan un buen beneficio. ¿Y qué era aquello del tráfico de armas que comentaste?

—También trafican con armas —explicó Mordion—. Leader Hexwood cuenta con filiales ocultas en Brasil, Egipto y África que trafican tanto con armas como con drogas, y la mitad de las instituciones de alto secreto europeas fabrican armas para su uso contra otros mundos sometidos. ¿No sabes nada de todo esto?

—¡No! —exclamó Sir Bedefer, que casi volvía a ser Sir John Bedford al cien por cien—. ¡Ten por seguro que de haberlo sabido yo, no existirían! Muchas gracias por todo. ¿Dónde puedo encontrar a esos… esos Líderes? —preguntó Sir Bedefer echando mano a la espada que llevaba al cinto.

—Están todos aquí —dijo Vierran, a lo que Sir Bedefer respondió desenvainando la mitad de la hoja de su espada.

—¿Incluso Líder Uno? —preguntó Mordion, que giró la cabeza hacia atrás y vio que Vierran, sentada justo en la base de su cuello, asentía—. ¿Dónde le viste por última vez? —preguntó con apremio.

—En la esquina de la calle Word —dijo Vierran.

Entonces Líder Uno también estaba dentro del campo del Bannus, y eso lo cambiaba todo. Mordion sopesó la evidente intención de Sir John de intentar matar a los Líderes con su patética espada de acero, la seguridad de Vierran, los deseos de Hume y las necesidades de Martin. Consideró que Vierran estaría más segura en el único lugar en que sabía con certeza que no estaba Líder Uno. Sir John estaría más seguro si Vierran no le podía decir quiénes eran los Líderes; se había mantenido la Tierra en la oscuridad de tal forma que estaba claro que Sir John no tenía ni idea de lo que podía hacerle un Líder si intentaba amenazar a uno de ellos. Martin tenía que salir de allí, y Hume estaría más seguro en el castillo, que era donde quería estar.

Aunque le resultase duro, Mordion cambió de planes… o quizá hizo sus propios planes, para variar.

—Bájate, Vierran —dijo Mordion—. Te quedarás con Hume en el castillo hasta que vuelva a por vosotros. Haced que Yam os proteja, y manteneos lejos del alcance de Le Trey. Voy a llevar a Sir John al campamento de los proscritos con Martin, creo que es allí donde debe estar.

—Estoy de acuerdo —dijo Sir John—. ¿Te parece bien? —le preguntó a Vierran.

Vierran bajó del lomo de Mordion sin pronunciar palabra. Estaba decidida a no llorar, pero eso implicaba que no podía hablar. «¡Va a ir a por Líder Uno!», pensó Vierran. «Sé que lo va a hacer, y puede que no vuelva».

Mordion se relajó un poco al notar que Sir John subía y cargaba su peso en el lugar que ocupaba Vierran. Pensaba que podía confiar en que Yam cuidaría de Vierran, y la Tierra iba a necesitar a Sir John cuando todo acabase. Lo que no se esperaba era que Vierran se deslizase alrededor de su cabeza y le diese un beso en el hocico, lo que le hizo dar un respingo hacia atrás.

—¡No hagas eso! —le dijo Vierran, que rompió a llorar en cuanto pronunció una palabra—. Es lo que siento de verdad.

Hume tuvo que llevarla del brazo de vuelta al interior del castillo.

—Nos vemos, Mordion —dijo Hume en voz baja antes de cerrar la poterna.

*3*

La carga doble que llevaba era pesada. Mordion tuvo que utilizar la cuesta cubierta de hierba como pista de despegue para poder alzar el vuelo, y cuando extendió las alas por primera vez para aprovechar la brisa del lago apenas se encontraba a unos pocos metros sobre el agua. Por suerte la brisa era fuerte, y con un aleteo y una inclinación de las alas Mordion se elevó perfectamente y surcó los aires muy por encima del bosque.

En cuanto se hubo perdido de vista, Orm se deslizó sigiloso entre los árboles y planeó sobre el lago hacia el castillo. Había sido muy paciente y, tal y como esperaba, el joven dragón negro ya había partido llevándose su presa. Orm tenía el camino despejado hacia su enemigo. Se posó sobre la hierba y aguardó por él.

*4*

Ambitas buscó ansioso por toda la habitación iluminada por la luz de las velas. Había acudido muy poca gente a pesar de su orden urgente, y a los que había enviado a por Sir Bedefer acababan de volver para decirle que no habían podido encontrarle.

—Tenemos un dragón a las puertas —anunció Ambitas— y uno de nuestros Campeones debe matarlo. Sir Bors, os ordenamos que emprendáis la aventura de esta bestia.

Sir Bors se adelantó:

—Mi señor, os ruego me dispenséis de ello. Estoy débil a causa del ayuno y la oración al Santo Equilibrio del cielo para que se recupere y reine la igualdad. Permitidme a cambio asistir a vuestro campeón con mis oraciones.

«Sir Bors parece frágil», pensó Ambitas examinándole con atención. «Todo esto del ayuno ha sido una estupidez». El dragón de ahí fuera podía zamparse a Sir Bors de un bocado.

—Sea, os dispensamos y ordenamos a Sir Harrisoun que se enfrente al dragón en vuestro lugar.

—¡Oh, no! —Sir Harrisoun se acercó desde el centro de la sala—. No, no… ¡ni de broma! Ya habéis visto el tamaño de ese dragón. ¡De ninguna manera vais a conseguir sacarme para que luche contra esa cosa! —En ese momento, como todos los presentes pudieron ver, Sir Harrisoun aparentemente se volvió loco—. ¡Eh, tú! —gritó—. ¡Sí, tú! ¡Para esto de una vez! Sólo te pedí un juego de rol. ¡Nunca me dijiste que iba a estar metido en algo real! ¡Y te pedí unos hobbits en busca del Santo Grial, y aún no he visto un solo hobbit! ¿Me escuchas? —miró al techo durante un instante, y como no ocurrió nada exclamó con ambos puños en alto—: ¡¡Te ordeno que pares!! —gritó, ganando su voz en intensidad hasta llegar a ser casi un grito. El sonido pareció devolverle un poco a la realidad. Miró a su alrededor y continuó—: ¡Y todos vosotros sois fantasías! ¡Mis fantasías! Por mí podéis seguir actuando vosotros solos. ¡Yo ya he tenido suficiente!

Todos observaron cómo Sir Harrisoun abandonaba la sala ofendido.

—Este joven ha perdido el juicio —dijo con tristeza Sir Bors.

«Muy cierto, y muy embarazoso», pensó Ambitas; «y no nos ayuda a resolver el problema».

—¿Hay presente algún caballero —preguntó ya sin esperanzas, buscando entre los pocos rostros asustados iluminados por las velas— que aspire al honor de exterminar a este dragón?

No hubo respuesta. Ni un movimiento. Ambitas reflexionó: «Podría ofrecer una recompensa, pero es difícil encontrar alguna lo suficientemente tentadora. ¡Un momento! Podría ofrecer la mano de Morgana Le Trey en matrimonio. No, mejor no, la cosa podría ponerse muy difícil. Aunque, mejor pensado, la dama tiene damas a su servicio. Podría ofrecer una de ellas, la rubia guapa, ¿cómo se llamaba? Ah, sí…».

—Si algún valiente desea ser mi Campeón y luchar contra el dragón —proclamó Ambitas— una vez esté muerta la bestia le concederé la mano de Lady Sylvia en matrimonio.

Aquel anuncio causó un cierto revuelo entre los que estaban tentados por la oferta, pero acabó decayendo. La mayor parte del bullicio parecía provenir de alguien que había llegado tarde y preguntaba qué pasaba. Ambitas pensó que lo mejor sería dejarlo correr y hacer que le llevasen a la cama, pero decidió intentarlo una vez más:

—¿Alguno de los presentes matará al dragón a cambio de la mano de la delectable Lady Sylvia? —dijo Ambitas.

El recién llegado se puso en pie con tanto entusiasmo que tiró el banco en el que estaba, causando tanto estruendo que todos se sobresaltaron. Era un joven escudero al que Ambitas no conocía.

—Yo combatiré al dragón en vuestro nombre —dijo con una enorme sonrisa.

—Acercaos pues, y hagamos un juramento —dijo Ambitas rápidamente antes de que el joven cambiase de opinión—. ¿Cómo os llamáis? —le preguntó al joven mientras éste se aproximaba.

—Hume, Majestad —el mozo parecía estar conteniendo la risa. Ambitas no veía dónde podía estar la gracia. Hume siguió desconcertándole mostrándose tan alegre que no resultaba natural, incluso mientras juraba sobre la Llave de Sir Bors que al día siguiente intentaría matar al dragón.

*5*

En el exterior del castillo, a Orm le pitaban los oídos. Podía percibir leves sonidos que venían de la parte trasera del castillo y que le llegaban claramente por encima de las aguas. Orm extendió sus alas y, oscuro contra la oscuridad, rodeó planeando las murallas del castillo para investigar. Allí había un tipo cargando grandes fardos que hacían ruidos metálicos en una pequeña barca, y todo indicaba que estaba a punto de iniciar una fuga apresurada. No era el enemigo de Orm, lo que resultaba decepcionante, pero aquel tipo tenía un punto de sangre de los Líderes en su olor, lo que era suficiente. Orm se encorvó perezosamente. Cuando el tipo estiró el cuello, miró horrorizado hacia arriba y vio que una vasta oscuridad extendía sus alas sobre él, Orm le abrió la garganta con un lánguido movimiento de su garra. Como aún no tenía mucha hambre se llevó el cuerpo de Sir Harrisoun de vuelta a la parte delantera del castillo y lo depositó sobre la hierba en la esquina junto a la puerta principal, reservándolo para el desayuno, y después volvió a tumbarse y esperar.

*6*

Mordion, al igual que hiciera Orm antes que él, percibió el olor a muerto en el río.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Sir John a Mordion cuando éste planeó más bajo para investigar.

—Un cadáver… un olor que conozco —no le resultaba sencillo hablar y volar al mismo tiempo. Mordion conservó el aliento, primero para olfatear y luego para el esfuerzo que suponía ganar altura utilizando las corrientes de aire que circulaban sobre la quebrada—. Lo que me esperaba —dijo cuando ya había ganado suficiente altura otra vez—. Es Líder Cinco. Ya han muerto dos de ellos.

—Entonces deberíamos ser capaces de acabar con los otros tres entre tú y yo —dijo alegre Sir John—. No me importa ocuparme de Líder Uno yo mismo.

Mordion no desperdició su aliento en intentar convencerle de lo contrario. Siguió volando hasta que su hocico le indicó que había un gran número de personas ocultas entre los árboles en algún punto del suelo, justo al pie la ladera pelada de una colina.

—Nuestro campamento debe de estar por allí —dijo Martin.

Mordion alabeó y aterrizó en la colina, donde con mucho gusto plegó sus alas. Sir John pesaba mucho. Mientras Sir John y Martin bajaban con cuidado entre sus púas, Mordion dijo:

—Yo también tengo que hablar con los proscritos.

—Entonces… —dijo Sir John— creo que preferirán que adoptes tu forma habitual.

—Opino lo mismo —añadió Martin.

Mordion estaba seguro de que si el proscrito Stavely era en realidad el padre de Vierran probablemente preferiría ver un dragón, pero tenía que tener en cuenta al resto de los proscritos. Ladeó la cabeza y se preguntó si le sería posible abandonar aquella forma dragontina.

—¿Puedes transformarte? —preguntó Martin ansioso.

—No estoy seguro —respondió Mordion, que creía que la forma de dragón parecía ser un aspecto de la red de dolor que aún le envolvía. El truco estaría en encogerla sobre sí mismo, y la forma de hacerlo no sería muy distinta a aquella con que intentó envolver el thetaespacio alrededor de Hume, aunque esta vez el thetaespacio sería él mismo. Se preparó para resistir el dolor que sabía que eso le causaría, y tiró de la red. Oyó a Sir John y Martin emitir un sonido asustado y retroceder. Sabía que, desde el punto de vista de ellos, la brillante masa negra del dragón habría quedado silueteada en el cielo nocturno por miles de estrellitas azules, mientras el dragón rugía de dolor y se encogía hasta alcanzar una forma humana que brillaba con una luminiscencia azul. Mordion se estremeció, acortó un poco su barba, y dijo—: Bien, ya estoy listo.

Mordion se preguntó si debía advertir a sus dos compañeros de que los proscritos estaban en guardia. Su visión nocturna, incluso en forma humana, era lo suficientemente buena como para percibir leves movimientos entre los árboles.

Dejó de hacer falta cuando unas oscuras formas humanas aparecieron alrededor de ellos tan pronto comenzaron a descender por la ladera. Les atraparon a los tres y les hicieron avanzar a empujones entre los árboles.

—¡Eh, ya está bien! —protestó Martin—. ¡Que soy yo! ¡Ellos me han traído de vuelta! ¡Soltadnos!

—Hay un dragón por aquí —dijo alguien.

—Se ha ido —dijo Martin— vimos cómo se marchaba.

—Pero puede volver —le respondieron—. Os soltaremos cuando os tengamos a cubierto.

Les llevaron por caminos bien escondidos entre los arbustos y los árboles hasta un claro en el cual alguien estaba encendiendo apresuradamente un fuego. Los proscritos más importantes se aprestaron a entrar en aquel espacio, algunos protegidos con chaquetas de camuflaje en tonos verdes y marrones, otros envueltos en mantas y con cara de sueño. Una de las primeras en llegar, envuelta en una manta, era una dama que Mordion reconoció con cierta tristeza como Alisan de Garantía. Tan pronto Alisan vio el rostro de Martin, iluminado por las llamas recién creadas, dejó caer la manta y corrió a abrazarle. Un niño con el brazo en cabestrillo se aproximó sigiloso tras ella y le dio una fuerte palmada en la espalda a Martin, y luego se apartó para dejar sitio a Hugon de Garantía, que se acercó para acariciarle la cabeza a su hijo con orgullo, como haría cualquier padre.

—A saber qué creerán mis hijos que me ha pasado —dijo Sir John Bedford.

«No cabe duda de que el Bannus ha extendido mucho su campo», pensó Mordion. Entre las personas que habían acudido a darle la bienvenida a Martin y a observar con recelo a los dos extraños reconoció a varios habitantes de Mundonatal, y también a uno de los jóvenes de la bodega en la que había utilizado su tarjeta de crédito y al carnicero de la calle Wood. Todas las figuras iluminadas por el fuego tenían el mismo aire de liderazgo y determinación, ya fuesen la jefa de la Casa del Contrato, los miembros menores de las Casas del Acuerdo, el Pago y la Medida, o los hombres y mujeres que simplemente eran extraños de la Tierra. Hugon de Garantía (o Stavely, como le llamaba todo el mundo) parecía ser el que tenía más poder y autoridad de todos los presentes, pero sólo fue así hasta que Sir Artegal terminó de atender el fuego y se levantó.

Sir Artegal era otro desconocido para Mordion. Al igual que Hugon de Garantía, era un hombre alto y musculoso rodeado por un aura de inteligencia y un fuerte aire de superioridad que le recordaban a Sir John. No eran tres hombres muy diferentes, salvo que Sir John era más bajo y Hugon era más viejo y moreno. A la luz del fuego el pelo de Sir Artegal parecía rubio rojizo, y su rostro tenía una apariencia agradable y abierta. Se le podía tomar por el más joven y el menos inteligente de los tres, hasta que uno le miraba a los ojos, con los cuales catalogaba a Mordion y Sir John como si ambos fuesen un libro abierto para él.

—¿Con qué motivo venís a nosotros en medio de la noche? —preguntó Sir Artegal. El sonido de su voz bastó para callar a Alisan de Garantía, que le formulaba preguntas a Martin en voz baja sobre Vierran.

—¡Pero si ya lo he dicho! ¡Me has oído contárselo a Mamá! Ellos…

—Ya lo sé, pero calla. Quiero que lo digan ellos —dijo Sir Artegal.

«No cabe la menor duda de quién está al mando aquí», pensó Mordion. Martin retrocedió sonriendo, y Mordion envidió hasta cierto punto la confianza y la naturalidad con que el niño trataba al imponente Sir Artegal. Podía ver por qué se llevaban tan bien: ambos tenían sangre de los Líderes… igual que Sir John. «De ahí le viene el parecido con Hugon de Garantía. Qué interesante».

—He traído a Sir John Bedford para que se una a vosotros —anunció Mordion— y creo que desea debatir el ataque al castillo con vosotros cuanto antes. Pero antes, tengo que deciros que nos encontramos en el campo de una máquina llamada Bannus. El Bannus ha creado una ilusión sobre nosotros, y aunque nada de lo que estamos haciendo es exactamente falso, la mayoría de los presentes no son lo que creen ser. El Bannus ha hecho esto porque su objetivo es seleccionar nuevos Líderes, y por lo que he podido deducir su método consiste en poner a todos los candidatos en un campo de juego en el que sus diversos poderes de Líder puedan funcionar sin provocar daños graves —«¡Hablo como el Bannus!», pensó Mordion.

Estaba claro que nadie le creía. Un joven de la Casa del Pago exclamó:

—¡Nuevos Líderes! ¿Y qué más?

—Debes estar loco —dijo Hugon de Garantía—. Sé bien quien soy, he regentado una frutería durante toda mi vida hasta que esos ladrones del castillo nos obligaron a echamos al monte.

—No existe tal máquina —dijo un terrícola con apariencia de guardia de seguridad— la ciencia no ha avanzado tanto.

—No, dice la verdad —afirmó Sir Artegal, que todavía miraba con atención a Mordion—. Conozco esa máquina. Hace algún tiempo se me apareció con la forma de un gran cáliz de oro y me habló. Me dijo que fuese al castillo, y yo le dije que… bueno, tanto da, pero os aseguro que este hombre dice la verdad tal y como la conoce. Dices que el Bannus nos ha engañado haciéndonos creer que somos otras personas —le dijo a Mordion—. ¿Quién soy yo?

—No tengo ni idea —se vio obligado a reconocer Mordion, y su respuesta causó risas de burla, como es natural—. Pero te conozco a ti —le dijo a Hugon— eres el jefe de la Casa de la Garantía, y esta mujer es tu esposa. Tú eres la jefa de la Casa del Contrato, y tú eres el sobrino más joven del jefe de la Casa del Pago. Y tú…

—¿Y quién eres tú, que tan bien crees conocemos a todos? —le interrumpió Hugon con agresividad.

Mordion deseó no tener que haberlo dicho, pero sabía que nada tendría más posibilidades de convencer a Hugon de Garantía:

—Soy el Siervo de los Líderes —admitió Mordion.

Todos los que venían de Mundonatal creyeron de repente, para dejar de creer de inmediato por otros motivos.

—¡Cuidado, es una conspiración de los Líderes! —gritó alguien.

Las espadas y los cuchillos destellaron a la luz de las llamas. Una ballesta apareció de entre los pliegues del abrigo de alguien y apuntó al cuello a Mordion. Los proscritos de la Tierra, al ver que el resto lo tenían claro, también desenvainaron sus armas.

—¡Un momento! —exclamó Sir John.

—¡Esto es una tontería! Sé que él es legal —dijo Martin.

—Calla, hijo —le recriminó Hugon—. Atacadle todos juntos, todo el mundo dice que esta criatura es muy difícil de matar.

—Ni lo intentes —le advirtió Mordion al hombre que estaba a punto de apretar el gatillo de su ballesta. Probablemente escaparía pero, a juzgar por el odio y la hostilidad que se reflejaban en los rostros de todos, se pasaría la vida escapando.

—Bajad las armas —dijo Sir Artegal en voz baja.

—¡No lo entiendes! —le dijeron varios habitantes de Mundonatal—. ¡En realidad no es un hombre! ¡Es el Siervo de…!

—Haced lo que os digo —ordenó Sir Artegal, con auténtica fuerza en sus palabras. Le miraron irritados, y bajaron sus armas—. Muchas gracias. Y ahora guardad todas las armas, respondo por este hombre.

—Pero… —balbució alguien.

—Nunca nos hemos visto antes, ¿verdad? —le dijo Sir Artegal a Mordion.

—No —respondió Mordion, lamentando que fuese así.

—Y aun así te conozco bastante bien. ¿No me reconoces? —preguntó Sir Artegal.

Mordion le miró y, o le engañaba la memoria, o no había visto a Sir Artegal hasta aquel momento. Pero sí… sentía una inexplicable familiaridad hacia él. Mordion notó cómo su ceja se alzaba en su frente cuando empezó a caer en la cuenta de la posible explicación.

—No será de… —empezó a decir Mordion.

—Las voces —concluyó Sir Artegal—. Tienes que entender que para mí ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero las recuerdo perfectamente. Tú eras una de las cuatro voces que solía oír, aunque la tuya pareció ir volviéndose cada vez más débil con los años, tanto que parecía que no me oías, aunque yo sí que podía oírte. Fue por eso que te hicieron en el cerebro, ¿no? Ninguno de los cuatro podía ponerse en contacto contigo, salvo la Niña.

—Eres… —volvió a empezar Mordion, pero Artegal alzó su fuerte mano ante las llamas para que no siguiese.

—Escuchadme —les dijo a los proscritos—. Este hombre y yo nos conocemos, a nivel espiritual, un nivel en el que una mente conoce la verdadera naturaleza de la otra, por lo que os puedo asegurar que no tenéis motivos para odiarle ni temerle. A ese nivel no se conoce el nombre propio de nadie, yo le llamaba de una forma en mi mente y él me denominaba a mí de otra. Para demostraros que es así en verdad, te diré al oído, Alisan, cómo me llamaba él a mí, y luego le pediré que lo diga él en voz alta —Alisan le pareció una buena elección a Mordion, ya que no mentiría y era la clase de persona que gozaba de credibilidad. Artegal le susurró algo al oído a Alisan, y luego se dirigió a Mordion—: Ahora di cómo me llamabas.

—Tú eres el Rey —afirmó Mordion.

—Eso es lo que Artegal me ha dicho —confirmó Alisan—. Hugon, no te creerás esto, ¿verdad? ¡Hugon!

Hugon de Garantía parecía estar profundamente afectado. Andaba de arriba a abajo junto a la hoguera, casi gruñéndose a sí mismo. Finalmente, aquel gruñido se convirtió en un ladrido dirigido a Artegal:

—¡Nos estás engañando! Puedes leer las mentes, ¡y todos dicen que él también puede! —dijo mientras señalaba airado hacia atrás con el pulgar a Mordion.

—Para mi desgracia puedo saber qué hay en las mentes de las personas cuando me esfuerzo —admitió Artegal— pero tenéis que aceptar mi palabra de honor de que ninguno de los dos lo ha hecho. También le he susurrado a Alisan cómo le llamaba yo a él. ¿Se lo dirás tú o debo decirlo yo? —le preguntó a Mordion.

Mordion se encogió de hombros y confesó:

—Él me llamaba el Esclavo.

Hugon profirió un fuerte rugido y siguió andando de un lado a otro, maldiciendo para sí:

—¡Esto es terrible! —exclamó Hugon—. ¡Entonces tienes que ser uno de…! Está bien, tengo que creerte. Supongo que yo también debo responder por ti. Cuando pienso en todas las cosas que le puedes haber metido en la cabeza a ella… pero sé que no lo has hecho. ¡Está bien!

—Y ahora dinos —le preguntó Sir Artegal con seriedad a Mordion— ¿qué te ha llevado a meterte en la boca del lobo y contamos todas esas cosas sobre el Bannus?

—Lo he hecho —respondió Mordion— porque creo que el Bannus tiene más poder del que solía tener en el pasado, y creo que se le está yendo de las manos. Creo que ha llegado el momento de detenerle. Si los que sabemos qué es y qué está haciendo somos los suficientes, deberíamos ser capaces de poner fin a sus juegos. Mi idea era que atacaseis el castillo y dieseis caza al Bannus allí mismo. Creo que está en algún lugar del castillo.

—Entonces estamos planeando una guerra —dijo Sir Artegal, asintiendo hacia Sir John, que le devolvió sombrío el gesto—. ¿Mañana? —le preguntó a Mordion, quien también asintió—. ¿Os uniréis al ataque?

—Me uniré a vosotros en el castillo, pero antes tengo que hacer otra cosa —dijo Mordion—. Espero solucionarla a lo largo de esta noche.

Y dicho esto los dejó reunidos junto al fuego, todos muy serios. Martin y Sir John le despidieron con la mano, y Martin sonrió.

Algunos de los proscritos le escoltaron hasta la loma. Cuando le dejaron solo, Mordion se detuvo un instante para reunir el valor suficiente. Aunque sólo fuese porque así tendría mejor vista y olfato, le parecía más sensato ir a por Líder Uno en forma de dragón, pero realizar la transformación le dolería lo indecible. Tomó aliento y arrojó la red de fuego hacia fuera. Y le dolió, pero no tanto como antes. Mordion sabía que el dolor le acompañaría durante toda su vida, pero comenzó a albergar la esperanza de que se iría haciendo soportable con la práctica. Extendió sus grandes alas negras y despegó hacia el fresco aire de la hora anterior al alba.

Dio con su rastro mientras sobrevolaba el espeso bosque, y fue siguiéndolo durante algún tiempo de un lado a otro, dando vueltas en círculo como un halcón al acecho. El rastro parecía terminar en un claro abierto, y cada vez que lo sobrevolaba esperaba volver a coger el rastro, pero no lo consiguió. Amaneció, y Mordion pudo ver su enorme y vaga sombra deslizándose sobre los árboles, que eran del color del bronce a la luz del amanecer, y luego cómo esa sombra se iba haciendo más pequeña y oscura a medida que avanzaba la mañana, pero seguía sin recuperar el rastro de Líder Uno. Era como si hubiera echado a volar en aquel claro. Estaba volviendo allí mismo para intentarlo de nuevo, cuando la voz de Hume retumbó súbitamente en su cabeza, de forma tan repentina y alta que Mordion picó hacia un lado y a punto estuvo de entrar en barrena.

—¡Mordion! ¡¡Mordion!! ¡Ayuda, rápido! ¡Pero mira que soy idiota!

*7*

El castillo ya bullía de actividad antes del amanecer. Unos tremendos golpes de metal contra madera despertaron a Vierran, que dormía en un pequeño nicho de piedra que había encontrado Yam. Salió con cautela a las murallas para ver qué pasaba, y vio que había trabajadores afanándose en la muralla, por la zona de las puertas del castillo. Estaban construyendo una bancada de madera a la altura de las almenas.

—¿Para qué es eso? —preguntó Vierran.

—Supongo que para que el rey pueda ver desde un lugar seguro cómo matan al dragón —le contó Yam—. Hume va a matarlo.

—¡¿Qué?! —exclamó Vierran, que se recogió las faldas y bajó ruidosamente por la escalera en espiral hasta el patio delantero. Vio a Hume al otro lado del patio, caminando con largas y apuradas zancadas hada la armería. Vierran se alzó la falda con ambas manos y echó a correr para alcanzarle.

—¡Hume! —gritó Vierran—. ¿Te has vuelto loco?

Hume se dio la vuelta y esperó por ella. Vierran pocas veces le había visto tan contento… ni tan alto. Ahora la miraba desde las alturas. Y aunque uno de sus ojos no era exactamente más pequeño, Vierran creía que parecía arrugarse más cuando Hume reía.

—Pues claro que no me he vuelto loco —explicó Hume—. El que está ahí fuera es tan sólo Mordion.

—¡Ya lo sé! —dijo Vierran—. ¡Pero vas a…!

—A fingirlo —dijo Hume—. ¡No seas burra! Le daré el soplo a Mordion en cuanto salga. Entre los dos no nos será difícil hacerles creer que le he matado.

—¿Pero por qué? —preguntó Vierran.

—El rey ha ofrecido la mano de Lady Sylvia a la persona que matase al dragón —comentó Hume— y bueno… —se quedó callado y se encogió de hombros, con un aspecto mucho menos alegre—. Probablemente sea la única forma de que yo tenga una oportunidad con ella.

—¡Por supuesto que sí! —contestó con rotundidad Vierran—. ¡Aparte del hecho de que la habrás engañado, que es algo que no le va a gustar a nadie en absoluto cuando se descubra, sucede que ella tiene casi veintitrés años, Hume! En la vida real ostenta un alto cargo en una de las principales aseguradoras interestelares, y nunca ha tenido nada de paciencia con los adolescentes enamoradizos. Ni siquiera vive en este planeta, Hume, y tú…

—Sé lo que soy —le interrumpió Hume— ¡y no me importa! —Le dio la espalda a Vierran y se encaminó de nuevo hacia la armería.

—¡Ojalá Mordion no vuelva! —le gritó Vierran tan alto como se atrevió.

—¡Pues joróbate! —le respondió Hume a voces—. ¡Que ya ha vuelto!

Vierran debería haberle seguido, pero en aquel momento apareció Morgana Le Trey por la escalinata de la sala común, majestuosamente vestida de negro y escarlata. Le seguían veinte pajes que llevaban fardos de terciopelo para los asientos de madera, y las damas seguían a los pajes cargadas de cojines bordados. Lady Sylvia caminaba junto a ellos, vestida con un revoloteante vestido blanco de novia y con un aire bastante sereno ante la idea de ser entregada como parte de un trato.

—¡A saber! ¡Igual cree que Hume va a perder! —musitó Vierran, retrocediendo tras un carro con madera de reserva—. Me pregunto dónde creerá Le Trey que estoy, no parece echarme de menos.

Morgana Le Trey pasó con aire de concentración y ensimismamiento, como si tuviera la cabeza en algo más allá de las cosas como las damiselas perdidas. Cuando también hubieron pasado sus damas, Vierran saltó entre un grupo de servidores que llevaban frutas, pasteles y vino especiado para la fiesta en las almenas y se hizo con algo de pan y salchicha. En cuanto hubo pasado el rey, volvió a escaparse y subió la escalera en espiral que llevaba al nicho entre las murallas. Su reducto estaba en una torrecilla, a sólo un paso de las almenas y con una vista excelente de la cuesta cubierta de hierba que bajaba hasta el lago y que en ese momento se encontraba vacía.

Vierran se apoyó en las almenas junto a Yam, mordisqueando la salchicha.

—Hume me ha dicho que Mordion ha vuelto —le comentó a Yam— pero no le veo.

—El dragón está dando vueltas a pie alrededor del castillo —respondió Yam.

Vierran estiró el cuello intentando ver a Mordion, pero fue en vano, y luego lo estiró para observar el cortejo real, que estaba en las bancadas cubiertas con telas de vivos colores sobre las murallas.

—Si fuese un dragón de verdad, ése sería un lugar bastante estúpido para estar. ¿Es que no saben que los dragones vuelan? —vio a los servidores desplazándose a lo largo de las filas de bancos, ofreciendo platos de fruta y vertiendo vino caliente en las copas—. ¡Se comportan como si esto fuese un concierto o algo así!

—Ahí viene el dragón —anunció Yam.

Vierran miró directamente hacia abajo y pudo llegar a ver un lomo ancho y cubierto de escamas que brillaba como un sapo bajo la primera luz del día, avanzando sigilosamente por abajo. «¡Qué curioso!», pensó Vierran. «¡Mordion parecía negro anoche! Supongo que habrá sido la oscuridad. De día parece más bien de color verde charca».

Las trompetas tocaron una fanfarria potente y estridente que anunció la llegada de Hume.

El ruido irritó a Orm, que extendió las alas y planeó un tramo colina abajo, donde aterrizó y se volvió para responder con un gañido a aquellas cosas que hacían ruido. El estruendo por partida doble resultaba espantoso. Vierran intentó taparse las orejas con una mano pringada de grasa y la otra llena de pan, pero la monótona voz de Yam se alzó sobre el barullo:

—Ése no es Mordion, es un dragón distinto.

«¡Es cierto!», observó Vierran. Aquel dragón lucía una espesa mata de pelo a modo de ceja sobre cada uno de sus redondos ojos amarillos, y más matas de pelo sobre y bajo la boca. Aquellos rasgos, junto a una cabeza y un hocico algo redondeados, le daban a su morro de color verde caqui la apariencia del rostro de un benévolo anciano… un anciano con barba. A Vierran se le cayó el pan de la mano y fue a parar a la hierba. No se encontraba nada bien. Si un hombre podía convertirse en dragón, por qué no dos…

—¡Yam, ese es Líder Uno, estoy segura!

Y no podía hacer nada. Las puertas se habían abierto durante la fanfarria y Hume ya había salido. Empuñaba su preciosa espada en la mano, y había elegido llevar la armadura más ligera posible, apenas unas pocas piezas de cuero endurecido. Parecía tremendamente osado, pero en realidad era que creía que no podía salir herido. Se le veía minúsculo junto a la base del muro del castillo. Una oleada de aplausos surgió de las bancadas forradas de tela de la muralla.

—Yo diría que no está bien equipado —comentó Ambitas entre sorbos de vino caliente y especiado—. Espero que sepa lo que está haciendo.

Mientras Ambitas hablaba, Hume se alejó lo suficiente de las puertas del castillo como para ver el cuerpo de Sir Harrisoun tirado en una esquina tras la barbacana izquierda. Fue probablemente el peor momento de su vida. Miró el cadáver, y vio su rostro de color blanco verdoso y la sangre de su garganta. Luego miró con asombrado horror a Mordion, colina abajo. Y entonces supo que aquel dragón no era Mordion.

Durante un momento fue tal el impulso de escapar de vuelta al interior del castillo que se le iba el cuerpo solo en aquella dirección. Pero no tenía sentido hacerlo. Oyó cómo echaban tras él el último de los cerrojos. La puerta estaba cerrada a cal y canto. Para cuando lograse que volviesen a abrirla ya tendría al dragón encima y pasaría a acompañar a Sir Harrisoun. Además, Lady Sylvia estaba allí arriba y esperaba que combatiese contra la bestia. No tenía elección.

«Mordion me creó milagrosamente para esto», se dijo Hume a sí mismo. «¡Existo para esto!». En cualquier caso, mientras se obligaba a ponerse en marcha no se sentía especialmente diseñado para nada: era inexperto, desgarbado, demasiado joven, demasiado asustado y, sobre todo, llevaba una armadura inadecuada por idiota. Reunió el poco valor que le quedaba y anduvo, muy despacio pero con constancia, cuesta abajo hacia el dragón con la espada desenvainada.

El dragón le observó acercarse con la cabeza inclinada con curiosidad, como si tuviese un benevolente interés por aquella lastimosa criatura o como si pensase que la espada era un juguete. Pero Hume podía ver que los grandes músculos de sus ancas ase tensaban y sus ojos redondos le enfocaban con precisión. Mientras caminaba, Hume tuvo tiempo para pensar que quizá debería intentar agotar al dragón, pero en seguida descartó aquella idea: era demasiado grande y fuerte, y él mismo se cansaría mucho antes que el dragón. Aunque igual podría hacer que gastase todo su fuego. No tenía ni idea de cuánto fuego tenía un dragón, pero seguro que se le acabaría en algún momento. Y también podría esquivarle metiéndose debajo de él. Hume siguió avanzando, diciéndose que su espada era una matadragones, diseñada, al igual que él, para acabar con estas bestias.

El dragón saltó mucho antes de lo que esperaba Hume, y en seguida se puso sobre él ayudándose con sus alas y le atacó con sus enormes garras y los dientes de veinte centímetros de sus fauces abiertas. Sólo el hecho de que Hume se hubiese fijado en sus músculos en tensión le había advertido a tiempo. A medida que el dragón se movía, Hume también fue desplazándose hacia adelante, escabulléndose bajo él. El dragón agachó la cabeza en su busca, rápido como una serpiente, y escupió un chorro de mortales llamas, que no sólo era llamas, sino también gas venenoso, humo caliente y aceitoso, y junto a todo ello una oleada psíquica de puro veneno. Hume rodó hacia un lado, tosiendo, chamuscado, cubierto de la grasa de los vapores de aquel aliento, y se puso en pie, mareado sobre todo por el odio que acompañaba a las llamas. Corrió en círculos intentando que el dragón se quemase a sí mismo, que se confundiese a sí mismo con su propio odio. Corrió veloz y el dragón le persiguió, dando la vuelta pesadamente con las alas medio alzadas en punta y proyectando gotas de fuego aceitoso. Aquellas gotas solían caer junto a Hume, pero una o dos veces impactaron en sus piernas, enviando un dolor agónico a través de las gruesas polainas de cuero. Con cada chorro sentía la misma oleada de pura maldad dirigida personalmente a Hume. Era horrible, pero ayudaba: la maldad le llegaba una fracción de segundo antes que el fuego. Hume dio frenético su tercera vuelta en círculo, esperando sentir el odio, escuchando el zumbido de las llamaradas, y entonces saltó a media carrera y vio las llamas negras abriéndose camino tras él.

«¡Por… todos… los… dioses… del… cielo!», pensó Hume, marcando cada palabra con un salto. El dragón le odiaba con toda su alma. Si no estuviese tan ocupado, a Hume le habría horrorizado sentirse tan odiado. Mientras corría en círculos cada vez más amplios agradeció a su buena estrella el haber sido tan estúpido y llevar una armadura ligera.

—Ahora entiendo el porqué de su armadura —dijo Ambitas, acercándose al borde para ver mejor.

Morgana Le Trey sacó un pequeño vial de la manga con gran destreza, y mientras la atención de Ambitas estaba centrada en Hume vertió el líquido del vial en su copa de vino.

—Sí que se le da bien escapar —admitió Le Trey mientras escondía hábilmente el vial.

—¡Así no va a ningún lado! —susurró Vierran echándose las manos a la cara.

—El dragón tiene más de un par de miembros —comentó Yam— y una cola por si acaso.

—¡Cállate ya! —exclamó Vierran.

«¡Así no voy a ningún lado!», pensó Hume. Su carrera le llevaba a describir círculos cada vez más amplios, y la curva que estaba trazando le llevaría directo al lago en la siguiente vuelta. ¿Lograría hacer que el monstruo sofocase sus llamas en el agua? ¿Se atrevería a lanzarse al lago?

Ni siquiera tuvo opción. El dragón le persiguió por la orilla, cortándole el paso con llamaradas a derecha e izquierda. El fuego emitió sonidos siseantes al entrar en contacto con el agua y crepitantes al impactar contra la hierba húmeda. Estaba jugando al gato y al ratón, y Hume lo sabía. Le silbaban los pulmones, y del rostro le caían gotas de sudor mientras corría.

—¡Ésta es la mayor muestra de cobardía que jamás he visto! —dijo encantada Morgana Le Trey mientras se inclinaba hacia adelante.

—Hmmm… —respondió Ambitas—. No parece estar matando al dragón. —Tomó con ansia un sorbo de vino y notó que, curiosamente, no sabía igual que antes. Percibió un nuevo toque de amargor tras el sabor de las especias. Era una suerte que sólo hubiese tomado un mínimo sorbo. Le Trey aún seguía inclinada al borde de la muralla para ver bien más allá de la torre, donde al parecer Hume había girado y comenzado a correr colina arriba. Ambitas cambió sigilosamente su copa por la de ella y se acercó a las almenas para mirar.

Hume sabía que tenía que hacer algo. Ahora había una nota de alegría en el odio del dragón, como si estuviese haciendo exactamente lo que siempre quiso hacer. Hume sabía que estaría jugando con él hasta que le fallasen las piernas, y entonces… «¡No pienses en eso!», se dijo a sí mismo. A Hume le pasó su vida en el bosque ante sus ojos, que le dolían y estaban a punto de salírsele de las órbitas. Le sobrevino uno de sus primeros recuerdos, cuando era pequeño y encontró un dragón. Su única esperanza residía en que el mismo truco funcionase con este otro. Realizó un esfuerzo titánico y se lanzó colina arriba en dirección al castillo. «Tengo que subirme a una altura para hacerlo», pensó.

Consiguió llegar hasta arriba más que nada porque el dragón hizo una pausa a la orilla del lago para observarle con astucia. Hume se imaginaba que estaría pensando algo como «¿Crees que puedes escapar? ¡Ya quisieras!». Hume ganó unos tres metros de altura respecto al dragón en la pradera y se agachó sobre la hierba para recuperar el aliento, devolviéndole al dragón la misma mirada de astucia (o eso esperaba…). «¡Ven a por mí, dragón!».

—¡Y ahora va a quedarse ahí sentado! —dijo disgustada Morgana Le Trey, y a continuación tomó un trago de su copa de vino. Ambitas observó satisfecho cómo lo hacía. «Un buen trago, bien».

El dragón dio la vuelta y comenzó a avanzar colina arriba hacia Hume con calma, medio andando medio caminando. Ya le tenía. En vez de moverse, Hume se quedó donde estaba y le insultó:

—¡Cara de osito! ¡Gordo! ¡Mestizo! ¡Idiota! ¡Ven a comerme, Orm! ¡El desayuno está listo! —decía Hume, sin tener ni idea de qué estaba diciendo. Su único pensamiento era que tenía que enfadarle lo suficiente para que abriese la boca. Pero se acercó sonriendo—. ¡Orm, eres una lagartija estúpida! —siguió gritando Hume—. ¡Nunca pudiste acabar conmigo, y nunca lo harás!

Aquella frase surtió efecto. Orm abrió la boca con una risa de negación. «¡Martellian lo sabe! Para lo que le va a valer…». «Desayuno» era la palabra clave, un desayuno que le iba a durar mucho cuando le hiciese trizas.

En cuanto abrió su enorme boca, Hume le lanzó la espada con gran precisión, ésta fue dando vueltas por el aire y se clavó con un sonido metálico entre los grandes dientes de Orm. Orm se encabritó y aulló con las fauces abiertas. El fuego se alzó hacia el cielo en nubes de llamas. Orm levantó una de sus grandes zarpas y tiró de la larga y fría hoja que tenía en la boca. Se acercó dando saltos sobre tres patas mientras tiraba, con una mirada asesina clavada en Hume, lanzando barridos con su cola cubierta de púas.

Hume se levantó y cayó hacia atrás justo a tiempo. Aún no habían terminado, y ahora estaba desarmado. Volvió a levantarse y caer, de un lado a otro, seguido por aquella gran cola que silbaba en cada pasada. «¡A Orm aún le quedaban las patas traseras! ¡Y le basta con golpearme una sola vez!», pensó Hume, intentando zafarse del enemigo desde el suelo. La cola volvió a hacer un barrido, y Hume echó a rodar por los pelos. «¡Socorro!». Hume perdió la calma y gritó pidiendo ayuda a Mordion. Era lo más vergonzante, pero no se le ocurría nada más para evitar que le matase.

—¡Mordion! ¡¡Mordion!! ¡Ayuda, rápido! ¡Pero mira que soy idiota!

La sombra de unas grandes alas le cubrió casi de inmediato. Hume miró hacia arriba incrédulo. «¿Cómo lo ha hecho?», se preguntó Hume. «¿Teleportación instantánea?». Mordion estaba a la altura de la torre más alta del castillo, y descendía con el brillante cuello negro estirado.

Vierran no le vio porque estaba bajando por la escalera en espiral, ronca de tanto gritar, luchando por sacarse el brazalete del brazo. Yam bajaba suavemente tras ella y protestaba:

—Tendrás que estar a unos pocos metros del dragón para darle con un arma como ésa.

—Lo sé, pero los dardos están envenenados. Merece la pena —dijo Vierran—. Cállate y ábreme la poterna.

Cuando la sombra alada pasó sobre Orm, éste reconoció la amenaza al instante. Insertó una garra tras la espada y dio un tirón que hizo que la espada y un diente saliesen volando junto a un chorro de saliva y sangre grisácea. La espada cayó en la hierba al lado de Hume. No había tiempo para echar a volar. Orm se alzó y rugió.

Mordion semiplegó sus alas y se lanzó en un medio picado, calculando las distancias y lo que debía hacer. «Sí, funcionará», pensó Mordion. Si Orm escupía fuego se calcinaría a sí mismo además de a Mordion, así que no se atrevería. Continuó su caída, directo hacia las rugientes fauces de Orm, y las trabó con las suyas propias.

Vierran salió corriendo por la poterna y se topó con dos pares de poderosas alas debatiéndose y aleteando, y con los sonoros chillidos de Orm. Su primera impresión fue que Mordion se había llevado la peor parte. Los aletazos que daba atronaban, y Orm le iba haciendo bajar poco a poco. Vierran no estaba segura de si una microarma valdría para algo, pero echó a correr hacia los dos dragones trabados. Mientras ella corría, Mordion consiguió plantar una de sus patas traseras en la aullante cabeza de Orm, y de esa guisa, doblado y aferrado por Orm, se elevó hacia el cielo.

El cuello de Orm se rompió con un crujido, con tanta precisión como el cuello del conejo. Vierran pudo oírlo incluso entre el atronar de las alas de Mordion. Hume también recordaba aquel incidente. Más avergonzado que nunca, agarró su espada, preguntándose cómo podía importarle en un momento como aquél el hecho de que Orm se hubiese tragado la piedra roja de la empuñadura, y hundió la hoja en el vientre de Orm mientras su enorme cuerpo se desplomaba hacia atrás.

Mordion tiró de la red de fuego y aterrizó junto a Hume, ya con su propia forma pero temblando de dolor.

—¡Tienes sangre en la cara! —dijo Hume—. ¡Mordion, no sabes cuánto lo siento!

—Había que hacerlo —dijo Mordion—. Dame un minuto. —Y con esto desapareció.

Algo había ocurrido arriba en las almenas, Mordion podía sentirlo, y era lo suficientemente urgente como para usar aquel truco nuevo del desplazamiento instantáneo que había descubierto cuando Hume le llamó. Suponía que lo hacía ejerciendo sobre sí mismo la fuerza que había empleado primero sobre el río y después sobre Martin en el instante del tránsito. Era muy preciso. Mordion apareció frente a los dos grandes asientos centrales de la tribuna de madera, uno de ellos cubierto de almohadones, el otro forrado de tela bordada en oro.

—¿Qué es lo que habéis hecho? —dijo Mordion con cierta dificultad, ya que tenía la boca muy desgarrada.

Ambos le miraron con hosquedad.

—Nada —dijo Morgana Le Trey— ¿qué tenía que haber hecho?

—Yo sólo quería un poco de paz —dijo Ambitas—. Ella intentó envenenarme.

Mordion los estudió. El rostro de Líder Tres ya se había alargado hasta convertirse en un morro marfileño con púas escarlata a modo de cejas, y de las manos le salían espolones del mismo color. Líder Dos resultaba más reconocible, pues su hocico se veía hinchado y rechoncho, aunque estaba cubierto de escamas de color amarillo rosáceo. Mordion comprobó que ambos estaban creciendo. Si aún siguiese siendo un dragón le habría gustado dejarles seguir transformándose, pero Líder Tres rivalizaba en salvajismo con el propio Líder Uno y en forma de dragón sería verdaderamente salvaje. Mordion dudó en el caso de Dos, y es que siempre era tan inofensivo… claro que era inofensivo porque se limitaba a permanecer sentado, sabiendo exactamente lo que hacían los demás y sacando su beneficio con petulancia. Con lo inofensivo que era, Dos resultaba cuando menos tan dañino como Líder Tres, así que en forma de dragón se las arreglaría para buscarse una caverna y hacer que la gente le trajese jugosas jovencitas para comer.

Mordion suspiró, ejecutó a ambos en aquel mismo momento y lugar, y se alejó en cuanto hubo terminado.

Mientras se alejaba percibió un brillo plateado abajo, en la hierba: Yam se movía suave y rápidamente a lo largo de la base del castillo. Mordion no dudó y volvió a teleportarse.

Vierran iba corriendo hacia el dragón moribundo, y Mordion estaba de pie junto a Hume y apretaba la manga contra su rostro sangrante, pero antes de que ella hubiera avanzado un par de metros Mordion ya no estaba allí. Y cuando por fin le localizó entre el bullicio de la bancada de madera también desapareció de allí.

Mordion se preguntó en mitad de la teleportación si hacerlo de esa forma no se consideraría trampa. Iba en serio y no podía permitirse hacer trampas. Vierran vio cómo de repente Mordion caía sobre la hierba junto a la muralla, a unos pocos metros, y echaba a correr tras Yam dando largas y veloces zancadas.

«¡Ni me imaginaba que Mordion pudiese correr así!», pensó Vierran, que se recogió su engorrosa falda y se lanzó tras ellos dos.

Vierran todavía estaba a cierta distancia de ellos cuando Yam frenó y se giró. Sir Artegal y Sir John venían dando la vuelta a la muralla por el otro lado con una partida de proscritos tras ellos, y para no darse de narices contra ellos Yam tuvo que salir disparado frente a sus caras de sorpresa y echar a correr hacia un lado. Esto le concedió tiempo a Mordion para acelerar, dar un largo salto y lanzarse planeando sobre Yam, lo que le permitió agarrarle en el aire de uno de sus plateados tobillos. Yam se inclinó, osciló y, por algún milagro de la robótica, logró permanecer en pie.

—Suéltame —le pidió Yam—. Vas a averiar mis delicados mecanismos internos.

—¡Tonterías! —jadeó Mordion, que se encontraba tendido boca abajo sobre la hierba, aferrándose a la pierna de Yam con ambas manos—. Ríndete, Bannus. Te tengo.

—Vas a averiar… —declamó Yam, pero se detuvo y luego habló con una voz mucho menos mecánica—. ¿Cómo lo has adivinado?

—Siempre sabías demasiado —explicó Mordion— pero creo que empecé a sospechar de verdad la noche en que Hume escapó y tú dijiste aquello de «El Bosque ha traído a Hume de vuelta». Me pareció que era una cosa muy poco propia de un robot.

—Qué insensato por mi parte —dijo Yam—. Lo admito, me tienes. Ya puedes soltarme.

—No, no… —Mordion consiguió ponerse de rodillas, aunque seguía agarrado a Yam como si en ello le fuera la vida—. No hasta que hayas arreglado este embrollo. Al fin y al cabo, es obra tuya…

—Muy bien —dijo Yam, encogiendo sus plateados hombros— pero antes querría hacer una cosa.

—Pues vas a tener que hacerla conmigo agarrado a tu pierna —dijo Mordion.

Vierran llegó junto a ellos en aquel momento. No tenía claro qué estaba pasando, pero la cara de Mordion estaba en tan mal estado que volvió a ponerse el brazalete en su sitio y buscó un pañuelo. Para cuando lo encontró ni Mordion ni Yam estaban allí. Miró a su alrededor verdaderamente exasperada, y los localizó prado abajo junto al dragón moribundo.

—¿Es que no van a parar quietos? —dijo Vierran, y volvió a encaminarse en otra dirección.

Orm aún no estaba muerto. Mordion se arrodilló al lado de Yam, pero miró hacia otro lado. No quería pensar en que ni tan siquiera Líder Uno tuviese que sufrir de aquella manera. La espada aún estaba hundida en el pecho de Orm, y su enorme cabeza le colgaba ladeada, pero tenía sus ojos amarillos bien abiertos y alerta.

—Orm Pender —dijo Yam con la voz clara y dulce del Bannus— me has engañado dos veces, la primera cuando te convertiste en Líder y la segunda cuando exiliaste a Martellian. Por medio de engaños te has concedido ilegalmente mil años como Líder Uno, y ha sido un placer engañarte a cambio. He tenido que esperar esos mil años hasta que alguien con suficiente sangre de los Líderes estuviese lo bastante cerca como para restituirme mis plenos poderes, pero sabía que era una probabilidad estadística. En cuanto tus sellos fueron rotos extendí mi campo por todas las líneas de comunicación y a través de todos los portales hasta la Casa del Equilibrio, y te traje hasta aquí para morir. Quiero que sepas que todos y cada uno de mis seiscientos noventa y siete planes de acción estaban diseñados para culminar con tu muerte. Por fin ha llegado tu hora. —Yam miró a Hume con sus ojos rojizos—. Ya puedes recuperar tu espada.

Hume extendió el brazo con renuencia y sacó la espada del cuerpo de Orm.

*8*

Se encontraban en un pequeño claro del bosque. El suelo bajo sus pies era mullido y crujía a causa de las hojas secas. Un árbol se cernía sobre el claro, uno de esos árboles que echan varios troncos a partir de una cepa central. Hume se apoyó en un tronco que le llegaba a la altura del torso, con la cabeza gacha y haciendo oscilar su espada, que aún goteaba. Seguía sintiéndose muy avergonzado. Mordion se acuclilló junto a él, aunque sin soltar a Yam, y Vierran estuvo por fin lo suficientemente cerca como para ofrecerle a Mordion el pañuelo.

—Éste es el mejor lugar de reunión que el Bosque me ha permitido crear —dijo Yam—. Puede que estemos algo estrechos, ya que esta reunión requiere un mínimo de treinta descendientes de Líderes y me he ocupado de que estén aquí. Ya puedes soltarme, Mordion Agenos, sólo estoy finalizando mi programa. Te prometo que eso será todo lo que haré.

Mordion no confiaba ni un ápice en el Bannus, pero se levantó poco a poco, listo para volver a agarrar a Yam si resultaba estar mintiendo. Juzgó que aquélla habría sido probablemente una de las peores fechorías de Orm Pender, enseñar a hacer trampas a una máquina que había sido con toda certeza completamente justa e imparcial. Yam permaneció en su sitio, enterrado hasta los tobillos entre hojas secas. Mordion se volvió hacia Vierran, y ella le tendió el pañuelo en silencio. Mordion lo tomó y se lo puso contra los cortes de la cara, sonriéndole. Vierran pudo ver cómo los cortes comenzaban a curarse lentamente, pero había tal tristeza en su sonrisa que Vierran le cogió la mano que tenía libre entre las suyas. Para alivio de Vierran, Mordion le apretó los dedos en respuesta. Los dos se sobresaltaron cuando Sir John Bedford clamó enfadado:

—¿Pero qué está pasando ahora? Nos rompemos los cuernos construyendo balsas para cruzar el lago, y a la primera de cambio estamos de vuelta en este maldito bosque…

Un buen número de proscritos estaban abriéndose camino entre los avellanos que rodeaban el claro. Los jefes de al menos cinco grandes Casas y unos cuantos de sus familiares aparecieron haciendo crujir las hojas secas, y con ellos venían algunos terrestres, resbalando en el barro. Siri, con su blanco vestido de novia, se abría paso desde otra dirección, y era evidente que volvía a ser ella misma: cuando algunos de los vaporosos velos de Lady Sylvia se engancharon en las ramitas de avellano, Siri los juntó con impaciencia y se los arrancó del vestido. Esto hizo que Vierran se mirase; volvía a llevar pantalones, algo cómodo, gracias al cielo. Los padres de Vierran se aproximaron a ella.

—¿Estás bien, cielo? —dijo Hugon preocupado.

—Total y absolutamente —le respondió Vierran sonriéndole. Vierran se percató de que su padre se había fijado en que ella sólo le estaba abrazando con un brazo, y notó la amargura en la mirada de su padre al comprobar que la otra mano estaba entrelazada con la de Mordion. «Bueno, ya se le pasará», pensó Vierran. Su madre también se dio cuenta.

—Me alegro de volver a verte a ti de verdad —dijo Alisan entre risas—. Ya me llegó con aguantarte de adolescente una vez.

Como aquel comentario no le daba la completa seguridad de que su madre estuviese de su parte, Vierran se alegró de la distracción que creó la llegada de Sir Artegal.

Sir Artegal entró al claro agachándose bajo los troncos del gran árbol y resbalando en el barro. Evitó la caída apoyándose en el tronco bajo en que se había apoyado Hume, y se quedó allí, mirando a Hume cara a cara.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó Sir Artegal—. ¿Es que nunca…?

Hume le miró igualmente asombrado. Hume ya no era un niño, ni siquiera era joven. Su rostro estaba curtido y algo ajado por la edad, y las arrugas empezaban a marcarse en sus finas mejillas y en el más pequeño de sus ojos. Su pelo se veía más claro por las canas.

—¡Arturo! —dijo Hume.

—Merlín… —dijo Sir Artegal, con tristeza y cariño.

—¿También pudieron contigo? —preguntó aquel Hume ya mayor—. Malditos Líderes…

—No dejaron de ir tras de mí después de que te marchases —respondió Sir Artegal—. Pero nos enfrentamos a ellos, como te prometí.

—Las crónicas relatan que os enfrentasteis al Emperador de Roma —apuntó Yam.

—En fin, era de esperar que los Líderes ocultasen la verdad —dijo Sir Artegal tomándoselo con filosofía—. Les derrotamos y les expulsamos de la Tierra, pero volvieron y… —dejó de hablar y miró a Yam con atención y con un brillo de inteligencia en los ojos—. Así que has encontrado al Bannus, Esclavo —le dijo a Mordion.

Aquella frase hizo que Vierran girase súbitamente la cabeza, primero para mirar a Mordion y luego a Artegal. Sir Artegal le devolvió la mirada y dijo:

—¡Y tú eres mi Niña!

A lo que Vierran respondió:

—¡Entonces tú eres el Rey!

Mordion había estado observando a Hume, confuso y avergonzado. No era de extrañar que no hubiese sido capaz nunca de volver real a Hume, si Hume había sido real desde el principio. Volvió a mirar a Vierran:

—¿Mi Niña? —dijo Mordion—. ¡Cuántas veces habré estado a punto de preguntarte si eras tú!

—Y, como siempre, todo el mundo se olvida de mí —dijo Martin, que estaba subido a la horqueta del árbol donde todos los troncos se ramificaban, con los brazos cruzados y con pinta de estar muy cómodo—. Hola, Esclavo —le dijo con alegría a Mordion— te vi en el castillo, pero tenías otras cosas en la cabeza, así que no quise molestarte. —Y a continuación se volvió con aún más alegría hacia Hume—. Qué tal, Prisionero… ¿o debería llamarte Tío Wulf?

Hume dejó caer la espada, pisándola al darse la vuelta:

—¡Fitela! —exclamó Hume—. ¡Por lo más sagrado, esto sí que es increíble!

Martin bajó al suelo de un salto, con el rostro iluminado por su sonrisa. Allá donde antes tenía un rasguño ahora lucía una cicatriz. Era muy bajo, apenas tan alto como Vierran, y tenía las piernas algo arqueadas. Y también se le veía mayor, parecía ser sólo un poco más joven que Vierran y estar tan curtido y moreno como Hume.

—Creo que estás pisando mi espada matadragones, Tío —dijo Martin—. Y además has perdido el rubí. Ésa no es forma de tratar un arma valiosa.

Hume se agachó con rapidez, recogió la espada y se la entregó a Martin, con el rostro teñido de color caoba por la vergüenza.

Martin sacudió las hojas secas que se habían quedado pegadas a la espada y suspiró:

—¿No me engañan mis ojos? —dijo Martin—. ¡Está cubierta de sangre de dragón! —Estalló en carcajadas—. ¡Wulf! ¡No serías capaz…!

El rostro de Hume pasó del caoba al escarlata:

—¡Sí que he sido capaz!

—¿Has luchado con un dragón? —dijo Martin entre risas—. ¡Me juego lo que sea a que estuviste escapando de él todo el rato! Si nunca supiste qué hacer con un dragón…

—¡Martin! —exclamó Vierran, que todavía se sentía su hermana mayor—. ¡Martin, deja de meterte con Hume ahora mismo!

La madre de Vierran le tiró de la manga y dijo:

—Vierran, ¿entonces no es hijo nuestro? ¿Quién es Martin?

Hasta que vio el gesto de aflicción de Alisan, Vierran no se dio cuenta de que su madre deseaba tanto un hijo varón.

—Siempre le he llamado el Chico —dijo Vierran.

—Es uno de mis descendientes —explicó Hume—. Los Líderes importaron dragones de Lind a la Tierra para matarme, hace ya muchos años, y engendré una raza hijos míos para que se ocupasen de ellos. Fitela es el mejor destructor de dragones de todos ellos —Martin sonrió e hizo una reverencia ante Alisan, muy pagado de sí mismo, pero la cara de Hume todavía era de color remolacha—. ¡Maldito seas, Yam… Bannus! Es tu forma de decirme que mate a mis propios dragones, ¿verdad?

—Es correcto —admitió Yam—. Veo que ha quedado claro lo que quería decir, y me alegro por ello. Tu rehabilitación era algo que me preocupaba, temía que tu personalidad hubiese sufrido un daño irreparable en el transcurso de tu lucha contra los antiguos Líderes. Por fortuna, todo este tiempo en sueño estat te ha hecho perder suficiente masa corporal como para permitirme superar su prohibición (que lamento que haya sido impuesta a través de mí) haciéndote creer que volvías a ser un niño. Como contrapartida, esta circunstancia ha demostrado ser de mucha ayuda para Mordion.

—Y yo siempre he tenido el tamaño de un niño —indicó Martin—. Menudo par de enanitos —le dijo a Vierran—. Por cierto, Wulf, ¿cómo es que vuelves a tener dos ojos? La última vez que te vi sólo tenías el que él no se pudo llevar por delante el dragón.

—Volvió a crecerme —explicó Hume— pero siempre fue un poco débil.

—Y… —comenzó a decir Martin, pero le interrumpió Sir John Bedford, que estaba apoyado contra otro de los troncos del árbol y del cual todo indicaba que se le estaba agotando la paciencia.

—Si ya habéis terminado, ¿puede alguno de vosotros decirme por qué estamos todos aquí apiñados en este barrizal? —el murmullo que surgió del resto de los presentes dio a entender que sentían lo mismo que Sir John.

—Es muy sencillo —dijo Yam—. Hace cuatro mil años se temía que las grandes Casas de los Líderes de Mundonatal se destruyesen entre sí a menos que las controlasen los gobernantes más fuertes. Por esta razón se eligió a cinco de los mejores, y juntos crearon una nueva Casa que recibió el nombre de Casa del Equilibrio, porque se esperaba de los cinco elegidos que estableciesen un equilibrio entre las demás. Pero como desde ese mismo momento hubo conflictos fui construido para garantizar que la elección y el gobierno de los Líderes fuesen absolutamente justos e inmutables. El proceso de selección, que se ha demorado durante un milenio por circunstancias que no estaban bajo mi control, ha tenido lugar y está completo. Estamos aquí reunidos, en presencia del mínimo legal de Líderes candidatos, para que el Bannus elija a los nuevos Líderes y los nombre en el orden correcto. Durante los próximos diez años el Líder Uno será Mordion Agenos.

Por primera vez, Mordion experimentó de forma consciente la fuerza del Bannus. Le hizo saberse… no, le hizo creerse… ¡no!, le hizo ser un Líder. Habría necesitado todas sus fuerzas para rechazar el cargo, y lo habría rechazado si no fuese por el caos que provocaría la ausencia de Líderes en la galaxia. Alguien tenía que ocuparse de ello, así que en vez de rechazarlo hizo un esfuerzo y dijo:

—No, Líder Uno no. Tendréis que llamarme Primer Líder.

—Se acepta la enmienda —dijo Yam, casi con aprobación—. Eres el Primer Líder, por motivo de tu fuerza de voluntad y extenso conocimiento de la Casa del Equilibrio en su forma actual. Y, por unos motivos muy similares, la Segunda Líder será Vierran de Garantía.

—¿Cómo? —dijo Vierran entrecortadamente.

—Es muy difícil engañarte —explicó Yam— y has sido formada para gestionar una gran sociedad mercantil. El Tercer Líder será Martellian Pender.

—¡No! —dijo Hume apretando los dientes—. ¡Otra vez no…!

—Precisamente por eso has sido elegido —le dijo Yam—. Cuentas con la experiencia y la capacidad, y conoces las dificultades.

—Demasiado bien —dijo Hume arrepentido.

—Me ha costado elegir al Cuarto Líder —prosiguió Yam— y para ello he tenido que tener en cuenta otros motivos. Será Arturo Pendragón.

—¿Qué? —dijo Sir Artegal—. ¡Te ordeno que…!

—Ése es el motivo. Sólo los Líderes potenciales pueden darme órdenes —explicó Yam—. Y de tu elección sigue que el Quinto Líder sea Fitela Wulfsson.

—¿Pero por qué? —dijo Martin—. ¿Por qué yo? He nacido en la Tierra y no tengo ni la más remota idea de nada que no sean dragones. ¡Y además, odio las responsabilidades!

—Entonces tendrás que aprender —dijo Yam—. Has mantenido la comunicación con los otros cuatro durante muchos años…

—Pero eso fue hace mucho tiempo, antes de que me metiesen en la tumba estat —protestó Martin.

—Éste es un caso especial que permite no tener en cuenta tu falta de competencia —le dijo Yam—. Muchos Líderes del pasado han hablado a través del tiempo y del espacio con otros como ellos, pero resulta excepcional que cinco de ellos puedan reunirse en persona para formar una Mano. La experiencia nos dice que una Mano así reunida goza de un éxito superlativo. —Yam abarcó con la vista el pequeño claro atestado—. Así queda establecido. Todos habéis visto y ratificado a los cinco nuevos Líderes. Sólo resta abandonar este Bosque y dirigimos a nuestros respectivos hogares. Y, por supuesto, debéis llevarme con vosotros a Mundonatal.

Hume protestó ante tal perspectiva:

—Es una caja tan alta como una persona —les dijo a los demás— y pesa como si fuera de plomo macizo.

—Ya no —dijo Yam orgulloso—. He perfeccionado y transferido todas mis funciones a mi forma actual. Mordion me ha ayudado en la creencia de estar reparándome.

—Ya empiezo a estar bastante harto de que me la juegues, Bannus —dijo Mordion.

—Tendrás que estar más atento en el futuro —le retó Yam—. Gozar de una forma que disponga de movilidad me resulta esencial. Uno de los trucos que Orm Pender utilizó para engañarme fue cogerme en brazos antes de que mi programa se iniciase.

—¿Y con qué otros trucos te engañó? —preguntó Sir Artegal con gentil simpatía.

—Con abracadabras —dijo Yam—. Su madre era una bruja de Lind. —Y le dedicó a Mordion una mirada que bien podía ser de temor.

«Está muy bien saberlo», pensó Mordion.

—Qué tremenda injusticia —dijo Sir Artegal con seriedad. Mordion sintió que Sir Artegal, o mejor dicho Arturo, le daba un leve toque telepático, como una especie de guiño mental. Iba a ser un placer trabajar junto a él…

—Debemos ponemos en marcha ya mismo —prosiguió Yam— antes de que el imperio comercial de la Casa del Equilibrio se desmorone por completo.

—No sería algo tan malo —comentó Mordion mientras todos se aprestaban a salir del claro en la dirección que indicaba Yam.

—Nada de eso —le respondió Vierran—. No se puede permitir que un negocio vaya a la ruina.

—Y es que llevaría a la penuria y la ruina a muchos inocentes —dijo Sir Artegal, haciendo causa común con Vierran.

«Esto va a ser un buenísimo ejemplo de cómo funciona una Mano de Líderes», pensó Mordion mientras abría un camino entre los avellanos para él y para Vierran.

—Entonces va a haber que hacer una reforma completa —dijo Mordion—. Dudo mucho que sepáis cuánta corrupción hay dentro de la Casa.

Tras ellos, Hume esperó hasta que Siri se le aproximó. La chica iba tanteando con cuidado el camino con sus poco adecuadas zapatillas blancas.

—¿Puedo echarte una mano para salvar este terreno? —le preguntó con timidez.

Siri escudriñó su rostro arrugado y dijo:

—Siempre que asumas que esto no quiere decir nada… —le espetó Siri al tiempo que dejaba que la tomase del brazo y la ayudase a subir por el terraplén embarrado.

Más allá, el bosque era un espacio cubierto de hayas en el cual la luz del sol relucía entre el verdor de las hojas nuevas y por el que podían caminar todos juntos en grupo. Vierran caminaba en silencio, escuchando los graves y los agudos de las voces; todos debatían la decisión del Bannus e intentaban acostumbrarse a ella. «Y va a haber que acostumbrarse a muchas cosas», pensó Vierran. Iba a estar muy ocupada: reformar la Organización de los Líderes ya era de por sí una tarea hercúlea, pero es que además estaba Mordion. Lo miró; iba a su lado, caminando a trancos y con su versión beige del uniforme de Siervo. Estaba dolido, y siempre lo estaría, y ella tendría que intentar ayudarle. Y luego estaba Hume, que era bastante susceptible y no era la persona que ella creía que era (aunque le conocía muy bien como el Prisionero, algo que podría ayudar). Y luego estaba el Bannus; Vierran tenía claro que sería muy probable que se descontrolase si no tenían cuidado. Y luego estaba Martin, a quien Vierran podía oír charlando con sus padres.

—Qué va, si me gusta esta época. Están pasando muchas cosas, y me muero de ganas por descubrir más. Pero… —dijo Martin con nostalgia— echaré de menos formar parte de una familia. Nunca tuve una, ya sabéis, me enviaron al combate contra los dragones en cuanto tuve fuerzas para ello.

«Y fue algo súper emocionante», como bien sabía Vierran.

—Martin, siempre tendrás una familia en la Casa de la Garantía —dijo Alisan con comprensión, a lo que Hugon expresó su acuerdo con unos gruñidos. Martin no tenía vergüenza ninguna, y no iba a venirle nada mal que sus padres le adoptasen… ya que le ahorraría a Vierran tener que dedicar la mitad de su tiempo a meterle en vereda.

En cualquier caso, estaba segura de que a lo que más iba a costarle acostumbrarse sería a no tener nunca más a esas personas hablándole en su mente. A cambio iba a trabajar con ellos, y estarían allí todos los días, pero no era lo mismo. Vierran miró a un lado y vio que Yam caminaba con lentitud y suavidad junto a ella.

—¿Por qué siempre acallabas mis voces cuando entraba en el bosque? —preguntó Vierran.

—No era yo —respondió Yam— sino el Bosque. Hablabas con tu Mano a través del espacio-tiempo, y el Bosque, cuando crea su thetaespacio, es atemporal. Las comunicaciones normales se bloquean.

Por delante de ellos, Mordion superó el arroyuelo embarrado que recordaba y se encontró entre los árboles dispersos del lindero del bosque. Volvía a estar en el mundo real, pero no tenía sentido escapar. Avanzó a zancadas por el callejón que había entre las casas y que daba a la calle Wood, la cual tenía un triste aspecto de abandono. Las tiendas tenían las puertas y las ventanas cerradas con tablas, y la calzada estaba cubierta de clavos, cristales, papeles y hojas. Daba la impresión de que todos los vehículos de la hilera sorprendentemente larga de coches que había en la acera más próxima hubieran sufrido las inclemencias del tiempo durante un año entero.

Pero parecía haber vuelto la normalidad. Mordion descubrió que volvía a llevar las incómodas ropas terrestres, incluido el abrigo de pelo de camello que Vierran le había retado a llevar, y cuando se llevó la mano a la cara descubrió que más que barbado estaba simplemente mal afeitado. Los cortes que le había hecho Orm estaban curados. Como siempre, echaba de menos la capa enrollada sobre el hombro del uniforme de Siervo, así que corrigió sus ropas para que fuesen otra vez las que había llevado en el bosque, incluidas las manchas de verdín de cuando se había lanzado a por Yam. Pero su cara… se volvió para preguntarle a Vierran si creía que le quedaba bien la barba.

Estaba completamente solo.

Tras un momento de confusión y soledad, Mordion se dio cuenta de lo que había ocurrido, y aquello le hizo sonreír: el Bosque aún no había terminado con ellos. Le había dejado salir a él mostrándole una deferencia especial como siempre, como cuando había traído de vuelta a Hume aunque no hubiese una necesidad real para ello, porque el Bosque sabía que Mordion lo quería así y lo había hecho esperando que él le entendiese. Y Mordion creía haber entendido, pero el Bosque quería comprobarlo.

Regresó por el callejón que había entre las casas, dando pasos más largos y rápidos, y entró en el lindero. En el momento en que saltó sobre el arroyuelo volvió a encontrarse en el bosque de hayas, con aquella luz teñida de verde sobre él y troncos de color peltre todo alrededor, como si fueran columnas de una vasta sala. El resto estaba un poco más allá, formando un perplejo grupo de gente vestida con colores apagados, salvo por el blanco de Siri, que estaba junto a Hume al borde del grupo, y por la nerviosa figura plateada de Yam, que corría dando vueltas en pequeños círculos.

—El Bosque nos ha hecho prisioneros. ¡El Bosque no nos dejará marchar! —pudo oírle gritar Mordion—. ¡Nos quedaremos aquí para siempre!

A Mordion le tentaba mucho la idea de quedarse de brazos cruzados viendo con deleite cómo un Bannus que había dado con la horma de su zapato se quedaba dando vueltas alrededor de un mismo punto. Dejó que Yam diese una vuelta más y avanzó hacia él

—¡Ah, aquí estás! —dijo Vierran, y corrió hacia él—. ¿Es cierto lo que dice Yam?

—Sí, bastante cierto —dijo Mordion. Todos se volvieron nerviosos hacia él, salvo Yam, que siguió correteando en pequeños círculos y gritando—. El Bosque ha colaborado con el Bannus porque necesita algo para sí mismo —explicó Mordion—; basta con que le demos al Bosque lo que quiere y nos dejará marchar. Y creo que sé de qué se trata. Yam, cierra el pico, para quieto y contéstame una cosa —Yam se detuvo en seco junto a un montón de hojas muertas de color jerez, y miró a Mordion con sus ojos rosados—. Me contaste que el Bosque puede crear su propio thetaespacio y convertirse en la gran Floresta. ¿Sólo lo hace cuando un ser humano entra en él?

—No había pensado en ello —reconoció Yam—. Sí, creo que cuando no está reforzado por mi campo el Bosque precisa de ayuda humana para cambiar.

—Y no todos los humanos le ayudan —añadió Mordion—. Creo que lo que el Bosque intenta decirme es que exige un thetaespacio permanente, para así poder ser siempre la gran Floresta sin tener que depender de los humanos.

—¡Pero eso no puede hacerse! —exclamó Yam.

—Yo sí puedo —dijo Mordion— pero necesitaré la ayuda de los terrestres que hay aquí. Y también la tuya, Hume. Se te da bien trabajar con el Bosque.

Estaba un poco nervioso por pedirle ayuda a aquel extraño y nuevo Hume, pero éste se le aproximó de buen grado. También parecía nervioso.

—Aún me falta muchísima práctica —dijo Hume— así que tendrás que llevar la batuta.

—Me parece bien —Mordion separó a los doce proscritos nativos y pidió a los de Mundonatal que retrocediesen. Vierran le hizo una mueca, pero lo comprendió, para alivio de Mordion. Los terrestres se aproximaron a él voluntariamente, pero también se les veía nerviosos.

—¿Qué hay que hacer exactamente? —preguntó Sir John.

—El Bosque me dejó experimentar con la posibilidad de extraer un fragmento de campo theta y desplazarlo —les explicó Mordion—. Incluso me permitió destruir el lecho de un río de esa forma, así que creo que necesitará algo en esa línea. —Las hojas de haya se agitaron nerviosas sobre él mientras hablaba, lo que le hizo proseguir con confianza—. Hume y yo tomaremos ese thetaespacio y lo extenderemos tanto como podamos, y luego intentaremos darle solidez para hacerlo permanente. Vosotros tenéis que pensar con nosotros: primero pensad grande, y cuando os haga un gesto con la cabeza pensad duro como el diamante. ¿Podréis hacerlo?

Todos asintieron, aunque no parecían tenerlo muy claro hasta que el joven de la bodega dijo:

—Ya lo pillo, es como soplar vidrio, ¿es eso lo que quieres decir?

—¡Exactamente eso! —dijo Hume—. ¿Preparado, Mordion?

Lo intentaron, y tuvieron que ejercer una fuerza inmensa, tan grande que Mordion, que no tenía intención de mostrarse histriónico, tuvo que alzar los brazos para incrementar su potencia. El resto no tardaron mucho en alzar los brazos también. Y, mientras tanto, los árboles que les rodeaban permanecieron tan quietos como si fuesen los de un cuadro. Empujaron, y cuando parecía imposible que ocurriese, notaron que el thetaespacio cedía y empezaba a extenderse como un globo inflándose. A partir de ahí fue sólo cuestión de extenderlo más y más, con cuidado y constancia, hasta hacerlo tan amplio como pudieron. Mordion dio la señal y todos empezaron a pensar duro al unísono. Martin era el mejor en esto, y pensaba en acero templado y nieve helada, en escamas adamantinas de dragón y en robusto roble. Era una forma de pensar tan idónea que todos acabaron siguiendo el ejemplo de Martin hasta crear una dureza que nadie creía posible.

—Vale —dijo Hume finalmente— ya no podemos hacer más.

Todos bajaron los brazos y se sintieron inesperadamente cansados. El Bosque se agitó a su alrededor y volvió a estremecerse hasta que las copas de los árboles hicieron un sonido semejante al de mar abierto.

—Creo que nos ha salido bien —le dijo Mordion a Hume.

—Abracadabras permanentes —dijo Yam con acrimonia—. Ahora cualquiera que entre en este Bosque puede pasarse un rato largo sin ser capaz de salir.

—No les matará —dijo Vierran, pero se lo pensó dos veces—. Al menos no necesariamente.

Mientras caminaban en dirección a la calle Wood percibieron multitud de signos de que habían satisfecho las necesidades del Bosque. Los ruiseñores cantaban a su alrededor, una manada de ciervos cruzó velozmente el camino en fila, y un jabato surgió de entre los espinos tras ellos y se alejó en la distancia, donde acechaba un hombre vestido de verde y armado con un arco largo. Hume dio un respingo al ver un gran dragón que serpenteaba al fondo de una vereda, y volvió a dar un respingo cuando una hilera de figuras sarmentosas cuyas cabezas estaban coronadas por hiedras siguió al dragón sigilosamente. Otros también volvieron la cabeza, convencidos de haber visto a un hombrecillo con patas de cabra ocultarse tras el árbol más próximo, o unas extrañas formas femeninas de color pardo que bailaban al límite de la visión. Una vez Vierran tiró a Mordion de la manga y señaló un pequeño caballo blanco, luminoso entre el verdor y con un único cuerno en la frente, que desaparecía al galope saliendo de un claro lejano. Y en todo momento las ramas que formaban el techo del bosque emitían un sonido profundo y alegre, como el del mar en un buen día para navegar.

No tardaron mucho en cruzar el arroyo y atravesar el callejón que había entre las casas.

—Menuda humillación —dijo Hugon con pesar cuando llegaron a la calle Wood.

Había mucho movimiento allí. La gente estaba desclavando las tablas de los escaparates. Cuando el joven de la bodega cruzó la calle para ayudar a su amigo, Vierran vio que un grupo de completos extraños estaba trabajando en la frutería Stavely… aunque no le resultaban del todo extraños. Pensó que serían ellos quienes trabajaban en las cocinas del castillo. Por toda la calle se podía oír el sonido de los motores que arrancaban y de las puertas que se cerraban de los coches semiabandonados. Sir John Bedford corrió hacia su propio coche en cuanto llegaron a su altura. Las gentes de Mundonatal permanecían agrupadas sin saber qué hacer; formaban un grupo muy variopinto y curioso, ya que algunos de ellos lucían las mejores galas de una gran Casa, otros llevaban chaquetas de camuflaje, Siri iba de blanco y Hume, que seguía junto a ella, llevaba su raído chándal azul.

Al final de la calle, las puertas de la granja Hexwood se abrieron de par en par, y una furgoneta blanca cubierta de ramitas y guano salió marcha atrás y despacio. La siguió el Controlador Borasus vestido con un andrajoso atuendo oficial, quien mediante señas les suplicaba a los hombres de Mantenimiento que le llevaran. Madden, que estaba al volante, se limitó a sonreír y seguir maniobrando la furgoneta.

Sir John abrió la puerta de su coche:

—Acabo de telefonear a Runcorn —dijo Sir John—. Van a abrir un portal allí y advertir a los sectores de que estáis en camino. Los cinco Líderes podéis subir, y el robot también, os llevaré hasta allí. El resto podéis viajar con el equipo de Seguridad en el resto de los coches, ya están avisados. —En aquel momento los aspavientos del Controlador Borasus llamaron su atención, y vio a Madden con una sonrisa de oreja a oreja dando la vuelta a la furgoneta para marcharse—. ¡Hacedle un hueco, idiotas! —gritó Sir John a los de la furgoneta—. ¡Que es el Controlador de vuestro Sector!

—Cuando Sir John haya terminado de poner orden en la Tierra —le dijo Mordion a sus compañeros Líderes— vamos a tener que nombrarle Controlador de Albión.

Vieron cómo ayudaban al Controlador Borasus a subir a la furgoneta, y expresaron su acuerdo unánime.