*1*

A la mañana siguiente, Ann se mantuvo firme en su decisión. «Ahora Yam se ocupa de Hume», se decía a sí misma. Resultaba evidente que Yam era la persona no real que ella le había pedido al campo cuando Mordion dijo que Hume le traía sin cuidado Por los trucos e ilusiones que había puesto en práctica para hacer que Ann creyese que estaba en el año dos mil y pico, y por la historia de los hombres ataviados con armaduras, daba la impresión de que el Bannus hasta parecía disfrutar asustando e incomodando a la gente.

—¡Ya estoy hasta aquí de esa máquina! —le dijo Ann al espejo de su cuarto. Ver el coche gris aparcado reflejado sobre su hombro izquierdo en el espejo no hacía más que reafirmarle en su decisión.

De todas formas era sábado, y tanto ella como Martin tenían tareas particulares para los sábados: Martin tenía que acompañar a Papá en la furgoneta, primero para ir a donde los proveedores y luego para llevar fruta y verdura al motel, y Ann tenía que hacer la compra. Sintiéndose muy virtuosa y decidida, Ann sacó del armarito de la cocina la vieja bolsa de la compra marrón y bajó muy ufana a la tienda para que Mamá le diese el dinero y la lista de la compra. Mamá le soltó la sarta habitual de instrucciones, sólo interrumpida por los clientes que entraban. Era algo que siempre le llevaba un buen rato. Mientras Ann aguardaba de pie junto al mostrador, esperando la siguiente frase de su madre, Martin salió zumbando por la tienda para ir a ver a Jim, el hijo de la señora Price.

—¡Por fin una semana en la que no tengo que hacer la compra por ti! —dijo Martin al pasar.

«Pobre Martin», pensó Ann. «Ha tenido que trabajar mucho estos últimos sábados. No había pensado en ello cuando estaba en cama».

—No olvides los periódicos —concluyó Mamá—. Toma diez libras más para pagarlos. Aunque no creo que cuesten tanto, incluso contando con el tebeo nuevo que le vamos a comprar a Martin por hacer tus tareas. Y tráeme la vuelta, Ann.

«¡Míralo qué cuco! Mi hermano haría cualquier cosa a cambio de un soborno», pensó Ann. «A saber cómo será de mayor y en un puesto de responsabilidad». Ann sonrió al salir de la tienda. Todo era deliciosamente normal y saludablemente rutinario, hasta la ligera llovizna que caía. La calle tenía un color gris que le daba seguridad. El resto de la gente que estaba comprando parecía inquieta, y eso le dio a Ann una mayor sensación de seguridad, porque eso era exactamente lo que se podía esperar de la gente. Incluso fue capaz de escuchar con paciencia la cháchara de la señora Price mientras le cobraba los periódicos. La señora Price también se comportaba como siempre.

Ann levantó satisfecha la bolsa de la compra llena y se encaminó de vuelta a casa.

Y volvió a dejar la bolsa sobre la acera mojada para mirar con asombro a la persona que se acercaba hacia ella con un saco.

En un primer momento Ann creyó que era un monje, pero la túnica parda que vestía no era lo suficientemente larga, y además llevaba debajo unos pantalones ajustados. La alta figura parecía encorvada a causa de una especie de sábana enrollada que llevaba al hombro, tenía unos andares muy peculiares que Ann reconoció.

Mordion se acercó sonriendo, y Ann pudo apreciar las reacciones del resto de compradores ante esa sonrisa. Algunos estaban sorprendidos, y otros se mostraban suspicaces, pero la mayor parte de ellos también sonreían como si no pudieran resistirse. Ver a Mordion en la calle Wood un sábado por la mañana le resultó extrañamente impactante a Ann, que sintió un doloroso escalofrío recorriéndole toda la piel.

—¿Qué estás haciendo aquí? —dijo Ann en tono acusador, parada en medio de la calle.

Mordion le sonrió solamente a ella con una alegría redoblada:

—Hola —dijo Mordion— me preguntaba si podría encontrarme contigo.

—¿Pero qué estás haciendo aquí? —repitió Ann.

—La compra —dijo Mordion—. Estábamos muy escasos de alimentos este invierno hasta que se me ocurrió que aquí podía comprar comida.

«¿Este invierno?», pensó Ann, y dirigió la vista de inmediato hacia la muñeca izquierda de Mordion. El corte que tenía allí parecía igual de reciente que la herida de Ann en la rodilla, sobre la que se había puesto una tirita nueva antes de salir. El Bannus volvía a jugar con el tiempo.

—Pero… —dijo Ann— ¿con qué dinero pagáis?

—Eso no es problema, parece ser que tengo muchísimo —respondió Mordion. Ann debió poner cara de no creérselo—. Mira, mira —Mordion dejó junto a la bolsa de Ann su saco, uno de esos de color verde brillante con una red por dentro con los que les traían las verduras a la frutería. Ann echó una ojeada por encima y dentro pudo ver patatas, zanahorias, cebollas y chuletas de cordero. Mordion sacó de su escarcela una cartera de cuero—. Aquí está —dijo, y abrió la cartera para enseñarle un buen fajo de billetes de diez libras.

Ann se sintió avergonzadísima por estar allí de pie bloqueando la acera mientras Mordion le enseñaba la cartera, como si ella fuese una agente de policía que le hubiese pedido la documentación a él. Notó que la gente les miraba. Estaba a punto de decirle a Mordion que la guardase cuando se fijó en una tarjeta de crédito que sobresalía del otro lado de la cartera. «¡Anda, si voy a poder descubrir quién es de verdad!», pensó Ann.

—Esa tarjeta —dijo ella señalándola— es aún mejor que el dinero. Puedes…

—Sí, ya lo sé —respondió Mordion—. La he usado para pagar en la bodega. Hasta tiene mi firma, ¿ves?

Mordion sacó el rectángulo de plástico y se lo ofreció a Ann, que leyó las letras en relieve sin dar crédito a sus ojos: ponía «M. Agenos», y constaba una dirección de Londres. Se sintió súbitamente exasperada. Miró el rostro poblado y sonriente de Mordion, que parecería tan inocente como un santo o como un bebé si no fuese por su ceja en forma de V.

—Has perdido la memoria, y lo sabes —le dijo Ann—. ¡Échale la culpa al Bannus si quieres, pero es verdad! —Le agarró de la manga de lana gruesa y le encaró hacia la zona de estacionamiento del otro lado de la calle—. Mira el coche grande de color gris. Yo te he visto llegar en ese coche.

Mordion miró el vehículo con un interés fruto de la cortesía, pero no como si significase algo para él.

—Si tú lo dices… —aceptó Mordion—. Tengo que haber llegado hasta aquí de alguna forma.

«Por lo menos parece que ya no cree haber estado dormido durante siglos», pensó Ann. «Vamos avanzando algo».

—¿Y no crees que tu familia o tus conocidos querrán saber de tu paradero? —le preguntó Ann.

—Sé que no tengo familia —dijo Mordion. Su sonrisa se desvaneció, dio la vuelta y recogió su saco verde—. Tengo que volver, Hume está famélico.

Ann no le soltó de la manga y volvió a intentarlo:

—No tienes por qué vivir en el bosque, Mordion. Si quisieras, podrías venir por aquí con ropa normal…

—Me gusta esta ropa —dijo Mordion observando su atuendo—. El estilo y el color me parecen… adecuados. Y sabes bien que me gusta vivir en el bosque. Incluso aunque no tuviera que cuidar de Hume, probablemente me quedaría allí. Es un lugar hermoso.

—Pero no es real —dijo Ann desesperada.

—Eso no es exactamente así —dijo Mordion mientras alzaba el saco con ambos brazos—. El thetaespacio goza de una existencia genuina, aunque nadie conozca bien su naturaleza. Ven a visitarnos —añadió cuando ya cruzaba la calle para marcharse—. Hume me ha preguntado mucho por ti.

Ann cogió su bolsa y le vio marchar. Avanzaba muy rápido, aunque parecía que iba paseando.

—¡Es que… querías unas collejas! —dijo Ann.

En la frutería, Mamá sólo tenía palabras para hablar del extraño cliente al que acababa de atender:

—Supongo que sería un monje o algo así, Ann. Tenía una sonrisa tan adorable… ¡y una ropa tan raras! Es muy extraño ver a alguien así comprando cebollas.

—Igual es que no regula bien y le falta un tornillo —dijo Ann malhumorada.

—Para nada —dijo Mamá—. Ann, no es que fuese cortito, ni que estuviese loco, ni nada por el estilo. Pero tengo que darte la razón, había algo raro en él. Daba una tremenda sensación de tristeza.

Ann suspiró y descargó la compra sobre la mesa de la cocina. Las dos tenían razón, había algo muy triste y muy malo en Mordion. Parecía estar hecho con piezas de varias personas, y esas piezas no encajaban. El motivo de su suspiro fue darse cuenta de que tendría que volver al bosque, y no por Hume, sino por Mordion. Mordion necesitaba que Ann le siguiera diciendo las verdades a gritos.

*2*

Se fue para allá en seguida.

«Cronometradme», les dijo a las personas imaginarias mientras pasaba junto al gran coche gris, que tenía su pulcro techo cubierto de capullos de color. «Tengo que saber cuánto tiempo paso ahí dentro».

«Lo intentaré», dijo el Prisionero, «aunque apenas conservo la noción del tiempo».

El Esclavo y el Chico estaban ocupados, pero mientras Ann avanzaba por el callejón entre las casas el Rey le dijo:

«Yo lo haré. Por cierto, ¿has tenido ocasión de volver a ver aquella furgoneta?».

«Sí, claro, lo había olvidado con toda la historia de los tíos de las armaduras», dijo Ann. «El logo era una balanza, y el nombre de la empresa era Leader Hexwood».

«Mis peores temores se conf…». Ann dejó de oír la voz del Rey en su cabeza. En lo primero que pensó Ann fue en que había cruzado el límite del campo thetaespacial que creaba el Bannus, pero se dio cuenta de que eso no podía ser, ya que el bosque de Banners parecía el de siempre y aún podía ver las casas que había al otro lado de sus escasos árboles. Como era sábado había por todas parte niños pequeños que corrían por los caminos de tierra y gritaban cuando el tronco del árbol caído que salvaba el riachuelo rodaba bajo sus pies. Martin y Jim Price también estaban allí, cómodamente encaramados a las ramas del mejor árbol que había para trepar, pero como eran mayores habían ido sólo para hablar. Cuando Ann pasó bajo ellos Martin le saludó con el pulgar levantado, pero no dejó de hablar con Jim ni un solo instante.

«Puede que sólo hayan convocado al Rey para resolver una crisis», pensó Ann. «Además, hoy fijo que no consigo entrar en el frikicampo ese, el bosque está hasta la bandera».

Ya había pasado junto al paquete de galletas amarillo (que llevaba casi un año dentro del árbol hueco), y debía estar cerca del arroyo. «Nada, que no», pensó, y siguió caminando. Le llevó más tiempo del que esperaba llegar hasta el arroyo, y cuando llegó se encontró en la cima de un alto talud de tierra. Abajo, el arroyo era todo un río que discurría entre espumas alimentado por la cascada que había a su derecha y descendía entre las grandes rocas pardas por las que Ann había cruzado.

Ann soltó una risilla. «¡Me descubro ante el Bannus!», pensó mientras bajaba por el talud. «La transición entre la realidad y el campo es tan sutil que uno ni se da cuenta de que entra en él».

Durante un momento, mientras trepaba por las rocas de la otra orilla, creyó que no iba a encontrar a nadie en la cueva, pero eso se debía a que los tres estaban muy ocupados. Hume estaba arrodillado junto a un papel extendido sobre una piedra plana, y escribía con mucho esfuerzo y cuidado utilizando un palo quemado. Ann quedó muy decepcionada al ver que todavía era pequeño. Más allá había un fuego muy bien construido sobre el cual había un trípode de madera gruesa del que colgaba una vieja olla de hierro que emitía un olor ahumado pero atrayente. Sobre las cenizas había una parrilla de hierro y unos cuantos tarros que parecían salidos de la Edad de Piedra.

El refugio ya tenía unas paredes hechas con ramas de sauce trenzadas y embadurnadas de barro. Una escalera artesanal llevaba al tejado. Parecía muy frágil y crujía, pero tenía que ser más fuerte de lo que parecía porque Yam estaba subiendo por ella, apoyando sus grandes pies acolchados y llevando un enorme atado de juncos. Mordion estaba en el propio tejado, afianzando pequeños haces de juncos para completarlo.

—Veo que al final has decidido hacer trampas —dijo Ann a voces.

—Sólo un poquito —le respondió Mordion— y sólo con el menaje.

—Hume necesita comer con regularidad —afirmó Yam. Ann apenas pudo oírle, ya que Hume había dejado el palo quemado y corría al galope hacia ella, gritando como siempre:

—¡Ann, Ann, ven a ver cómo escribo!

Ann le hizo caso con mucha amabilidad. El papel era como ese de color marrón claro de las bolsas de patatas fritas, y Hume había escrito bajo dos filas de garabatos la frase «Yam suve al tejado con la hescalera». Tenía una letra torcida, pero bastante legible.

—Muy bien —dijo Ann señalando la frase—. Pero las de estas otras dos líneas no son letras de verdad.

—Sí que lo son —voceó Mordion desde el tejado—. Está aprendiendo a escribir en hamítico y universal, además de en vuestro albionés. Yam insistió en ello. Nuestro Yam es todo un mandón.

—Los hombres tienen que estar a la altura, y los niños también —declamó Yam—. Mordion, ese atado no ha sido colocado de modo eficiente. Ann, si se le deja a su aire Mordion no hace nada más que sentarse y rumiar sus pensamientos.

—Yo no rumio nada —dijo Mordion—. Pero me gusta sentarme con el sol a la espalda y pescar. Y pensar, por supuesto.

—Tú lo que haces es haraganear —dijo Yam—. Y dormir. —Aproximó su cabeza hacia Ann, y por la arruga que apareció junto a la inexpresiva boca del robot ella supuso que estaba sonriendo.

—¡Ann, hazme un dibujo como los de Mordion! —pidió a voces Hume dándole la vuelta al papel. En la otra cara Mordion había dibujado un precioso gato de cabeza pequeña que acechaba a un ratón, un caballo bastante realista (los caballos eran algo que nunca le salía bien a Ann), y un dragón aún más realista. Cada uno de los dibujos tenía un título escrito en los tres alfabetos. Ann sintió mucho respeto.

—No puedo dibujar nada tan bueno, Hume, pero haré un esfuerzo si quieres.

Hume quiso, así que Ann le dibujó una vaca, un elefante, y a Yam en la escalera (Yam le quedó demasiado rechoncho, pero a Hume parecía gustarle igual), y le puso los títulos en inglés. Mientras dibujaba, oía a Yam decir cosas como «Tienes que volver a atar todo esto, va a haber goteras con esta chapuza» o «Esa estaca no está derecha», o «Iguala esos bordes con el cuchillo». Mordion nunca se quejaba, y Ann estaba asombrada de lo feliz y sumiso que parecía. Yam era tan mandón que probablemente ella no habría sido capaz de soportarle.

Al cabo de más o menos una hora, Mordion bajó de pronto por la escalera y se estiró.

—Aún queda medio tejado por hacer —dijo Yam. Ann no entendía cómo con una átona voz robótica se podía conseguir semejante tono de reproche.

—Pues hazlo tú —replicó Mordion—. A mí ya me llega por ahora. Soy de carne y hueso, Yam, tengo que comer.

—Entonces reposta, no faltaba más —dijo Yam gentilmente.

—De vez en cuando hay que hacerse valer, ¿no? —comentó Ann cuando Mordion se le acercó y removió el contenido de la olla de hierro.

Mordion alzó la vista y arqueó su ceja.

—Yo me lo he buscado —dijo él—. Le pregunté a Yam si sabía construir una casa.

—¡Yo no lo aguantaría ni aunque Yam fuese humano! —exclamó Ann—. ¿No tienes ni una pizca de amor propio?

Mordion se alzó sobre la olla humeante, lanzándole una mirada llena de ira, y en ese momento Ann comprendió a la perfección el significado de la expresión «estar hecho un basilisco». Dio unos pasos atrás.

—¡Por supuesto que…! —comenzó a decir Mordion. Pero se detuvo y reflexionó, con el ceño fruncido y la ceja sobre la nariz, como si Ann le hubiera hecho una pregunta muy difícil—. No estoy seguro —dijo finalmente—. ¿Crees que necesito aprender a tener amor propio?

—Euh… bueno, yo no dejaría que una máquina me mangonease de esa forma —respondió Ann. Estaba tan inquieta por esa mezcla de ira y humildad con que le miraba Mordion, que consultó su reloj y vio que ya era hora de ir a comer.

Se despidió de ellos, y cuando estaba bajando por las rocas ya a medio camino del río se percató de que el Bannus era una máquina, y de que ella misma había dejado que le mangonease durante días. «¡La muerta se ríe del degollado!». Estuvo a punto de volverse y disculparse, pero no lo hizo porque no soportaría parecer tan estúpida.

*3*

Ann pasó junto al paquete de galletas amarillo del árbol hueco, segura de que en cualquier momento se encontraría ante el turbio arroyuelo. Pero el curso de agua que encontró fue el río. Al cruzar con cuidado sobre las rocas resbaladizas Ann pudo ver que Yam estaba al otro lado, en la cima del barranco, sentado con la barbilla apoyada sobre la mano y arreglándoselas para parecer compungido. Ann trepó por el camino que Mordion y Hume habían ido creando al subir y bajar para ir a lavar al río, y al llegar arriba comprobó que Yam estaba deteriorado además de compungido. Parecía que hubiesen pasado varios años.

—¿Qué pasa? —le preguntó Ann a Yam.

Los ojos de Yam brillaron con tristeza:

—No deseo que ocurra esto —dijo él—. Lo estimo muy desaconsejable. El uso de antibióticos es el procedimiento correcto.

Un extraordinario gorjeo, agudo y vibrante, surgió del otro lado de la casa. Ann fue hacia allí zigzagueando entre las paredes (habían añadido otra habitación desde la última vez que estuvo), y llegó al espacio abierto alrededor del fuego. Allí encontró a Mordion y Hume, arrodillados uno frente al otro y rodeados de tarritos de arcilla y líneas trazadas en el suelo polvoriento. El ruido procedía de los instrumentos que ambos estaban tocando, una especie de flautas blancas con agujeros redondos e irregulares que parecían estar hechas de hueso. La barba de Mordion era varios centímetros más larga y el pelo le llegaba hasta los hombros, aunque se veía que tanto él como Hume se lo habían cortado a trasquilones. Todo ello, junto al hecho de que Hume tuviera unos doce años, se ajustaban tanto a lo que Ann esperaba encontrarse, que no le dio más vueltas hasta mucho después y se limitó a taparse los oídos para no escuchar el desagradable chirrido de las flautas.

Hume la vio acercarse y le dirigió una mirada amistosa entre dos notas vibrantes. Tenía un ojo muy enrojecido y lloroso que parecía más pequeño que el otro. Mordion la miró con sus ojos profundamente claros, y en ese instante Ann se vio obligada a retroceder de un lugar en el aire en el cual todo se convertía en una especie de pequeño torbellino transparente, como si le hubiera salido un sarpullido al universo.

—Si Yam te ha mandado a interrumpimos —dijo el sarpullido giratorio adoptando la voz de Mordion— te ruego que no lo hagas.

—No… no iba a hacerlo —dijo Ann.

—Entonces haz el favor de quedarte ahí en silencio unos cinco minutos —dijo el torbellino.

—Muy bien —aceptó Ann.

Mordion no dejó de tocar el instrumento ni un solo instante durante toda aquella conversación, ni tampoco Hume. Ann se apoyó contra la endeble pared de aquella nueva parte de la casa, sintiendo una mezcla de curiosidad, envidia y nostalgia. Ésa era la faceta de la educación de Hume que más deseaba poder compartir. Observó cómo un nuevo torbellino transparente se formaba entre las dos flautas. Aquella distorsión era larga y fina, y presentaba una inestable forma de ocho. Cuando ya estaba bien formada, Mordion y Hume acercaron sus flautas hacia ella, soplando a pleno pulmón y guiándola con cuidado de forma que quedase girando suspendida sobre uno de los tarritos de barro. «¡Es como si estuvieran encantando una serpiente invisible!», pensó Ann mientras las flautas desplazaban el remolino hacia el siguiente tarro. Luego hicieron que se moviese hacia el siguiente, y al poco ya había estado sobre todos y cada uno de los tarros del círculo. Mordion y Hume permanecieron de rodillas sentados sobre los tobillos, tocando muy bajo, atentos y expectantes. El torbellino flotó durante un momento, y luego se lanzó con decisión hacia uno de los tarritos. Ann no tenía ni idea de qué podía estar pasando. El remolino desapareció de repente, y aquel tarro concreto pareció destacar entre todos los demás de alguna manera. Mordion dejó la flauta a un lado.

—Así que es éste. —Tomó el tarro y extendió con cuidado el acuoso preparado verde que contenía sobre el ojo malo de Hume—. Ahora parpadea —añadió— si no te escuece demasiado.

—No, está bien —dijo Hume parpadeando con fuerza— me alivia bastante.

—Entonces el conjuro ha funcionado —dijo Mordion—. Perfecto. Gracias por tu paciencia, Ann.

Ann se atrevió a separarse de la pared y acercarse al fuego.

—¡Ojalá pudiera aprender a manipular el campo paratípico como vosotros! —dijo con vehemencia.

—No es eso lo que hemos hecho —respondió Hume— ha sido magia pura. Mira. —Hizo trinar su flauta de hueso tocando una escala, y una bandada de pájaros surgió del otro extremo del instrumento y se fue volando entre las ramas del pino.

—¡Santo cielo! —dijo Ann, y le preguntó a Mordion—: ¿Es magia de verdad?

—Eso creo —respondió Mordion—. Parece que a Hume se le da muy bien.

—Y a Mordion también —añadió Hume—. Domina la magia del bosque, la magia de las hierbas, la magia del clima… pero Yam la odia. ¿Le digo a Yam que ya puede volver?

—Si no sigue enfurruñado… —Mordion lo dijo mirando a Ann, y ella asintió con una leve inclinación de cabeza. Ann estaba acostumbrada a ese juego: Mordion quería hablar con ella en privado y Hume sabía lo que Mordion quería; por eso se había ofrecido a salir, para darle a entender a Ann que también él quería hablar con ella. Mientras Hume se marchaba, Ann pensó en lo extraño de esa situación y en que ambos debían tenerla por una especie de consejera.

—¿Qué le pasa en el ojo? —preguntó ella cuando Hume ya no les podía oír.

—No estoy seguro —respondió Mordion—. Ya lleva así algún tiempo, tienes que haberte fijado. Creo que se le está poniendo peor. Me temo que la pifié con ese ojo al crearle. No me perdonaré nunca que se quede tuerto.

—A veces te pasas de protector, Mordion —le dijo Ann—. Estaba perfectamente bien cuando era mayor… o más joven… bueno, la mayor parte del tiempo. ¿Por qué ibas a haberla pifiado? Es mucho más probable que al vivir aquí en el bosque haya cogido una infección por falta de vitaminas o… bueno, o por algo por el estilo.

—¿De verdad lo crees? —preguntó Mordion, ansioso a la par que aliviado.

—Estoy segura —declaró Ann.

Mordion cogió el tarro de arcilla y comenzó a darle vueltas entre las manos.

—Creo que hemos dado con la hierba adecuada para curarle. Teníamos nueve posibilidades. A la magia le gusta el nueve. Seguiré usándola.

—¿Y no puedes enseñarme la magia del bosque, o lo que sea eso que acabas de hacer? —le pidió Ann.

—Me gustaría, pero… —Mordion reflexionó mientras seguía dándole vueltas al tarro de arcilla—. Para aprender a hacer esta clase de magia tienes que estar segura de haber aceptado al bosque, arroparte con él como si fuese una capa… y no es así, ¿verdad?

—A veces puedo manipular el campo del Bannus —protestó Ann.

—No es lo mismo —replicó Mordion—. Aquí hay dos… no, tres tipos distintos de campo paratípico. Está el que crea el Bannus, está el que crea el bosque y se relaciona con la magia de la naturaleza, y también está la magia mental pura, aunque creo que los tres interactúan bastante. La magia mental es la que se te da bien, Ann, y no necesitas que te enseñe a usarla. ¿Así que crees que lo del ojo de Hume en realidad no es culpa mía?

Ella volvió a asegurarle que no lo era. «¡Aunque sabe Dios por qué confía en mí para esto!», pensó Ann. Yam entró en la estancia con dos conejos muertos.

—Ahora que han acabado los abracadabras —dijo Yam— os traigo un poco de combustible peludo.

—Ven a jugar, Ann —dijo Hume saltando tras Yam.

Ann se levantó y se fue con él encantada. Le gustaba mucho Hume cuando era mayor. Los dos se fueron corriendo y saltando río arriba, hacia la base de la colina en que habían encontrado a Yam, donde el relieve era más llano.

—El bosque ha vuelto a cambiar —anunció Hume mirando hacia atrás.

—¿Cómo? —dijo Ann sin resuello. La única desventaja de que Hume fuese grande era que podía correr mucho más rápido que ella. Ann suponía que era cosa de vivir en la naturaleza.

—Hay un sitio nuevo junto al río —gritó Hume alejándose—. Ven que te lo enseño.

Tras dar unas cuantas vueltas llegaron a un hermoso lugar. La pendiente iba allanándose según se aproximaba al río, y la verde hierba besaba las aguas bajo los imponentes árboles del bosque. El río era ancho y poco profundo en aquel tramo, y discurría titilando entre infinidad de piedrecillas. Era una clara invitación a sacarse los zapatos y chapotear. Ann y Hume dejaron su calzado sobre la corta hierba y se metieron en el agua a todo correr. Estaba helada, y las piedras les hacían daño, pero eso no les privó de muchas salpicaduras y diversión. Cuando Ann tuvo los pies demasiado entumecidos para seguir se dejó caer sobre la cuesta cubierta de hierba, y allí tumbada se puso a mirar el inusual azul del cielo que se podía entrever entre las hojas de un increíble y fresco color verde. No era de extrañar que Mordion amase tantísimo aquel bosque.

Hume, que no se quedaba quieto si podía evitarlo, se mantenía ocupado sacando grandes ramas caídas fuera del agua y apilándolas en un montón.

—Voy a construir una barca —explicó— y es mejor que me haga con esta madera mientras puedo. Siento que el bosque está a punto de cambiar otra vez.

Ann supo a qué se refería Mordion cuando hablaba de arroparse con bosque como si fuera una capa. Sólo sentía paz. Los inmensos robles que la rodeaban parecían llevar allí varios siglos y tener la intención de seguir creciendo durante muchos más. Parecía imposible que nada cambiase, y no era justo que Hume pudiera sentir que se aproximasen cambios.

—Que te quede muy clarito —dijo ella gruñona— que no pienso ayudarte a cargar con ese muerto hasta casa.

—La zona cercana a la casa es la única que no cambia nunca —dijo Hume, arrojando una última rama a la pila—. Tú a tu rollo, ya se lo pediré a Yam… aunque me voy a pasar una hora discutiendo con él para que no haga leña con esta madera. Vamos a subir a un árbol.

Treparon al gigante bajo el que Ann había estado tendida, fueron gateando sobre una gran rama que descendía hasta quedar justo encima del agua, y se sentaron allí a su aire para charlar. Ann recordaba vagamente haber visto a Martin y Jim Price haciendo lo mismo.

—¿Qué tal tengo el ojo? —preguntó Hume.

Ann lo examinó, sorprendida de lo preocupada que estaba.

—Mejor —respondió—. Al menos no está tan enrojecido. —Aún tenía el ojo más pequeño que el otro, pero no quería preocupar a Hume diciéndoselo.

—¡Gracias al cielo! —dijo Hume con devoción—. No sé qué me habrá pasado, pero me aterraba la posibilidad de quedarme tuerto. Uno no puede ser un buen espadachín con un solo ojo.

—¿Y para qué quieres ser un guerrero? —preguntó Ann—. Si tuviera tu talento para la magia, no me molestaría en aprender nada más.

Hume pensaba que la magia era algo ordinario y la desdeñaba.

—Cuando crezca, tengo que matar a los Líderes esos —explicó Hume—. Por Mordion.

—Pues puedes hacerlo fácilmente con magia —apuntó Ann.

Hume frunció el ceño, torció tanto la boca tanto los pómulos le destacaban más de lo habitual, y miró con atención una cochinilla que se arrastraba por la rama.

—No es tan fácil. Creo que Mordion tiene razón cuando dice que utilizar la magia para matar le vuelve a uno malo. Cuando hago magia me da la sensación de que si intentase algo así todo acabaría mal con el tiempo. Tengo arreglar el problema y liberar a Mordion como es debido, se lo debo. No quiero acabar descubriendo que he usado la magia para cambiar la prohibición por algo peor.

Ann suspiró:

—¿Qué tal está Mordion?

—Me preocupa —respondió Hume con franqueza— por eso quería hablar contigo. Ya ni me atrevo a leerle la mente.

Ann volvió a suspirar:

—Ésa es otra de las cosas por las que te envidio.

—Tú sabes lo que siente la gente, es como si… ¡no, es aún mejor! —dijo Hume—. No tienes que entrar y… bueno, no voy a volver a hacerlo después de lo de la otra noche.

—¿Pero de qué me estás hablando? —preguntó Ann.

—Ya sabes que Yam siempre está dando la brasa con que Mordion es un vago —dijo Hume— porque se va por ahí, se sienta en cualquier sitio y luego tardamos horas en dar con él. Bueno, Yam es una máquina y tiene estas cosas. La última vez que tuvimos que salir a buscar a Mordion resultó que se había subido a una de aquellas rocas tan altas que hay río abajo. Tenía una pinta espantosa, y sólo consiguió empeorarla cuando intentó sonreírme para hacerme creer que estaba bien. Así que respiré hondo, ya sabes que hay que armarse de valor para decirle algo personal a Mordion…

—¡Pues no, no lo sé! No puedo decirle nada personal si no me enfado antes —dijo Ann, que tuvo que reconocerse a sí misma que la ira era lo único que le podía hacer ignorar la barrera de dolor tras la que se encerraba Mordion.

—Sí, muchas veces a mí también me gustaría darle lo suyo —confesó Hume sin comprenderlo del todo— pero aquélla no fue una de esas veces. Respiré hondo y le pregunté directamente qué pasaba.

—¿Y qué hizo? —preguntó Ann—. ¿Arrojarte a las tinieblas exteriores?

—Pues… casi —dijo Hume— aunque más bien me arrojé yo mismo. Pensé que no me lo iba a decir, así que creí que podría verlo en su mente. Y era como… —Hume juntó el índice y el pulgar y lanzó la cochinilla al agua de un papirotazo— ¿puedes imaginar un lugar tan oscuro que la oscuridad es atronadora, que hasta se puede ver, y que te hace tanto daño como el peor corte que te hayas hecho? Pues era así, sólo que inmenso. Tuve que parar de inmediato, y estuve a punto de irme, pero entonces Mordion me dijo: «Hume, soy el mal en estado puro. He estado pensando en arrojarme a los rápidos desde esta roca». Volví a tomar aire y le pregunté por qué. Era algo tan horrible que… que de algún modo tuve que hacerlo. Y él me dijo: «Sólo el Equilibrio sabe el por qué». ¿Qué crees que quiso decir, Ann?

—Ni idea —Ann sintió un leve estremecimiento al pasarle por la cabeza un logo azul pintado sobre una furgoneta blanca oxidada—. Igual es algo que tiene que ver con la prohibición.

—Igual. Por eso tengo que romper esa prohibición por él —respondió Hume—. Pero entonces está claro que no se lo puedo decir. Ni siquiera me ha hablado de la prohibición ni de que me creó para acabar con ella. De alguna forma sabía que se tiraría de la roca de verdad si hubiera sacado el tema en aquel momento.

—¿Y entonces qué hiciste? —dijo Ann.

Hume esbozó una amplia sonrisa:

—Fui muy astuto. Me puse en plan egoísta y caprichoso, tanto como pude, y protesté… creo que hasta llegué a lloriquear… le dije que no podía dejarme abandonado en el bosque, a solas con su cadáver. Así, una y otra vez —Hume se agitó en la rama, bastante avergonzado—. Me sentía mal, estaba asustado y fui muy egoísta… pero funcionó. Mordion bajó y me dijo que era él el egoísta, que yo era la única cosa buena que el Destino le había permitido hacer.

—A mí también me dijo algo por el estilo —comentó Ann—. Pero Hume, ¡imagina que no le hubieses encontrado a tiempo!

—Utilicé la magia del bosque —admitió Hume—. Él diría que hice trampa, pero estaba seguro de que era algo urgente, y mientras realizaba el encantamiento el bosque me hizo saber de alguna manera que estaba haciendo lo correcto. Luego le dije a Yam que no debía volver a llamar vago a Mordion nunca más, y le mandé vigilarle cuando yo no estuviese.

—¿Entonces Yam le está vigilando en este momento? —preguntó Ann. Era todo un alivio saberlo después de lo que Hume le había contado.

—Ajá —afirmó Hume—. Yam está ocupado y no puede llevar la madera a casa, así que puedes elegir entre ayudarme a cargar con ella o que te tire al agua. —Y con la misma comenzó a sacudir la rama en la que estaban, al principio despacio pero cada vez más rápido; las hojas nuevas del extremo de la rama caían al río con cada sacudida, y Ann chillaba, suplicaba y gateaba frenética de vuelta a la orilla.

Evidentemente, acabó ayudando a Hume a llevar la madera a la casa.

*4*

Ann pasó al lado del paquete de galletas amarillo que estaba metido en el árbol hueco, pero no pareció producirse cambio alguno en el bosque. Podía oír los gritos de los niños pequeños que intentaban no caerse del inestable tronco que hacía de puente sobre el arroyo, pero las voces fueron volviéndose más graves y en vez de llegar al arroyo apareció junto a la casa, al otro lado del río. El que gritaba era Hume, que corría en círculos alrededor del fuego perseguido por Mordion, quien blandía una espada de madera. En ese momento Hume era todo piernas y bastante más alto que Ann, pero Mordion también era todo piernas y le estaba ganando terreno.

—¡Parad de una vez! —exclamó ella—. ¿Pero qué pasa?

Mordion se detuvo. Ann no estaba segura de si estaba enfadado o de broma, pero estaba claro que Hume optaba por lo de enfadado, ya que aprovechó la interrupción de Ann para subirse al tejado de juncos impulsándose con fuerza y agazaparse allí, listo para escaparse si Mordion volvía a perseguirle.

—Eso es lo que pasa —dijo Mordion, señalando con la espada de madera.

Ann se volvió para descubrir a Yam apoyado contra la pila de madera, bastante ladeado, con buena parte de la piel plateada colgando y con bastantes mecanismos al aire.

—Ha sido un accidente —entonó Yam—. No he sido lo suficientemente rápido. Por fortuna no soy humano.

—Si fueses humano, Hume se habría llevado su merecido y le habrías ensartado —dijo Mordion.

—¡Para nada! —dijo Hume indignado desde el tejado.

—Anda que no. Te estás acostumbrando demasiado a aprovecharte de que Yam no puede hacerte daño —replicó Mordion—. Baja de ahí y verás lo que te haría un humano de verdad.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Hume con recelo.

—Pues que Yam vio que iba a hacerte daño y paró —dijo Mordion— y que entonces le dejaste hecho unos zorros. Si estuvieses luchando contra mí, yo no habría parado. Baja y verás.

—¿O sea, que tú…? —Se veía claramente que tanto Hume como Ann estaban atónitos, ya que ninguno de los dos había visto nunca a Mordion haciendo nada que fuese remotamente belicoso.

—Te lo digo en serio —Mordion se agachó y recogió una espada del suelo de tierra. Era una larga hoja gris de una belleza perversa. La tomó presentando la empuñadura hacia arriba. Ann se preguntaba de dónde habría salido aquella espada. Quizá Hume había manipulado el campo del Bannus para pedirla—. Aquí tienes —dijo Mordion— tú utiliza ésta y yo usaré la espada de madera de Yam, y a ver qué pasa. ¿O es que tienes miedo?

Hume se acercó un poco y se apoyó en el alero del tejado.

—Pues… sí. No quiero matarte.

Mordion se echó a reír. Era otra de las cosas que Ann apenas le había visto hacer nunca.

—¡Ja! —dijo Mordion—. ¡Ya te gustaría! Baja de ahí y prueba.

—Como quieras —Hume giró sobre sí mismo y se deslizó tejado abajo, cayendo frente a Mordion con una ligereza y una agilidad que Ann envidió—. ¿Estás seguro? —preguntó Hume, tomando la espada por el pomo.

Mordion asintió. Hume le lanzó un tajo bastante flojo, e inmediatamente Mordion desvió a un lado la espada de metal con su arma de madera y le asestó a Hume un golpe contundente en un lado de la cabeza.

—Ponte en guardia —dijo Mordion—. Ya te he matado una vez. Bueno, igual sólo te he arrancado la cabellera.

Hume tragó saliva y volvió a avanzar, aunque con mucho más cuidado. Mordion lanzó un golpe fulminante y ¡clang!, la espada de metal cayó por tierra y Hume recibió otro duro golpe, esta vez en la pierna.

—Has vuelto a morir —dijo Mordion—; si no has perdido la pierna directamente, vas a estar un buen rato desangrándote hasta que te llegue la muerte. Te estás volviendo muy descuidado, Hume.

Hume frunció el ceño, recogió la espada y se lanzó a por Mordion por tercera vez; y aunque Ann notó que en esa ocasión se estaba empleando a fondo, sólo logró resistir un poco más. Comenzaron a dar vueltas uno alrededor del otro, saltando y oscilando, y en ocasiones prorrumpían en una de aquellas oleadas de acción vertiginosa que Ann tenía la impresión de no ser capaz de seguir con la vista. Hume logró evitar las dos primeras, pero con la tercera recibió un contundente estacazo en las costillas y retrocedió tambaleándose.

—Tu tercera muerte —dijo Mordion alegre—. ¿Quieres que lo dejemos?

—¡No! —respondió Hume apretando los dientes. Se abalanzó sobre Mordion y volvió a recibir un golpe. Esta vez Mordion no le preguntó si quería dejarlo, y siguieron luchando con furia. Ann se escurrió al otro lado del fuego y se refugió junto a Yam. Nunca había visto nada parecido, especialmente en Mordion. Era tan rápido…

—¡Ay! —exclamó Ann en voz baja cuando la espada de madera volvió a impactar contra Hume, esa vez en el hombro.

—Es un modo bastante vil de castigar a Hume —entonó Yam en voz baja—. Sólo he sufrido daños en el revestimiento, y podrán repararse con facilidad.

Ann miró a Yam y no pudo evitar pensar en que parecía un robot indecente, con todas las piezas al aire.

—A pesar de todo —dijo ella, poniendo cara de dolor cuando Mordion atizó otro porrazo— creo que a Hume ya le iba haciendo falta que le bajasen los humos.

—Pero no así. Resulta evidente que Mordion es un maestro esgrimista —afirmó Yam.

—Y tanto. Se lo está pasando de fábula —dijo Ann. Mordion luchaba con una sonrisa amplia y entusiasta. Frente a él, Hume también enseñaba los dientes, pero lo suyo no era una sonrisa; estaba sudando.

Y por fin se acabó. Se produjo otra serie de estocadas, y Hume acabó de rodillas en el suelo y con la espada de madera de Mordion contra la nuca.

—Esta vez te he decapitado —le dijo Mordion, dando unos pasos atrás para permitir que Hume se levantase.

Hume estaba a punto de echarse a llorar. Se levantó muy despacio para darse tiempo a recuperarse y se sacudió afanosamente el polvo de las rodillas del chándal.

—¡Serás cerdo! —masculló Hume.

—La verdad es que serías bastante bueno si no fueses tan descuidado —dijo Mordion.

—¡Y soy bueno! —dijo Hume enfadado—. Te he dado una vez, mírate la muñeca izquierda.

Mordion miró el corte no tan reciente de su muñeca.

—Pues sí —respondió Mordion—. Aunque no eres tan bueno como crees ser.

—¡Anda y… y tírate al río! —gruñó Hume, y echó a correr rodeando la casa.

Mordion se quedó mirando el corte mal curado durante un instante. Ann hizo lo mismo. «¡Vaya, vaya!», pensó ella. «¿Cuánto tiempo ha pasado? No demasiado». Mientras tanto, Mordion se encogió de hombros y apoyó la espada de madera contra la pared, con tanto cuidado como si fuera real.

—Yam, no dejes que Hume luche contigo en el futuro —dijo él. Su voz sonaba distante y gélida—. Será mejor que le enseñe yo mismo, aunque… —en ese momento calló, y permaneció así durante tanto tiempo que Ann creyó que ya no iba a decir nada más. Ann se dirigió hacia el fuego y Mordion la miró como si no se hubiese dado cuenta hasta entonces que ella estaba allí—. Siento una profunda aversión por todo lo relacionado con matar —concluyó Mordion.

—¡Pero has disfrutado con el combate! —exclamó Ann.

—Lo sé, y no puedo entenderlo —dijo Mordion—. Ann, tengo que volver a reparar a Yam. ¿Puedes ir a por Hume y asegurarte de que no haga ninguna tontería?

—Vale —aceptó Ann, esperando que Hume no hubiese ido muy lejos.

Y de hecho estaba bastante cerca, al final del empinado camino que llevaba al río. Había tanta claridad que Ann podía verle sin dificultad allá abajo, amargándose sentado en el bote que había construido. Era una buena embarcación, de fondo plano y construcción de tingladillo, para nada la clase de bote que uno podía esperar que construyese un chico. Pero Ann apenas se fijó en la barca debido a la nueva y extraña apariencia del río. La cascada que le era tan familiar ya no estaba allí. El río era ahora un torbellino de aguas blancas salpicadas de rocas irregulares que descendía rugiendo entre pozas burbujeantes. Las boyas improvisadas de las trampas para peces que Mordion había puesto allí oscilaban desesperadamente. El río era ancho, estaba embravecido y todo se veía demasiado llano. Los escarpados precipicios que tenía a ambos lados se habían desplazado hacia atrás, como si hubiera estallado una bomba allí mismo. Ann miró y remiró todo incrédula. Estaba demasiado asombrada para preocuparse por el estado anímico de Hume.

—¿Pero qué le ha pasado a la cascada? —dijo Ann nada más llegar a la pedregosa orilla donde estaba el bote.

—¡No hagas como si no te acordases! —gruñó Hume, y acto seguido empezó con sus quejas—. ¡Pero mira que es cerdo el tío! ¿Qué derecho tiene a hacerme esto? ¿Qué derecho tiene, eh? ¡Y sonriendo de oreja a oreja todo el rato! ¡Es para echarse unas risas!

Ann se dio cuenta de que iba a ser mejor dejar el tema del río. Hume estaba herido en su orgullo.

—Bueno, Hume, es como si fuera tu tutor. Él te ha criado.

—¡No tiene derecho! —La ira le daba a la voz de Hume un tono agudo que Ann nunca había oído antes—. ¡Ni tutor ni gaitas! Coincidió que me encontró en el bosque y que se sintió responsable de mí. No tiene derecho a pegarme… ¡y encima va y hace como si fuese una pelea justa! ¡Ya le daré yo derechos! Me largo del bosque, Ann. ¡Me voy a ir tan lejos que el cabrón de Mordion ni me va a ver el pelo!

—La verdad, no creo que debas hacerlo —se aprestó a decir Ann. A diferencia de Mordion, Ann nunca se había permitido reflexionar sobre lo que podría ocurrir si Hume abandonaba el campo paratípico, pero el súbito terror que sintió al siquiera pensar en ello le convenció de que en lo más profundo de su ser lo sabía muy bien.

—¿Tienes miedo de que desaparezca, eh? —apostilló Hume con aspereza—. Mordion cree que me tiene bien atado con esa historia, pero ya no me creo nada.

—No merece la pena arriesgarse, Hume —gimoteó Ann con voz temblorosa.

Hume la ignoró, fijó la vista en las rápidas aguas blancas y dijo:

—Por lo menos le he hecho un corte en la muñeca. Espero que le duela.

Aquel detalle le recordó a Ann que en realidad había pasado muy poco tiempo. Subió a la barca y se sentó en la borda, desde donde podía ver la cara de Hume mientras él miraba las aguas con amargura. Si no recordaba mal, Hume padecía de una infección grave en el ojo hacía tan sólo media hora, y aún debería tenerlo mal. Pero por mucho que Ann se fijase, lo único que podía ver era un rostro de unos dieciséis años con un par de sanísimos ojos grises, más o menos del color de los de Mordion. Claro que el ojo izquierdo de Hume parecía un poquito más pequeño… aunque podía ser simplemente porque Mordion le había pegado. Hume lucía en la mejilla izquierda una marca blanca que se estaba hinchando y haciendo más grande, y que acabaría por convertirse en un moratón. Pobre Hume, le dolía algo más que el orgullo.

—¿Qué estás mirando? —preguntó Hume.

—Estaba viendo si ya tenías mejor el ojo —respondió Ann.

—¡Pues claro que sí! Ya hace años… —Ahora era Hume el que examinaba a Ann con la misma atención que ella le había dedicado—. Oye, no he podido evitar fijarme en una cosa —añadió Hume—. Ann, ¿por qué siempre estás igual? Yo sigo creciendo, y a Mordion han empezado a salirle canas en la barba, pero tú parece que no cambias.

—Yo… bueno… el tiempo transcurre más despacio fuera del bosque —dijo Ann con cierto embarazo.

—No es que no me guste tu aspecto —aclaró Hume—. Porque me gusta. Me gusta cómo sobresalen tus pómulos, y el azul de tus ojos junto a tu piel morena, y también las puntas claras de tu pelo destacando sobre tus rizos oscuros —Hume extendió la mano para tomar el mechón más próximo de Ann y, antes de que ella pudiera reaccionar, le pasó la mano con torpeza por detrás de la cabeza e intentó besarla.

—¡No! —dijo Ann echándose hacia atrás. Aquello era algo para lo que simplemente no estaba preparada.

—¿Y por qué no? —preguntó Hume, acercándola de nuevo hacia sí.

—Porque… —respondió Ann, apartándose con decisión— porque hay otras chicas que te iban a gustar más que yo. Esto… como… como mi prima la rubia. Es tan rubia que su pelo es casi blanco, y tiene los ojos castaños más grandes que hayas visto nunca. Y también tiene un tipo espléndido, mucho mejor que el mío, que estoy algo rellenita…

Hume soltó a Ann con tanta presteza que la hizo sentirse bastante ofendida.

—¿Es guapa?

—Mucho —inventó Ann—. Y además es dulce, lista, comprensiva…

—¿Vive en tu pueblo? —preguntó Hume entusiasmado.

—Sí —mintió Ann, que ya había ocultado una mano tras la espalda y cruzado los dedos desesperadamente.

—Otra buena razón para largarme de este puñetero bosque —Hume se sentó recostado en la barca. Ann no sabía si sentirse enfadada o aliviada—. Parece tal cual la chica de mis sueños —dijo Hume—. Y hablando de sueños… últimamente he estado soñando. Supongo que por eso todo me pone de mal humor…

Ann bajó del bote. No quería oír hablar de los sueños de Hume, especialmente de esa clase de sueños en que salen rubias con un tipazo de impresión.

—Cuéntaselos a Mordion —replicó Ann.

—Ya lo he hecho, y le preocupan —dijo Hume.

«Normal», pensó Ann.

—Tengo que irme a casa a…

Pero Hume comenzó a bajar de la barca, decidido a relatárselos. Ann se resignó y permaneció en la orilla con los brazos cruzados.

—Son unos sueños espeluznantes —explicó Hume—. Estoy en una especie de caja con unos cables que me mantienen con vida. Se supone que tiene que haber algo que me haga permanecer inconsciente, pero ha fallado y estoy despierto. Y grito, Ann. Golpeo la tapa y grito, pero nadie me oye. Son tan horribles que muchas noches tengo que quedarme despierto.

Estaba claro que eran horribles. Hume tenía toda la pinta de haberse olvidado de las rubias e incluso de las heridas que Mordion le había causado.

—Qué horror —dijo Ann. Le faltaba valor para contarle a Hume que aquéllos debían ser los sueños de Mordion… o, probablemente, los sueños que el Bannus le había metido a Mordion en la cabeza. Aquélla era una de las peores consecuencias que tenía poder leer las mentes. Ya no envidiaba a Hume.

—Mordion dice que ésos deberían ser sus sueños —añadió Hume.

—Ehm… —balbució Ann.

—Hasta hoy —rezongó Hume, retorcido y con medio cuerpo fuera de la barca— estos sueños bastaban para que jurase romper la prohibición de Mordion. ¡Pero ahora ya no estoy tan seguro de que me importe!

Ann reflexionó sobre todo aquello.

—Puede que tengas razón —admitió Ann—. No es justo que debas dedicar tu vida a Mordion. —En ese momento Hume se puso derecho, la miró con incredulidad y luego le dedicó una amplia sonrisa de agradecimiento—. Pero, de todas formas, no salgas del bosque —añadió Ann—. Y ahora sí que me tengo que ir.

Hume le dijo algo a gritos cuando ella acometía el ahora más peligroso cruce del río, avanzando a zancadas por las rocas resbaladizas. Al principio le pareció entender que decía algo como «¡… y gracias!», y lo que dijo después, aunque el sonido quedaba casi ahogado por el rugir de las aguas, era claramente «¡… ver a tu prima!».

—¡Corto y cierro! —dijo Ann mientras daba el último salto y caía en la tierra de la otra orilla. «¿Pero quién me mandaría ir inventándome primas?». Se internó temblorosa entre los árboles de aquel lado del río. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza que Hume podría ser así cuando creciese. Le gustaba mucho, pero sólo como amigo. Cualquier otra cosa le parecía inapropiada, sobre todo teniendo en cuenta que ella había colaborado en la creación de Hume. Se sentía mal por haberle mentido.

Temblaba tanto y se sentía tan mal que no se dio cuenta de dónde estaba hasta que entró en el callejón. Le llegó el olor a comida de las casas que tenía a ambos lados, y se lanzó al trote. «¡Sólo me faltaba cabrear a Mamá!».

«¡Un momento!», pensó al llegar junto al coche gris. «¿Cuánto tiempo he estado dentro del campo esta vez?», le preguntó a las personas imaginarias.

«Un par de horas», le respondió el Rey.

*5*

Ann llegó tarde a comer, pero por suerte Papá y Martin ya tenían montada una especie de bronca, y Mamá estaba tan preocupada que se limitó echarle una leve regañina que concluyó con un «¡Y lávate las manos ahora mismo!».

—Un lavado de manos en venganza —masculló Ann mientras dejaba correr el agua en el fregadero—. Si es que comprendo perfectamente a Hume… ¡Padres!

Tal como pintaban las cosas, seguro que Martin también tenía motivos para saber cómo se sentía Hume. Estaba claro que había dicho algo que le había hinchado las narices a Papá. Durante todo el tiempo que Ann tardó en engullir la carne a la plancha, Papá no paró de decir cosas como:

—Martin, tú dirías cualquier cosa si creyeras que así podrías hacerte el interesante —y de vez en cuando agregaba—: ¿Seguro que no viste también un platillo volante? ¿O unos hombrecillos verdes de ojos saltones?

—Sé lo que he visto —respondía Martin enfurruñado a cada pregunta, y a veces añadía—: Ojalá no te hubiera dicho nada.

La atmósfera fue volviéndose cada vez más tensa hasta que finalmente, cuando Ann ya estaba terminando el primer plato, Martin se vio empujado a decir:

—¡No creeríais ni en el mismísimo Dios aunque lo vieseis entrar en persona por esa puerta!

—¡¡Martin!! —exclamó Mamá.

—¡Sé diferenciar lo real de lo imaginario, aunque tú no puedas! —respondió Papá a gritos—. ¡Y no me levantes la voz!

Mamá se apresuró a llevar la tarta de melaza a la mesa e intentó calmar los ánimos:

—Déjalo, Gary. Martin puede haber visto a gente rodando una película, ¿no? Mira, Martin, tarta de melaza, tu favorita. —Cortó un gran pedazo rezumante y se percató de que había olvidado los platos—. ¡Vaya, mira lo que pasa cuando me ponéis tan nerviosa! Ann, no te quedes ahí sentada, que ya no estás enferma, y ve a por los platos de postre. Gary, sabes bien que últimamente no paran de rodar películas por todas partes —Ann puso un plato bajo el bamboleante pedazo de tarta y se lo sirvió a Papá para ayudar a calmar los ánimos.

—Así que Martin simplemente no se fijó en los cámaras, los directores y toda la pesca, ¿verdad? —preguntó Papá con desdén mientras le echaba azúcar a su porción de tarta. Papá necesitaba más azúcar que ninguna otra persona que conociese. No era capaz de comer ninguna de las frutas que vendía, decía que eran demasiado áridas. Lo increíble era que nunca engordaba, con lo grande que era—. Buen intento, Alison —prosiguió— es una pena que Martin se haya olvidado del equipo de rodaje. No tengo ni idea de qué será lo que ha visto, pero sí que sé por qué lo ha visto. Si no tiene la nariz metida en un tebeo, es porque se pasa la noche viendo marcianos por la tele. ¡Este niño no sabe distinguir la realidad de la ficción!

—¡Sí que sé! —Martin se levantó de la mesa de golpe, pasó del plato de tarta de melaza que Mamá intentaba darle y salió de la sala dando un portazo.

Que Martin ignorase la tarta de melaza era algo nunca visto, y esto terminó de convencer a Ann de que Martin había presenciado de verdad algo extraño. Ann se acabó la comida en el silencio producido por el mal humor contenido, recogió demasiado rápido y fue en busca de Martin. Estaba sentado con gesto ceñudo en las escaleras.

—Eso que viste… —comenzó a decir Ann.

—¡No empieces tú también! —gruñó Martin—. No me importa lo que pienses, sólo sé que he visto a un hombre vestido como Superman trepando por la puerta de la vieja granja. ¡Y punto!

—¡Superman! —exclamó Ann.

Martin la miró con odio.

—Sí, aunque con los colores que no eran. Llevaba un traje plateado y una capa verde. Y sí que lo he visto.

—No me cabe duda de que lo has visto —afirmó Ann. Estaba demasiado preocupada como para intentar calmar a Martin. ¿Habría visto a Yam? No, Yam nunca llevaba ninguna clase de prenda, así que una capa verde mucho menos. Ann salió y cruzó la calle Wood, bastante convencida de que alguien más había entrado en el campo del Bannus. ¿O sería, y eso era lo que más le preocupaba, que el campo estaba haciéndose más grande?