*1*

Todavía quedaban piedras de granizo bajo el gran coche gris, pero ya estaban derritiéndose cuando Ann pasó corriendo por allí en dirección al sendero del bosque de Banners. No se detuvo por miedo a que Mamá o Papá le dijesen que volviese. Admitía que salir a trepar por los árboles con una falda ajustada era probablemente una tontería, pero eso era cosa suya. Además, es que hacía tanto calor… El camino estaba caliente por el vapor y cubierto de piedras de granizo a medio derretir que centelleaban como diamantes sobre la hierba. Era un alivio estar a la sombra de los árboles.

La hierba apenas crecía en la tierra pisada bajo los árboles, pero la primavera había hecho allí su trabajo igualmente mientras Ann estuvo enferma. Unos hierbajos de color verde brillante crecían en los límites de las zonas por las que los niños pasaban. Los pájaros piaban en las ramas más altas, y flotaba un delicioso olor en el aire, mitad fresco y terroso, mitad distante y dulce como un toque de miel. Los endrinos a la orilla del arroyo intentaban florecer, brotaban pequeñas flores blancas por su superficie espinosa pero todavía no tenían hojas. El camino discurría entre los arbustos, y Ann tenía que ir apartándolos mientras lo recorría, levantando los brazos para cubrirse la cara. El camino no tardó en quedar totalmente bloqueado por los arbustos, pero agachándose descubrió un paso que serpenteaba entre sus raíces.

Lo atravesó arrastrándose. Se enganchó el pelo con las espinas y oyó cómo el anorak se rasgaba, pero le parecía una tontería volverse atrás, el camino de vuelta iba a estar igualmente plagado de espinas. Siguió reptando hacia la luz que se veía al final de los arbustos.

Llegó hasta la luz, que brillaba con una claridad lechosa teñida de verde. Ann estuvo mirándola durante un segundo, hasta que reconoció que la claridad provenía de un lago cuyas aguas se extendían ante ella a lo largo de una distancia imposible, formando suaves ondas de color blanco grisáceo que se desvanecían entre la niebla. Los oscuros árboles que había junto al lago se inclinaban sobre copias ondulantes de sí mismos, y un sauce más lejano manchaba el lago con su color verde amarillento.

Ann observó la niebla que se extendía en lontananza, y luego el agua que ondulaba calmosamente cerca de sus rodillas. En su oscuro reflejo se veían hojas viejas, negras como hojas de té. La orilla en que se encontraba estaba alfombrada de violetas de color azul claro, blanco, y púrpura oscuro, esparcidas por doquier en una imposible profusión. Su aroma le mareaba un poco.

—No puede ser —dijo Ann en voz alta— no recuerdo ningún lago.

—Yo tampoco —dijo Hume, arrodillándose bajo el sauce— debe ser nuevo.

El chándal de Hume tenía un color tan parecido al de la acumulación de violetas que Ann no le había visto hasta ahora. Por un momento no estuvo segura de que fuese él, pero su pelo castaño enmarañado, su rostro delgado y la forma en que le sobresalían los pómulos le resultaban muy familiares. Claro que era Hume, era una de las veces en que debía tener unos diez años de edad.

—¿Qué es lo que provoca las ondas? —preguntó Hume—. No hay viento…

«Hume nunca deja de hacer preguntas», pensó Ann. Oteó la gran extensión de agua lechosa. No había forma de saber cómo era de grande. Se fijó en un plácido surtidor blanco que había en la parte más lejana del lago, y señaló en esa dirección:

—Allí hay un manantial.

—¿Dónde? Ah, ya lo veo —dijo Hume, y también lo señaló.

Ambos estaban señalando al otro lado del lago cuando la niebla se disipó un poco. Durante un instante señalaron la silueta de color gris lechoso de un castillo situado en una costa lejana. Sus tejados inclinados, sus torres puntiagudas y los dientes cuadrados de sus almenas se alzaron junto al grácil contorno circular de una torre. Las formas blanquecinas de sus banderas ondeaban ociosas en torres y tejados. Y a continuación la niebla volvió a cerrarse y lo ocultó.

—¿Qué era eso? —preguntó Hume.

—El castillo —dijo Ann— donde vive el rey con sus caballeros y sus damas. Las damas llevan hermosos vestidos, y los caballeros portan armaduras, cabalgan, luchan y corren aventuras.

A Hume se le iluminó su delgado rostro:

—¡Lo conozco! ¡El castillo es donde está la acción! Voy a decirle a Mordion que lo he visto.

Hume tenía esa capacidad de saber las cosas antes de que ella se las contase, pensó Ann mientras cogía un ramillete de violetas. A Mamá le iban a encantar, y había tantas… A veces era porque Hume le había preguntado a Yam, pero otras Hume le decía que ella ya se lo había dicho antes, algo que la confundía mucho.

—El castillo no es el único lugar en que pasan cosas —dijo Ann.

—Ya, pero yo quiero ir allí —dijo Hume anhelante—. Si supiera que puedo llegar hasta allí vadearía el lago o intentaría ir a nado, pero seguro que no ya estará allí si logro cruzarlo.

—Es un castillo encantado —dijo Ann— tienes que ser mayor para llegar allí.

—Ya lo sé —dijo Hume irritado—. Y entonces me convertiré en caballero y mataré al dragón.

Ann opinaba, personalmente, que Hume sería mejor mago que caballero, como Mordion. A Hume se le daba muy bien la magia. Ann daría lo que fuese por aprender a hacerla.

—No creo que te guste el castillo —le advirtió Ann, cogiendo las hojas mejor formadas para disponerlas alrededor de las violetas—. Si quieres combatir, será mejor que te unas a Sir Artegal y sus proscritos. Mi padre dice que Sir Artegal es un caballero como Dios manda.

—Pero son proscritos —dijo Hume, menospreciando a Sir Artegal—. Yo seré un leal caballero de la corte. Cuéntame qué se dice del castillo en el pueblo.

—No es que sepa mucho —dijo Ann. Terminó de arreglar las hojas y ató con cuidado unas hierbas largas alrededor de los tallos de su ramillete—. Creo que hay cosas que no quieren que escuche, bajan la voz cuando hablan de la novia del rey, y como el rey está enfermo a causa de esa herida que no se cura algunos de sus cortesanos son demasiado poderosos. Hay luchas y secretos, y la gente se agrupa en camarillas.

—Háblame de los caballeros —dijo Hume inexorable.

—Pues está Sir Bors —dijo Ann— que dicen que reza un montón, y Sir Cualahad, que no le gusta a nadie. Quien sí que gusta es Sir Bedefer, aunque es muy duro con sus soldados, pero dicen que es honrado. Y a quien de verdad odia todo el mundo es a Sir Harrisoun.

Hume pensó en todo ello, con la barbilla apoyada sobre la rodilla, mientras miraba la niebla que se extendía sobre el lago ondulado:

—Cuando haya matado al dragón los echaré a todos y me convertiré en el Campeón del Rey.

—Antes tienes que llegar hasta allí —dijo Ann, comenzando a levantarse.

—A veces —dijo Hume suspirando— odio vivir en un bosque encantado.

Ann también suspiró:

—¡No sabes la suerte que tienes! Yo tengo que estar en casa a la hora de comer. ¿Vas a quedarte aquí?

—Un ratito más —dijo Hume—. La niebla puede volver a abrirse.

Ann le dejó allí, arrodillado entre las violetas, atisbando entre la niebla como si la fugaz visión del castillo le hubiese roto el corazón. Mientras ella se arrastraba entre los espinos, protegiendo con cuidado el ramito de violetas con la mano que le quedaba libre, se sintió bastante desconsolada. Parecía como si le hubiesen arrebatado algo que tenía una belleza imposible. Estaba a punto de echarse a llorar cuando salió de entre los arbustos y se puso en pie en el camino de tierra para dirigirse hacia las casas. Y, para rematar la faena se había rasgado el anorak y la falda, y se había hecho un corte bastante grande en la rodilla.

—¡Hey, alto ahí! —dijo ella, deteniéndose en el callejón entre las casas. Se había hecho el corte de la rodilla escapando de Mordion. Miró primero la sangre seca que le cubría la pantorrilla y luego el ramillete de violetas que llevaba en la mano—. ¿He entrado dos veces en el bosque?

«No sé», dijo el Chico. «Te perdimos».

«Dejaste de estar en contacto con nosotros al entrar en el bosque», explicó el Prisionero.

«Sí, pero… ¿es que he entrado, luego salido, y luego vuelto a entrar?», les preguntó Ann.

«No», respondieron las cuatro personas imaginarias, y el Rey añadió:

«Sólo entraste una vez esta mañana».

—Hmmm… —Ann no terminaba de creerse lo que le decían. Avanzó cojeando despacio por el callejón y entró en la calle Wood. El gran coche gris aún estaba allí estacionado, y ahora tenía otros coches alrededor. Ann se agachó y vio que debajo todavía tenía unas pocas piedras de granizo, fusionadas formando un montón a medio derretir tras la rueda delantera junto a la acera, allá donde el sol no había podido llegar.

«Al menos esto sí es real», pensó mientras cruzaba la calle en diagonal en dirección a la frutería Stavely.

Al llegar frente a la tienda se detuvo y miró las cajas de lechugas, plátanos y flores que había en la acera. Una de las cajas estaba llena a rebosar de ramilletes de violetas como el que llevaba. Conteniendo las lágrimas, Ann metió el suyo con los demás y entró a comer.

*2*

Mordion trabajaba duro intentando construir un refugio y vigilando a Hume al mismo tiempo. Hume se pasaba el día intentando bajar las empinadas rocas que llevaban al río, al parecer le fascinaban las trampas para peces que Mordion había instalado en la charca bajo la cascada. Mordion no tenía claro cómo había acabado haciéndose cargo de un niño tan pequeño, pero sabía que Hume era demasiado crío como para confiar en que no se caería al río y se ahogaría. Cada pocos minutos Mordion se veía obligado a bajar a saltos tras Hume. Una vez llegó por los pelos para evitar que Hume se cayese de una piedra resbaladiza que había al borde de la profunda charca y le agarró de uno de sus rechonchos brazos mientras resbalaba.

—Ve a jugar con aquellas piedras tan bonitas que te di —dijo Mordion.

—Ya lo hice —dijo Hume—. Se cayeron al agua.

Mordion arrastró a Hume cuesta arriba hasta la cueva que había tras un pino, el lugar en que intentaba construir el refugio. Debía haber arrastrado a Hume más de cien veces.

—Quédate aquí, que es un sitio seguro —dijo Mordion—. Anda, toma unos bloques de madera y haz una casita.

—Mejor voy a hacer un barco —ofreció Hume.

«¡Claro, para llevarlo al río y caerte en él!», pensó Mordion, y decidió utilizar la astucia:

—¿Y por qué no un carro? Luego podrías hacer aquí unas carreteras por la tierra y… y podría tallarte un caballito de madera para el carro cuando acabe el refugio.

Hume estudió la opción.

—Vale —dijo finalmente, haciéndole a Mordion un inmenso favor.

Mordion pudo gozar de unos instantes de paz… salvo por los golpes que daba Hume intentando que una de las piezas de madera adquiriese forma de carro. Mordion volvió a la construcción. Había colocado una hilera de montantes frente a la cueva y clavado unas estacas entre las rocas de la parte superior de la caverna, y ahora intentaba colocar unas vigas sobre esos soportes para hacer el tejado. La idea era buena, pero no parecía funcionar demasiado bien. No podían hacerse buenas cuerdas con helechos y hierbas.

Mientras trabajaba, Mordion reflexionó sobre lo responsable que se sentía respecto a Hume. Un niño era una verdadera molestia, y los siglos de sueño estat no le habían preparado para esa necesidad constante de echar a correr tras Hume y evitar que se matase. Estaba agotado. Muchas veces estuvo a punto de rendirse y decir «¡Bah, pues que se ahogue!».

Pero eso no estaba bien. Mordion estaba sorprendido de lo fuerte que era ese sentimiento. No podía permitir que un niño perdido sufriera daño alguno. «¿Y a quién le importa el por qué?», pensó con rabia mientras volvía a poner derecho el tejado. Los montantes no dejaban de inclinarse hacia los lados, y sobre todo lo hacían cuando Mordion estaba en un equilibrio precario extendiendo ramas de abeto sobre la estructura para completar el tejado. La construcción ya se habría derrumbado si no fuese por los grandes clavos de hierro que, por alguna razón, no dejaban de aparecer sobre la pila de maderos. A pesar de que pensaba que estaba haciendo trampas, cada vez que el tejado se inclinaba Mordion cogía uno de los clavos y lo clavaba en la tierra junto a un montante. Llegó un punto en que cada montante estaba rodeado por un círculo de clavos. Quizá debiera atar los palos y los clavos con cuerda de helecho…

—¡Mira! —dijo Hume con alegría—. Ya he hecho el carro.

Mordion se dio la vuelta. Hume tenía una sonrisa radiante y sostenía un pedazo de madera con dos clavos atravesados. A ambos lados de cada clavo había unas piezas redondas que Mordion había cortado de los extremos de los postes para que tuviesen una longitud adecuada. Mordion lo miró con su orgullo herido: se parecía más a un carro de lo que su construcción se parecía a una casa.

—¿Es que los carros no son así? —preguntó Hume dubitativo.

—Claro que sí, ¿nunca has visto uno? —dijo Mordion.

—No —dijo Hume—. Me lo he inventado. ¿Está muy mal?

Mordion pensó que, en ese caso, Hume era un genio: acababa de reinventar la rueda. Ésa sí que era una buena razón para cuidar de Hume.

—No, es un carro muy bonito —dijo Mordion con amabilidad. Hume sonrió con tanta alegría por este comentario que Mordion se sintió casi tan contento como él. ¡Era increíble que tan pocas palabras pudieran proporcionar tanto placer!—. ¿Qué te hizo pensar en los clavos? —preguntó Mordion.

—Sólo pedí algo con lo que pudiera enganchar los redondeles de madera —explicó Hume.

—¿Como que los pediste? —dijo Mordion.

—Puedes pedir cosas —respondió Hume— y caen al suelo justo delante de ti.

«Así que Hume ha descubierto de esta forma tan extraña que también puede hacer trampa», pensó Mordion. Eso explicaba probablemente lo de los clavos en la pila de madera. Mientras pensaba en ello, Hume dijo:

—Mi carro es también un barco —y se fue trotando de nuevo hacia el río.

Mordion se lanzó tras él y le agarró por la espalda del chándal justo cuando Hume se lanzaba por el borde de las empinadas rocas.

—¿Es que no puedes tener un poco de cuidado? —dijo Mordion, intentando evitar que Hume se lanzase al vacío. Ambos estaban suspendidos sobre el río.

Hume comenzó a agitar los brazos, haciendo que Mordion casi soltase el chándal.

—¡Hola, Ann! —gritó Hume—. ¡Ann, ven a ver mi carro! ¡Mordion ha hecho una casa!

Mordion se sintió a la vez sorprendido y contento de ver a Ann allí abajo, cruzando el río con cuidado saltando de roca en roca. Cuando Hume gritó, se puso en equilibrio sobre una piedra y miró hacia arriba. Parecía estar tan sorprendida como Mordion, pero en absoluto igual de contenta. Mordion se sintió herido. Ann gritó, pero su voz se perdió entre el rugido de la cascada.

—¡No te oigo, Ann! —gritó Hume.

Ann ya se había dado cuenta de eso. Dio los dos últimos saltos entre la espuma del río, ese río que antes era sólo un arroyuelo, y subió trepando precipicio arriba:

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó con cierto tono acusador mientras recuperaba el resuello.

—¿Qué quiere decir? —Mordion dejó a Hume bien lejos, donde no pudiera correr el riesgo de caerse. Ann observó que se había dejado una barba corta, rizada y castaña que hacía que su cara no se pareciese tanto a una calavera. Con la barba y la túnica plisada le recordaba a un monje o un peregrino. Y Hume era tan pequeño… ¡apenas debía tener cinco años!

Hume le pedía a gritos a Ann que admirase su carro, sosteniéndolo y agitándolo justo delante de la cara de ella. Ann lo cogió y lo miró.

—Es un patín prehistórico —dijo Ann—. Deberías hacer otro más… a menos que sea un monopatín muy pequeño, claro.

—Lo ha inventado él sólo —dijo Mordion con orgullo.

—¡Y Mordion ha inventado una casa! —añadió Hume igualmente orgulloso.

Ann observó los postes inclinados de la casa. En su opinión, ninguno de los dos inventos valía para mucho. «Supongo que Hume y Mordion aún tienen mucho que aprender», pensó.

—Empezamos protegiendo la cueva —explicó Mordion con algo de timidez— pero hacía mucho frío y teníamos poco espacio, así que pensé en ampliar la construcción.

Cuando Mordion señaló la húmeda covacha encajonada entre las rocas tras el refugio, Ann pudo ver que tenía un tajo de color rojo oscuro que comenzaba a mostrar un aspecto arrugado e irritado en la muñeca. «Es donde se hizo el corte para crear a Hume», pensó Ann. «¿Pero qué está pasando?». Esa herida apenas había empezado a curarse, igual que el corte de la rodilla de ella. Ann podía sentir bajo los vaqueros la irritación y las molestias de la tirita que, con muy buen juicio, había decidido ponerse esa tarde. Pero a Mordion le había dado tiempo a dejarse barba.

—Sé que, aunque le llame cobertizo, no cubre mucho, pero… —dijo Mordion excusándose. Se sentía herido y confuso. Al igual que Hume, consideraba a Ann una buena amiga de las tierras del castillo, pero esta vez estaba seria, antipática y decididamente sarcástica—. ¿Qué ocurre? —le preguntó a Ann—. ¿Te he ofendido?

—Es que… —dijo Ann— es que la última vez que vi a Hume era el doble de grande que ahora.

Mordion se mesó las barbas, luchando contra el molesto y vago recuerdo que le asaltaba al mirar a Hume, que estaba tirándole de la manga a Ann y parloteaba como el niño pequeño que era:

—Ann, ven a ver la espada que me ha hecho Mordion, y el tronco de jugar, y las redes para coger peces en el agua…

—Calla, Hume —le pidió Mordion—. Ann, igual de grande que cuando le encontré vagando por el bosque.

—Y, si no recuerdo mal, dijiste que no te ibas a molestar en cuidar de él —dijo Ann—. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?

—Ten por seguro que nunca habría dicho… —comenzó a decir Mordion, pero el vago recuerdo se volvió súbitamente real. Sabía que había dicho algo por el estilo, aunque le parecía haberlo dicho en un tiempo y un lugar completamente distintos. A ese recuerdo tan real le acompañaban el de un luminoso bosque primaveral, el de un árbol de Judas en flor, y el del rostro de Ann sucio y bajo una luz verdosa mirándole con miedo, terror e ira. Y desde un punto elevado—. Perdona —dijo él—. No quería asustarte… ya sabes, parece que algo está causando que la memoria me juegue malas pasadas.

—El campo paratípico —dijo Ann, mirándole expectante.

—¡Vaya! —dijo Mordion. Ann tenía razón. Los dos campos eran muy potentes, y uno de ellos era tan sutil y tenía tal capacidad para pasar inadvertido que con el paso de las semanas se había olvidado de que estaba allí—. Me he dejado atrapar por él —confesó—. Y… respecto a lo que dije de Hume… es que… nunca en mi vida he tenido que cuidar de nadie… —calló, porque ahora que Ann le había hecho consciente de que su memoria le engañaba, recordó que no era así. En algún momento, en algún lugar, sí que había cuidado de alguien, de varias personas, de niños como Hume. Pero la certeza de ese recuerdo le ocasionaba un dolor tan hondo que no se sentía preparado para pensar en ello, salvo para hablarle a Ann con franqueza—. Quizá eso no sea del todo cierto —admitió Mordion— pero sabía cómo iba a resultar. Hume puede ser un verdadero incordio.

En ese momento Hume dejó sus tesoros caer en un montón a los pies de Ann, y le gritó para que los mirase. Ann rió:

—¡Ya veo a qué te refieres!

Se agachó junto a Hume e inspeccionó la espada de madera y el tronco que se parecía a un cocodrilo (aunque Hume insistía en que era un dragón), y pasó los dedos por las piedras perforadas. Mientras observaba una especie de muñeca que Mordion había vestido con un retal desgajado de su túnica, Ann se dio cuenta de que estaba más de acuerdo con Mordion de lo que esperaba. Mamá había intentado hacer que se quedase en casa a descansar, pero Ann había salido a buscar a Hume y cuidarle. Le había sorprendido mucho comprobar que Mordion ya se había encargado de eso. Tenía que admitir que Mordion se había esforzado de verdad. Había muchas cosas extrañas (y aterradoras) en él, pero la mayor parte de ellas se debían a su apariencia, y el resto probablemente al campo paratípico activo, que hacía que las cosas fuesen raras.

—¿Sabes qué, Hume? —dijo Ann—. Vamos a dar un paseo tú y yo juntos, y así Mordion puede tomarse un descansito.

Fue como si le hubiera hecho un regalo a Mordion. Una sonrisa le iluminó la cara cuando Ann se levantó y se llevó a Hume consigo. Hume vociferaba diciendo que podían ir a un sitio total que él conocía.

—Me vendrá bien un descanso —dijo Mordion entre las voces, agradecido de verdad. Ann sintió que no merecía su agradecimiento, porque como regalo no era mucho mejor que un tronco que parecía un cocodrilo.

En cuanto Ann y Hume se perdieron de vista, Mordion se sentó en una de las lisas rocas pardas que había bajo el pino en vez de proseguir con la casa. Se recostó contra el tronco áspero y resinoso, sintiéndose como alguien que no hubiera podido gozar de un descanso en años. ¡Qué tontería! Siglos de vida en suspensión estat eran como dormir durante una larga noche. Pero tenía la certeza de haber soñado, sueños horripilantes. De lo único de que estaba seguro era de que había deseado ser libre con cada fibra de su ser. El cansancio de cuerpo y mente que sentía en ese momento se debía con toda seguridad a haber cuidado de Hume.

Sí, Ann tenía razón. Hume había sido mayor anteriormente. ¿Pero cuándo? ¿Y cómo? Mordion iba dando palos de ciego. El más sutil de los dos campos paratípicos seguía abriéndose camino y procuraba extender las imprecisiones en su mente, pero Mordion estaba decidido a recordarlo: el bosque, Ann aterrorizada…

El recuerdo volvió. Primero la sangre, salpicando el musgo y cayéndole de la mano. Luego un surco en la tierra, abriéndose para revelar un pálido cuerpo blanco y una maraña de pelo. Mordion reflexionó sobre el recuerdo. ¿Qué había hecho? Era cierto que el campo le había impulsado a ello, pero era una de las pocas cosas que podía haberse negado a hacer. Debía de haber estado furioso, tras salir de aquel ataúd y verse como un esqueleto, pero eso no era excusa. Y les guardaba auténtico rencor a los Líderes, pero eso tampoco era excusa. No estaba bien crear a otro ser humano para que le hiciera a uno el trabajo sucio. Había sido una locura jugar a ser Dios.

Miró el corte que tenía en la muñeca. Se estremeció y estuvo a punto de curárselo sin más, pero se detuvo. Sería mejor que siguiese allí (no… tenía que seguir allí) para recordarle lo que le debía a Hume. Debía criarle como a una persona normal. Incluso cuando fuese mayor, Hume nunca debía saber, nunca, que Mordion le había creado par ser su marioneta. Mordion se convenció de que tendría que encontrar la forma de vérselas con los Líderes él mismo. Tenía que haber una forma.

*3*

Ann se llevó a Hume con la esperanza de que el campo raro le hiciese crecer en cuanto perdiesen a Mordion de vista. Sería muy confuso, pero sabía que lo prefería así. El pequeño Hume hacía preguntas sin parar, y si ella no le respondía le tiraba de la mano y le repetía la pregunta a gritos. Ann no estaba segura de si debía contestarle a algunas de las cosas que le preguntaba. Ann deseaba haber sabido más sobre los niños pequeños. En realidad se suponía que debería saber bastante, puesto que tenía un hermano dos años menor que ella, pero no recordaba en absoluto cómo era Martin a esa edad. Lo que tenía claro era que Martin nunca le había preguntado las cosas de esa forma.

Subieron por la ladera de una colina cubierta de helechos secos que crujían a su paso y con algunos arbolillos espinosos y retorcidos esparcidos por ella. Antes de que siquiera se hubieran aproximado a la cima, Ann descubrió que le había explicado a Hume con todo detalle cómo nacen los niños.

—Y así es como nací yo, ¿no? —preguntó Hume.

Ésa fue una de aquellas ocasiones en que Hume le tiraba a Ann del brazo y repetía la pregunta a voces una y otra vez.

—No —dijo Ann finalmente, agobiada por tanto acoso—. No, tú naciste gracias a un conjuro que hizo Mordion con su sangre y la mía. —Tras esto, Hume volvió a tirarle de la manga y a gritar hasta que Ann se lo describió todo tal y como ocurrió.

—Y te levantaste y te fuiste corriendo sin siquiera fijarte en nosotros dos —concluyó justo cuando llegaban a la cima de la colina. Para entonces ya había aceptado con resignación que el campo paratípico iba a mantener a Hume tal y como estaba.

Se internaron de nuevo en el bosque, y Hume siguió dándole vueltas a lo Ann que le acababa de contar:

—¿Entonces no soy una persona de verdad? —preguntó con tristeza.

¡Y ahora le había creado un trauma! Ann volvió a desear que el campo hiciese mayor a Hume.

—¡Pues claro que lo eres! —le dijo a Hume con la enorme sinceridad que da la culpa—. Es sólo que eres alguien extremadamente especial. —Pero como Hume todavía parecía dudar y estar a punto de echarse a llorar, Ann añadió rápidamente—: Mordion te necesita muchísimo, para que cuando crezcas mates por él a unas personas malísimas llamadas Líderes. Él no puede matarles personalmente, ¿sabes?, porque ellos se lo han prohibido. Pero tú sí que puedes.

Hume parecía estar muy interesado en ello, y se animó:

—¿Son dragones?

—No —dijo Ann; Hume estaba del todo obsesionado con los dragones—. Son personas.

—Entonces les voy a coger por la cabeza y darles contra una piedra, como hace Mordion con los peces —dijo Hume. Luego se soltó de Ann y echó a correr entre los árboles, gritando—: ¡Aquí es! ¡Corre, Ann! ¡Es una pasada!

Cuando Ann llegó a su altura, Hume estaba abriéndose paso a través de un enorme conjunto de arbustos flexibles de los que daban unas blandas bayas blancas en verano (y a los que Ann siempre había llamado «arbustos de bolas de nieve»). En aquel momento estaban casi desnudos, salvo por unos pocos brotes verdes. Tras ellos podía ver con claridad las piedras de un antiguo muro. «¿Pero qué es esto?», se preguntó Ann. «¿El campo ha convertido el castillo en unas ruinas?».

—¡Venga! —chilló Hume entre los arbustos—. ¡No puedo abrirla!

—¡Ya voy! —Ann se abrió paso entre la maleza, apartándola y agachándose, hasta llegar al muro. Hume daba saltos impaciente frente a una puerta de madera viejísima.

—¡Ábrela! —le ordenó Hume.

Ann asió el viejo pomo oxidado, lo giró, tiró de él, lo sacudió, y cuando ya estaba a punto de asumir que la puerta estaba cerrada con llave descubrió que se abría hacia adentro. Apoyó el hombro contra los maderos hinchados y empujó. Hume intentó ayudarla, pero molestó más que otra cosa. Y la puerta crujió, rozó contra la piedra y finalmente quedó abierta a medias, lo suficiente para que ambos se colasen a través de ella. Hume entró como una bala dando un grito de emoción, y Ann le siguió con un poco más de cuidado.

Se detuvo asombrada. Al otro lado del muro había una antigua granja, rodeada por un jardín vallado cubierto de malas hierbas que le llegaban hasta el pecho. La casa era una pura ruina. Parte del tejado se había desmoronado y un árbol muerto había caído entre las vigas desnudas. La chimenea del lado que Ann podía ver estaba totalmente cubierta de hiedra y ésta había logrado arrancar una de las tuberías de la pared. Siguió con la vista el recorrido descendente de la tubería y descubrió que el tonel en que desaguaba estaba roto y abierto como una absurda flor de madera. Sobre el lugar pesaba un silencio cálido y húmedo, roto por el leve piar de los pájaros.

Ann conocía la silueta de ese tejado y la forma que debía tener la chimenea cubierta de hiedra, los había visto a diario durante la mayor parte de su vida (salvo que el tejado no estaba hundido y que cerca no había árboles que le pudieran caer encima). «¡Qué cosas!», pensó Ann. «¿Qué hace aquí la granja Hexwood? Debería estar al otro lado del arroyo… esto, del río, de lo que sea. ¿Y por qué está en un estado tan ruinoso?».

Mientras tanto Hume se había zambullido entre las altas hierbas y gritaba:

—¡Este sitio sí que mola!

Al poco ya estaba gritándole a Ann para que fuese a ver lo que había encontrado. Ann se encogió de hombros: «Será cosa del campo paratípico, una vez más». Al llegar vio que Hume había dado con una tetera oxidada dentro de la cual había un nido de petirrojos. Tras esto, Hume encontró una bota vieja, y luego un macizo de lirios, y luego una ventana lo bastante baja como para que Hume pudiese ver el interior de la casa. Ese último hallazgo era mucho más interesante. Ann se quedó un rato mirando a través de los vidrios sucios y estallados, y observó los restos podridos de unas cortinas a cuadros rojos y blancos, una botella de detergente envuelta en telarañas, y una cocina vieja y mísera. También había unas estanterías vacías y una mesa en la que vio lo que parecían los restos mortales de una barra de pan (a menos que fuesen directamente hongos).

«¿Es así de verdad?», se preguntó. «¿O más nueva?».

Hume volvió a gritar algo:

—¡Ven a ver lo que he encontrado!

Ann suspiró. Esta vez Hume estaba rebuscando entre la alta maraña de zarzaparrillas que había en las proximidades del portalón. Cuando Ann se acercó, Hume estaba de puntillas, aferrado a dos sarmientos de zarzaparrilla que tenían unas espinas gordas como garras de tigre.

—Te vas a hacer un arañazo —dijo Ann.

—¡Aquí también hay una ventana! —dijo Hume, tirando nervioso de los sarmientos.

Ann no le creyó, y para demostrarle que estaba equivocado se enrolló el jersey alrededor del puño y apartó un montón de ramas espinosas. Para su sorpresa, detrás de ellas se encontraban los restos herrumbrosos del capó blanco de un coche, y un alto parabrisas brillaba un poco más allá. «Es demasiado alto para ser de un coche… tiene que ser alguna clase de furgoneta. ¡Un momento!». Se adentró un poco más entre la maraña y utilizó ambos puños, cada uno protegido por una manga del jersey, para apartar más sarmientos verdes.

—¿Qué es? —quiso saber Hume.

—Pues… es una especie de carro, creo —dijo Ann mientras seguía apartando sarmientos.

—Tonta, los carros no tienen ventanas —le dijo Hume con desdén, y se marchó decepcionado.

Ann se quedó mirando el lateral de la furgoneta, que en su día había sido blanca y ahora estaba surcada por hilillos de óxido amarronado. Más allá, un óxido más rojo invadía la pintura como un eccema. Pero el logo azul seguía allí: una balanza con dos platos redondos, uno más alto que el otro.

«Sí que es una balanza», le dijo a las cuatro personas imaginarias, pero no obtuvo respuesta. Tras un instante en el que se sintió herida, enfadada y perdida, Ann recordó que la habían perdido esa mañana cuando se internó en el bosque. «¡Qué tontería!», pensó. «¡Comportarme como si fueran reales! Ya se lo diré cuando salga. Así que…».

Siguió apartando más sarmientos ayudándose con los antebrazos y los codos además de con las manos, hasta que pudo pisarlos y quedaron a la vista unas palabras pequeñas escritas con una elegante letra azul: LEADER HEXWOOD INTERNATIONAL, y en letras más pequeñas DIVISIÓN DE MANTENIMIENTO (EUROPA).

—¡Bueno, me he quedado como estaba! —dijo Ann, aunque por alguna razón leer ese nombre le dio escalofríos. Se sentía helada, pequeña y asustada—. ¿Pero cómo puede haber quedado esto así en sólo dos semanas?

—¡Ann! ¡¡Ann!! —gritó Hume desde algún punto situado al otro lado de la casa.

¡Algo iba mal! Ann se alejó de la furgoneta y las zarzas de un salto y echó a correr hacia donde se encontraba el niño. Hume estaba dando botes en la esquina que formaban los muros del jardín más allá del tonel de agua. Ann estaba tan segura de que algo iba mal que agarró a Hume por los hombros y comenzó a darle vueltas a un lado y a otro en busca de sangre, un rasguño o incluso una mordedura de serpiente.

—¿Dónde te has hecho daño? ¿Qué te ha pasado?

Hume estaba tan entusiasmado que apenas podía hablar. Señaló la esquina y dijo:

—¡Ahí, mira! —dijo y tragó saliva, con una mezcla de alegría y angustia que dejó perpleja a Ann.

Había un montón de basura en la esquina, y llevaba allí tanto tiempo que sobre ella habían crecido unos saúcos que formaban otra maraña de sarmientos.

—Sólo es basura —dijo Ann intentando calmarle.

—¡No, ahí! —dijo Hume—. ¡Abajo del todo!

Ann miró y vio un par de pies metálicos con suelas mullidas que sobresalían de la parte inferior del montón de basura. Se le encogió el estómago. «¡Y ahora un cadáver!».

—Eso es que alguien ha tirado una armadura vieja —dijo ella, intentado apartar poco a poco a Hume. «Imagínate que fueran de verdad las piernas de un muerto». Le dieron ganas de vomitar. Pero Hume no se movió ni un ápice.

—Se han movido —insistió Hume— lo he visto.

«¿Seguro? Este montón de basura no lo ha tocado nadie en años, si no, no habrían crecido los saúcos». Sintió un hormigueo en la cara y un dolor en la espalda a causa del miedo. No podía apartar la vista de aquellos dos pies metálicos de dedos cuadrados. Vio moverse uno de los dos. El izquierdo.

—Oh, cielos —dijo Ann.

—Tenemos que desenterrarle —dijo Hume.

El primer impulso de Ann fue ir a buscar ayuda, pero supuso que lo más inteligente sería descubrir lo peor antes de hacerlo. Hume y ella treparon entre los saúcos y se pusieron manos a la obra, arrancando y levantando cosas de aquel montón cubierto de tierra. Sacaron barras de hierro, ruedas de bicicleta, planchas metálicas, leños que se les deshacían entre los dedos en una pulpa blanca y húmeda, e incluso llegaron a sacar a rastras los restos de un gran colchón. Todo estaba impregnado de un olor nauseabundo, pero el intenso olor a savia de los saúcos le parecía a Ann el peor de todos. «Huele a sobaco», pensó. «O peor aún, huele a muerto». Hume la irritaba repitiendo una y otra vez, como si estuvieran desenvolviendo un regalo:

—¡Sé lo que es, sé lo que es!

Ann le diría que cerrase el pico de una vez si no fuese porque, entre el terror que sentía, tenía el presentimiento de que también sabía qué se iban a encontrar.

Al mover el colchón dejaron al descubierto unas piernas de metal pegadas a los pies, y más allá se podían ver algunas piezas del resto de la armadura. Ann se sintió mucho mejor. Se lanzó de nuevo al montón de basura junto a Hume y cavó con frenesí. Uno de los saúcos cayó derribado.

—¡Perdón! —le dijo Ann entrecortadamente al árbol, porque siempre le habían dicho que no hay que hacer leña del árbol caído. Al desplomarse, el saúco provocó una avalancha de tazas rotas, latas y papeles viejos, dejando un hueco en el que yacía una armadura de ojos rojos atrapada bajo lo que parecía una traviesa ferroviaria.

—¡Yam! —exclamó Hume mientras bajaba resbalando entre las basuras—. Yam, ¿estás bien?

—Aún me encuentro funcional, gracias —respondió la armadura con una voz monótona y profunda—. Apartaos y podré liberarme por mí mismo.

Ann se retiró presurosa. «¡Un robot!», pensó. «¡No me lo puedo creer! Aunque el caso es que sí que me lo creo, de algún modo». Hume se puso junto a ella de un salto, temblando de emoción. Vieron cómo el robot asía la traviesa con sus brazos plateados y empujaba. El madero se ladeó y todo el montón de escombros cambió de forma. El robot se irguió entre los saúcos y, muy lentamente y con bastantes chirridos y tintineos, consiguió colocar las piernas bajo el cuerpo y levantarse balanceándose.

—Gracias por liberarme —dijo el robot— sólo he sufrido daños leves.

—¡Te tiraron! —dijo Hume indignado, e inmediatamente se acercó al robot y le cogió de la mano plateada.

—Ya no les era de utilidad —entonó Yam—. Ocurrió cuando se marcharon, en el año cuarenta y dos. Ya había concluido las tareas que se me habían encomendado. —Dio unos pasos vacilantes hacia adelante, chirriando y runruneando—. El abandono y la inactividad me han afectado.

—Ven con nosotros —dijo Hume—. Mordion te arreglará.

Partió guiando con ternura al brillante robot hacia la puerta por la que habían entrado. Ann les siguió, aunque incrédula y dubitativa. «¿Pero qué año cuarenta y dos?», se preguntó. «No puede ser el de este siglo, y me niego a creer que estemos en el futuro, dentro de cien años. ¡Y Hume lo sabe! ¿Pero cómo?».

«Bueno, tengo claro que estamos en 1992», se dijo a sí misma. Y también sabía, por supuesto, que en 1992 no había robots de verdad. Le resultaba muy difícil librarse de la sensación de que debía haber un humano dentro del cuerpo plateado y vacilante de Yam. «Otra vez el campo paratípico», pensó. Era lo único que podía explicar que los saúcos hubieran crecido sobre Yam y que la granja Hexwood se encontrase en ruinas de forma tan misteriosa.

Ann miró de soslayo hacia la granja, como si esperase descubrir que había vuelto a su estado habitual, y lo hizo en el momento preciso en que se abría la deteriorada puerta principal y salía un hombre real con armadura, estirándose y bostezando como si hubiese acabado su guardia. No había duda de que era humano. Ann podía ver sus peludas pantorrillas bajo las grebas de hierro que llevaba atadas a las piernas. Vestía una cota de mallas y lucía un casco redondo de hierro con nasal sobre una cara muy humana. Tenía un aspecto bastante poco agradable.

El hombre se dio la vuelta y les vio.

—¡Corre, Hume! —dijo Ann.

El hombre de la armadura desenvainó su espada y avanzó dando saltos entre la hierba hacia ellos:

—¡Proscritos! —gritó—. ¡Sucios campesinos!

Hume echó una ojeada y salió a todo correr hacia la puerta entreabierta tirando de Yam, que iba tambaleándose y balanceándose tras él. Ann apuró para alcanzarles. Cuando llegaron a la puerta del muro, más hombres con armadura salieron corriendo de la granja. Al menos dos de ellos llevaban lo que parecían ser ballestas, y esos dos se detuvieron y apuntaron sus anchas y pesadas armas hacia Ann y Hume. Yam movió sus grandes manos plateadas tan rápido que Ann no pudo ni seguirlas con la vista, aferró a Hume y Ann por el brazo, y los arrojó uno tras a través de la puerta sobre el arbusto de bolas de nieve. Ann cayó dando tumbos entre las ramitas desnudas, y oyó dos golpes secos sobre metal cuando las saetas de las ballestas impactaron sobre Yam. Luego oyó el sonido de una puerta arrastrándose y cerrándose de un golpe. Ann corrió a campo abierto con todas sus fuerzas.

—Hume, ¿estás bien? —le llamó en cuanto llegó allí.

Hume salió reptando a sus pies entre los arbustos, y parecía muy asustado. Tras él se oían gritos y golpes contra la madera, los hombres armados intentaban volver a abrir la puerta. Yam surgió del matorral y se dirigió hacia ellos oscilando y emitiendo chirridos. Las ramitas golpeaban su piel metálica con el sonido de una granizada sobre un tejado de chapa.

—¡Te has roto! —gritó Hume.

Ann pudo oír cómo la puerta comenzaba a abrirse con dificultad. Agarró a Hume por la muñeca con una mano, con la otra tomó la fría mano de Yam, y dijo:

—A correr.

*4*

Mordion bajó apresuradamente de la roca al ver aparecer a Ann, que arrastraba al límite de sus fuerzas a Hume y al robot dañado que corría tambaleándose. Le costó mucho encontrarle el sentido a lo que le estaban contando.

—¿Fuisteis al castillo? ¿Aún os persiguen? ¡No estoy armado!

—No exactamente —dijo Ann jadeando—. Era la granja Hexwood en el futuro, salvo que los soldados parecían sacados de las Cantigas de Santa María o de algún sitio parecido.

—Le dije —vibró Yam. Su sintetizador de voz parecía sufrir graves daños—. Más allá de árboles. Soldados. Por mí. Miedo de Sir Artegal. Conocido proscrito.

—¡Arréglalo, Mordion, arréglalo! —suplicó Hume.

—¿Entonces no os han seguido? —preguntó Mordion nervioso.

—No creo —respondió Ann.

—Dentro —traqueteó Yam—. Por mí. Célebre caballero. Cobardes.

Hume le tiró a Mordion de la manga y se lo pidió a gritos:

—¡Está roto! Arréglalo, por favor. ¡Por favor!

Mordion observó que Hume estaba asustado y angustiado, y le explicó con cariño:

—No creo que pueda, Hume. Para arreglar un robot hace falta todo un conjunto de herramientas especiales.

—Entonces pídelas, igual que los clavos —replicó Hume.

—Claro, ¿por qué no? —dijo Ann, poniéndose del lado de Hume inesperadamente—. Pídeselas al campo paramístico, como cuando lo de la comida de avión, Mordion. Yam detuvo dos flechas de ballesta y le salvó la vida a Hume.

—Fue muy valiente —corroboró Hume.

—No —zumbó Yam. Sonaba como un despertador barato—. Naturaleza robótica. Alegro. Arreglar. Incómodo. Así.

Mordion jugueteó con su barba mientras dudaba. Utilizar el campo como sugerían Hume y Ann implicaría admitir una serie de cosas sobre sí mismo que prefería no tener que admitir. Sería como desviarse por una carretera prohibida que llevase a un sitio horrible, a enfrentarse a algo a lo que nunca se podría enfrentar.

—No —dijo Mordion— pedir cosas es hacer trampa.

—Pues haz trampas —respondió Ann—. Si esos soldados vuelven a por refuerzos y vienen a por nosotros, vas a necesitar la ayuda de Yam. Aunque también puedes volver a convertirte en hechicero si no quieres hacer trampas…

—¡No soy un hechicero! —dijo Mordion.

—¡Idos al cuerno tú y tu campo de las narices! —dijo Ann—. ¡Te limitas a rendirte ante él y dejar que debilite! —Ann se dio cuenta de que estaba llorando de ira y frustración, así que se dio la vuelta para que Mordion no pudiese verla—. Vamos, Hume, a ver si mi padre puede arreglar a Yam. Yam, ¿crees que podrás cruzar ese río de ahí abajo?

—Ya sabes que Hume no debe salir del bosque —dijo Mordion—. Ann, por favor…

—Estoy tan… ¡tan decepcionada contigo! —dijo Ann atragantándose. «Amargamente decepcionada», pensó. Mordion parecía querer negar ser todo lo que ella sabía que era.

Se quedaron todos callados, impotentes. El río rugía allá abajo. Yam seguía tambaleándose y emitiendo sonidos metálicos. Las lágrimas corrían por el rostro de Hume, al igual que por el de Ann. Mordion los miró, dolido por su tristeza pero sobre todo por el desdén de Ann. Y aún se sentía más dolido porque sabía, aunque no era capaz de explicar por qué, que merecía ese desprecio. No era consciente de que estaba en su mano decidir qué hacer, y no fue consciente de que ya había decidido hasta que un gran rollo de tela metálica cayó con estrépito a sus pies.

—¿Has pedido tú esto? —le dijo Mordion a Hume.

Hume negó con la cabeza, salpicando lágrimas con el gesto. Ann dejó escapar una risilla:

—¡Sabía que lo harías! —dijo Ann.

Mordion suspiró y se arrodilló para desenvolver la tela. La extendió sobre el suelo bajo el pino y comprobó que contenía toda clase de herramientas de robótica, metidas en una fila de bolsillitos: unas pequeñas tenazas brillantes, destornilladores eléctricos, llaves automáticas en miniatura, gafas de aumento, células energéticas de repuesto, microbrocas, un comprobador de circuitos, un nivel, adhesivos, rollos de revestimiento plateado, cúteres…

Los ojos rojizos de Yam se dirigieron ansiosos hacia las herramientas expuestas. A Mordion le fascinó ver que especie de arruga curvaba el diseño plano de la boca de Yam. «¡Así que esta cosa sonríe!», pensó. «Qué antigualla más extraña».

—Antiguo Yamaha —gorjeó Yam—. Adaptado. Reformado. De confianza. ¿Herramientas adecuadas?

—Pocas veces he visto un kit tan completo —le aseguró Mordion.

—Ya me habías dicho antes que eras un modelo antiguo de Yamaha —dijo Hume.

—No —crujió Yam—. Tiempo atrás. Primera vez encontrar. Pensar en todo. Decir primera vez. Silencio. Mordion trabaja.

Hume se sentó obediente sobre una lisa piedra marrón, y Ann se sentó en el suelo a su lado. Ambos vieron que Mordion se arremangaba la túnica beige y desatornillaba un gran panel de la espalda de Yam. Comenzó a trastear con algunas de las herramientas más largas e hizo algo con lo que consiguió que Yam dejase de oscilar de inmediato. A continuación pasó rápidamente a la parte frontal de Yam y desmontó el sintetizador de voz que tenía la parte superior del cuello.

—Di algo —ordenó Mordion al cabo de un rato.

—ME ENCUENTRO —atronó Yam con su voz átona habitual. Mordion hizo unos ajustes rápidos con el destornillador eléctrico— mucho mejor —siguió diciendo Yam en un susurro— que antes, gracias. —Mordion logró ajustar su voz al volumen correcto—. Me alegro de no haberme roto.

—Y yo —añadió Mordion—. Ahora ya puedes corregirme si hago algo mal. Eres mucho más antiguo que los aparatos a los que estoy acostumbrado.

Mordion volvió a ocuparse de la espalda del robot. Yam giró la cabeza mucho más de lo que podría hacer un humano para ver cómo iba todo.

—Esas células de energía se han soltado —indicó Yam.

—Sí, las abrazaderas están gastadas —dijo Mordion—. ¿Qué tal ahora? Y si le doy una vuelta más al pisistor del cuello, ¿te sientes mejor o peor?

—Mejor —respondió Yam—. No, para. Ese cable rojo va al cabezal del torsor. Creo que el cárter inferior no está bien.

—Está agujereado —dijo Mordion, y se agachó para acercarse al estuche de herramientas—. Hace falta más fluido. ¿Dónde estarán los parches pequeños? Ah, aquí están. Ya que estoy, ¿sabes si hay más fugas?

—En la parte inferior de la pierna izquierda —respondió Yam.

Ann estaba fascinada. Mordion se convertía en una persona diferente mientras trabajaba en Yam, no era ni el hechicero con pinta de loco que había creado a Hume ni el monje acosado que intentaba construir una casa y vigilar a Hume al mismo tiempo. Estaba tranquilo y reaccionaba de forma neutral y eficiente, era un cruce entre un médico y un mecánico, con unos toques de dentista y escultor. De alguna extraña manera, Mordion parecía estar más a gusto con Yam que con ella o con Hume.

Hume estaba sentado con las manos en las rodillas, serio, inclinado hacia adelante para observar cada nuevo movimiento de Mordion. No podía creer que Mordion no le estuviese haciendo daño a Yam, repetía todo el rato en voz baja:

—Todo va bien, Yam. Todo va bien.

Mordion se giró para coger las gafas de aumento antes de ponerse con las piezas más pequeñas de la pierna izquierda de Yam, y se percató de cómo se sentía Hume. Se preguntó qué podía hacer al respecto. Podía decirle a Hume que Yam no sentía nada, pero Hume no le creería, con lo que dejaría a Hume igual de preocupado pero además avergonzado por estarlo. Sería mejor hacer que el propio Yam le demostrase a Hume que estaba bien, como por ejemplo haciéndole de otra cosa que no fuesen sus propios mecanismos anticuados.

—Yam —dijo Mordion mientras desatornillaba el revestimiento de la pierna— por lo que le has dicho antes a Hume he creído entender que llevas algún tiempo dentro de este campo paratípico. ¿También te afecta a ti?

—No tanto como a los humanos —respondió Yam— pero no soy inmune a él.

—Sorprendente —dijo Mordion— pensaba que una máquina sería inmune.

—Se debe a la naturaleza del campo —explicó Yam.

—¿Sí? —dijo Mordion mientras examinaba los centenares de minúsculos mecanismos plateados de la pierna.

—El campo es inducido por una máquina —dijo Yam— un artefacto llamado Bannus que lleva muchos años en estado latente pero no está inoperativo. Creo que en ese sentido es como yo, no se puede desconectar de forma permanente. Ha ocurrido algo recientemente que lo ha puesto en pleno funcionamiento y, a diferencia de mí, el Bannus puede extraer energía de cualquier fuente disponible cuando está plenamente funcional. Y hay mucha energía disponible en este mundo en esta época.

—Eso explica la fuerza del campo —murmuró Mordion.

—¿Pero qué es un Bannus? —preguntó Ann.

—Sólo puedo decirte lo que he deducido a partir de mi propia experiencia —dijo Yam girándose para encarar a Ann, al tiempo que Mordion también giraba para seguirle—. Aparentemente, el Bannus toma cualquier situación y personas dadas, las introduce en un campo thetaespacial, y a continuación representa con un realismo casi total una serie de escenas basadas en dichas personas y situación. Y lo hace una y otra vez, mostrando lo que ocurriría si la gente decidiese hacer una cosa u otra en esa situación. He deducido que ha sido diseñado par ayudar a la gente a tomar decisiones.

—Entonces ese aparato puede jugar con el tiempo —dijo Ann.

—No exactamente —dijo Yam— pero creo que no tiene en cuenta el orden en que se muestran las escenas.

—Eso ya lo has dicho antes —dijo Hume interesado. Casi se había olvidado de su preocupación por Yam— y tampoco lo entendí entonces.

—Lo he dicho muchas veces —respondió Yam—. El Bannus no puede alterar mi memoria. Sé que los cuatro hemos hablado sobre el Bannus, tanto aquí como en otros lugares, veinte veces hasta ahora. Y puede obligamos a seguir haciéndolo hasta que él llegue a la mejor conclusión posible.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó Ann, aunque el problema era que sí se lo creía.

Mordion se apartó de la pierna de Yam y se puso las gafas sobre la frente. Le pasaba como a Ann, a pesar de que no quería creer a Yam, tenía la poderosa sensación de que ya había vivido eso antes. El tacto de la pequeña herramienta en la mano, el penetrante olor del pino sobre él y el áspero rumor de sus agujas superpuesto al sonido del río le resultaban familiares… incómoda e inquietantemente familiares.

—¿A qué conclusión crees que nos está intentando hacer llegar la máquina?

—No tengo ni idea —dijo Yam—. Puede que quienes tengan que tomar la decisión no seamos nosotros. Puede que sólo seamos actores en las escenas de otra persona.

—Yo no —rebatió Ann—, yo soy importante. ¡Yo soy yo!

—Y yo también soy muy importante —anunció Hume.

—Además —prosiguió Ann, dándole una palmadita a Hume para demostrarle que también pensaba que él era importante— me niego a que la máquina esa me mangonee. Si lo que dices es verdad, ya me ha hecho hacer veinte cosas que no quiero hacer.

—En realidad no —dijo Yam—. Nada puede hacer que una persona o una máquina haga algo que no esté en su naturaleza.

Mordion había vuelto al trabajo en la pierna de Yam. Sabía que él no era importante en absoluto, y que Yam pensase que sólo eran actores en la escena de otra persona le quitaba un peso de la conciencia. Pero cuando Yam dijo aquello de que no podía hacer actuar a nadie contra su naturaleza, descubrió que la culpa y la incomodidad le estaban haciendo temblar tanto que tuvo que dejar de trabajar por miedo a dañar a Yam.

Ann también estaba reflexionando sobre ello, y dijo:

—Pero las máquinas pueden ser adaptadas… tú mismo estás adaptado, Yam. Y la gente tiene infinidad de rasgos extraños en su naturaleza que el Bannus puede explotar.

Mordion se percató con alivio de que era eso lo que le hacía sentirse tan culpable. Volvió al trabajo, haciendo meticulosos ajustes microscópicos en la pierna de Yam. Esa máquina, el Bannus, se había aprovechado de algún elemento extraño y sucio de su naturaleza para hacerle crear a Hume, y la causa de su culpa era que cuando el Bannus decidiese que se había llegado a la conclusión correcta, con toda seguridad desconectaría el campo y Hume dejaría de existir sin más ni más. ¡Pero qué había hecho…! Mordion continuó trabajando, pero se sentía frío y consternado.

Mientras tanto, Ann miró su reloj y declaró con firmeza que tenía que irse ya. Ya estaba harta de tanta historia con el Bannus. Cuando se levantó y comenzó a descender por las empinadas rocas, Mordion dejó a Yam con un destornillador sobresaliéndole de la pierna y salió corriendo tras ella.

—¡Ann! —la llamó.

—¿Qué? —Ann se detuvo y alzó la vista hacia él. No albergaba unos sentimientos muy amistosos hacia Mordion en ese momento, especialmente ahora que todo indicaba que le habían hecho actuar junto a él escena tras escena.

—No dejes de venir por aquí —le dijo Mordion—. Y por tu propia voluntad, si es posible. Me haces tanto bien como a Hume. Sigue diciéndonos las verdades.

—Yam puede hacerlo ahora —dijo Ann con frialdad.

—No del todo —intentó explicar Mordion antes de que Ann llegase al río y no pudiese oírle—. Yam conoce hechos, pero tú eres perspicaz.

—¿Ah, sí? —Ann se sintió lo suficientemente halagada como para detenerse a medio paso de camino hacia el río.

Mordion no pudo evitar sonreír:

—Sí, sobre todo cuando te enfadas.

*5*

Ann deseó que Mordion no hubiese sonreído. Estaba segura de que era la misma sonrisa que le había cautivado y hecho regresar esa tarde. Nunca había visto una sonrisa como aquélla.

—¡Se cree que soy graciosa! —bufó para sí misma mientras se encaminaba a casa—. ¡Se cree que me tiene comiendo en su mano cada vez que sonríe! ¡Es tan humillante!

Llegó a casa pálida y agitada por eso, aunque también podía ser porque le habían perseguido unos hombres con armaduras. Al menos no les habían seguido hasta el río. O igual el Bannus no les había dejado seguirles. ¡O igual era todo a la vez!

Su padre, que se estaba relajando viendo el telediario, miró hacia ella:

—Cielo, no habrás estado haciendo el indio por ahí, ¿verdad? Pareces cansada.

—¡No estoy cansada, lo que estoy es cabreada! —contestó Ann. Pero al darse cuenta de que jamás conseguiría que una persona con una mentalidad tan simple como su padre creyese en el Bannus, el thetaespacio, y mucho menos en un niño creado a partir de unas gotas de sangre, se vio obligada a añadir—: Cabreada por el cansancio, ya sabes.

—¿Te parece bonito? —dijo Papá—. ¡Te levantas de cama esta misma mañana, y ale, te largas y desapareces todo el día sin siquiera pensártelo! Ya verás como mañana vuelves a acabar en cama con el virus. ¿Crees que vas a estar bien y poder ir a clase este trimestre o no?

—Este mismo lunes —añadió Mamá—. Vas a estar bien y volver al colegio el lunes.

—Ya sólo quedan dos días de clase —añadió Martin desde la esquina, donde coloreaba un mapa que había titulado «Las cavernas del futuro»—, y no merece la pena volver por sólo dos días —Ann le dedicó una mirada de agradecimiento.

—Sí que merece la pena —dijo Mamá—. Ojalá yo hubiera prestado más atención cuando iba a la escuela.

—¡Venga, vale ya de ese rollo! —murmuró Martin.

—¿Qué es lo que has dicho? —le preguntó Mamá.

Papá tomó la palabra y dijo:

—Bueno, si son sólo dos días, no tiene mucho sentido obligarle a ir, ¿no? Mejor que se quede en casa y se vuelva a poner buena de verdad.

Ann les dejó discutiendo sobre el tema. Mamá parecía ir ganando, pero a Ann no le importaba demasiado, por dos días no se muere nadie. Iban a ser dos días en los que el Bannus no podría utilizarla como extra en las decisiones de un cualquiera. Estaba bien (aún diría más, era todo un alivio) volver a casa y encontrarse con que las decisiones normales se discutían como siempre. Ann se sentó en el sofá y exhaló un hondo suspiro de relajación.

Martin la miró desde el otro lado de la sala:

—Hoy por la noche ponen Alien —dijo por debajo de la discusión.

—¡Mola! —Ann estiró los brazos sobre la cabeza y decidió en ese mismo momento que no tenía intención de volver a acercarse al bosque de Banners.