*1*

La carta estaba escrita en alfabeto terrestre, con desmañados trazos de bolígrafo de tinta azul emborronada, y decía:

Granja Hexwood

Martes 4 de marzo de 1992

Estimado Controlador de Sezctor:

Hemos pensado que sería mejor enviar la carta directamente en Regional. Tenemos un problema de los buenos. Un empleado atolondrado, que se hase llamar Harrison Scudamore, va y pone en marcha una de las máquinas viejas, la que tiene todos esos sellos de los Líderes, y dice que lo ha hecho anulando la seguridad de los ordenadores. Le decimos un par de cosas sobre eso, pasa y dice que estaba aburrido, que sólo quería hacer el mejor equipo de fútbol de todos los tiempos, con el Rey Arturo de portero, Julio César de delantero, Napoleón de centrocampista… El caso es que el equipo es real, ha descubierto que la máquina puede crearlo, y lo ha creado.

El problema es que no tenemos las herramientas ni la formación para apagar la cosa esta, ni tampoco sabemos de dónde saca la energía, tiene un campo increíble y no nos deja salir de él. Le agradeceríamos mucho que nos enviase un operativo cualificado a la mayor brevedad. Atentamente,

W. Madden

Capataz de Leader Hexwood Mantenimiento

(División europea)

P. D.: Dice que lleva funcionando más de un mes.

El Controlador de Sector Borasus miró detenidamente la carta, preguntándose si se trataría de una broma. W. Madden no sabía lo suficiente sobre la Organización de los Líderes como para enviar esa carta a través de los canales adecuados. Sólo el hecho de haber escrito la palabra «¡¡¡URGENTE!!!» en el pequeño sobre marrón pudo haber sido la causa de que llegase hasta la oficina principal del Sector de Albión. Tenía sellos de las sucursales intermedias por todas partes, y debía llevar circulando al menos dos semanas.

El Controlador Borasus se estremeció. «¡Una máquina con sellos de los Líderes!». Si no era una broma, probablemente se tratase de muy malas noticias.

—Seguro que alguien cree que esto es gracioso —le dijo a su secretario—. ¿No tienen en la Tierra algo llamado Día de los Inocentes?

—Diciembre fue hace ya tiempo —señaló el secretario con recelo—. Recuerde, señor, que mañana es veinte de marzo y está citado para asistir a la conferencia americana.

—Puede que el bromista la enviase con retraso —dijo el Controlador Borasus con esperanza. Siendo como era un creyente devoto del Divino Equilibrio, mantenido a perpetuidad por los Líderes, y siendo además el mismísimo vicario de los Líderes en Albión, albergaba la profunda convicción de que nada podía ir verdaderamente mal.

—¿Qué es esa Granja Hexwood que dice aquí?

Como siempre, su secretario tenía todos los datos:

—Un complejo bibliotecario y de referencia —respondió— oculto en una urbanización residencial no muy lejos de Londres. En mi pantalla aparece como una de nuestras instalaciones más antiguas. Lleva allí sus buenos doce siglos, y nunca antes habían surgido problemas allí, señor.

El Controlador Borasus suspiró aliviado. Las bibliotecas no eran lugares peligrosos, tenía que ser una broma.

—Póngame con ellos de inmediato.

El secretario consultó los códigos y tecleó los símbolos adecuados. La pantalla del Controlador se iluminó y quedó salpicada por infinidad de luces que se expandían, de forma similar a lo que se ve al apretar los ojos con los dedos.

—¿Qué es eso? —preguntó el Controlador.

—No lo sé, señor, volveré a intentarlo. —El secretario canceló la llamada y tecleó el código de nuevo, pero sólo logró que por la pantalla se discurriese un nuevo flujo de luces en expansión. Volvió a intentarlo por tercera vez, y en esa ocasión unos anillos de colores comenzaron a extenderse fuera de la pantalla y a ondular pausadamente hacia el exterior atravesando los paneles de las paredes de la oficina.

El Controlador Borasus se inclinó hacia adelante y cortó la conexión con rapidez. Las ondas se extendieron un poco más, para a continuación ir apagándose. Al Controlador no le gustaba nada cómo pintaba todo aquello. Con la creciente y fría certeza de que en realidad no todo estaba bien, aguardó a que la pantalla y la pared volviesen a la normalidad y ordenó:

—Póngame con la Oficina Principal de la Tierra. —Notó que su voz sonaba una octava más alta de lo normal, así que carraspeó y añadió—: Con Runcorn, o como quiera que se llame ese sitio. Dígales que quiero una explicación de inmediato.

Quedó muy aliviado al comprobar que todo parecía bastante normal esa vez. La imagen de Runcorn que apareció en pantalla era exactamente tal y como debía ser: un ejecutivo júnior con el pelo muy bien arreglado y un traje elegante, y que parecía muy sorprendido de ver el rostro estrecho y augusto del Controlador de Sector mirándole fijamente desde la pantalla Quedó aún mucho más sorprendido cuando el Controlador pidió hablar con el Director de Área al momento.

—Por supuesto, Controlador. Creo que Sir John acaba de llegar. Le paso con…

—Antes de eso —le interrumpió el Controlador Borasus— dígame qué sabe de Granja Hexwood.

—¡Granja Hexwood! —el ejecutivo júnior estaba perplejo—. Esto… ¿se refiere a uno de nuestros centros de recuperación de información, Controlador? Creo que uno de ellos se llama así, o algo parecido.

—¿Conoce a un capataz de Mantenimiento llamado W. Madden? —preguntó el Controlador.

—Personalmente no, Controlador —dijo el ejecutivo júnior. Estaba claro que si cualquiera otro le hubiese formulado esa pregunta, el ejecutivo se habría mostrado desdeñoso con toda seguridad, pero en ese caso dijo con cautela—: Mantenimiento, un espléndido cuerpo. Hacen un trabajo excelente, se ocupan de toda la maquinaria y de los suministros en otros mundos, pero tenga en cuenta, señor Controlador, que entro al trabajo varias horas después de que…

—Póngame con Sir John —suspiró el Controlador.

Sir John Bedford estaba tan sorprendido como su subalterno. Y en cuanto el Controlador Borasus le formuló unas pocas preguntas, el terror comenzó a aparecer lentamente en el saludable rostro de empresario de Sir John.

—No se considera que Granja Hexwood sea muy importante —dijo con inquietud— allí sólo hay archivos y registros históricos. Bien es cierto que ello implica que allí se custodie un número de documentos clasificados, entre ellos los primeros informes sobre los motivos para mantener la Organización de los Líderes en secreto aquí en la Tierra, los datos sobre la llegada de la población terráquea hasta aquí en calidad de presos deportados y rebeldes exiliados, y cosas así. Creo que también hay una cierta cantidad de máquinas obsoletas allí almacenadas, pero no me imagino cómo un empleado puede haber podido manejar una. Hemos investigado a ese empleado concreto y no es gran cosa, sólo se le ha proporcionado una información de Nivel K…

—¿Y qué quiere decir Nivel K? —preguntó el Controlador Borasus.

—Significa que se le ha dicho que Leader Hexwood International es una compañía intergaláctica —explicó Sir John— pero eso debería ser todo. Probablemente sepa menos que los de Mantenimiento, que también tienen Nivel K. En Mantenimiento van enterándose de alguna que otra cosilla en el transcurso de sus tareas, es algo inevitable, ya que visitan todas las instalaciones secretas una vez al mes para verificar que todo está en funcionamiento y para aprovisionar de alimentos las cámaras estat. Sospecho que algunos de ellos saben bastante más de lo que se les ha contado, pero se ha verificado cuidadosamente su lealtad. Ninguno de ellos gastaría una broma como ésa.

El Controlador Borasus estimó que Sir John estaba intentando echar balones fuera… justo lo que se podía esperar de la gente de un rincón tan atrasado como la Tierra.

—¿Entonces cuál cree que es la explicación?

—Ojalá lo supiera —dijo el Director de la Tierra—. Es curioso, tengo dos quejas de esta mañana sobre mi mesa. Una es de un ejecutivo de Leader Hexwood Japón, que dice que Granja Hexwood no responde a sus repetidas solicitudes de datos. La otra es de nuestra sucursal en Bruselas, que espera saber por qué Mantenimiento aún no ha pasado a revisar su central energética. —Miró fijamente al Controlador, quien le devolvió la mirada. Ambos parecían estar esperando a que el otro se explicase—. Ese capataz debería haberme informado —dijo por fin Sir John, con un tono ciertamente acusador.

En Controlador Borasus suspiró:

—¿Pero qué es esta máquina sellada que al parecer estaba guardada en su centro de recuperación de datos?

A Sir John le llevó cinco minutos descubrirlo. «¡Menudo mundo de vagos!», pensó el Controlador, que mientras esperaba tamborileaba con los dedos sobre el borde de la consola. Su secretario se quedó sentado, sin atreverse a ponerse con ningún otro asunto. Finalmente, Sir John volvió a aparecer en pantalla:

—Siento mucho haber tardado tanto, todo lo que tiene sellos de los Líderes está protegido bajo un código de alta seguridad. Resulta que hay cuarenta máquinas antiguas almacenadas en esa biblioteca, y ésta en concreto figura en la lista simplemente como «Un Bannus», Controlador. Eso es todo lo que dice, pero tiene que ser ésa, el resto de las máquinas con sellos de los Líderes son tumbas estat. Supongo que tendrán más datos sobre ese Bannus en los archivos de Albión, Controlador, y usted dispone de un código de seguridad mayor que…

—Muchas gracias —dijo el Controlador Borasus con brusquedad. Cortó la conexión y se dirigió a su secretario—. Descúbralo, Giraldus.

El secretario ya estaba en ello. Sus dedos volaban, y subvocalizaba códigos y directivas en un flujo continuo. Los símbolos se sucedían, desaparecían, parpadeaban, saltaban de una pantalla a otra donde se fundían con otros símbolos y saltaban de vuelta para acceder a la pantalla principal desde cuatro direcciones a la vez. Tras sólo un minuto, Giraldus dijo:

—Aquí también está clasificado como de máxima seguridad, señor. El código de su Llave aparecerá en su pantalla… ahora.

«Gracias al Equilibrio, un poco de eficiencia», musitó el Controlador. Tomó la Llave que llevaba al cuello, colgada de la cadena oficial de Controlador, y la insertó en una ranura poco usada que había en un lateral de su consola. La señal del código desapareció de la pantalla para ser reemplazada por palabras. El secretario no las miró, por supuesto, pero pudo ver que en la pantalla sólo habían aparecido un par de líneas, y que el Controlador reaccionó con bastante consternación.

—No es que sea de mucha ayuda —murmuró Borasus, acercándose a la pantalla y contrastando la línea de símbolos que aparecía tras las palabras con el manual que tenía en una pantalla más pequeña—. Hmmm. Giraldus —le dijo a su secretario.

—¿Sí, señor?

—Esto es algo imprescindible de saber, y ya que mañana voy a estar ausente va a ser mejor que se lo explique. Ese tal W. Madden parece saber de qué está hablando. Un Bannus es alguna clase de sistema de toma de decisiones arcaico que utiliza un campo thetaespacial para proporcionar escenarios de acción real sobre cualquier conjunto de hechos y personas que se le introduzcan en memoria. Representa pequeñas obras teatrales hasta que el usuario encuentra la adecuada y le ordena que pare.

Giraldus rió:

—¿Quiere decir que ese empleado y el equipo de Mantenimiento llevan todo un mes jugando al fútbol?

—No es cosa de risa —el controlador Borasus sacó nerviosamente la Llave de la ranura—. El segundo símbolo del código es el de extremo peligro.

—Oh —Giraldus dejó de reír—. Pero señor, creía que el thetaespacio…

—… ¿Era tan sólo uno de los nuevos juguetitos de los mundos centrales? —El Controlador terminó la frase por él—. Yo pensaba lo mismo, pero parece que alguien ya lo conocía hace tiempo. —Sintió un leve estremecimiento—. Si no recuerdo mal, el peligro del thetaespacio es que puede expandirse de forma indefinida si no se controla. Y yo soy el Controlador —añadió con una risa nerviosa—. Y tengo la Llave. —Bajó la vista hacia la Llave que llevaba colgada la cadena—. Es posible que la Llave sirva para esto. —Recobró la compostura y se puso en pie—. Está claro que no tiene sentido confiar en el idiota de Bedford. Va a ser algo extremadamente inconveniente, pero será mejor que me acerque a la Tierra ahora mismo y apague esa maldita máquina. Haga el favor de notificárselo a América, dígales que cogeré el avión en Londres al volver de Hexwood.

—Sí, señor —Giraldus tomó notas mientras murmuraba—: Atuendo oficial, billetes de avión, pasaporte, documentación terrestre estándar… ¿Por qué me lo ha contado, señor? —preguntó mientras se daba la vuelta para conmutar unos interruptores—. ¿Para que les diga que ha ido a ocuparse de una máquina clasificada y que puede llegar al congreso con algo de retraso?

—¡No, en absoluto! —dijo Borasus—. No se lo diga a nadie, invéntese cualquier otra excusa. Necesita saberlo por si Mundonatal se pusiese en contacto con usted durante mi ausencia. El primer símbolo significa que tengo que enviar un informe de máxima prioridad a la Casa del Equilibrio.

Giraldus era un hombre pálido y narigudo, pero esta revelación le hizo adquirir un curioso tono amarillento.

—¿A los Líderes? —susurró con aspecto buitre alarmado.

El Controlador Borasus se percató de que se estaba aferrando a la Llave como si fuera su tabla de salvación:

—Sí —dijo intentando transmitir firmeza y confianza en sí mismo— cualquier cosa que tenga ver con esta máquina tiene que llegar directamente hasta los mismísimos Líderes. No se preocupe, es imposible que nadie le culpe de nada.

«Pero sí que pueden culparme a mí», pensó Borasus mientras utilizaba la Llave para activar el enlace privado de emergencia con Mundonatal, un enlace que ningún Controlador de Sector utilizaba si podía evitarlo. «Sea lo que sea, ha ocurrido en mi Sector». La pantalla de emergencia parpadeó y se iluminó con el símbolo del Equilibrio, lo que indicaba que el informe ya estaba en camino hacia el corazón de la galaxia, hacia ese mundo casi legendario que se suponía era el mundo natal de la raza humana, un mundo del que se decía que hasta sus habitantes más corrientes gozaban de dones que los habitantes de los mundos coloniales apenas podían imaginar. Ya no estaba en sus manos.

Se apartó de la consola tragando saliva. Se suponía que había cinco Líderes, y Borasus albergaba unos pensamientos preocupantes y contradictorios sobre ellos. Por una parte, creía de un modo rayano en el misticismo en estos cinco seres distantes que controlaban el Equilibrio e infundían orden en la Organización. Pero por otra parte, como solía decir con sequedad a los miembros de la Organización que dudaban de la existencia de los Líderes, tenía que haber alguien a los mandos de un conglomerado tan vasto, y tanto si eran cinco como si eran más o menos, a estos Altos Controladores no les gustaban las pifias, y deseaba con toda su alma que este asunto del Bannus no les pareciese una pifia. Eso sí, en lo que no creía categóricamente —o eso se decía a sí mismo— era en todas esas historias sobre el Siervo de los Líderes.

Se decía que cuando los Líderes estaban disgustados tenían propensión a enviar a su Siervo, que tenía una calavera por rostro, siempre vestía de escarlata y llegaba en silencio desde las estrellas para encargarse del culpable. Se decía que podía matar con un simple toque de su gélido dedo, e incluso a distancia con el mero poder de su mente. Ocultar tu falta no servía de nada, ya que el Siervo podía leer las mentes, y por muy lejos que huyeses y por muchas barreras que interpusieses entre el Siervo y tú, él podía detectarte y aproximarse sigilosamente superando cualquier obstáculo que pusieses en su camino. No podías matarle porque desviaba todas las armas, y nunca se apartaría de una misión que le hubiesen encomendado los Líderes.

No, el Controlador Borasus no creía en el Siervo, aunque tenía que admitir que en la Oficina Principal de Albión recibían con bastante frecuencia concisos informes que anunciaban que el ejecutivo tal o el subcónsul cual había abandonado la Organización. No, esos informes eran algo distinto. El Siervo era tan sólo una leyenda.

«Pero me va a tocar pagar el pato», pensó Borasus mientras se aprestaba a preparar su partida a la Tierra, y sintió un escalofrío, como si una sombra de color rojo sangre y con pies esqueléticos hubiese caminado sigilosamente sobre su tumba.

*2*

El muchacho caminaba por un bosque hermoso, abierto y soleado. Todas las hojas eran pequeñas y de color verde claro, apenas unos brotes. Avanzaba por un camino embarrado que estaba rodeado de hierba densa, hojas y arbustos.

Y eso era todo lo que sabía.

Se fijó en un arbolito cubierto de etéreas flores de color rosa que había más adelante. Luego miró más allá, y aunque todos los árboles eran bastante pequeños y la vegetación parecía poco espesa, lo único que podía ver era bosque en todas direcciones. No sabía dónde se encontraba, y luego se dio cuenta de que no sabía qué otra clase de lugares podrían existir. Tampoco sabía cómo había llegado al bosque en primer lugar. Y, después de eso, cayó en la cuenta de que no sabía quién era, o qué era, ni por qué estaba allí.

Se miró a sí mismo. Parecía bastante pequeño, incluso más pequeño de lo que esperaba, y estaba delgaducho. Por lo que pudo ver, llevaba ropas de un desvaído color azul violáceo. Se preguntó de qué estaría hecha su ropa, y qué era lo que mantenía sujetos los zapatos.

—Hay algo que no cuadra en este bosque —dijo— va a ser mejor que dé la vuelta e intente encontrar la salida.

Dio la vuelta por el camino embarrado, y la luz del sol creó un reflejo plateado en la otra dirección. El verde de las hojas se reflejaba de forma absurda sobre la piel de una criatura alta, plateada y con forma humanoide que caminaba pausadamente hacia él. Pero no se trataba de un ser humano: su cara era plateada, al igual que sus manos, y eso no cuadraba. El muchacho echó un rápido vistazo a sus propias manos para asegurarse, y vio que eran de un color blanco amarronado. Se trataba de alguna clase de monstruo. Por fortuna, había una rama cubierta de verdes hojas entre él y los ojos rojizos del monstruo, que al parecer no le había visto aún. El muchacho giró en redondo y avanzó en silencio y con cuidado de vuelta por donde había venido.

Corrió deprisa hasta perder de vista aquella cosa plateada, y luego se detuvo jadeando junto a una maraña de brezo seco e hierba blancuzca, preguntándose qué sería lo mejor que podía hacer. La criatura plateada caminaba pesadamente, y era probable que necesitase del camino marcado para avanzar. Por tanto, la mejor idea era salir del camino: así, si intentaba perseguirle, se enredaría sus pesados pies.

Salió del camino y se internó entre la hierba seca, provocando una cantidad considerable de crujidos al pisar. Permaneció quieto, cauteloso, cubierto hasta los tobillos de materia muerta, escuchando los crujidos que se oían por toda la zona.

«¡No, es algo peor!», pensó el muchacho. Algunas zarzas secas próximas al centro de ese terreno estaban alzándose. Una cabeza escamosa, alargada y de un color marrón claro estaba emergiendo, deslizándose entre ellas. Una pata escamosa con largas garras avanzó pisando la hierba a un lado de la cabeza, y al otro lado de la misma apareció otra pata. La cosa se movía con calma y determinación hacia él. El muchacho pudo ver el cuerpo del ser (¿Sería un cocodrilo? ¿O tal vez un dragón?), que tendría unos siete metros de largo y se arrastraba a través de la pálida hierba tras la escamosa cabeza. Dos ojillos situados cerca de la parte superior de la cabeza se clavaron sobre él. El ser abrió la boca, cuyo interior era negro y estaba repleto de dientes, y de la cual salía un apestoso aliento.

El muchacho no se paró a pensar. A sus pies había una rama seca cubierta de maleza y semienterrada entre la hierba. Se agachó y tiró de ella con fuerza, y al arrancarla arrastró algunas raíces. La rama se caía a trozos y olía a hongos. La introdujo en la boca abierta del animal, que intentó cerrar sus fauces sobre ella pero sólo pudo lograrlo a medias. El muchacho dio la vuelta y corrió a más no poder. No tenía ni idea de adónde se dirigía, sólo sabía que debía poner mucho cuidado en seguir el camino embarrado.

Tomó una curva a toda velocidad y se dio de bruces contra la criatura plateada, produciendo un sonido metálico. La criatura se balanceó y extendió una mano plateada para apartarle.

—¡Cuidado! —dijo con una voz potente y átona.

—¡Por ahí detrás viene arrastrándose una cosa con una bocaza enorme! —dijo el muchacho frenético.

—¿Todavía? —preguntó la criatura plateada—. Debería estar muerto. Aunque, visto que eres bastante joven en este momento, puede que aún tengamos que matarle.

El muchacho no entendía nada. Dio un paso atrás y contempló a aquel ser plateado. Parecía estar hecho de un metal maleable sobre una estructura con forma humana. Podía apreciar que el metal cobraba relieve cuando la criatura se movía, como si tuviera cables en flexión y extensión. Su cara estaba construida de la misma forma, y parecía tensarse al hablar… salvo los ojos rojizos, que permanecían fijos. Su voz semejaba provenir de un orificio que tenía bajo la barbilla. Al mirarlo con más atención, pudo comprobar que no era totalmente plateado, había puntos en que la piel metálica estaba reparada, y estos arreglos estaban disimulados con largas tiras blancas y negras dispuestas a lo largo de las piernas plateadas, alrededor de la cintura plateada y por la parte exterior de sus relucientes brazos.

—¿Qué eres? —preguntó el muchacho.

—Soy Yam —dijo el ser— uno de los primeros robots de Yamaha, de la serie nueve, los mejores que se hayan fabricado nunca —añadió con un toque de orgullo en su voz átona—. Valgo mucho —hizo una pausa y añadió—. Si no sabías eso, ¿qué más cosas desconoces?

—No sé nada —dijo el muchacho—. ¿Y qué soy yo?

—Tú eres Hume —dijo Yam— que es una abreviatura de «humano», que es lo que eres.

—Oh —dijo el muchacho. Descubrió que, si se movía un poco, podía verse reflejado en la brillante parte frontal del robot. Su pelo era más o menos claro, más o menos largo, y parecía moverse con ligereza y entusiasmo. Llevaba una ropa azul violácea bastante ajustada a su delgado cuerpo que le cubría desde el cuello hasta los tobillos, y tenía un bolsillo en cada manga pero ninguna marca. «Hume», pensó. No estaba seguro de que ése fuese su nombre. Y deseaba que su cara no fuese como el reflejo que podía ver en la curvada parte frontal del robot. ¿O sería que las mejillas de la gente sobresalían de verdad de aquella forma? Alzó la vista hacia el rostro plateado de Yam. El robot debía medir unos 60 centímetros más que él.

—¿Cómo lo sabes?

—Dispongo de un cerebro revolucionario, y eso que mi memoria aún no está llena —respondió Yam—. Por eso dejaron de fabricar mi serie, durábamos demasiado…

—Sí, pero… —dijo Hume (al menos así creía llamarse el muchacho)— lo que quería…

—Tenemos que salir de esta parte del bosque —dijo Yam—. Si el reptil está vivo, estamos en un momento erróneo y tenemos que probar otra vez.

Hume pensó que era buena idea. No quería estar para nada cerca de la cosa escamosa de la boca grande. Yam giró en redondo sobre su eje y comenzó a caminar a zancadas de regreso por el camino. Hume apuró el paso para seguirle el ritmo.

—¿Qué es lo que tenemos que probar otra vez? —preguntó Hume.

—Encontrar otro camino —dijo Yam.

—¿Y por qué estamos juntos? —preguntó Hume, intentando comprender algo—. ¿Nos conocemos? ¿Te pertenezco o algo así?

—Estrictamente hablando, son los humanos quienes poseen a los robots —dijo Yam—. Pero ésas son preguntas de difícil respuesta. Nunca has pagado nada por mí, pero estoy programado para no abandonarte, lo que me hace pensar que necesitas ayuda.

Hume pasó al trote cerca de un matorral cuajado de aquellas etéreas flores de color rosa, que se reflejaban vertiginosamente sobre todo el cuerpo de Yam. Hume volvió a preguntar:

—¿Nos conocemos? ¿Nos hemos encontrado antes?

—Muchas veces —dijo Yam.

Era una respuesta alentadora, pero lo era todavía más que el camino se bifurcase tras los árboles de color rosa. Yam se detuvo de forma tan repentina que Hume pasó de largo, y tuvo que mirar hacia atrás para ver que Yam señalaba con un dedo plateado hacia el camino de la izquierda.

—Este bosque es como la memoria humana —le dijo Yam— no necesita que los hechos ocurran en el orden correcto. ¿Quieres que nos desplacemos a un momento anterior y empecemos desde allí?

—¿Así entendería más cosas?

—Quizá —dijo Yam— puede que incluso los dos entendiésemos más cosas.

—Entonces merece la pena intentarlo —afirmó Hume.

Y ambos se encaminaron juntos hacia la desviación de la izquierda.

*3*

La urbanización Granja Hexwood tenía varias tiendas, todas situadas en hilera en el mismo lado de la calle Wood, y los padres de Ann regentaban una frutería que había en mitad de esa hilera. Sobre las casas de la otra acera podían verse los árboles del bosque de Banners, y al final de la hilera se encontraban los altos muros de piedra y el antiguo portalón desconchado de la antigua granja Hexwood, de la cual sólo quedaba a la vista una chimenea ruinosa de la que nunca salía humo. Aunque resultase increíble que alguien pudiera vivir allí, el caso era que el viejo señor Craddock había vivido allí desde que Ann tuviera memoria hasta hacía unos pocos meses, ocupándose de sus asuntos y gruñéndoles a los niños que intentaban acercarse tanto como para ver qué había al otro lado del antiguo portalón negro. «¡Te voy a echar los perros!», solía decir. «¡Te voy a echar a los perros para que te arranquen una pierna!».

Allí no había perros, pero de todas formas nadie se atrevía a husmear en la granja. Había algo extraño en aquel lugar.

Y un buen día, de forma bastante repentina, el señor Craddock dejó de estar allí, y en su lugar apareció un joven que se hacia llamar Harrison Scudamore y que se teñía las puntas del pelo de color naranja. Solía andar por ahí con una cartera bien repleta en el bolsillo de atrás de los vaqueros y, como decía el padre de Ann, se comportaba como si se creyese superior a Dios Todopoderoso. Eso empezó a decirlo después de que el joven Harrison entrase en la frutería a comprar cuarto kilo de tomates y Papá le preguntase con mucha educación si el señor Scudamore estaba alojado en casa del señor Craddock.

—¿Y a usted qué le importa? —replicó el joven Harrison, que más que darle el dinero a Papá se lo tiró a la cara. Harrison salió de la tienda, pero al llegar a la puerta se dio la vuelta para añadir algo más—: Craddock se ha jubilado, y ahora estoy yo al cargo. Más les vale andarse con cuidado.

—Y vaya unos ojos espantosos que tenía —apuntó Papá mientras les relataba el encuentro a Ann y Martin—. Eran como grosellas.

—Como los de un caracol —dijo Mamá—. A mí me recordaba a un caracol.

Ann estaba postrada en cama y pensaba en el joven Harrison. Había cogido uno de esos virus que tanto desconcertaban al médico, y no tenía mucho que hacer salvo estar allí tirada y pensar en cualquier cosa. De cuando en cuando se levantaba por puro aburrimiento, y una vez incluso llegó a volver al colegio, pero siempre terminaba por volver tambaleándose a la cama con el rostro ceniciento y con temblores y dolores por todo el cuerpo. Cuando ya había mandado a su hermano Martin a la biblioteca de su parte, y también se había leído todos sus propios libros, y luego los de Martin (los de él siempre trataban sobre dinosaurios o estaban basados en juegos de rol), ya no le quedaban energías para otra cosa que no fuera estar tirada y pensar. Por lo menos Harrison era algo nuevo en que pensar. Todos le odiaban: también había sido bastante grosero con el señor Porter, el carnicero, y le había dicho a la señora Price, la dueña del quiosco del final de la calle, que cerrase el pico y se dejase de cháchara.

—Y eso que yo sólo le estaba hablando como le hablo a todo el mundo, ya sabéis, con educación —dijo la señora Price conteniendo las lágrimas.

Harrison también le había propinado una patada al perrito consentido de los chicos gays que regentaban la bodega, y uno de ellos sí que llegó a llorar. Todos tenían una historia que contar.

Ann se preguntaba por qué se comportaría así Harrison. Por un trabajo de clase que recordaba vagamente sabía que las tierras sobre las que se asentaba toda la urbanización habían pertenecido a la Granja Hexwood. La granja se extendía hacia el norte hasta la factoría química, y hacia el este hasta más allá del motel. En medio estaba el bosque de Banners, que antaño había sido enorme aunque hoy en día apenas se le podía calificar de bosque. A través de él podían verse las casas que se alzaban al otro lado. Sólo eran unos pocos árboles junto a un arroyuelo de aguas turbias, un lugar al que iban a jugar todos los chavales. Ann conocía cada detalle del bosque, desde el paquete de galletas semienterrado bajo la raíz de un árbol hasta la anilla de Coca-Cola incrustada en el camino embarrado.

Pensó que Harrison podía haber heredado la granja y creer que todavía le pertenecía todo. Al menos, se comportaba como si fuese así. Aunque la verdadera teoría de Ann era muy diferente y mucho más interesante. La vieja granja era un lugar tan hermético y al tiempo tan próximo a Londres que estaba convencida de que en realidad era un cubil de gángsteres. Estaba segura de que allí había lingotes de oro o montones de bolsas de droga (o incluso ambas cosas) almacenados en la bodega, y que el joven Harrison estaba allí para guardarlos. Harrison se daba esos aires porque los capos de la droga le pagaban una millonada por proteger sus secretos.

«¿Qué pensáis sobre esto?», le preguntó a las cuatro personas imaginarias.

Como era habitual, apenas podía percibir al Esclavo y le notaba distante. Sus amos le hacían trabajar mucho y muy duro.

«Creo que esta teoría era muy probable. El joven Harrison es un mindundi que se da aires de grandeza… conozco a los de su calaña».

El Prisionero se lo pensó.

«Si tienes razón, Ann», dijo el Prisionero, «el joven Harrison se está comportando como un idiota, llamando la atención sobre sí mismo de esa forma. Tu primera teoría es mejor».

«¡Pero si sólo la propuse porque no quería pensar mal de él!», protestó Ann. «¿Y tú que piensas, Rey?».

«Cualquiera de dos podría ser correcta», dijo el Rey. «O incluso ambas a la vez».

Cuando Ann consultó al Chico, éste eligió la teoría de los gángsteres porque era la más emocionante. Ann sonrió, él siempre pensaba igual. El Chico estaba atrapado al borde de ninguna parte, y era una especie de ayudante de un hombre que había vivido hacía tanto tiempo que la gente le consideraba un dios. Se sentía fuera de lugar, como si hubiese nacido en el momento y lugar equivocados. Siempre estaba buscando emociones, y decía que sólo podía obtenerlas hablando con Ann.

Ann estaba un poco preocupada por las opiniones del Chico, que siempre se comportaba como si fuese real y no una mera invención de Ann. Estaba un poco avergonzada de haberse inventado a esas cuatro personas. Llegaron a su cabeza desde sabe Dios dónde cuando era muy pequeña, y solían mantener largas conversaciones. Últimamente no hablaba con ellos tanto; de hecho, le preocupaba bastante la posibilidad de estar loca por hablarle a gente inventada, sobre todo porque tenían ideas propias, como ocurría con el Chico. Y también se preguntaba qué decía de sí misma el que sus cuatro creaciones fuesen infelices de formas muy diferentes. El Prisionero estaba siempre encerrado, y le habían encarcelado hacía muchos siglos, así que Ann no tenía posibilidad alguna de ayudarle a escapar. Al Esclavo le matarían si intentase escapar; uno de sus compañeros esclavos lo había intentado una vez, y el Esclavo nunca quiso decirle a Ann qué le había pasado, pero lo que sí sabía era que había muerto por ello. El Rey también vivía en un lugar y en un tiempo muy lejanos, y pasaba buena parte de su vida haciendo cosas sumamente aburridas. Ann sentía tanta pena por los cuatro que muchas veces tenía que consolarse recordándose que no eran reales.

El Rey volvió a hablarle a Ann. Dijo que había estado pensando en que mientras estaba en cama Ann tenía una oportunidad idónea para observar las idas y venidas del joven Harrison, y que podía descubrir algo que confirmase su teoría.

«¿Puedes ver la granja Hexwood desde donde estás?», le preguntó.

«No, está al otro extremo de la calle», explicó Ann. «Tendría que darle la vuelta a la cama, y en este momento no tengo fuerzas para eso».

«No hace falta», dijo el Rey, que lo sabía todo sobre el espionaje. «Sólo tienes que colocar un espejo en un lugar que puedas ver desde cama, y orientarlo de forma que en él se reflejen la calle y la granja. Es un truco que mis espías usan con frecuencia».

La verdad es que era una idea excelente. Ann se levantó de inmediato e intentó colocar así el espejo de su cuarto. La primera vez le quedó mal, por supuesto, y también la segunda. Perdió la cuenta de los viajes que tuvo que hacer, débil, cenicienta y temblorosa como estaba, para girar el espejo, o para echarlo hacia atrás un poco, o para subirlo una pizca, y acabar viendo sólo el techo. Pero tras cada fracaso se levantaba tambaleándose para intentarlo una vez más, y tras veinte minutos de lo que le pareció un trabajo durísimo se derrumbó sobre los almohadones y logró disfrutar de una imagen especular perfecta del extremo de la calle Wood y del decrépito portalón negro de la granja Hexwood. Y allí estaba el joven Harrison, con sus mechones de pelo naranja, paseando con arrogancia de vuelta con el periódico matutino y la leche. Por la pinta de satisfacción que llevaba, seguro que había vuelto a importunar a la señora Price.

«¡Muchas gracias!», le dijo Ann al Rey.

«De nada, mi Niña», respondió el Rey, que siempre la llamaba su Niña. Las cuatro personas lo hacían.

Durante un rato no hubo nada que ver en el espejo, salvo las personas que iban y venían de las tiendas y los coches que aparcaban en las plazas de estacionamiento donde sus dueños sacaban bolsas de ropa sucia para llevarlas a la lavandería. Pero incluso eso era más interesante que limitarse a estar allí tumbada. Ann le estaba agradecida de verdad al Rey.

Y de pronto apareció una furgoneta, blanca y bastante grande, y en cuyo interior parecía que había varios hombres. Circuló directa hacia la entrada de la granja, y el portalón se abrió con suavidad de forma automática para permitirle el acceso. Ann estaba segura de que se abría mediante un mecanismo moderno, mucho más moderno de lo que sugerían los desconchones del portalón. ¡Iba a resultar que su teoría de los gángsteres era cierta! En la furgoneta había un logotipo azul con una inscripción debajo también en azul. La letra era pequeña y estaba escogida con gusto y sobriedad. Y como la inscripción se veía invertida en el espejo, no tenía ni idea de qué decía.

Ann tenía que verlo bien. Saltó de la cama con un quejido y fue tambaleándose hasta la ventana, llegando justo a tiempo para ver cómo el viejo portalón negro se cerraba con suavidad tras la furgoneta.

«¡Maldición!», le dijo al Rey. «¡Seguro que es su último cargamento de droga!».

«Espera a que vuelva a salir», le dijo a ella. «Cuando veas que se abre la puerta, tendrás tiempo de sobra para acercarte a la ventana y ver salir el vehículo».

Ann volvió a meterse en cama y esperó. Y esperó. Pero no vio salir la furgoneta. Por la tarde estaba convencida de que había mirado hacia otro lado, o de que se había quedado dormida, o de que había ido al baño en el momento en que la puerta se había abierto para dejar salir la furgoneta.

«Me lo he perdido», le dijo al Rey. «Sólo he podido ver el logo».

«¿Cómo era?», preguntó el Rey.

«Nada, una balanza de esas antiguas, de las que tienen dos platos que cuelgan de un asa en medio».

Ann se sorprendió mucho al ver que no sólo el Rey, sino también el Esclavo y el Prisionero, se pusieron alerta y atentos en su mente.

«¿Estás segura?», preguntaron los tres a coro.

«Claro, por supuesto que sí», respondió Ann. «¿Por qué?».

«Ten mucho cuidado», dijo el Prisionero. «Ellos fueron quienes me encarcelaron».

«En mi tiempo y lugar», dijo el Rey, «ése es el blasón de una organización muy poderosa y corrupta que ha subvertido a algunos de mis cortesanos y ha intentado sobornar a mi ejército. Mucho me temo que finalmente lograrán derrocarme».

El Esclavo no dijo nada, pero le transmitió a Ann la intensa sensación de que sabía más que los demás sobre esa organización. No obstante, Ann llegó a la conclusión de que era muy posible que estuvieran hablando de cosas, al fin y al cabo vivían en lugares y tiempos distintos al de ella y en la Tierra había miles de empresas que se pasaban el día inventando logos.

«Yo creo que se trata de una casualidad», le dijo al Chico, a quien podía sentir flotando y escuchando con nostalgia.

«Lo crees porque ningún terrícola cree que de verdad haya otros mundos aparte de la Tierra», dijo el Chico.

«Es cierto, pero me has leído la mente para saberlo, ¡y te dije que no lo hicieras!», dijo Ann.

«No puedo evitarlo», dijo el Chico. «También crees que no existimos. Pero existimos… y sabes que es así».

*4*

Ann se olvidó del tema de la furgoneta y pasaron dos semanas. Ann volvió a levantarse y fue al colegio durante medio día; la mandaron a casa a la hora de comer con fiebre, y acabó leyéndose otra pila de libros de la biblioteca y viendo en el espejo cómo la gente iba de compras.

—¡Como la Dama de Shalott! —dijo indignada—. ¡La estúpida mujer del estúpido poema que nos aprendimos el trimestre pasado! Le habían echado una maldición, y también tenía que verlo todo a través de un espejo.

—Venga, deja ya de quejarte —dijo Mamá—. Ya se te pasará, dale tiempo.

—¡Pero quiero que se me pase ya! —se quejó Ann—. ¡Soy una adolescente activa, no una inválida postrada en cama! ¡Me estoy subiendo por las paredes aquí encerrada!

—Si te callas un poco le diré a Martin que te preste el walkman.

—¡No lo verán mis ojos! —dijo Ann—. ¡Sería capaz de cortarse los brazos con tal de no echarme una mano!

Pero a la mañana siguiente Martin hizo una aparición fraternal completamente inesperada en su habitación.

—Tienes una pinta espantosa —dijo Martin— pareces un muerto viviente. —Tras el cumplido, dejó caer el walkman y unas cintas en la cama de Ann y se marchó al colegio en seguida. Ann estaba bastante conmovida.

Ese día se quedó en cama y escuchó las tres únicas cintas que podía soportar (los gustos musicales de Martin eran comparables a su pasión por los dinosaurios) y vigiló la granja Hexwood, aunque más que nada por hacer algo. El joven Harrison hizo una aparición en su línea habitual, aunque esa vez compró muchísimo pan. Ann se preguntó si sería posible que en realidad tuviera que dar de comer a la tropa de la furgoneta, que todavía estaba allí dentro. No, no era posible. A esas alturas ya había llegado a la conclusión, influenciada por el aburrimiento, el pesimismo y los virus, de que su emocionante teoría de los gángsteres era una fantasía absurda. El mundo entero era un lugar gris (probablemente el virus había infectado al Universo) y hasta los narcisos de la casa de enfrente le parecían feos y deprimentes.

En el espejo vio que alguien que parecía un alcalde cruzaba la calle.

¿Un alcalde? Ann se quitó los auriculares de un tirón y se irguió para verlo más de cerca. La música siguió sonando con un tss-tss-chunda-chunda enlatado, así que apagó el aparato con impaciencia. Era un alcalde que llevaba un maletín y caminaba aprisa hacia el desconchado portalón de la granja Hexwood. Iba como dudando pero muy decidido, como alguien que va al dentista, le pareció a Ann. ¿Y no era toda una coincidencia que el edil hubiese aparecido precisamente justo a la hora de la sobremesa, cuando había apenas nadie en la calle Wood? ¿Y desde cuándo los alcaldes llevaban atuendos oficiales de terciopelo verde y botas tan puntiagudas? Pero lo que sí que llevaba era una cadena dorada al cuello, como las de los alcaldes. ¿Se dirigiría a la granja para pagar el rescate de alguien a quien habían raptado… y llevaría fajos de billetes en el maletín?

Vio cómo el hombre se detenía frente al portalón. Si de verdad había alguna clase de mecanismo de apertura, estaba claro que no iba a funcionar esta vez. El hombre engalanado aguardó un rato, dando muestras de cierta impaciencia, y a continuación alzó el puño y llamó a la puerta. Ann pudo oír los golpes breves, huecos y distantes incluso a través de la ventana cerrada. Pero nadie respondió a la llamada. El hombre dio unos pasos atrás con evidentes signos de frustración y llamó a voces. Ann pudo oír la potente voz de tenor, tan distante como los golpes, pero no pudo entender sus palabras. Al ver que así tampoco conseguía nada, el hombre dejó el maletín en el suelo y echó una ojeada a la calle desierta para asegurarse de que nadie le estaba mirando.

«Ajajá», pensó Ann. «¡No cuentas con mi fiel espejo!».

Pudo ver con bastante claridad la cara del hombre, estrecha y regia, con arrugas de preocupación e impaciencia. No le conocía. Vio que tomaba el adorno que le colgaba de la cadena dorada sobre el pecho y avanzaba hacia la puerta con ademán de utilizar el adorno como llave. Y la puerta se abrió, en silencio y con suavidad, tal y como había ocurrido cuando lo de la furgoneta, sólo con acercarle el adorno. El alcalde estaba verdaderamente sorprendido: dio un respingo y observó el adorno con mirada inquisitiva. A continuación recogió el maletín y entró, deprisa pero con buen porte. El portalón se cerró tras él y, como ocurriera antes con la furgoneta, Ann no volvió a saber nada más de aquel hombre.

Puede que fuese porque el virus le hizo empeorar de repente, pero al día siguiente Ann estaba tan mala que no se sentía en condiciones de vigilar nada, con espejo o sin él. Sudaba, vomitaba y dormía (en breves y desagradables períodos plagados de sueños febriles), y despertó sintiéndose fatal, acalorada y sin fuerzas.

«Alégrate», le dijo el Prisionero, que había sido una especie de médico antes de que lo encarcelasen. «La enfermedad está llegando al punto crítico».

«¡Esto es increíble!», le dijo Ann. «Creo que también han secuestrado al alcalde. Ese sitio es como el Triángulo de las Bermudas. Y no me siento mejor, estoy mucho peor».

Mamá parecía ser de la opinión del Prisionero, lo que fastidió aún más a Ann.

—Por fin te ha bajado la fiebre —dijo Mamá—. Dentro de poco estarás bien, gracias a Dios.

—¡Sí, dentro de unos cien años! —gimió Ann.

Esa noche pareció durar de verdad un siglo. Ann soñaba que corría por un enorme parque cubierto de hierba, pero apenas era capaz de mover las piernas a causa del terror que le provocaba que Algo acechase a sus espaldas. O peor, también soñaba que estaba encerrada en un laberinto de madreperla (en esos sueños creía estar atrapada dentro de su propio oído) cuyas paredes opalescentes producían reflejos irisados de ese mismo Algo que se deslizaba sigilosamente tras ella. Lo peor de ese sueño era que le aterraba que ese Algo la atrapase, pero le aterrorizaba igualmente la posibilidad de que ese Algo la perdiese de vista en el laberinto de curvas. Y había sangre en el suelo opalescente de su oído.

Ann despertó dando un salto y con el cuerpo empapado de sudor, y descubrió que por fin se estaba haciendo de día. Podía ver el amarillo del amanecer a través de la ventana y reflejado en el espejo. Pero lo que la había despertado no fueron los sueños, sino el sonido de un coche solitario. «No es algo tan raro», pensó Ann con ansiedad. A veces el reparto llegaba a las tiendas demasiado temprano. Lo que tenía clarísimo era que aquel coche no era de un repartidor, sino de alguien importante. Se acomodó una almohada empapada bajo la cabeza para poder ver bien el espejo.

El coche atravesó la calle Wood con los faros encendidos, como si el conductor no se hubiera percatado de que ya era de día. Fue frenando con precaución hasta detenerse en la zona de estacionamiento que había frente a la lavandería, y permaneció así un momento, con los faros encendidos y el motor en marcha. Ann tenía la sensación de que los ocupantes del coche, cuyas oscuras cabezas podía entrever acercándose unas a otras en el interior, estaban decidiendo qué hacer. ¿Sería la policía? Era un coche gris, grande y caro, más del estilo de un empresario que de un policía. A menos que se tratase de un policía de los de arriba, claro.

El motor se detuvo, las luces se apagaron y las puertas se abrieron. «De los de arriba del todo», pensó Ann cuando bajaron los tres hombres. Uno era a todas luces un rico empresario, de cuerpo bastante amplio por la buena vida y sin un pelo fuera de su sitio. Llevaba una de esas gabardinas caras que nunca se arrugan, y bajo ella un traje elegante. El segundo era más bajo y rechoncho, y definitivamente era alguien de menos posibles. Llevaba un traje verde de tweed que no era de su talla, con unos pantalones demasiado largos y unas mangas demasiado estrechas, y también una bufanda larga de punto que le colgaba del cuello. «Un soplón», pensó Ann. Tenía una mirada asustada y malhumorada, como si no quisiera que los otros dos le hubiesen traído. El tercero era alto y delgado, y su indumentaria era casi tan extraña como la del informante: un abrigo tres cuartos de pelo de camello que debía tener unos cuarenta años. Eso sí, lo llevaba con un porte majestuoso. Caminó hasta el medio de la calle para tener una vista completa de Granja Hexwood, y se movía de una forma tan imponente que Ann no podía quitarle la vista de encima. Su cabello era del mismo color castaño claro que su abrigo. Se detuvo allí en medio, con las largas piernas separadas, las manos en los bolsillos y la mirada clavada en el portón, y Ann apenas se percató de que los otros dos hombres se le habían acercado. Intentó ver la cara del hombre alto, pero no le fue posible apreciarla con claridad ya que en ese momento se dirigieron rápidamente hacia el portalón precedidos por el empresario.

Les pasó algo parecido a lo del alcalde. El empresario se detuvo cerca de la puerta, como si tuviera la seguridad de fuese a abrirse automáticamente, pero al ver que seguía cerrada miró al pequeño soplón y éste se adelantó. El soplón hizo una cosa (¿tal vez teclear un código?), pero Ann no pudo verlo. Y la puerta permaneció cerrada, lo que hizo enfadarse al bajito, que alzó el puño como para golpearla. En este momento, el alto del abrigo de pelo de camello pareció decidir que ya habían esperado demasiado: se adelantó, apartó al soplón con educación y firmeza, y simplemente siguió avanzando hacia la puerta. Y en el momento en que parecía que iba a pegársela contra las desconchadas tablas negras, el portón se abrió rápida y súbitamente. Ann tenía la impresión de que las piedras del muro habrían hecho lo mismo si aquel hombre lo hubiese querido.

Entraron los tres, y la puerta se cerró tras ellos.

Ann no podía librarse de la sensación de que acababa de presenciar el acontecimiento más importante hasta el momento. Esperaba que saliesen enseguida, y probablemente con Harrison arrestado, pero se quedó dormida mientras esperaba.

*5*

Aquella misma mañana, pero mucho más tarde, se produjo una violenta tormenta de granizo que despertó a Ann. Se sentía completamente recuperada, pero aún así permaneció echada durante un momento, mirando los densos torrentes de hielo que corrían ventana abajo y se iban deshaciendo bajo la nueva y brillante luz del sol. Se encontraba tan bien que no se lo podía creer. Luego dirigió la mirada hacia el espejo, y el asfalto brillaba tanto a través del hielo derretido que le hacía llorar los ojos. El coche gris del empresario seguía en la zona de estacionamiento, cubierto de blancas piedras de granizo.

«¡Todavía siguen allí!», pensó Ann. «¡Igualito que el Triángulo de las Bermudas!».

Ese pensamiento la asaltó mientras se levantaba de cama. Su cuerpo ya estaba bien, y tenía necesidades que satisfacer quisiera su dueña o no.

—¡Cielos! —exclamó Ann—. ¡Qué hambre!

Bajó a la cocina a toda velocidad y se comió dos tazones de copos de maíz. A continuación, mientras una nueva granizada golpeaba las ventanas, se frió tanto beicon, champiñones, tomates y huevos como le cupo en la sartén Mientras lo llevaba a la mesa, Mamá vino apurada de la tienda, advertida por el olor:

—¿Te encuentras mejor? —dijo Mama.

—¡Ya lo creo! —dijo Ann—. ¡Me siento tan bien que voy a salir en cuanto me haya zampado todo esto!

Mamá miró primero a la montaña de comida de la sartén y luego a la ventana:

—Pero el tiempo no…

A esas alturas ya había dejado de granizar. La brillante luz del sol se abría paso a través del humo de la fritanga de Ann, y el cielo tenía un intenso color azul claro. «Creo que Mamá se ha quedado sin excusa», pensó Ann, sonriendo mientras devoraba los champiñones. Nunca nada le había sabido tan bien como aquello.

—Vale, pero sin pasarse, ¿eh? —dijo Mamá—. Recuerda que has estado mala durante mucho tiempo, así que abrígate bien y te quiero de vuelta a la hora de comer.

—A las órdenes de Su Inquietud —dijo Ann con la boca llena.

—Mira que como no vengas a comer llamo a la policía —dijo Mamá—. Y no te pongas unos vaqueros, que no calientan nada. En esta época del año el tiempo…

—Sí, Su Suma Inquietud —le dijo Ann con cariño mientras atacaba el beicon. Era una pena que no quedase sitio en la sartén para unos picatostes—. Ya no soy una niña. ¿Te vale con dos capas de ropa interior térmica?

—¿Y desde cuándo…? Ah, ya, ¡pues va a ser verdad que te encuentras bien! —dijo Mamá contenta—. De todas formas, dame una alegría y ponte una camiseta.

—Las camisetas —dijo Ann, citando una chapa que Martin solía llevar— son esas cosas que se ponen los adolescentes cuando sus madres tienen frío. Y tú tienes frío, claro. Si es que siempre tenéis la tienda helada…

—Ya sabes que hay que mantener la verdura fresca —replicó Mamá, y regresó a la tienda con una alegre risa.

El sol pegaba bien fuerte. Al terminar de comer, Ann volvió a subir y se vistió como estimó oportuno: una falta ajustada de lana (para que Mamá viese que no llevaba vaqueros), un top veraniego, y por encima su bonito anorak, abrochado hasta arriba del todo para que pareciese que iba bien abrigada. A continuación bajó rauda y atravesó la tienda diciendo «¡Chao, gente!» antes de que ninguno de sus padres pudiera librarse de los clientes para interrogarla.

—¡No vayas muy lejos! —resonó la potente voz de Papá.

—¡Descuida! —respondió Ann, y lo decía en serio. Lo tenía todo calculado. No iba a valer de nada intentar activar el dispositivo que abría el portalón. Y si probaba a colarse escalando, seguro que alguien la vería y se lo impediría. Además, si la gente que entraba en la granja no volvía a salir nunca, sería muy tonto por su parte entrar y desaparecer también. A Mamá y Papá les daría un ataque de los buenos. Pero nada le impedía subirse a uno de los árboles del bosque de Banners para echar una ojeada por encima del muro desde arriba.

«Fíjate bien en la furgoneta si todavía sigue allí», le pidió el Rey. «Ardo en deseos de saber a quién pertenece».

Ann frunció el ceño e hizo una especie de asentimiento. Había algo raro en aquel logo de la balanza. Hacía que las cuatro personas hablasen incluso antes de que ella hubiese comenzado a imaginarlas. Y eso no le gustaba, le hacía replantearse si estaba loca o no. Bajó con calma por la calle Wood, pausando aún más su paso al acercarse al coche caro que seguía aparcado en el área de estacionamiento. Bajo él todavía había montoncitos de piedras de granizo a medio derretir. Según caminaba junto al coche, Ann pasó un dedo por el liso lateral: estaba frío y húmedo, y era brillante y duro (y muy, muy real). No se trataba de un mero delirio febril que hubiera imaginado ante el espejo, había visto a los tres hombres llegar allí esa misma mañana.

Entró en el callejón que había entre las casas y llevaba al bosque. El calor y el vapor de agua hacían que se estuviese bien allí. «¡Mamá y sus camisetas!», pensó Ann. El granizo que se estaba derritiendo emitía reflejos irisados sobre cada brizna de hierba del camino, y el bosque había reverdecido bastante mientras estaba en cama, de esa forma curiosa en que lo hacen los bosques a principios de primavera, pintando de un intenso y brillante color verde esmeralda los arbustos y las ramas más bajas mientras las copas de los árboles más altos todavía estaban casi desnudas y apenas empezaban a insinuar sus siluetas. El aire era cálido y estaba repleto de aromas, y la luz del sol hacía que las verdes hojas se transparentasen.

Ann llevaba varios minutos caminando en dirección al muro de la granja cuando se dio cuenta de algo no iba bien en el bosque. Bueno, no era exactamente que no fuera bien, es más, se extendía en todas direcciones a su alrededor formando tranquilas arcadas de verdor, se oía el canto de los pájaros, sentía bajo sus tenis el suave musgo que crecía en el camino, florecían las prímulas el un talud cercano…

—¡Hey, un momento! —dijo Ann.

Los caminos del bosque de Banners estaban invariablemente embarrados y tenían anillas de Coca-Cola incrustadas por todas partes, y si una prímula hubiese osado aparecer por allí la habrían cortado o pisoteado en menos que canta un gallo. Y debería haber llegado al muro de la granja hacía ya un buen rato. Y, lo que era más importante, a estas alturas ya debería poder ver las casas del otro lado de la arboleda.

Ann miró con atención hacia el lugar en que deberían estar las casas. Nada de nada. No había nada más que árboles, verdes espinos, y a lo lejos un árbol pelado cargado con miríadas de florecillas de color rosa. Ann se encaminó hacia allí con el corazón desbocado: no se había visto un árbol semejante en el bosque de Banners hasta la fecha. Se dijo a sí misma que lo estaría confundiendo con el sauce blanco que había al otro lado del arroyo.

Sabía que no era así incluso antes de dar con un gran contenedor plomizo semienterrado en el talud de las prímulas. Junto al contenedor podía ver bien que el bosque continuaba extendiéndose en la distancia más allá del árbol rosa. Se detuvo y miró el contenedor. La gente tiene la mala costumbre de tirar la basura al bosque. Una vez Martin se lo había pasado pipa con un cochecito de bebé que alguien había tirado por allí. Aquello parecía un pedazo de congelador del que alguien se había deshecho, uno de los grandes modelo cofre con tapa. Y ya llevaba allí su tiempo: no sólo estaba medio enterrado en el talud, además su superficie exterior se había corroído y despintado hasta adquirir un tono gris apagado, y de algunos puntos le salían cables rotos y oxidados. Bueno, la verdad era que no se parecía tanto a un congelador.

La voz de Mamá empezó a recitar advertencias en los oídos de Ann: «Está sucio… no sabes de dónde ha salido… puede haber algo podrido dentro… ¡puede ser un artefacto nuclear!».

El caso es que sí que parecía un contenedor de residuos nucleares.

«¿Qué pensáis vosotros?», le preguntó Ann a sus cuatro amigos imaginarios.

Para su sorpresa, ninguno de ellos le respondió. Tuvo que imaginarse cómo le responderían sus voces. El Chico diría «¡Ábrela! ¡Echa una ojeada! ¡Si no lo haces nunca te lo perdonarás!». También imaginó que los otros estarían de acuerdo, pero con más reservas, y que el Rey añadiría «¡Pero ten cuidado!».

Quizá ésa fuera la solución al Misterio de la granja Hexwood, la cosa que había llevado a todos aquellos hombres a visitar al joven Harrison, el objeto cuya custodia le hacía estar tan pagado de sí mismo. Ann subió con dificultad por el talud, apoyó firmemente los talones de las manos en la ranura de la tapa del contenedor, e hizo fuerza.

La tapa se levantó con facilidad, y siguió alzándose sola hasta alcanzar la vertical. Ann no esperaba que le resultase tan fácil, y cayó trastabillando hacia atrás talud abajo hasta el camino. Luego miró el contenedor abierto, y quedó petrificada de puro terror.

Un cadáver estaba surgiendo de dentro.

Primero apareció la cabeza, con un rostro que asemejaba una calavera salvo por las largas guedejas de pelo y barba de color blanco amarillento. Luego una mano se aferró al borde de la caja, una mano amarilla pálida con unos enormes nudillos huesudos y unas asquerosas uñas amarillentas de un par de centímetros de largo. Ann soltó un pequeño gemido al verlo, pero aún permanecía inmóvil. El cadáver siguió levantándose, y a la mano le siguió un hombro esquelético y demacrado. El aliento silbaba al pasar por los labios de la calavera. El muerto viviente se alzó con dificultad, mostrando un cuerpo muy, muy alto y cubierto por todas partes de gruesas marañas de pelo blanquecino. «¡Qué indecencia!», pensó Ann mientras las largas y flacas piernas aparecían ante ella. La criatura era muy débil y temblaba, y cada vez que lo hacía se desprendían algunos fragmentos de la ropa podrida que llevaba alrededor del torso. Por un momento a Ann llego hasta a parecerle patético. Y en realidad no era un esqueleto, estaba cubierto de piel, hasta en la cara, que aún así seguía siendo inquietantemente parecida a una calavera.

Giró la cabeza y miró directamente a Ann con sus ojos grandes, hundidos y pálidos, bajo una única ceja espesa y de color amarillo grisáceo. Los labios de la calavera se movieron, y aquella cosa dijo (o más bien graznó) unas palabras en un idioma extraño.

Le había visto, y le había hablado. Ann ya había visto suficiente. Dio la vuelta con dificultad y salió disparada a toda velocidad con los tenis resbalando por el talud. Cayó al camino musgoso y, sin darse cuenta del golpe que se había dado en la rodilla con una piedra afilada, se puso en pie con un fluido movimiento y corrió tanto como le permitían las piernas, alejándose camino abajo. Un cadáver que andaba, miraba y hablaba… un vampiro en un ataúd de plomo… ¡un vampiro radiactivo! Sabía que iba tras ella. ¡Había que ser tonta para seguir el camino! Viró para subir por el talud y siguió corriendo, aplastando los esponjosos líquenes en su carrera, saltando sobre las zarzas, rompiendo a su paso los matorrales de color verde chillón, partiendo las ramas muertas bajo sus pies. Respirar se volvió doloroso, le dolía el pecho, estaba enferma. Menuda idiota, estaba haciendo demasiado ruido, el vampiro sólo necesitaba seguir el estruendo para encontrarla.

—¿Qué hago? ¿Qué hago? —gimoteó Ann mientras corría.

Las piernas empezaban a fallarle. Tras tanto tiempo en cama, estaba casi tan débil como el vampiro. La rodilla derecha le dolía a rabiar. Atravesó un brezal, miró hacia abajo y vio el brillo rojo de la sangre que le corría espinilla abajo y se colaba por el calcetín. Había sangre en las zarzas sobre las que se encontraba… también podría podía rastrearla mediante el olfato.

—¿Qué hago?

Lo inteligente sería subirse a un árbol.

—¡No voy a ser capaz! —dijo Ann entre jadeos.

La criatura volvió a graznar desde bastante cerca.

Ann sacó fuerzas de donde no sabía que las hubiera, y éstas le llevaron hasta el árbol más cercano que vio que podía escalar y subió tronco arriba como una loca. La corteza se le clavó en la cara interna de las piernas, y se le rompieron la mayoría de las uñas (de las que tan orgullosa estaba) al aferrarse al tronco durante la ascensión. También oyó cómo se rasgaba su bonito anorak, pero siguió subiendo hasta que pudo sacar la cabeza entre las ramitas y encaramarse a horcajadas sobre una rama alta, fuerte, segura, con la espalda contra el tronco del árbol y el pelo enmarañado sobre la cara.

«¡Si sube, le haré bajar a patadas!», pensó recostándose contra la corteza y cerrando los ojos.

Podía oír el graznido abajo, cerca, a su derecha.

Ann abrió los ojos de golpe y clavó la mirada espantada sobre el camino y el cofre incrustado en el talud. La tapa había vuelto a cerrarse, pero la criatura había salido y estaba de pie en el camino, justo debajo de ella, mirando las salpicaduras de sangre que Ann había dejado al darse con la rodilla contra una piedra. Había estado corriendo en círculos como un animal despavorido.

«¡Que no mire hacia arriba, que no mire hacia arriba!», rezó Ann, y se quedó muy quieta.

Y no miró hacia arriba, ya que estaba muy ocupado observando sus manos garrudas y palpándose su pelo raído y espeso. Ann tenía la sensación de que estaba tremendamente confuso. Vio cómo cogía uno de los jirones de tela que le cubrían sus delgadas caderas y arrancaba un pedazo para examinarlo. Negó con la cabeza y, de una forma absurda a la par que meticulosa, se colocó el harapo sobre su hombro izquierdo y graznó algunas palabras más. Esa vez el sonido ya se asemejaba más a una voz que a un graznido.

A continuación (a pesar de todo lo que había visto, a Ann todavía le costaba creer lo que estaba viendo con sus propios ojos), la criatura hizo que le creciera la ropa. Los harapos de la parte inferior de su cuerpo se alargaron hacia abajo en dos cascadas de grueso tejido caqui hasta formar unas calzas ajustadas y unas botas marrones de apariencia flexible. Al mismo tiempo, el harapo que el cadáver llevaba al hombro creció también hacia abajo, desenvolviéndose y extendiéndose para convertirse en una especie de túnica amplia, plisada y de color beige que le llegaba hasta la pantorrilla. Ann abrió los labios, y estuvo a punto de proferir una exclamación al reconocer el color beige de cierto abrigo de pelo de camello. A continuación, la larga cabellera y la barba fueron acortándose y se volvieron del mismo color castaño claro, algo que Ann casi esperaba que ocurriese. La barba se fue introduciendo en la barbilla hasta desaparecer, lo que hizo que su rostro se pareciese más que nunca a una calavera, pero el pelo se detuvo justo por debajo de las orejas. Completó su atuendo con un ancho cinturón, un cuchillo, una escarcela y una especie de sábana enrollada que se echó sobre el hombro izquierdo y aseguró cuidadosamente con correas. Tras esto emitió un gruñido de satisfacción y se dirigió al borde del camino, donde sacó el cuchillo y cortó una rama robusta del árbol más cercano al arcón de plomo.

Ann estaba casi segura de saber quién era antes de que se moviese, y los pasos largos y tranquilos con que avanzaba por el camino confirmaron sus sospechas: era el más alto de los tres que habían venido en aquel coche, el que había abierto el portalón, el que llevaba el extraño abrigo de pelo de camello. De alguna manera seguía llevando ese mismo abrigo, salvo que lo había transformado en una túnica.

Volvió al camino con la rama, que ya no era una rama sino un antiguo bastón pulido con extraños signos tallados. Miró hacia arriba, hacia Ann, y le graznó un comentario.

Ann retrocedió contra el tronco del árbol. «¡Cielo santo, él sabía que yo estaba aquí!». Y ahora era ella la indecente. Es lo que tiene subirse a los árboles con una falda ajustada. La tenía subida hasta la cintura, y él debía estar mirándole directamente a las bragas. Y a sus largas y pobres piernas, que colgaban a ambos lados de la rama.

El extraño carraspeó, no muy contento con su voz, sin dejar de mirar a Ann. Tenía los ojos claros y muy hundidos en las órbitas. Su única ceja se le arqueaba encima de la nariz adoptando la forma de un halcón en vuelo. Era un hombre de aspecto extraño, incluso aunque le hubieses visto andando por la calle en su forma normal. Al verle, pensó Ann, uno creería que se había topado con la Parca.

—Lo siento, no… —dijo ella con la voz más aguda a causa del miedo— no entiendo nada de lo que me dice… y tampoco quiero entenderlo.

El extraño pareció confundido, reflexionó un momento y volvió a carraspear:

—Mis disculpas —dijo—. Me temo que estaba empleando un idioma incorrecto. Te decía que no tengo intención alguna de hacerte daño. ¿No vas a bajar?

«¡Eso es lo que dicen todos!», resonaban las advertencias de Mamá en la cabeza de Ann.

—No tengo intención de hacerlo —dijo Ann—. Es más, si intenta subir pienso hacerle bajar a patadas. —Y, mientras decía eso, se preguntaba con desesperación cómo iba a salir de ésa. «¡No puedo quedarme aquí todo el día!».

—Bien, ¿te importa si te formulo unas cuantas preguntas? —le pidió el hombre. Mientras Ann tomaba aliento para decirle que por supuesto que le importaba (¡y mucho!), el hombre añadió rápidamente—: En mi vida me había sentido tan confuso. ¿Qué lugar es éste?

A medida que iba acostumbrándose a hablar, el extraño demostró tener una voz profunda y agradable, con un leve acento extranjero. «¿Será sueco?», se preguntó Ann. ¡Y vaya si tenía motivos para sentirse confuso! No iba a pasar nada por decirle lo poco que sabía:

—¿Qué quiere preguntarme? —dijo Ann con reservas.

El hombre volvió a carraspear:

—¿Puedes decirme dónde estamos? ¿Dónde está este lugar? —Hizo un gesto que abarcó la verde extensión del bosque.

—Bueno —dijo Ann— éste debería ser el bosque que hay junto a Granja Hexwood, pero… parece haber crecido. —Y como el hombre parecía bastante perplejo, añadió—: Pero no me pregunte por qué es más grande, yo tampoco lo entiendo.

El hombre chasqueó la lengua y la miró con impaciencia:

—Yo sí lo entiendo. Hace un momento he manipulado un campo. Algo cercano está creando un conjunto completo de extensiones paratípicas…

—¿Que ha hecho qué? —dijo Ann.

—He hecho lo que probablemente conozcas como… —se pensó cómo decirlo— un conjuro.

—¡Pues va a ser que no! —dijo Ann indignada. Seguro que subida al árbol parecía ridícula e indecente, ¡pero eso no quería decir que fuese idiota!—. Ya soy mayor para creer en tonterías como ésa.

—Mis disculpas —dijo él—. Entonces quizá la mejor forma de definirlo sea como una gran semiesfera de cierta clase de fuerza que tiene la capacidad de alterar la realidad. ¿Te resulta más claro?

—Sí, hasta cierto punto —admitió Ann.

—Perfecto —respondió él—. Y ahora, por favor, ten la bondad de explicarme qué es y dónde está Granja Hexwood.

—Es la vieja granja de nuestra urbanización —dijo Ann. El hombre volvía a parecer confuso. Arqueó su única ceja sobre la nariz y la miró fijamente apoyado en el bastón. Ann pensó que se encontraría mal y estaría débil, algo que no la sorprendía en absoluto—. Bueno, ya no es una granja, sólo es una casa —explicó Ann—. Está a poco más de 60 kilómetros de Londres. —El hombre negó con la cabeza sin entender nada—. En Inglaterra, Europa, la Tierra, el Sistema Solar, el Universo. ¡Tiene que sonarle! —dijo Ann irritada—. Usted llegó esta mañana en un coche, ¡vi como entraba en la granja con otros dos hombres!

—No, no —dijo él con voz débil y cansada—. Te equivocas, he permanecido en sueño estat durante siglos por violar la prohibición de los Líderes. —Se dio la vuelta y señaló con un dedo sorprendentemente largo al cofre semienterrado en el talud—. Tienes que creerme, cuando salí estabas aquí, exactamente donde me encuentro yo en este momento, pude verte.

Era difícil de negar, pero Ann estaba lo suficientemente segura de lo que había visto por la mañana como para intentarlo. Se apoyó sobre su rama y miró hacia abajo con gesto serio:

—Sí, es cierto… quiero decir, sí que le vi hace un rato, pero es que ya le había visto antes, caminando por la calle con ropa moderna. ¡Le juro que era usted! Lo sé por la forma en que caminaba…

El hombre negó firmemente con la cabeza:

—No, no fue a mí a quien viste, debe haber sido uno de mis descendientes. Tuve muchos descendientes, era… una buena forma de romper… esa prohibición injusta. —Se llevó una mano a la frente, y Ann pudo ver que se estaba poniendo malo. El bastón le temblaba en la otra mano.

—Mire —dijo Ann con amabilidad— si esta… esta esfera de fuerza puede cambiar la realidad, ¿por qué no iba a haberle cambiado a usted igual que ha cambiado el bosque?

—No —replicó él— hay cosas que no pueden cambiarse. Yo soy Mordion. Vengo de un mundo lejano, y fui enviado hasta aquí bajo el influjo de una prohibición. —Se aproximó al talud ayudándose con el bastón y se sentó cubriéndose la cara con una mano temblorosa.

A Ann le recordó lo débil que ella se había sentido ayer mismo. Estaba dividida entre la simpatía por aquel hombre y la urgente preocupación por sí misma. Era muy probable que ese hombre no estuviera en sus cabales. Y además las piernas le hormigueaban y se le estaba entumeciendo, como suele pasar cuando las dejas colgando un buen rato.

—¿Y por qué no —dijo ella, pensando en la forma en que había devorado el plato de comida esa mañana— utiliza esa fuerza para cambiar la realidad y hacerse algo de comer? Seguro que tiene hambre. Si soy yo quien tiene razón, no ha comido nada desde primera hora de la mañana, y si es usted quien la tiene, ¡debe de estar verdaderamente famélico!

Mordion apartó la mano de su rostro cadavérico:

—¡Una idea muy sensata! —alzó su bastón, hizo una pausa y miró a Ann—. ¿Te apetece algo?

—No, gracias, tengo que ir a comer a casa —dijo con un tono algo cursi. Ann planeaba bajarse del árbol y echar a correr como alma que lleva el diablo, y esta vez en línea recta, mientras ese tipo estuviese comiéndose una cabeza de jabalí, o lo que fuera que le enviase el campo raro ése.

—Como quieras —Mordion hizo un gesto rápido y anguloso con el bastón, y en mitad del movimiento una cosa blanca y cuadrada empezó a seguir su gesto por el aire. Hizo descender el bastón en un arco fluido, y la cosa cuadrada lo siguió planeando y aterrizó sobre el talud.

Et voilà! —dijo Mordion, mirando a Ann con una enorme sonrisa.

A Ann se le olvidó completamente lo de bajarse del árbol. La cosa cuadrada era una bandeja de plástico dividida en compartimentos y cubierta con film transparente. Ésa era la primera cosa sorprendente. La segunda cosa sorprendente era que uno de los alimentos de la bandeja era de color azul brillante. Y la tercera cosa sorprendente, la más sorprendente de todas, lo que realmente dejó a Ann clavada en la rama, fue la sonrisa que le dedicó Mordion. Cuando una calavera te sonríe, esperas ver algo triste y demasiados dientes. Pero la sonrisa de Mordion no tenía nada que ver con eso. Irradiaba alegría, humor y amistad, y convirtió su rostro en algo que dejó a Ann sin respiración. Viéndola se sentía tan débil como para caerse de la rama. Era la sonrisa más hermosa que había visto en su vida.

—Pero… ¡si es comida de avión! —dijo ella, y notó que aquella sonrisa le hacía ruborizarse.

Mordion arrancó el film transparente de la bandeja, de la cual escapó un aroma muy apetitoso y un vapor que ascendió hasta reflejarse contra la luz del sol que se filtraba entre las hojas.

—En realidad no —dijo Mordion— es una bandeja estat.

—¿Qué es esa cosa azul? —no pudo evitar preguntar Ann.

—Kernabo de Yurov —respondió llenándose la boca de ello. Había separado una especie de cuchara de uno de los laterales de la bandeja y engullía como si en verdad llevase siglos sin comer—. Es una especie de tubérculo —añadió mientras cogía un panecillo y lo usaba para empujar—. Esto es pan. Las cosas rosadas son brochetas de Iony con salsa barinda. La cosa verde es… ya no me acuerdo… una especie de alga frita, creo, y lo amarillo son judías con queso. Debajo debería haber un postre, y así lo espero, porque tengo tanta hambre que me comeré la bandeja si no lo hay. Puedo darte un poquito si bajas, aunque me va a costar lo mío…

—No, gracias —dijo Ann. Como las piernas se le estaban entumeciendo de verdad, subió con dificultad una rodilla a la rama y consiguió alzarse hasta quedar de pie apoyada contra el tronco del árbol y pasar un brazo cómodamente sobre una rama más alta. En esa posición pudo volver a colocarse bien la falda y sentirse casi respetable. La sangre seguía corriéndole por la pantorrilla, pero ya empezaba a adquirir un color marrón brillante.

Sí que había un postre bajo la comida caliente. Ann vio con algo de envidia cómo Mordion levantaba la bandeja superior y la retiraba, como hace uno con una caja de bombones. Lo que había debajo parecía helado, y estaba tan misteriosamente frío como calientes estaban los platos de arriba. «Estoy en un campo de movidas paratípicas», pensó Ann. «Todo es posible». El helado parecía exquisito, y junto a él había una taza de una bebida caliente.

Mordion dejó caer la cuchara en la bandeja vacía y cogió la taza con ambas manos:

—Ahhhhh —dijo mientras tomaba unos sorbos cómodamente—. Me siento mucho mejor. Ahora quiero preguntarte algo más. Pero, ante todo, ¿cómo te llamas?

—Ann —dijo ella.

La miró bastante sorprendido:

—¿De verdad? No sé por qué, pensaba que tendrías un nombre más largo.

—Ann Stavely, ya que insiste —dijo Ann, que tenía clarísimo que no iba a decirle que su aborrecible nombre completo era Ann Veronica.

Mordion hizo una especie de reverencia con la cabeza.

—Yo soy Mordion Agenos. Lo que quiero preguntarte es: ¿me ayudarías en un nuevo intento de romper la prohibición de los Líderes?

—Depende —dijo Ann—. ¿Quiénes son los liendres ésos?

—No, Líderes, los que dirigen —dijo Mordion. Su cara se transformó en la más macabra de las calaveras, una visión terrible sobre la taza humeante, sobre todo al estar rodeada por la brillante floresta primaveral, plena de un verde vital y del gorjeo de los pájaros anidando—. Son cinco, y aunque viven en otro punto de la galaxia a años luz de aquí, gobiernan sobre todos y cada uno de los mundos habitados, incluido éste.

—Cómo… ¿incluso dentro del campo raro éste? —preguntó Ann.

Mordion se pensó la respuesta:

—No —concluyó— estoy casi seguro de que no. Ese debe ser uno de los motivos por los que se me ocurrió volver a intentar romper la prohibición.

—¿Los Líderes son muy perversos? —preguntó Ann, mirando su rostro.

—¿Perversos? —dijo Mordion. Ann pudo ver el odio y el terror reflejados en su rostro severo—. Esa palabra no basta para describirles, pero sí, son perversos.

—¿Y en qué consiste la prohibición que te han impuesto?

—Estoy exiliado y no puedo enfrentarme a ellos en forma alguna. —Había una siniestra cualidad sobrenatural en Mordion, que la miraba bajo su larga ceja alada. Ann se estremeció cuando él dijo—: La sangre de los Líderes corre por mis venas, y podría derrotarles si fuese libre. Hubo dos ocasiones en que estuve a punto de conseguirlo, hace mucho tiempo, y por eso me pusieron en sueño estat.

Ann pensó que si no le seguía le juego nunca iba a poder bajar del árbol:

—¿Y cómo podría ayudarte?

—Concédeme permiso para hacer uso de tu sangre —dijo Mordion.

—¿Qué? —Ann retrocedió y se pegó aún más contra el tronco, y Mordion señaló el lugar del camino donde ella había caído. La sangre aún no se había secado como la de su pierna, seguía estando fresca y de color rojo brillante. Había muchísima, esparcida morbosamente entre el musgo verde y salpicando de escarlata la piedra blanca con que se había cortado. Parecía como si hubieran matado algo allí.

—El campo espera que trabajen con él —le dijo Mordion—. Fue lo primero que percibí después de que huyeses.

—¿Pero para qué? ¿Y cómo? —dijo Ann—. ¡No, no me parece nada bien!

—Quizás si me dejases explicarme… —Mordion se levantó y se colocó exactamente bajo la rama de Ann. Ella se sintió mareada e intentó retroceder aún más. Podía ver los brotes de la punta de la rama agitándose frente al rostro vuelto hacia arriba de Mordion. Tenía la impresión de estar sacudiendo todo el árbol al moverse—. Lo que hice en el pasado —dijo Mordion— fue eludir la prohibición de los Líderes engendrando una raza de hombres y mujeres que no estuviesen sujetos a dicha prohibición y pudiesen enfrentarse a los Líderes…

—¡No pienso hacer eso! —dijo Ann casi en un grito.

—Claro que no —Mordion sonrió, esbozando una sonrisa breve y triste pero tan maravillosa como la anterior—. He aprendido la lección. Me llevó demasiado tiempo y acabó en tragedia. Los Líderes exterminaron esa primera raza de personas. La segunda vez eran demasiados como para matarlos a todos, así que acabaron con los mejores y me pusieron en estat para que no pudiese dirigir al resto. En este mundo debe haber centenares de descendientes suyos con sangre de los Líderes. Y tú eres uno de ellos, o al menos eso es lo que me muestra el campo paratípico. —Señaló una vez más la brillante sangre del camino.

A pesar del miedo, el asco y la incredulidad, Ann no pudo evitar sentir una punzada de orgullo por que su sangre fuese tan especial:

—¿Y entonces para qué la quieres esta vez?

—Para crear un héroe —dijo Mordion— que sea humano y a la vez no humano, que esté a salvo de los Líderes dentro de este campo, y que pueda derrotarles porque no sabrán de él hasta que sea demasiado tarde.

Ann reflexionó sobre ello, aunque a decir verdad lo que hizo fue dejar que su cabeza bullese con una vertiginosa sucesión de sentimientos. La incredulidad y el miedo se mezclaron con una tremenda pena por Mordion, que creía estar intentando llevar a cabo el mismo plan inútil por tercera vez, y con el terror, porque Mordion podía tener razón, mientras por debajo se sucedían unos sentimientos apremiantes, corrientes y familiares que le decían que tenía que estar de vuelta a la hora de comer.

—Si digo que sí —dijo ella— no podrás tocarme y tendrás que dejarme marchar a casa sana y salva en cuanto acabes.

—De acuerdo —Mordion la miró muy serio—. ¿Aceptas?

—Sí, vale —dijo Ann, sintiéndose la mayor de los cobardes al decirlo. «¿Pero qué voy a hacer si no», se preguntó a sí misma, «aquí subida a un árbol en un lugar en que todo se ha vuelto loco, con ese tal Mordion rondando por ahí abajo?».

Mordion volvió a sonreírle. Ann estaba encantada por la dulzura y simpatía de esa sonrisa, y sintió cómo se le aflojaban más sus ya temblorosas rodillas. Pero su pequeño lado cínico decía: «Él utiliza esa sonrisa». Ann vio cómo daba la vuelta y caminaba hasta la mancha de sangre, con la túnica plisada ondeando con elegancia a su alrededor, y se preguntó cómo creía Mordion que iba a crear un héroe. Blandió el cuchillo con la mano derecha, y su hoja captó la luz verdosa del bosque mientras se hacía un corte rápido y experto en la muñeca de la izquierda, la mano con que sostenía el bastón. La sangre fluyó tan abundante como la de la herida de Ann.

—¡Hey! —dijo Ann. No se esperaba algo así para nada.

Mordion pareció no haberla oído. Dejó que la sangre se deslizase por el bastón, rodeando los extraños grabados que tenía tallados y fluyendo por ellos, y guió el espeso flujo de forma que cayese de la punta del cayado y se mezclase con la sangre de Ann que se había vertido sobre el camino. Seguro que también estaba trabajando con el campo paratípico. Ann tuvo la sensación que había algo latiendo y retorciéndose ligeramente justo fuera de su campo visual.

Mordion terminó y se apartó. Todo permaneció quieto: no se movía ni un árbol, no cantaba ni un pájaro… Ann ni siquiera estaba segura de estar respirando.

La tierra del camino comenzó a agitarse y removerse a ambos lados del charco de sangre. Ann había visto al agua reaccionar de esa forma cuando alguien tiraba un leño con fuerza hacia abajo y éste iba subiendo a la superficie desde el fondo. Se inclinó hacia adelante y, sin apenas respirar, observó atentamente cómo el musgo, la tierra negra, las piedras y las raíces amarillas iban surgiendo y apartándose para dejar que algo brotase de debajo. Pudo vislumbrar algo de color blanco, más bien de color hueso, de más de un metro de largo y con una maraña en un extremo de algo que parecía pelo. Ann se mordió el labio hasta hacerse daño. En menos de un segundo había surgido un cuerpo desnudo, el cual yacía boca abajo dentro de un profundo surco en el camino. Era un cuerpo bastante pequeño.

—Deberías hacerle ropa —dijo Ann, esperando que el cuerpo creciese.

Por el rabillo del ojo pudo ver a Mordion asentir y mover su bastón. Al cuerpo le salieron ropas, al igual que había ocurrido antes con Mordion, en una oleada de color púrpura azulado que fue extendiéndose por su blanca espalda y haciéndose más gruesa hasta convertirse en algo parecido a un chándal. Sus pies descalzos se volvieron grises y luego se transformaron en unos pies calzados con unas viejas zapatillas. El cuerpo se retorció, cambió de postura, se irguió apoyándose en los codos y miró al camino, hacia un punto alejado de ellos dos. Su pelo era más o menos largo y del mismo color castaño claro que el de Mordion.

—¡Plaf, me caí! —comentó el cuerpo con una voz clara y aguda.

A continuación, y asumiendo que había tropezado y caído en el camino, el muchacho del chándal se levantó y echó a correr hasta perderse de vista más allá del árbol de las flores de color rosa.

Mordion dio un paso atrás y miró a Ann. Las arrugas se marcaban en su cara, era evidente que crear al muchacho le había fatigado.

—Ya está —dijo con cansancio, y volvió a sentarse entre las prímulas.

—¿No va a ir tras él? —preguntó Ann.

Mordion negó con la cabeza.

—¿Y por qué no? —dijo Ann.

—Ya te he dicho —respondió Mordion, muy cansado— que he aprendido la lección. Esta vez será algo entre él y los Líderes, cuando crezca. No tengo que intervenir.

—¿Y cuánto tardará en crecer? —preguntó Ann.

Mordion se encogió de hombros:

—No tengo clara la forma en que se relaciona el tiempo de este campo con el tiempo normal. Supongo que llevará un rato.

—¿Y qué pasará si sale del campo parachungo —inquirió Ann— y entra en el tiempo real?

—Dejará de existir —dijo Mordion, como si se tratase de algo evidente.

—¿Entonces cómo se supone que va a ser capaz de vencer a esos Líderes? Dijiste que viven a años luz de distancia —preguntó Ann.

—Tendrá que atraerles hasta aquí —dijo Mordion, y se recostó en el talud, visiblemente agotado.

—¿Y él lo sabe? —preguntó Ann.

—Probablemente no —dijo Mordion.

Ann le miró, tendido en el talud y disponiéndose a dormir, y perdió los estribos:

—¡Entonces deberías ir y decírselo! ¡Tienes que cuidarle! Es muy pequeño, está completamente solo en este bosque, y ni siquiera sabe que no debe salir de él. Probablemente ni siquiera sepa cómo utilizar el campo para conseguir comida. Tú solo vas, coges un poco de sangre con toda la calma del mundo y… ¡y lo creas de la nada! Y claro, luego esperas que te haga el trabajo sucio, ¡pero ni siquiera le explicas las reglas! ¡No puedes hacerle eso a una persona!

Mordion se irguió apoyándose sobre un codo:

—Ya que pertenece al campo, el campo cuidará de él. O incluso podrías hacerlo tú misma… al fin y al cabo, también es medio tuyo.

—¡Yo tengo que irme a casa a comer! —gruñó Ann—. ¡Sabes que es así! ¿No hay nadie más en este bosque que pueda cuidar de él?

Mordion puso esa cara que solía poner Papá cuando Ann le daba la tabarra:

—Voy a ver —dijo esperando cerrarle el pico de esa forma. Se levantó y alzó la cabeza como si estuviera escuchando, moviéndola lentamente de izquierda a derecha. «Como un radar en funcionamiento», pensó Ann—. Hay otros por aquí —dijo pausadamente— pero están muy lejos y demasiado ocupados en otros asuntos.

—Entonces —dijo Ann— haz que el campo cree a otra persona.

—Para eso haría falta más sangre… —dijo Mordion— y esa persona también sería un niño.

—Entonces que cree a alguien que no sea real —insistió Ann—. Sé que el campo puede hacerlo: este bosque no es real, tú no eres real… —calló porque Mordion se dio la vuelta y la miró fijamente. El dolor que había en su mirada casi la tiró para atrás—. Bueno, sólo medio real. Y deja de mirarme así sólo por decirte la verdad. Te crees que eres un mago con poderes divinos, pero yo sé que sólo eres un hombre con un abrigo de pelo de camello.

—Y tú —dijo Mordion, no enfadado pero acercándose— te las das de valiente porque crees que estás segura subida a ese árbol ¿Qué te hace pensar que mis poderes divinos no pueden hacerte bajar?

—No puedes tocarme —se apresuró a decir Ann— lo prometiste.

La sonrisa de antes volvió al rostro de Mordion:

—Hay muchas formas de herir a alguien sin tocarle —dijo Mordion—. Espero que nunca llegues a descubrirlas. —En sus ojos dejó entrever siniestros pensamientos durante un momento, con la ceja arrugada sobre su extraña nariz chata, y luego suspiró—. El niño estará bien, el campo te ha obedecido y ha producido a una persona no real para que cuide de él. —Volvió a tumbarse en el talud y se colocó a modo de almohada aquella cosa parecida a una sábana enrollada que llevaba al hombro.

—¿De verdad? —preguntó Ann.

—Al campo le gusta que le grites tan poco como a mí —replicó Mordion soñoliento—. Baja de ese árbol y ve en paz.

Se dio la vuelta y pareció quedarse dormido, formando un extraño bulto descolorido en el talud. El único toque de color que había en él era el tajo rojizo en la muñeca de la mano con que asía el bastón.

Ann esperó sobre el árbol hasta que la respiración de Mordion se volvió lenta y regular y estuvo segura de que se había dormido de verdad. Sólo entonces se dirigió hacia el otro lado del árbol y se deslizó tronco abajo con tanto sigilo como pudo. Fue hasta el camino de puntillas dando pasos largos y corrió camino abajo con sigilo. Aún tenía miedo de que Mordion estuviera acechando tras ella. Miró hacia atrás tantas veces que a los cincuenta metros se estampó contra un árbol.

Fue un mamporro tan doloroso que pareció volver a colocar la realidad en su sitio. Cuando volvió a mirar hacia adelante, descubrió que podía ver las casas más próximas de la calle Wood, y al mirar hacia atrás por si acaso comprobó que más allá de los escasos árboles habituales del bosque de Banners también podía ver casas. No había rastro de Mordion.

—¡Hay que ver! —dijo Ann, y empezaron a temblarle las piernas.