LOS HÉROES DE LA INSURRECCIÓN
Romero quedó como herido por un rayo al saber la triste suerte de la valerosa muchacha; pero sobre todo al oír las palabras de desesperación de Hang-Tu.
—¡Tu hermana! —exclamó después de un largo silencio.
Y viendo que el chino no le contestaba y seguía sollozando, lo levantó en sus brazos y se lo llevó al bosque.
Habían cesado los tiros; pero quizá los españoles que estaban en la isla se habían embarcado en las dos almadías y estaban atravesando el canal para acabar con los últimos defensores de Malabón.
Era, pues, indispensable ante todo sustraerse a su persecución para no caer en sus manos y perder la última esperanza de ser todavía muy útiles a la desgraciada Than-Kiu.
Romero entró con muy pocos por el bosque, abriéndose paso muy trabajosamente a través del intrincado ramaje, hasta que dio con un lugar bastante oculto para que pudieran quedarse en él sin el menor recelo de ser descubiertos. Detúvose allí y dijo al chino:
—¡Espérame un instante!
Repartió quince hombres alrededor del escondrijo para que vigilasen sus inmediaciones y les advirtiesen la presencia del enemigo, en caso de que se acercara, y volviendo donde había dejado a Hang-Tu se sentó frente a él en una raíz que sobresalía del suelo, y le dijo:
—Ahora hay que ocuparse en salvar a Than-Kiu; pero antes de hacer nada, no negarás a tu hermano de armas, que se dispone a jugarse por ti la vida, una explicación que esperaba desde hace mucho tiempo.
—Habla, Romero —dijo Hang.
—¿Quién es Than-Kiu?
—¡Mi hermana! —respondió el chino—. Sería inútil tratar de engañarte por más tiempo.
—¿Tu hermana? —exclamó Romero—. ¡Y nunca me lo dijiste!
—No; y quizá no lo habrías sabido nunca.
—¿Y por qué, Hang?
—Porque te amaba.
—¿Quizá desde antes de que yo quisiese a Teresita?
—Sí, Romero.
—Pero ¿dónde me había visto?
—En mi casa; en el arrabal de Binondo.
—Pero yo no la había visto nunca a ella, Hang.
—En nuestra tierra no se usa presentar a las mujeres ni a los más fieles amigos; pero Than-Kiu te había visto varias veces y cuando ella me lo reveló era ya demasiado tarde. La mujer blanca se había apoderado de tu corazón.
—¡Y nada me habías dicho!
—No; porque tú habrías podido creer que Hang-Tu no te quería sólo como amigo. Por eso he sofocado siempre en el fondo de mi alma la confesión que varias veces he estado a punto de hacerte.
—¿Y no me has odiado, Hang-Tu, por haber preferido a otra, a una hija de la raza contra la cual combatimos, a tu hermana?
—Nunca, Romero. He sufrido mucho, cierto es; pero yo no habría podido indicarte que quisieras a mi hermana.
—Otro en tu lugar me habría odiado.
—Pues yo, al contrario, he admirado tu inmenso amor por esa hija de nuestros enemigos, y mi amistad por ti, ya lo has visto, nunca se ha entibiado.
—Hang-Tu —dijo Romero conmovido profundamente—, yo te debo a ti y le debo a Than-Kiu mi vida.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que si no puedo querer a tu hermana, al menos iré a salvarla o a morir con ella.
—¿Qué vas a hacer?
—Yo lo sé.
Romero se levantó bruscamente, mostrando en su actitud una resolución inflexible.
—Me voy —dijo arrojando en tierra las armas que llevaba encima—. Quizá no nos veamos más; pero cuando sepas lo que ha hecho tu hermano de armas, comprenderás cuánto habría podido querer a Than-Kiu si no hubiese existido la Perla de Manila.
—¡Romero! —exclamó Hang-Tu, levantándose también—. Leo en tus ojos una resolución desesperada. ¿Adonde vas?
—A salvar a la hermana de mi hermano de armas o a morir en la empresa.
—¡Tú solo e inerme! ¿Qué locura vas a cometer?
—Ninguna, Hang-Tu —respondió Romero con melancólica sonrisa—. Voy adonde me manda el destino.
—Pero si tú vas a salvar a Than-Kiu, yo quiero ir también.
—No puede ser, Hang.
—¿Y por qué?
—Porque serías un estorbo en mi proyecto.
—Dos hombres pueden hacer más que uno solo.
—Para lo que voy a hacer basta uno.
—Quiero saber adonde vas.
—¿Te acuerdas de la frase de un hombre que yo salvé de la muerte?
—¡Ah! ¡Ya comprendo! ¡Tú vas a presentarte al comandante Alcázar!
—Quizá —respondió Romero—. Adiós, hermano, y si no vuelvo más, acuérdate de que, si yo no hubiese dado mi corazón a la Perla de Manila, me hubiera tenido por dichoso haciendo mi mujer a la Flor de las Perlas.
Abrazó a Hang-Tu y se alejó.
El chino se lanzó tras él; pero Romero se volvió al oír sus pasos y le dijo:
—No me sigas, hermano. Es preciso que vaya solo.
—¡Romero! —exclamó Hang con voz conmovida—. ¿Qué vas a hacer? ¡Por Buda!
—Ya te lo he dicho; voy a salvarla.
Volvió atrás, y los dos valientes se precipitaron el uno en brazos del otro. Al separarse tenían ambos los ojos húmedos.
—Espera —dijo Romero alejándose apresuradamente sin volver atrás la vista.
Al salir de la maleza se acercó a uno de los insurrectos que vigilaba apoyado en su fusil.
—Sígueme —le dijo—. Nada tienes que temer; te lo aseguro.
—Estoy a tus órdenes, capitán —respondió el insurrecto.
Romero se puso en camino marchando aprisa y con paso seguro. ¿Adonde se dirigía? Él solo hubiera podido decirlo.
Al llegar a la margen del bosque se detuvo algunos instantes a escuchar. Parecía que trataba de percibir algún rumor lejano. En seguida se puso de nuevo en marcha seguido por el insurrecto.
Atravesó los cañaverales sin detenerse, acercándose al canal en cuyas orillas habían sostenido los defensores de Malabón aquella lucha sangrienta, y después se encaminó hacia el sur, donde se veía en el oscuro horizonte el centelleo de las hogueras de los campamentos españoles.
—Capitán —le dijo el insurrecto que le seguía al distinguir aquellas luces—, vas a hacerte matar. Allí están los españoles.
Romero se quitó el pañuelo blanco de seda, y se lo alargó diciéndole:
—Pon ese pañuelo en la punta del fusil y no tengas miedo.
—¿Vas a tratar de nuestra rendición?
—No; sígueme.
Veíanse ya de cerca las hogueras, cuyo fuego iluminaba las tiendas y los haces de armas puestas en pabellones; pero Romero seguía avanzando como si en vez de fieros enemigos hubiera de encontrarse con insurrectos. Estaba tranquilo; pero en aquella tranquilidad había algo de terrible.
Al llegar como a cien pasos de la guardia le dio el centinela el:
—¿Quién vive?
—Un parlamentario de los insurrectos —contestó.
—¡Alto!
Poco después un sargento, seguido de tres soldados armados que llevaban teas encendidas, le salió al encuentro.
—¿Qué quieres? —preguntó el sargento mirando con estupor a Romero.
—Hablar con el comandante —respondió el mestizo.
—Está durmiendo.
—Dile que Romero Ruiz, jefe supremo de los insurrectos, tiene asuntos importantes que comunicarle.
—¡Caray! —exclamó el sargento—. ¿El jefe don Ruiz?
—Sí; pero dile también que yo, antes de entrar en su campamento, exijo su palabra de honor de dejarnos libres a mí y al hombre que viene conmigo si no acepta el pacto que vengo a proponerle. Espero su respuesta.
—Espera a que vuelva —dijo el sargento.
Indicó con una seña a los soldados que permanecieran allí quietos, y se volvió hacia el campamento.
Romero, al ver allí cerca un árbol derribado, se sentó mirando distraídamente a los tres soldados, que a su vez le miraban a él con la mayor curiosidad.
Cinco minutos después estaba de vuelta el sargento.
—El comandante os espera —dijo.
Levantóse Romero.
—Quédate aquí —dijo volviéndose hacia el insurrecto que le habían seguido—, y conducirás junto a Hang-Tu a la persona que te será entregada.
En seguida siguió tras el sargento, con la frente alta y el rostro cubierto de palidez, pero en actitud decidida.
Después de atravesar tres o cuatro filas de tiendas, en que se oían las ruidosas conversaciones de los soldados, y dos filas de centinelas, se detuvo el sargento ante una tienda más alta y mayor que las otras, iluminada por dentro.
Un coronel como de cincuenta años, de larga barba casi blanca, mirada viva y piel curtida por el sol, esperaba a Romero a la puerta de la tienda.
Debía de haber acabado de levantarse, porque no llevaba sable ni revólver.
—¿Sois Romero Ruiz? —preguntó al mestizo.
—Sí, coronel —respondió éste, saludándole.
—Entrad.
—Hacedme registrar por ver si llevo armas.
—Es inútil, señor —le contestó el coronel—; los hombres valerosos como vos se baten, pero no asesinan.
—Gracias por vuestra confianza, coronel.
Entró resueltamente en la tienda, que estaba alumbrada por una lámpara y amueblada con una estrecha cama de campaña y dos sillas de bambú, y detrás de él entró el coronel después de indicar al sargento con un seña que se alejara.
El vencido y el vencedor se miraron algunos instantes en silencio con cierta curiosidad. Después el primero dijo bruscamente cruzándose de brazos y mirando de hito de hito al coronel.
—¿Creéis que el gobernador de Manila se alegraría de tener en sus manos al jefe de la insurrección?
—¡Ya lo creo! —contestó el español, atónito ante aquella extraña pregunta—. Sois un hombre que podría dar mucho que hacer todavía a las armas victoriosas de España.
—Pues bien; si yo, Romero Ruiz, jefe supremo de la insurrección, os digo: «Vengo a entregarme en vuestras manos, pero con una condición», ¿aceptaríais?
—¡Vos! —exclamó el coronel, atónito.
—Sí, yo —dijo resueltamente Romero.
—¿Pero sabéis la suerte que espera al jefe de la insurrección, don Ruiz?
—Ya lo sé, coronel: la muerte.
—¿Y no tenéis miedo?
—No; la arrastraré serenamente.
—Pero ahora podréis poner condiciones graves en cambio.
—Quizá menores de lo que os figuráis.
—Pues hablad.
Entre los prisioneros que habéis hecho esta noche en la orilla del canal hay una joven china; ¿es así?
Sí; una muchacha bastante bonita y valerosa que peleaba como un veterano encanecido en la guerra.
—Pido su libertad a cambio de mi vida.
—¿Habláis en serio?
—Muy seriamente, coronel —contestó Romero.
—Entonces, estaréis enamorado de ella.
—No.
—Pero…
—¿Aceptáis, coronel?
—Queréis mataros.
—No importa.
—¿Os empeñáis?
—Sí, coronel —contestó Romero con increíble firmeza.
—¡Vive Dios! —exclamó el español profundamente conmovido—. Si yo fuese en este momento el jefe supremo de las fuerzas españolas, os diría: «No se mata a tales hombres: estáis libre, señor». Pero no lo soy, y con el corazón contristado cumpliré con mi deber, señor Ruiz. Dentro de cinco minutos quedará en libertad la muchacha; pero sois mi prisionero.
—Hacedlo —dijo fríamente el mestizo.
—¿A quién hago entrega de la joven?
—A un insurrecto que la está esperando fuera de vuestro campamento.
—Se la entregaré yo en persona. Esperadme fuera de la tienda.
El coronel se ciñó el sable y salió por el campamento. Romero se quedó esperando fuera de la tienda. Estaba tranquilo, pero tenía la frente húmeda, bañada en un sudor frío.
Pasados algunos minutos, vio pasar entre las hogueras del campamento a dos personas a caballo que se detuvieron un momento a unos cien pasos de la tienda ante un gran farol, como para que pudiera vérseles bien.
Romero se estremeció. Uno de aquellos dos jinetes era el coronel; el otro era Than-Kiu, que se había envuelto en su manto blanco de seda.
—Hang-Tu —murmuró Romero con voz sorda—, tu hermano de armas ha pagado su deuda, pero perderá la vida y la mujer que tanto ha amado.
Siguió con la vista a los dos jinetes, que se dirigían hacia las avanzadas. Después cerró los ojos como apartándolos de alguna horrible visión.
Al abrirlos estaba el coronel español en su presencia.
—Ya se ha marchado la muchacha —le dijo con tristeza.
—Gracias, coronel —respondió Romero suspirando—. Ahora podéis mandar que me fusilen.
—Yo no, don Ruiz. Eso es cosa de la autoridad militar de la capital.
—Sea —murmuró Romero—. Moriré en el suelo de la Perla de Manila.