EL ÚLTIMO COMBATE
El valor y la tenacidad de las tropas españolas habían logrado después de cuatro meses de lucha triunfar sobre las innumerables, pero mal organizadas, partidas insurrectas.
Iba a sonar la última hora de la insurrección que había estallado en la isla mayor del archipiélago filipino. Ningún esfuerzo ni ningún heroísmo podían impedirlo.
Perdidas Cavite, Noveleta, Rosario y Malabón, sólo les quedaba a los insurrectos Bulacán, situada al norte de la extensa bahía, pero apretada ya por las tropas victoriosas del general Jaramillo; Santa Cruz, sobre el lago Bay, pero ya próxima a sucumbir; Naie, en la provincia de Cavite, adonde se habían retirado las tropas de Aguinaldo, sobre las cuales se disponía a caer el general Sucre al frente de veinte compañías, y algunas localidades más de poca importancia incapaces de sostenerse contra el primer ataque.
Las sumisiones en gran escala habían seguido a esas victorias. Sólo en la provincia de Manila, del 2 al 4 de abril, 900 insurrectos y 2000 familias se presentaron a indulto y 1100 combatientes depusieron las armas en Nueva Écija, entre ellos la partida entera de Castillo, que era la mas numerosa y aguerrida, y diez familias habían abandonado la causa de la insurrección.
A pesar de tantos desastres, Romero y Hang-Tu no habían depuesto las armas, comprendiendo empero la inutilidad de sus esfuerzos.
Después de combatir valerosamente y con esfuerzo desesperado defendiendo el pueblo que ardía a sus espaldas, se retiraron al interior del islote para poner a cubierto de las granadas de la flota a las partidas que les quedaban, improvisando un campamento a dos kilómetros de las ruinas de Malabón.
Eran todavía 400, en su mayor parte tagalos y mestizos y todos bien armados; pero como 60 de ellos estaban más o menos gravemente heridos y destinados a morir por falta de médicos y de medicinas; por añadidura, iban a carecer de víveres por haber quedado destruidos casi todos en el incendio que había devorado Malabón, y como estaban, además, casi completamente cercados, no era tampoco posible que esperasen socorros.
Romero y Hang, después de improvisar algunas trincheras, tuvieron un consejo con los jefes de las partidas para acordar lo que harían.
—Nuestra situación, si no desesperada, es ciertamente gravísima —dijo Romero volviéndose hacia los jefes—. Es indispensable adoptar un partido antes de que los españoles, animados con su victoria, se decidan a pasar el canal y a atacarnos aquí, destruyendo a los últimos defensores de la insurrección. Yo creo que sólo podemos contar con nosotros mismos. En las provincias meridionales está vencida la insurrección, y en las septentrionales se suceden sin tregua los desastres. Hasta Bulacán puede dársela por perdida. Las intenciones de Hang-Tu y las mías son de romper el círculo que amenaza sofocarnos, y retirarnos a las montañas de la isla para mantener allí la bandera de la libertad. Manila está perdida para nosotros, y sería una locura toda esperanza de apoderarnos de ella. Nada, pues, tenemos que hacer aquí. En las riberas de la Gran Pampanga y de la Chica, y en las altas cumbres del Caraballo de Baler, podemos encontrar un asilo seguro y esperar allí días mejores para reanudar la lucha.
—Creo que vuestro plan es el mejor —dijo uno de los jefes de partida después de haberle oído en silencio—. En la provincia de Manila nada puede hacerse.
—Pero ¿no podríamos tratar de reunimos a las partidas de Bulacán? —preguntó otro de los jefes.
—Habíamos pensado en ello —dijo Romero—; pero somos muy pocos para atacar por la espalda a las tropas del general Jaramillo, que nos tropezaríamos en nuestro camino. Si acaso podríamos intentar reunimos más adelante a los de Bulacán descendiendo por la ribera de la Gran Pampanga y del río Quinqua.
—¿Y podremos romper el cerco en que estamos encerrados?
—Se intentará —dijo Hang-Tu—. Quizá los españoles no nos crean tantos como todavía somos y no esperen un ataque de nuestra parte.
—Será prudente —observó Romero— mandar algunos exploradores resueltos a la otra orilla para conocer las posiciones del enemigo y decidir si nos conviene replegarnos sobre Obando y sobre Meyca.
—¿O sobre Calocán? —preguntó uno de los jefes.
—No hay que pensar en eso —dijo Romero—. Calocán debe de estar ya en poder del enemigo.
—¿Y cuándo intentaremos el ataque? —preguntaron los jefes de partida.
—En cuanto sepamos con seguridad por dónde retirarnos —respondió Romero—. Esta noche atravesarán el canal los exploradores y verán qué camino nos conviene seguir después de forzado el paso.
—¿Y si resulta en vano esta última tentativa?
—Moriremos todos —respondieron Romero y Hang-Tu.
—¡Bueno! —respondieron los jefes de partida—. ¡Los defensores de Malabón no se rinden!
¡Manos a la obra, hermanos! —dijo Romero—. ¡Hay que construir una balsa para pasar el canal!
Dirigiéronse todos a sus partidas para dar principio al trabajo, mientras Hang-Tu escogía a los hombres destinados a llevar a efecto aquella peligrosa exploración en el terreno ocupado por el enemigo.
Al salir Romero se encontró con Than-Kiu, que parecía estar esperándole.
—Todavía no está todo perdido, ¿verdad, mi señor?
—No, muchacha —le respondió Romero—; pero temo que el destino ha señalado la última hora de la insurrección.
—Pero nosotros huiremos de aquí.
—Lo intentaremos, Than-Kiu.
—¿Y adonde?
—A las regiones septentrionales de la isla.
Un vivo relámpago iluminó los ojos de la muchacha.
—¡Iremos lejos de Manila! —exclamó.
—¡Sí, lejos; muy lejos! —respondió Romero suspirando.
—El aire de Manila le hace daño, mi señor.
—Y quizás a ti también, Than-Kiu —dijo el mestizo con maliciosa sonrisa.
—Para mí es fatal, mi señor. Allí en las altas montañas del norte la Flor de las Perlas quizá se vuelva más lozana y padezca menos.
—No te hagas ilusiones, pobre muchacha.
—¿Mi señor no olvidará acaso nunca a la Perla de Manila?
—Than-Kiu, ¿crees tú que pueden vivir sin sol los lirios de tu país?
—Verdad es: no podrían —dijo la muchacha con tristeza—. No; los lirios no pueden vivir sin las caricias del astro dorado.
—Ya lo ves, Than-Kiu; y además… ¿quién sabe si mañana estaremos vivos ninguno de los dos?
—¿Tienes presentimientos tristes, mi señor? —preguntó Than-Kiu estremeciéndose.
—Veo siempre tenebroso mi porvenir. Creo que mi muerte está próxima.
—Entonces moriremos todos, mi señor. También yo soñé anoche que la muerte andaba cerca de mí: el espíritu de mi madre revoloteaba en torno de mí.
—¡Triste presagio! —murmuró Romero, que sintió correr un escalofrío por sus venas—. ¡Temo que estemos todos nosotros condenados a morir!
—¡Moriremos juntos, mi señor!
—Pero antes de caer trataré de salvarte, Than-Kiu. Tú eres aún muy joven para dejar la vida.
—¿Para qué quiero yo la vida sin ti, mi señor?
—Tu corazón puede aún latir por otro con mayor fortuna. Ese otro no tendrá una Perla de Manila.
La joven china movió tristemente la cabeza, y dijo después con suprema energía:
—¡Nunca, mi señor!
—¡Sublime criatura! —murmuró Romero contemplándola con ternura—. ¡Y tanto afecto, tanta constancia, tener que estrellarse contra el destino!
Despidióse con un ademán, de Than-Kiu, y se dirigió aceleradamente hacia la orilla del mar para ver si la flota española había desembarcado su tripulación en las ruinas de Malabón, y también para ocultar su emoción y para cortar aquel coloquio tan penoso y desagradable para él.
La flotilla destructora del pueblo seguía fondeada en las aguas de la isla, y aprovechando la ausencia de los rebeldes se habían acercado a la boca del canal las cañoneras de menos calado, habiéndose ya arrimado a la costa alguna de ellas.
Las tripulaciones no habían desembarcado, pero en pocos minutos hubieran podido hacerlo sin peligro y caer sobre los insurrectos si las tropas españolas de tierra se hubieran resuelto a pasar el canal.
—Hay que temer un ataque por este lado —dijo Romero—. El peligro arrecia por todas partes, y quizá no tarde en resolverse.
Cuando volvió al campamento era ya de noche, y los hombres elegidos por Hang-Tu entre los más valerosos se disponían a salir a explorar el terreno de la orilla opuesta del canal en dirección de Obando y de Meyca.
Hacia medianoche, aquel puñado de valientes atravesó el canal silenciosamente en la almadía, desembarcando en los cañaveles de la orilla opuesta.
Hang-Tu, Romero y todos los jefes de las partidas se reunieron en la playa, escuchando con atención cuantos rumores llegasen a sus oídos; pero la tranquilidad era completa del lado de allá del canal y no oyeron ningún disparo. Los exploradores, protegidos por las tinieblas, habían logrado pasar al otro lado sin ser advertidos por los españoles, que debían de estar acampados por aquellos entornos.
El 4 de mayo no había variado la situación de los insurrectos de Malabón. Las tripulaciones de los cañoneros no habían saltado a tierra, ni las tropas acampadas en la orilla opuesta del canal habían hecho ningún movimiento; pero, con todo, los dos jefes de la insurrección no estaban tranquilos, comprendiendo instintivamente que el enemigo se disponía a efectuar un ataque decisivo.
Ya se habían visto algunas chalupas en el extremo del canal, que indicaban que las tropas de tierra se reunían en algún punto de la costa para intentar más adelante una invasión de la isla.
Uno de los ocho exploradores volvió aquella noche atravesando a nado el brazo de mar, pero llevaba malas noticias. Obando estaba ocupada por una fuerte vanguardia española con algunas piezas de artillería, y más al sur se habían encontrado con numerosas tropas que se dirigían hacia el canal.
El 5 desembarcaron algunos marineros de la flota con el propósito de atrincherarse en las ruinas de Malabón; pero Hang-Tu acudió allí con algunas partidas y logró desalojarlos después de un breve combate.
Todavía el 6 renovaron su tentativa; pero fueron también rechazados, a pesar de la protección de la artillería de la escuadra.
En la noche del 7 llegaron de regreso de su expedición los exploradores tan ansiosamente esperados. Sólo faltaba uno de ellos, que fue sorprendido y muerto por el enemigo. Habían llegado hasta Meyca, que encontraron libre de tropas; pero traían también la noticia de que los españoles se disponían a pasar el canal para caer en gran número sobre las partidas y los insurrectos habían sido derrotados una vez más en Bulacán y en Laguna.
Era preciso obrar con rapidez para eludir aquel ataque, que podría traer consecuencias desastrosas. Un retraso, aunque fuese de pocas horas, podía ser fatal para ellos.
Estaban ya construidas las almadías para pasar el canal y habían sido echadas al agua en una ensenada oculta por gruesos macizos de árboles.
Para engañar mejor al enemigo, se decidió que Hang-Tu, al frente de algunas partidas, rompiese el fuego contra los españoles acampados en la orilla opuesta, fingiendo querer forzar el paso por aquel punto, y contra la flotilla, fondeada enfrente de las ruinas de Malabón, para dar tiempo al grueso de los insurrectos dirigidos por Romero de pasar el canal tranquilamente dos kilómetros más al norte.
A las dos de la madrugada salieron las dos columnas silenciosamente del campamento para realizar la operación proyectada.
Hang-Tu y Romero se dieron un abrazo antes de separarse.
—Ocúpate tú en salvar a Than-Kiu y a tu gente —dijo el chino—. Yo entretendré al enemigo hasta que hayáis atravesado el canal, y si no muero en el combate me reuniré más tarde a vosotros.
—Te espero —le contestó Romero—. Nosotros dos podremos todavía reavivar la llama moribunda de la libertad.
Púsose en marcha el grueso de las partidas hacia la ensenada en que estaban las almadías, y Hang-Tu, con el resto de aquéllas, se dirigió a las ruinas de Malabón.
Un cuarto de hora después se oyeron disparos hacia la playa meridional de la isla. El chino, conforme a su promesa, había comenzado el ataque contra la flota y los campamentos españoles.
Romero, que llevaba a Than-Kiu a su lado, apretaba el paso por temor de que se dieran cuenta los españoles de la artimaña y se dispusiesen a rechazar las almadías o le tendiesen un lazo cuando hubiera pasado a los cañaverales de la orilla opuesta.
A las dos y media, mientras arreciaba el fuego de fusilería por el sur de la isla y tronaban los cañones de la flotilla, llegaron las partidas conducidas por Romero a la ensenada donde estaban las cuatro almadías, capaces cada una de llevar a treinta hombres.
—Apresurémonos —dijo Romero—. Pasen primero dos partidas y tomen posiciones en la orilla opuesta; después pasarán las otras.
Y volviéndose a Than-Kiu, le dijo:
—Mientras el enemigo está lejos, pasa tú el canal.
—¿Y tú? —preguntó la joven.
—Me quedo a esperar a Hang-Tu. Temo que sea arrollado por las tripulaciones de la flotilla. Noto que el tiroteo va oyéndose cada vez más cerca.
Los primeros ciento veinte hombres se embarcaron llevando consigo unos veinte heridos. Than-Kiu saltó sobre la última almadía.
—Pasad pronto y después que haya desembarcado la gente volved a traer las almadías a toda prisa porque el enemigo viene siguiendo a los nuestros —dijo Romero a los hombres encargados de pasar las almadías.
Entretanto, el fuego de fusilería se iba sintiendo más y más próximo. Sin duda, las partidas de Hang-Tu se iban replegando rápidamente.
Las cuatro grandes almadías salieron navegando muy aprisa hacia la orilla opuesta del canal.
En aquel momento divisó Romero bultos oscuros hacia la parte de Malabón. Experimentó gran angustia porque no podía engañarse. Era la gente de Hang-Tu que huía desordenadamente perseguida por las tripulaciones de la escuadrilla y quizá también por las tropas españolas de tierra que se hubieran determinado a pasar el canal.
—¡Ea, valientes! —gritó, volviéndose hacia aquellos de los suyos que aún no se habían embarcado—. ¡Vamos a defender a nuestros hermanos!
Dirigió una última mirada a las almadías, que estaban ya a punto de llegar a la otra orilla del canal, y se lanzó, seguido por los insurrectos, en socorro de Hang-Tu.
Las partidas del chino, después de una resistencia furiosa, se habían visto compelidas a retroceder en completo desorden.
Algunas compañías españolas habían pasado el canal, y unidas a las tripulaciones de la escuadrilla, habían caído sobre los insurrectos.
Romero dejó pasar a los fugitivos para que pudieran reorganizarse más y más, y se arrojó con su gente sobre los perseguidores forzándolos a detenerse por medio de una vigorosa arremetida.
Uniósele Hang-Tu, que, seguido de muy pocos, protegía la retirada.
Un breve diálogo, interrumpido por las detonaciones de los disparos, se entabló entre ambos jefes.
—Estamos perdidos —dijo el chino—. Tenemos que habérnoslas con soldados aguerridos, que nos es imposible de vencer.
—Moriremos todos vendiendo cara nuestra vida —le contestó Romero.
—¿Y Than-Kiu? —preguntó Hang con voz alterada.
—Está a salvo, o por lo menos así lo espero —respondió Romero.
—¿Ha pasado el canal?
—Sí, Hang.
—Entonces puedo morir tranquilo. ¡Adelante, hermanos! ¡Muramos por la insurrección!
Una lucha terrible y sangrienta se empeñó entre las tropas y las partidas.
Por ambas partes se peleaba con furia, sin darse cuartel.
Consumidos los últimos cartuchos, los españoles cargaron a la bayoneta, obligando a las partidas a replegarse. Hang-Tu y Romero, que combatían como leones, aunque el primero hubiese recibido un puntazo en un brazo y el segundo dos cuchilladas de sable que después de cortarle la ropa le habían rasgado la piel, no lograron impedir aquel primer retroceso de su gente.
Otra carga más violenta que la primera había trastornado a algunas partidas.
Los dos jefes de la insurrección, que veían mermarse mucho a su gente, intentaron un ataque desesperado, pero fueron repelidos. Los españoles iban siendo cada vez más, mientras que los insurrectos que aún estaban difícilmente en pie llegarían escasamente a cien.
Todo estaba perdido. No les quedaba a los dos jefes otro recurso que hacerse matar.
Disponíanse ya a arrojarse desesperadamente entre los enemigos para morir matando, como había dicho el valeroso chino, cuando en la orilla opuesta del canal, y hacia el lugar en que habían desembarcado las almadías, sonaron algunas descargas seguidas de gran vocerío.
Hang-Tu se detuvo lanzando un verdadero rugido.
—¡Han atacado a los nuestros! —exclamó—. ¡Romero! ¡Vayamos a salvar a Than-Kiu!
Los españoles que tenían enfrente los embistieron con irresistible ímpetu.
Hang-Tu y Romero no los esperaron.
—¡Hermanos! —dijeron—. ¡En retirada!
Las partidas, ya medio deshechas, se replegaron confusamente siguiendo a sus dos jefes, pero perseguidas vigorosamente por el enemigo.
Muy pronto estuvieron todos reunidos en la caleta, donde ya estaban de vuelta las almadías.
Romero y Hang se habían embarcado ya con algunos hombres y navegaban a toda prisa hacia la orilla opuesta, donde se combatía furiosamente, a lo que parecía, entre los cañaverales.
Los demás insurrectos se embarcaron en las otras tres, pero una de ellas zozobró por el excesivo peso; la segunda, mal dirigida fue a encallar en un banco de arena, y sólo la última, que llevaba ocho o diez hombres, pudo seguir su rumbo.
Hang y Romero, que nada de eso habían visto y que creían llevar a la vanguardia una valiosa ayuda, se encontraron casi solos al desembarcar al otro lado del canal. De los trescientos insurrectos que había al comenzarse el combate, sólo doce o quince pudieron pasar el brazo de mar. Los otros estaban muertos o prisioneros.
Pero no eran hombres que vacilasen. Reunieron su minúscula columna y se arrojaron entre los cañaverales, aunque pareciese próximo a terminarse el combate empeñado por la vanguardia porque el ruido de los disparos se iba alejando rápidamente en dirección a Obando.
—¡Adelante, adelante! —gritaba Hang-Tu con voz sofocada.
Emprendieron la carrera a través de los cañaverales y de los pantanos, guiados por el ruido de los disparos, que se iba alejando cada vez más.
La lucha sostenida por los primeros grupos que habían pasado el canal debió de ser tremenda, porque por doquiera se veían montones de cadáveres de españoles y de insurrectos mezclados, armas, cartucheras y bolsas de municiones vacías.
—¡Adelante! —repetía Hang al oír los disparos, cada vez más lejanos y menos frecuentes.
Llevaban ya recorridos dos kilómetros a todo escape e iban a entrar en un bosque, cuando el chino, que iba delante de todos, vio incorporarse a un hombre que yacía en tierra con la cabeza abierta de una cuchillada y que le dijo con voz doliente:
—¡Detente, capitán… hemos sido destruidos… más allá… está la muerte…!
—¿Habéis sido destruidos? —exclamó Hang desesperado.
—Sí, capitán.
—¿Y Than-Kiu?
—¡Than-Kiu…! —murmuró el herido con voz ahogada—. Sí…, yo la he visto… y estaba…
—¡Habla!, ¡habla pronto! —exclamó Hang, viendo que el desgraciado iba a perder el uso de la palabra.
—Prisionera… de… los españoles —dijo el herido haciendo un último esfuerzo.
Y como si se hubiera agotado para decir esas palabras el último resto de vida que le quedaba, volvió a caer exánime.
Hang-Tu lanzó un aullido de fiera herida.
—¡Prisionera! —exclamó con acento inexpresable—. ¡Prisionera!
Y aquel hombre tan fiero y tan altivo se dejó caer al suelo al lado del muerto, como si le faltaran fuerzas para sostenerse.
—¡Pobre hermana! ¡Me la matarán! —exclamó entre sollozos.