EL BOMBARDEO DE MALABÓN
Malabón, como Salitrán, San Nicolás, Noveleta, el Rosario, Binacayán y otros lugares, no era sino un pueblecito de poca importancia; pero su cercanía a Manila y su posición le daban gran valor a los ojos de los insurrectos, que lo ocuparon y atrincheraron fuertemente desde el principio del movimiento. Hallándose situado ese pueblo sobre un canal interior que comunicaba con la capital y con Bulacán, fortaleza importante, en poder también de los insurrectos, podía amenazar a la primera y recibir ayuda de la última.
Hasta entonces, aunque las partidas que lo ocupaban constituyeron un verdadero peligro para Manila, que estaba muy próxima, no se habían atrevido las tropas españolas a atacar Malabón por encontrarse ese pueblo en el extremo de una isla que lo garantizaba contra una sorpresa; pero había sido ya bombardeado varias veces por los cañoneros, que habían logrado aislarlo, ocupando con una parte de sus tripulaciones las orillas del canal interior.
Había también tropas españolas establecidas al lado de allá del canal esperando ocasión de atacar con fuerzas poderosas la plaza, en tanto que otras, al mando del general Jaramillo, habían cortado la comunicación con Bulacán. Habíanse ya apoderado éstas de uno de los principales campamentos insurrectos con muerte de trescientos de sus defensores y dispersión de los restantes, que tuvieron que abandonar armas y caballos en manos de los vencedores.
La noticia del desembarco de Romero y de Hang-Tu fue recibida con gran satisfacción por los defensores de Malabón, que ya empezaban a dudar del éxito de su empresa después de sabidos los últimos desastres de los insurrectos en la provincia de Cavite y la proximidad de las tropas españolas. La presencia de los dos jefes de la insurrección les hacía esperar mejores días y una resistencia encarnizadísima. Hang y el mestizo pusieron en seguida manos a la obra, comprendiendo que el ataque combinado de las tropas y de la escuadra no podía dilatarse mucho.
Mientras el primero se dedicó a la reorganización de las partidas, ocupóse el otro en poner la plaza en estado de defensa contra el bombardeo de la flota.
En sólo tres días su extraordinaria actividad había dado por resultado hacer fortísima la plaza.
Habían hecho ocupar los mejores puntos del curso del canal para mantener libre la comunicación con Manila, especialmente con el comité insurrecto y con las sociedades secretas de quienes podían esperar ayuda de hombres, armas y municiones. Construyeron fuertes trincheras contra la parte del mar, armándolas con todas las piezas de artillería disponibles para hacer frente a los ataques de la flotilla.
Fueron oportunas esas medidas, porque el 28 de marzo, después de unos días de tregua, recomenzaron los cañoneros el bombardeo del pueblo.
Hang y Romero no se inquietaron por eso, determinados como estaban a aceptar la lucha con serenidad y calma, resueltos a hacerse enterrar en las ruinas del pueblo antes que rendirse.
Desde la mañana a la noche, en las trincheras y en los lugares de mayor peligro, dirigían intrépidamente el fuego de las pocas piezas de artillería de que disponían, dedicándose por la noche a reparar los estragos que las granada enemigas habían causado durante el día.
Arruinábanse una tras otra las casas del pueblo por el bombardeo de la flotilla, pero ¿qué importaba? Quedaban las trincheras, que si también eran destruidas volvían a repararse, y eso bastaba.
No impedía el bombardeo a los insurrectos mantener relaciones con las juntas y sociedades secretas de la capital. Casi todas las noches llegaban audaces correos que, burlando la vigilancia de las tropas españolas, les llevaban noticias de la guerra.
Así supieron que seguían defendiéndose las plazas sitiadas, que Cavite y Noveleta se resistían desesperadamente, que Bacoor seguía en poder de los insurrectos, que el Rosario también hacía frente al enemigo; noticias todas que levantaban el ánimo de las partidas. Supieron también que los insurrectos habían sufrido un descalabro en Monte Haany, con grandes pérdidas, y que más de tres mil familias y novecientos combatientes habían abandonado la insurrección, pero no se había quebrantado su fe en el éxito final de la contienda.
El 31 de marzo súpose que los españoles se disponían a emprender un ataque general contra Cavite, el Rosario y Malabón para desmoralizar a las partidas con una esplendorosa victoria.
Hang-Tu y Romero se guardaron de comunicar esa noticia a sus subalternos; pero adoptaron todas las medidas necesarias para defenderse contra la flota, cuyas fuerzas eran por lo pronto las únicas que podían atacar Malabón.
Ya habían notado que había aumentado el número de los cañoneros y que se preparaban a forzar la entrada del canal para poder, si llegaba el caso, desembarcar sus tripulaciones.
El primero de abril supieron por una comunicación de las sociedades secretas, llevada por un mensajero, que Cavite y el Rosario, apretadísimas por el mar y por tierra, estaban en el último extremo, y que en Noveleta se combatía desesperadamente con pocas esperanzas.
Al día siguiente, el bombardeo de Malabón arreció notablemente. Llovían las granadas y bombas sobre el pueblo, a pesar de los esfuerzos de los sitiados para reducir al silencio los cañones de las naves.
Las trincheras se hundían deshechas en los fosos, viéndose obligados sus defensores a abandonarlas; caían en ruinas las casas con terrible estrépito; el campanario de la iglesia desmoronábase también a pedazos. Los cascos de las bombas caían por doquiera, y estallaban continuos incendios que había que apagar con gran trabajo y gravísimo peligro.
Romero, Hang-Tu y hasta Than-Kiu, que a pesar de los ruegos de aquéllos no había querido retirarse a un bosquecillo próximo a que se habían acogido las partidas de reserva, no abandonaron un momento las trincheras, animando a sus defensores con su presencia y con su sangre fría.
A mediodía, cuanto más furioso era el bombardeo, se oyeron también cañonazos hacia la orilla opuesta del canal. Los españoles, después de ocupar Obando y Calocán poniendo en fuga a los pocos insurrectos que allí encontraron, avanzaron hacia el canal para tomar parte en la lucha y ayudar eficazmente a los cañoneros. Emplazada una batería entre los cañaverales, se disponía a atacar por la espalda a los defensores de Malabón.
Al oír los estampidos de los cañonazos por aquella parte, se apresuró Romero a reunirse con Hang-Tu.
—Vamos a ser destrozados —le dijo—. No creía que tuviéramos tan cerca a los españoles.
—Lo veo —respondió Hang-Tu—. Me temo que pronto se acabó todo en Malabón.
—Acabarse todo, no, porque nuestras partidas están todavía intactas y en disposición de combatir valerosamente; pero el pueblo estará mañana completamente destruido.
—¿Qué aconsejas que se haga?
—Tratar de apagar los fuegos de la batería.
—Pero no tenemos cañones por la parte del canal.
—Mandaremos que se embosquen algunas partidas en los cañaverales y haremos un nutrido fuego de fusilería contra los españoles. Si se persuaden de que somos débiles por aquella parte, podrían decidirse a pasar el canal.
—Y no hay que contar con ningún socorro —dijo Hang pensativo.
—Estamos aislados —respondió Romero—. Me han dicho algunos insurrectos que también se oían cañonazos hace poco hacia Bulacán. Quizás está atacándola el general Jaramillo en este momento.
—Pues, en ese caso, seremos todos destruidos.
—Quizá; pero no desesperemos aún, Hang. Nuestros hombres combaten bien. Anda y date prisa.
Mientras el chino se dirigía a escoger algunas partidas para llevarlas contra las tropas que atacaban por tierra, seguía el bombardeo de la flota destruyendo la segunda línea de trincheras, derribando más casas y desmoronando las pocas piezas de artillería que les quedaban a los insurrectos.
Aquella lluvia de hierro duró todo el día con sin igual encarnizamiento, no cesando hasta una hora después de la puesta del sol cuando ya no les quedaba a los insurrectos ni un solo cañón en disposición de hacer fuego y estaba el pueblo medio destruido.
La batería del canal tampoco había sido reducida al silencio, a pesar de los esfuerzos de Hang-Tu y de sus tiradores, a quienes ocasionó grandísimas pérdidas.
Romero, temeroso de que la marinería de la flota, aprovechando las tinieblas, desembarcase e intentase un ataque nocturno, hizo que acudieran todas las partidas de reserva y ocuparan los restos de las trincheras, disponiendo, además, que se construyesen nuevos terraplenes, pues preveía el más terrible bombardeo para el día siguiente.
Después de tomar esas medidas se encaminó en busca de Hang-Tu para tener con él una conferencia. Se imaginaba que lo encontraría hacia las orillas del canal en compañía de Than-Kiu, cuando en la esquina de una casa medio derruida por las granadas de la flota española le salió al encuentro un hombre que parecía hallarse allí esperándole.
Temiendo que fuera algún espía de los españoles, que se hubiese introducido secretamente en el pueblo, sacó su revólver; pero pronto vio que era un tagalo.
—¿Qué quieres? —le preguntó viendo que el indígena permanecía frente a él sin cederle el paso.
El tagalo miró rápidamente en torno de sí para cerciorarse de que nadie le oía, y dijo:
—Os esperamos, señor Ruiz.
—¿Eres acaso un mensajero del comité insurrecto? —le preguntó Romero.
—No; pero vengo de Manila. He desembarcado hace una hora burlando la vigilancia de los españoles.
—¡De Manila! —murmuró Romero sofocando un suspiro.
—¿Y quién te manda?
—Una mujer.
—¿Quién?
En lugar de contestar, el tagalo soltó un nudo de la camisa y entregó al mestizo, que lo miraba con curiosidad, una pequeña conchita en la que se encontraba un billete.
Romero, vivamente agitado, se retiró al umbral de una puerta, y encendiendo un fósforo, abrió el billete. Contenía pocas palabras, escritas con letra elegante bien conocida del mestizo, pero extremadamente graves.
—«Noveleta, Rosario y Cavite han caído, y tú estás cercado. La insurrección no necesita ahora de ti; huye antes de que te aprehendan, y piensa siempre en quien te quiere».
Escapósele a Romero una exclamación:
—¡Teresita!
A aquel grito del corazón sucedió uno de dolor:
—¡La insurrección vencida! —exclamó—. ¡Cavite, perdida! ¡Ha sonado la última hora de la insurrección!
Después trató de correr en busca de Hang; pero le detuvo el tagalo diciéndole:
—Vuelvo esta misma noche al lado de la persona que me ha enviado; ¿qué le contesto?
Romero se detuvo.
—¿Vuelves allí? —le preguntó con voz angustiosa—. ¡Pobre Teresita! Sigue pensando en mí a pesar de estar yo enfrente de sus hermanos… y quizá no vuelva nunca a verla. ¡Triste destino!
—¿Y bien?… —preguntó el tagalo—. El tiempo apremia, y si me demoro no podré volver a Manila.
—Dile que no la olvido ni un instante, y que Romero morirá con su nombre en los labios.
—¿Permanecéis aquí?
—¡Es preciso! —contestó Romero suspirando—. Aquí sucumbirán quizá mañana los últimos defensores y moriré con ellos.
—Huid conmigo, señor. Mi barca vuela y os llevará a Manila sin que los españoles puedan impedirlo.
—El jefe de la insurrección no puede abandonar a sus hombres cuando van a morir.
—Pero mi ama os quiere.
—Y yo a ella; pero Romero Ruiz no puede cometer una infamia.
—¡Adiós entonces, señor Ruiz!
—¡Todavía una palabra!
—Hablad.
—¿Se sabe en Manila que yo defiendo Malabón?
—Los españoles, o mejor dicho, el comandante mi amo lo sabe y por eso me ha enviado aquí.
—¿Está el comandante en Manila?
—Sí, señor Ruiz.
—¡Adiós! Dile a Teresita que mi corazón es suyo; pero que mientras haya un solo insurrecto en Malabón, mi cuerpo pertenecerá a la insurrección.
Y dichas estas palabras se alejó rápidamente, como si quisiese ocultar su emoción, y se encaminó a la orilla del canal, donde se encontró a Hang-Tu ocupado en la construcción de una trinchera para abrigar a sus tiradores.
El chino, al ver a Romero, le salió al encuentro.
—¿Hay buenas noticias? —le preguntó.
—Muy tristes —respondió Romero—. La bandera de la insurrección está por tierra y quizá no ondee más en Filipinas.
—¿Qué oigo? —exclamó Hang palideciendo.
—Que el baluarte de la insurrección ha sucumbido.
—¡Cavite!
—Y también Noveleta y el Rosario.
—¿Y nosotros?
—No tenemos otra esperanza que la muerte.
—Sí —dijo Hang con acento sombrío—; pero moriremos matando.
Al día siguiente, tras dos horas de bombardeo y a pesar de la desesperada defensa de los insurrectos, Malabón quedaba reducido a cenizas y sus defensores eran rechazados al interior de la isla, mientras el general Jaramillo tomaba por asalto Bulacán, obligando a huir a sus defensores con pérdida de ciento cincuenta hombres.