EL PADEWAKAN DE HANG-KAI
A seis o siete millas de allí centelleaba la superficie del mar, herida por los rayos del sol y bordeada por la línea de la peñascosa ribera formada por las últimas estribaciones de las montañas. Hacia el oeste se descubría una península que terminaba en dos ramas prolongadas a manera de cuernos.
Algunos puntos blanquecinos, quizás embarcaciones de vela, se veían acá y allá, mientras hacia el este cortaban el acantilado de la orilla, que por allí era muy áspera, dos cursos de agua que a través del verde claro de los plantíos y el verde oscuro de la selva parecían dos cintas de plata.
Hang-Tu y Romero concentraron toda su atención en aquella península, y precisamente en la más próxima a ellos de las dos partes salientes mencionadas, en la cual se percibían varios puntos blancos agrupados; más allá de éstos, mirando con atención, podían descubrirse varios puntos negros que se movían de una parte a otra.
—¡Cavite! —exclamaron ambos a una.
—Sí; Cavite está ahí enfrente —dijeron los hombres de la pequeña partida.
—Y aquellos puntos negros son las naves sitiadoras —dijo Hang.
—Y aquel bulto blanco que se ve al extremo del otro cuerno de esa península es el fuerte que defiende la entrada de Manila —agregó Romero.
—Mira, Romero —dijo Hang volviéndose de espaldas al mar—; allí tienes a Imus, que se levanta allá abajo a la orilla del río; ¿lo ves?
—Sí lo veo, y más allá distingo a las Pinas.
—¡Calla!
Se oyó hacia el mar un estampido lejano, que repitió varias veces el eco de las montañas.
—Es un cañonazo —dijo Hang.
—Sí; de la flota, que vuelve a emprender el bombardeo contra Cavite —respondió Romero.
—¡Buena señal!
—¿Por qué, Hang?
—Porque indica que la plaza sigue resistiéndose.
—Yo no lo dudaba.
—Pues yo temía que Polavieja la hubiera obligado a rendirse atacándola por tierra.
—Hang —dijo Than-Kiu, que se había adelantado hasta el borde de una peña—, ahí junto a la playa y detrás de esos escollos veo unas casas.
Veremos si hay gente en ellas. Probablemente será un pueblecito de pescadores malayos, atrevidos marineros que no tendrán dificultad en llevarnos por mar a Cavite.
—Pero ¿y la flota?
—La burlaremos. Por la noche una barca puede pasar sin que se la vea.
—Acerquémonos a esas casas, pero con prudencia —dijo Romero—. Los españoles pueden haber dejado en ellas a algunos soldados para que vigilen a sus habitantes.
—En tal caso se verían tiendas de campaña, y no se ve ninguna. Echemos a andar, porque tengo impaciencia por tener noticias de la insurrección.
Montaron a caballo y se pusieron en camino, bajando por las últimas laderas de las montañas; pero siendo el camino muy pendiente, emplearon mucho tiempo en recorrerlo y no pudieron llegar al pueblecito hasta una hora antes de ponerse el sol.
Se componía de ocho o diez casuchas apenas habitables, construidas de palos y hojas de palma, que hubieran podido destruirse en muy pocos minutos.
Grande fue la alegría de Hang-Tu y Romero cuando supieron que era un puesto insurrecto establecido para mantener la comunicación de Cavite con la costa y proporcionar armas y municiones a la plaza sitiada.
Mandaba el puesto un hombre ya bien conocido de los dos jefes de la insurrección: el mestizo chino Hang-Kai, sujeto que desde el principio de la insurrección había adquirido gran fama por su valor leonino.
Hang-Kai los condujo a su cabaña y los puso al corriente de las operaciones militares en las cercanías de Manila.
Los insurrectos de Cavite seguían resistiéndose a pesar del bombardeo de la flota, y el 15 de marzo habían rechazado a las tropas españolas que, al mando del coronel Salcedo, habían intentado el ataque por la parte de tierra. La plaza disponía de bastantes municiones y estaba defendida por grandes atrincheramientos, que los obuses de la flota no habían podido destruir.
También Malabón se mantenía firme a pesar del constante bombardeo, y asimismo seguían sosteniéndose Noveleta, el Rosario y Bulacán, si bien este último punto estaba asediado estrechamente por las tropas del general Jaramillo.
En cambio, las noticias de Parañaque eran malas. La insurrección había sido allí dominada. Se decía que muchas partidas se habían disuelto, presentándose a indulto los insurrectos que las formaban junto con sus familias, y que hasta las partidas fugitivas después de la derrota de Salitrán se habían también dispersado, no habiendo encontrado apoyo en los habitantes del país.
También se decía que el general Lachambre había emprendido la marcha sobre Binacayán, Noveleta y Cavite, únicas localidades que quedaban en la provincia de Cavite en manos de los insurrectos.
Todas esas noticias eran en general mejores de lo que Romero y Hang esperaban. Por desgracia, Hang-Kai les dio otra gravísima para ellos. La de que, sabedora la flota española de que los insurrectos de Cavite estaban en comunicación con los habitantes de la costa vecina que les proporcionaban municiones y armas, habían estrechado el bloqueo, haciendo imposible acercarse a la plaza por el lado del mar.
Hang-Tu y Romero se miraron inquietos. Aquella extremada vigilancia de la flota echaba por tierra sus planes.
—¡Veamos! —dijo Hang-Tu después de unos momentos de silencio—. ¿Crees completamente imposible eludir la vigilancia de los cañoneros? ¿No se podría aprovechar una noche oscura para atravesar la línea de bloqueo en una barca con las velas pintadas de negro?
—Seríamos presos y echados a pique —repuso Hang-Kai—. He tratado dos noches seguidas de pasar para llevar a Cavite unas cajas de municiones, y he tenido que volverme bajo el fuego de la escuadra.
—Eso es grave —dijo Hang-Tu—. Nuestro objeto era meternos en Cavite.
—Creo que vuestra presencia sería más útil en otra parte —dijo Hang-Kai—, porque la insurrección no podrá durar mucho y sufriremos quizá pronto la suerte que espera a los defensores de Cavite y de Noveleta.
—¿Qué quieres decir?
—Que las dos plazas no tardarán en caer.
—¿Y qué nos aconsejas que hagamos? —preguntó Romero.
—Pues ir hacia las costas orientales y septentrionales de la bahía. El centro de la insurrección no está ya al sur de Manila, sino en Bulacán y en Malabón. Allí, aunque fuéramos vencidos, podríamos continuar la campaña, mientras que en Cavite no habría salvación posible.
—Quizá tengas razón, Hang-Kai —dijo el chino—; pero Cavite está cerca, mientras que Bulacán y Malabón distan mucho de aquí.
—No se trata sino de atravesar la bahía.
—Pero ahí está la flota.
—Pero se puede navegar por la parte de afuera de las extremidades de la península, y pasar sin ser vistos.
—Pero también delante de Malabón hay una escuadrilla de cañoneros.
—No lo creo; pero aunque fuera así, el camino por tierra está franco, y desembarcando a ocho o diez millas del pueblo se puede llegar a él sin peligro. Téngase también en cuenta que Manila dista de allí pocas millas, y que venciendo en Malabón se podría llevar la guerra a los mismos alrededores de la capital.
—Creo que tiene razón —dijo Romero.
Hang-Tu levantó los ojos y los clavó en el mestizo, como si hubiera querido leer en su pensamiento; pero los apartó pronto, diciendo:
—Sí; Manila está cerca y allí late el corazón de España. Cierto es; pero yo habría preferido ir a defender Cavite.
Volvió después los ojos a Than-Kiu que estaba sentada en un rincón de la cabaña. La muchacha se había levantado de su asiento y se había puesto sumamente pálida. Parecía que el solo nombre de Manila era bastante para producir en ella una impresión penosa y una verdadera angustia. Nada advirtió Romero, porque había reanudado su conversación con Hang-Kai diciéndole:
—¿Cuándo crees que podríamos salir?
—Esta misma noche, después de la puesta de la luna. El viento del sur arrojará vapores sobre la bahía, y la oscuridad será completa.
—¿Hay alguna barca sólida?
—Tengo un padewakan de Macao que vuela aunque haga poco viento. Lleva dos espingardas gruesas y está tripulado por marineros animosos.
—Romero —dijo Hang-Tu—, ¿estás decidido a ir a Malabón?
—Dependerá del bloqueo; pero creo que lo mejor será abandonar Cavite a su suerte.
—Y con tanto más motivo —agregó Hang-Kai— cuanto que quizá no os recibirían bien los jefes. Andrés Bonifacio y Aguinaldo se disputan el mando supremo de las partidas.
—Habíamos oído hablar de la rivalidad entre ellos —dijo el chino—. Decidido, pues; la causa de la insurrección nos lleva a Malabón antes que a Cavite, y allí iremos.
—Entonces, preparémonos a partir —dijo Hang-Kai levantándose—. Antes de que esté aquí el padewakan, que será dentro de dos horas, la luna se habrá ocultado detrás de las montañas.
—¿Dónde está el barco? —preguntó Romero.
—Escondido en la boca de un riachuelo para sustraerlo a las pesquisas de los españoles. Lo traeré aquí para embarcaros.
El mestizo salió, llamó a algunos de sus hombres y se encaminó a largos pasos hacia el oeste, siguiendo la orilla del mar.
También Hang-Tu y Romero habían salido de la cabaña, y se dirigieron a la orilla seguidos de cerca por Than-Kiu. La noche prometía ser oscura, como Hang-Kai había previsto. El viento sur, que soplaba bastante fresco, había arrojado sobre la dilatada bahía de Manila ráfagas de vapores que iban condensándose rápidamente, cubriendo la luna y las estrellas. Hacia el oeste, en dirección de Cavite, se distinguían muchos puntos luminosos que se reflejaban temblando vagamente en la superficie del mar, blancos los unos, rojos y verdes los otros. Debían de ser las luces de la flota bloqueadora.
Formaban un gran arco, cuyas extremidades tocaban en la playa de Cavite.
De cuando en cuando, junto a alguna de aquellas luces fulguraba un relámpago, seguido de una fuerte detonación. Eran cañonazos. Los españoles bombardeaban la plaza hasta de noche para impedir que los insurrectos reconstruyeran las trincheras destruidas durante el día por las granadas de los obuses.
Otras veces una ráfaga de luz blanca y deslumbrante rompía de repente las tinieblas y recorría rápidamente la superficie del mar, iluminándolo a muchas millas y desvaneciéndose en seguida bruscamente.
—Ya lo estás viendo —dijo Romero a Hang-Tu—. La flota está vigilante y proyecta a gran distancia la luz eléctrica para impedir cualquier desembarco.
—Ya lo veo —dijo el chino, que parecía bastante contrariado.
Y añadió, suspirando:
—Otra catástrofe que se prepara. ¡Hasta Cavite tiene sus días contados!
—Nos queda el corazón de la isla. Allá, en aquellas montañas, se puede organizar todavía una resistencia larga y desesperada, Hang —dijo Romero.
—Eso lo dirá el destino —murmuró el chino.
Habíanse sentado el uno al lado del otro los dos jefes de la insurrección, contemplando distraídamente las luces luminosas que las naves proyectaban sobre el mar y los resplandores de los cañonazos que disparaban los cañoneros contra las trincheras insurrectas. También Than-Kiu se había tendido en el suelo a su lado; pero sus ojos estaban vueltos hacia oriente, donde sobre la línea oscura del horizonte se veía resplandecer a intervalos un punto luminoso que indicaba la situación del faro de Manila.
Hacia las once, cuando ya se había puesto la luna y se ocultaban las estrellas tras de las nubes que se amontonaban en la bahía, y la oscuridad era profundísima, el padewakan de Hang-Kai se mecía delante de la playa.
—La noche es propicia —dijo el mestizo al chino saltando a tierra—; tenemos buen viento y antes de amanecer estaremos en Malabón. Démonos pronto a la vela.
Hang-Tu, Romero, la joven china y toda la gente de la pequeña partida se embarcaron llevando consigo las armas, que era muy probable que pudieran serles útiles. Soltaron las amarras y la embarcación se hizo a la mar con todas las velas desplegadas con el propósito de llegar a su destino antes de la salida del sol.
Aquel padewakan era una verdadera nave de corso. Esos rápidos veleros, que se construyen en los astilleros de Macassar y que se usan mucho en todo el archipiélago filipino, se asemejan a los paraos malayos, pero poseen quizá mayor velocidad y resistencia. Son embarcaciones de poco calado y de sólo diez o doce metros de largo; pero tienen enorme superficie de lona, que les permite avanzar muchísimo aunque haya poco viento.
Vistos a cierta distancia, parecen enormes mariposas que vuelan sobre las olas, porque tienen tan escasísimo puntal, que el casco apenas se divisa a dos o tres millas de distancia.
Hang-Kai, que debía de ser marino peritísimo, había teñido de negro las gigantescas velas de su padewakan para hacerlas invisibles en las tinieblas y poder engañar mejor a la flota española, y había estibado perfectamente el casco para poder afrontar impunemente los furiosos vientos que en cierta época del año reinan en los mares de las trombas marinas llamadas bagullos, que son frecuentes durante los dos monzones.
Habíalo tripulado, además, con veinte malayos, marinos de primer orden, y cuando llegaba el caso, soldados valientes, y lo había armado de dos gruesas espingardas para defenderse contra los cañoneros si se veía obligado a batirse.
El pequeño velero navegó arrimado a la costa para alejarse lo más posible de la península de Cavite, esperando a pasar más allá de la farola del fuerte para lanzarse entonces por en medio de la bahía y dirigirse hacia el norte, pasando delante de la boca del río Passig.
Hang-Kai sabía que nada tenía ya que temer en las aguas de la capital hasta estar cerca de Malabón.
El padewakan navegaba con la rapidez de un ave marina como a medio kilómetro de la playa para evitar los bajos. Había puesto la proa hacia el pueblecillo de las Pinas, cuya luz se distinguía claramente hacia el este.
Hang-Tu, Romero y Than-Kiu, apoyados en el alcázar de popa, no perdían de vista las luces de la flotilla española, que se movían de un lado a otro como si los cañoneros estuvieran realizando evoluciones entre las dos extremidades de la península. De rato en rato un proyector eléctrico lanzaba una ráfaga de luz sobre la playa de Cavite, iluminando las trincheras de los insurrectos, y acto seguido sonaba un cañonazo.
Algunas veces la luz eléctrica caía sobre el mar, haciendo centellear las olas como escamas de plata, pero la ráfaga luminosa no alcanzaba al padewakan, que seguía navegando muy cerca de la costa.
Cerca de medianoche, después de dar tres o cuatro bordadas para evitar algunos bancos de arena, se encontraba el velero a la altura de la segunda península, en cuyo extremo se levantaba el fuerte español.
Algunas luces brillaban al pie de la fortaleza, moviéndose con rapidez grandísima. Parecían ser de los torpederos que cruzaban cerca de la playa.
—Estemos prevenidos —dijo Hang-Kai a Hang-Tu y a Romero—. Esos rápidos barcos están tripulados por gente que es muy curiosa y que posee, además, ciertos terribles instrumentos que hacen volar por el aire hasta un grueso junco.
—¿Temes que se acerquen hasta aquí?
—Me han perseguido varias veces al largo y una noche me escapé milagrosamente. Llegué a creer que mi padewakan volaría con todos nosotros. ¡Ah! ¡Bien decía yo que esos barcos están tripulados por marineros demasiado curiosos!
Una de aquellas lucecillas se había separado de la costa y navegaba como para cortar el camino al pequeño velero. La tripulación de aquel torpedero o lo que fuese no debía de haberlo descubierto aún porque llevaba encendidos los faroles. Probablemente se dirigía a hacer un reconocimiento.
—¡Al largo! —mandó Hang-Kai—. ¡Y cuatro de los mejores apuntadores, a las espingardas!
El velero navegaba rápidamente; pero también el torpedero surcaba el mar como una saeta y si hubiera continuado la caza no habría tardado en darle alcance. Por fortuna, después de haber andado dos o tres millas se le vio virar y alejarse hacia Cavite.
—Ha pasado el primer peligro —dijo Hang-Kai respirando—. Esperemos el segundo delante de Malabón.