ENTRE COCODRILOS Y SERPIENTES
Tres días después —el 21 de marzo— abandonaba su refugio la pequeña partida para emprender la marcha a Cavite.
Romero, ya enteramente curado de la herida, estaba en disposición de tomar parte activamente en la suprema lucha que había de entablarse en el baluarte más fuerte de la insurrección contra las tropas reunidas de los generales Polavieja y Lachambre.
La pequeña banda, durante los días que había pasado en la montaña, había podido reunir provisiones suficientes para atravesar la distancia que los separaba de la orilla del mar, sin necesidad de pasar por los pueblos, que, por otra parte, debían de estar todos ocupados por los españoles. Habían conseguido los tagalos y mestizos cazar un pequeño jabalí, cuya carne, curada al sol, les proporcionó cerca de veinte kilogramos, que podían bastarles para unos cuantos días.
Para mayor fortuna, casi todos los españoles que habían tomado parte en el asalto de San Nicolás habían salido ya desde cuatro días antes siguiendo el curso del Zapote.
Hang estaba, pues, seguro de poder atravesar el país sin ser molestado.
Después de bajar de la montaña, Hang-Tu guió a sus compañeros por un valle selvático y cubierto de bosque que se dirigía hacia el norte entre ásperas cadenas de montañas. Llevaba consigo a uno de los tagalos, jefe del país, para que le sirviera de guía.
Parecía que la guerra no había dejado huellas por aquellos parajes. Probablemente no había habido por allí ningún combate por lo distante que estaba de los grandes centros de población.
Árboles majestuosos y antiquísimos, en que vivían bandadas de monos que saltaban de unos a otros y que saludaban con sus agudos chillidos a los viajeros, cubrían las laderas de la montaña. Allí se veían gigantescos tek, de madera durísima, elevarse a más de cincuenta metros del suelo; los tornasoles, los acantos, los ébanos verdes, los palos de hierro, así llamados por su extraordinaria dureza, los soberbios cocos de hojas plumosas, los tamarindos, los franchipanes, los árboles de caña fístula y otros mil que formaban intrincadas selvas nunca holladas por planta humana.
Es increíble la feracidad del suelo de aquella isla.
Todas las plantas indo-malayas y europeas se dan allí fácilmente. Sólo un tubérculo que se da en todas partes no ha podido ser allí aclimatado: la patata.
No dejaba también de estar representada la fauna indígena en aquel valle tranquilo. Manadas de ciervos y de jabalíes se veían huir y esconderse en los más espesos matorrales, y también se veían huir del grupo que avanzaba no pocas serpientes, entre las cuales se veían algunas de esas peligrosísimas, de treinta pies de largo y capaces de estrangular a un buey, llamadas pitones.
En las copas de los árboles había bandadas de cacatúas blancas con la cabeza adornada con un plumero de color rosa pálido, pintados papagayos, tórtolas verdes y esos pájaros llamados calaos de la selva, mientras en las orillas de los torrentes que descendían de las laderas abundaban las zancudas con el dorso verde, el vientre amarillo y la cola azul, y también algunos de esos extraños volátiles llamados taban, que tienen la costumbre de enterrar sus huevos, encomendando al calor del sol el empollarlos, como lo hacen los caimanes y los cocodrilos.
Detúvose a mediodía un rato la pequeña banda en un oscuro valle en que crecían algunas palmas de coco cargadas ya de nueces y árboles del pan, que les proporcionaban una pasta tierna y dulce como el azúcar.
A las cuatro se pusieron de nuevo en marcha por otro valle surcado de arroyuelos que parecían dirigirse hacia el mar, y muy abundantes en ciertos pescadillos, que son para aquella isla un verdadero azote, sobre todo en la época de los calores, pues se esparcen por los cursos de agua invadiéndolo todo, y se les encuentra después dondequiera que hay agua o siquiera humedad, inficionando el aire y el agua con la corrupción de sus cuerpos.
El país que recorrían era siempre selvático, pero no estaba deshabitado del todo, porque de cuando en cuando se veían columnas de humo alzarse en las laderas de las montañas y se oía el sonido del avitán, especie de tambor con que los indígenas acompañaban a los mapa-ganit, o sea cantores de profesión que andan por los pueblos.
Pero de los españoles no había traza alguna, señal de que la población de aquel valle, quizá todavía medio salvaje, no había abrazado la causa de la insurrección, permaneciendo tranquila en sus aldeas.
Acampó la banda por la noche en la ladera de una montaña que parecía altísima. Hang-Tu quiso subir a su cima para ver si desde allí descubría el mar; pero tuvo que renunciar a ello por temor a extraviarse.
Al día siguiente se internó la pequeña caravana en un oscuro valle cubierto de pantanos, cuyas aguas estancadas despedían vapores malsanos y ocasionaban fiebres peligrosas.
Los flancos de las altas montañas que circundaban el valle estaban cortados a pico, y en sus muros crecían enormes plantas que contribuían con su sombra a aumentar la oscuridad que allí reinaba.
Hang-Tu no sabía dónde terminaba aquel valle; pero como se inclinaba hacia el norte en dirección al mar, creyó acertar siguiendo su curso. Caminaba, empero, con grandes precauciones, por temor a las serpientes y cocodrilos que pudiera muy bien haber en aquellos terrenos pantanosos.
No tardaron en confirmarse sus temores, porque, al atravesar por un terreno arenoso cubierto a trechos de un fango tenacísimo y en gran parte cubierto de agua, se detuvo de repente su caballo lanzando un relincho de espanto.
—¿Habremos dado en alguna tembladera? —se preguntó Hang-Tu—. ¡No hay que fiarse de estos terrenos!
Metió espuelas al animal para obligarle a llegar a un terreno cubierto de cañas; pero retrocedió, en vez de seguir adelante, con signo de un terror violento.
—¿Qué sucede, Hang-Tu? —preguntó Romero, que no distaba mucho de él.
—No lo sé —respondió el chino—; pero cuando mi caballo retrocede, por algo será.
—¿Se hunde en el fango?
—Me parece que no.
—Vuelve hacia atrás, y trataremos de pasar por otra parte.
—El camino no será mejor, Romero.
Volvió a espolear al caballo con mayor violencia; pero el animal se encabritó y estuvo a punto de sacarle de la silla y hacerle caer.
—¡Condenación! —rugió Hang.
Furioso por aquel contratiempo, iba a espolear de nuevo al obstinado animal, cuando vio salir de la maleza a siete u ocho reptiles, que se precipitaron sobre él con las gigantescas mandíbulas abiertas.
Era una manada de cocodrilos monstruosos, formidables, de seis o siete metros de largo, con el cuerpo cubierto de escamas tan duras, que rebotaban en ellas las mejores balas de fusil, y con unos dientes largos y duros como el acero.
Hang-Tu era valiente; pero al ver ante sí aquellos reptiles se puso pálido.
—¡Pardiez! —exclamó—. ¡Éstos son bastante más terribles que los españoles!
Amartilló rápidamente su carabina; pero antes de que pudiera hacer la puntería, un cocodrilo —el que iba a la cabeza— le dio tal golpe al caballo, que le partió las manos como si fueran dos débiles junquillos.
El pobre animal cayó repentinamente, lanzando al jinete como tres metros delante en el fango.
Romero y Than-Kiu lanzaron un grito de terror, creyendo a Hang-Tu perdido; pero el valeroso chino se levantó del suelo con la carabina en la mano.
Viendo a dos cocodrilos enfrente, disparó el arma entre las mandíbulas del primero, rompiéndoselas, y sacando velozmente la catana descargó sobre el otro un golpe tan terrible que lo puso en precipitada fuga. Entretanto, Romero y los otros se arrojaron contra los demás cocodrilos después de apearse de los caballos.
Los formidables reptiles se habían lanzado sobre el caballo del chino triturándole la cabeza y las patas.
Les dispararon sus armas, y después, empuñando los fusiles a manera de mazas, cayeron sobre ellos, obligándolos a refugiarse en el cañaveral.
Un mestizo, viendo que uno de los cocodrilos, en lugar de retroceder, trataba de atacar a los otros caballos, le disparó su carabina; pero la bala rebotó sin producir otro resultado que irritar al reptil, que contestó a la agresión con un coletazo que, habiéndole dado al mestizo en medio del pecho, lo arrojó a seis pasos de distancia.
Hang-Tu, que todo lo había visto, acudió a la carrera en socorro del desgraciado; pero era muy tarde, porque la poderosa cola del monstruo había hundido el pecho del mestizo, rompiéndole, además, las costillas y espinazo y dejándole muerto en el acto.
Al verse el reptil con aquel otro adversario delante, trató de embestirle; pero Romero y sus compañeros, que ya habían puesto en fuga a los otros, acudieron en su ayuda, y con tres o cuatro tiros bien dirigidos lograron matarlo.
—¡Gracias, Romero! —dijo Hang-Tu, apretándole la mano.
—¿Estás herido? —preguntó Than-Kiu, que estaba palidísima.
—No —respondió Hang—; pero a no ser por mi fiel catana, creo que los hombres amarillos se habrían quedado sin jefe.
—¿Y aquel pobre hombre?
—No podemos hacer por él más que enterrarle.
—¡Otro valiente muerto! —dijo Romero—. ¡Así acaban todos en esta desgraciada campaña!
—Capitán —dijo en aquel momento un tagalo que se había adelantado hacia un banco de arena—, no es prudente seguir aquí. Veo moverse en varios lugares las plantas, y me temo que sean otros cocodrilos.
—Y se preparan a atacarnos —agregó un mestizo.
—Llevémonos a nuestro pobre compañero para que no le devoren esos terribles reptiles, y busquemos otro paso a toda prisa —dijo Hang.
—Pero te has quedado sin caballo —dijo Than-Kiu.
—Me queda el del muerto.
Apoderáronse del caballo del mestizo, y abandonaron precipitadamente el banco de arena, dirigiéndose hacia la parte opuesta del valle buscando un paso mejor.
Se retiraron oportunamente, porque diez o doce cocodrilos salieron del cañaveral y se arrojaron sobre el caballo del chino, que estaba expirando en el banco de arena.
Alguno de los más audaces trató de perseguir a los hombres; pero unos cuantos tiros de fusil que le dispararon le obligaron a volverse atrás.
Llegados al pie de la montaña sobre un terreno descubierto y pedregoso, se detuvieron para enterrar al pobre mestizo y se alejaron después apresuradamente, deseosos de abandonar aquel húmedo valle, no queriendo pasar la noche entre vecinos tan peligrosos y probablemente hambrientos.
Hang-Tu, que iba detrás de Than-Kiu, recomendó a sus compañeros que llevaran las armas preparadas, porque descubrió otra manada de cocodrilos entre las plantas acuáticas. Parecían haberse refugiado en aquel lugar todos los reptiles del Zapote: tan abundantes eran.
Avanzaba la partida por un sendero que iba por la ladera de la montaña unos cuantos metros más alto que el nivel del terreno pantanoso; camino abierto probablemente por los indígenas, para evitar ser devorados por aquellos feroces anfibios.
Pero aún allí había peligro, porque de trecho en trecho descendía el sendero hasta el nivel del agua y seguía serpenteando entre las plantas acuáticas, donde los cocodrilos podían muy bien atacarlos.
Más de una vez algunos de ellos, atraídos por el ruido de los caballos, se acercaban al sendero; pero Hang-Tu y sus acompañantes disparaban una lluvia de balas que no siempre resultaban inofensivas, a pesar de la fuerte coraza que protege los cuerpos de esos reptiles.
Pero aún había allí otros huéspedes peligrosos escondidos entre las plantas, porque desde lo alto de la senda por la que marchaban habían visto los expedicionarios algunas serpientes, de las muchas que hay en aquellas islas, tan enormes algunas, que miden veintiséis y veintiocho pies.
No son venenosas, como ya se ha dicho, pero tienen tal fuerza, que pueden ahogar entre sus anillos no sólo a los hombres más robustos, sino hasta a los caballos y los bueyes.
Durante todo el día continuó marchando la partida por aquel valle, disparando de cuando en cuando los fusiles para alejar a los cocodrilos, y por la noche fueron a acampar a otro valle mucho más espacioso que el primero, también cubierto de vegetales, pero sin pantanos ni cocodrilos.
Como estaban todos cansadísimos, después de una cena frugal se acostaron sobre montones de hierba fresca debajo de unos helechos. Encendieron una hoguera y pusieron centinelas, no sólo para que la mantuvieran encendida, sino por temor a las serpientes que no podían faltar en aquellos parajes.
Iba transcurriendo tranquilamente la noche; pero al amanecer, Hang-Tu y Romero, que estaban echados uno al lado del otro, se despertaron sacudidos bruscamente y alarmados por estas palabras que una voz aterrorizada pronunció cerca de ellos:
—¡No deis ningún grito, o está perdida!
Los dos jefes se levantaron prontamente con el fusil en la mano sin pronunciar una palabra, comprendiendo que se trataba de Than-Kiu.
Delante de ellos, detrás del tronco del helecho, estaba un tagalo que hacía el último cuarto de la guardia. El pobre indígena estaba palidísimo, reflejándose en su semblante un terror imposible de describir.
—¿Qué sucede? —preguntaron Romero y Hang en voz muy baja.
—¡Capitán! —balbuceó el tagalo con voz trémula y castañeteándole los dientes—, Than-Kiu puede ser ahogada de un momento a otro.
—¿Por quién? —preguntaron Romero y Hang con impaciente angustia.
—Por una serpiente que está echada a su lado, sin duda atraída por el calor de la hoguera.
Romero hizo ademán de adelantarse hacia el lugar en que la joven yacía; pero Hang-Tu le contuvo diciéndole:
—No cometamos imprudencias; veamos primero.
La joven dormía profundamente, envuelta en su amplio manto de seda blanca y con la cabeza apoyada en un brazo, que le servía de almohada. A su lado, a tres o cuatro pasos del fuego, próximo ya a extinguirse, Hang-Tu y Romero vieron una enorme serpiente que debía tener lo menos ocho metros de largo y del grueso del muslo de un hombre robusto.
La cabeza del inmundo reptil descansaba dulcemente sobre un pico del manto de la joven; de modo que si ésta se hubiera despertado habría también interrumpido el sueño de su peligrosísimo vecino.
La situación de la Flor de las Perlas era espantosa.
Al más insignificante movimiento que hiciese, la habría ahogado el reptil entre sus poderosos anillos.
Hang y Romero contemplaban la escena, aterrados, indecisos, sin hacer nada. No se atrevían a hacer fuego, temerosos de herir a la muchacha, ni se atrevían tampoco a acercarse, por no despertar al reptil y precipitar la catástrofe.
Por otra parte, tenían que darse prisa porque el día se acercaba y los caballos podían de un momento a otro hacer ruido al despertarse.
—Hang, ¿qué hacemos? —preguntó Romero con terrible ansiedad.
—Deja el fusil y echa mano al sable, mientras yo desnudo la catana —respondió el chino, que había conservado su serenidad—. Las armas cortas son mejores en estos casos.
—¿Arremetemos con ella?
—Sí; pero sin ruido. Mientras Than-Kiu está echada no corre peligro; pero en cuanto se despierte y se incorpore está perdida. ¡Adelante y silencio!
Empuñando el uno el sable y el otro la catana, se acercaron sigilosamente al reptil, marchando sobre las puntas de los pies y sin separar de él los ojos.
Sólo distaban ya tres o cuatro pasos cuando uno de los caballos relinchó estrepitosamente.
Despertado bruscamente, el reptil levantó la cabeza; pero al hacer un movimiento tocó con sus ásperas escamas el bello rostro de Than-Kiu.
Escapósele un grito a Hang al ver que la joven iba a incorporarse.
—¡No te muevas!
En seguida los dos se lanzaron adelante con las armas levantadas.
Al verlos la serpiente irguió la mitad del cuerpo lanzando silbidos de rabia. Al ver junto a sí a la china se precipitó sobre ella, tratando de envolverla entre sus anillos; pero Than-Kiu, aunque sintió el contacto de las escamas del reptil, permaneció inmóvil.
Lo mismo que Hang, sabía perfectamente que mientras estuviese echada en tierra no era fácil que la serpiente hiciera presa en ella, y tenía probabilidades de salvarse.
Hang y Romero cayeron de un salto sobre el monstruo. Éste, con un movimiento rápido, evitó la cuchillada que con la catana le dirigió el primero, y trató de envolver con sus anillos al mestizo, pasándole la cola por entre las piernas para derribarle; pero tenía que vérselas con adversarios esforzados.
De un salto, Romero se salvó del coletazo, contestándole con una cuchillada que ningún efecto hizo, por haber resbalado la hoja del sable en las escamas del reptil; pero Hang-Tu acudió a su socorro, y de un golpe con la catana deshizo la cabeza de la serpiente.
Más la lucha no había terminado todavía, porque el monstruo, mutilado y sangriento como estaba, se defendía de sus adversarios, tratando todavía de envolverlos y de triturarlos entre sus anillos.
Pero los mestizos y tagalos de la partida, ya todos en pie, habían echado mano de los fusiles y dispararon contra el reptil, sin que una sola de las balas se perdiera. El sable de Romero y la catana de Hang acabaron la obra.
—¡Por Buda y por Fo! —exclamó Hang mientras limpiaba la hoja de su catana, teñida en sangre—. ¡Si no nos apresuramos a salir de estos valles, acabaremos por dejar los huesos en ellos!
—Than-Kiu —dijo Romero acercándose a la joven china—, ¡cuánto he temblado por ti! ¡Eres una valiente! Ninguna otra mujer habría podido resistir a semejante prueba sin morirse de miedo.
—Than-Kiu no quería morir, y no se movió —respondió la china—. ¡Gracias por tu socorro, mi señor!
—¡A caballo! —ordenó Hang—. ¡No veo el momento de salir de estos valles salvajes!
Montaron todos los de la partida, y se alejaron a toda prisa de aquel campamento que tan fatal pudo ser para ellos y para la Flor de las Perlas.
Todo aquel día y al siguiente marcharon Hang-Tu y sus compañeros atravesando montes y valles, sin detenerse sino breves momentos para refrescarse y que descansaran las cabalgaduras. Hacia el mediodía del tercero, un mestizo que se les había adelantado para buscar camino por una cañada volvió al galope anunciándoles la proximidad del mar.
Apresuraron todos el paso, y al salir de aquella angostura se detuvieron dirigiendo a lo lejos la mirada.