LA TRISTEZA DE LA «FLOR DE LAS PERLAS»
No podía ser mejor el lugar elegido por el chino para refugio, durante algunos días, de Romero y de la valerosa Than-Kiu.
Hallábase en la cima de una montaña que formaba una pequeña explanada rodeada de malezas, y cuyas vertientes estaban cubiertas de espesísimas selvas en que debía de abundar la caza, condición muy necesaria en aquellos momentos en que carecían completamente de víveres por haberlo perdido todo en la desastrosa retirada.
Desde allí se dominaba gran extensión de tierra y una parte del curso del Zapote, y se podían observar los movimientos de las dos brigadas del general Lachambre y estar prevenidos contra cualquier sorpresa en el caso de que alguna compañía de soldados pretendiese efectuarla.
Decidióse al punto la construcción de una choza que los pusiera al cubierto de la humedad de las noches y de los ardientes rayos del sol.
Antes de que oscureciese ya habían construido los cinco mestizos con ayuda de los dos tagalos y del chino una cabaña de ramas y follaje, incapaz de resistir a las balas, pero muy suficiente para preservar de la intemperie.
Por aquella noche tuvieron que conformarse con algunos plátanos y naranjas que se encontraron en la arboleda, alimento algo escaso para su estómago, debilitado por todo un día de ayuno.
Aunque nada había que temer de parte de los españoles, no habiéndose visto mover a las tropas de Lachambre, ni tampoco de las fieras, porque en las islas Filipinas, fuera de los cocodrilos y de las serpientes que suele haber en los lugares pantanosos, no hay animal ninguno capaz de atacar al hombre, dispuso Hang-Tu que se repartiese la noche en cuartos de guardia para estar bien informado de los movimientos de las tropas del general Lachambre. Necesitaba saber bien el camino que tomaba para trazarse el camino que había de seguir para llegar a la ribera del mar sin peligro de tropezar con las tropas.
Pasaron tranquilamente la noche y pudieron reponerse de las fatigas de los días anteriores.
Los españoles no se habían movido al parecer de San Nicolás para acudir a reforzar las tropas del general Polavieja, que operaba contra Cavite.
Al día siguiente se internaron en el bosque algunos mestizos en busca de caza, mientras los tagalos procuraban recoger frutas y miel, habiendo notado durante la marcha del día anterior que había bastantes abejas silvestres por entre la maleza de aquellos contornos.
Unos y otros fueron afortunados, porque antes del mediodía volvieron llevando dos monos llamados lar, cuadrúmanos de ochenta centímetros de alto, de pelaje pardo oscuro, de cara negrísima, con una faja de pelos blancos que les da un aspecto de lo más raro, y las narices rosadas; un gato pescador, hermoso bicho de ochenta y cinco centímetros de largo y cuarenta de alto, de pelaje basto y diversamente coloreado y con fajas oscuras, robusto selvático morador de las orillas de los torrentes y los ríos y que se alimenta de peces, pájaros y serpientes, y ataca a veces hasta a los niños.
Cazaron los otros exploradores muchos volátiles y recogieron gran cantidad de miel exquisita y aromática, además de muchos plátanos, gruesas naranjas, piñas y mangos.
Trataron también, aunque en vano, de dar caza a algunos jabalíes y ciervos de unas piaras que vieron, prometiéndose repetir al día siguiente sus tentativas.
Durante aquel día, Hang-Tu estuvo constantemente observando desde lo alto de la más alta roca de aquellas inmediaciones todo el campo vecino, por si veía moverse a las tropas españolas. Había visto ya a algunos batallones salir de San Nicolás y alejarse por la orilla opuesta del Zapote, como en dirección de Pamplona.
Hacia la caída de la tarde habíanlos seguido otros en la misma dirección, lo cual le tranquilizaba, porque hallándose del lado de acá del río podían llegar al mar sin tropezarse con ellos.
—Si de aquí a una semana estás curado, podremos llegar a Cavite marchando aprisa —dijo a Romero, que había subido también a reunírsele en aquel observatorio.
—Podríamos emprender antes el camino —le respondió el mestizo—, porque la herida no me molesta nada.
—No —le dijo el chino—. En Cavite tendremos mucho que hacer, y pudiera abrírsete la herida con el movimiento y hacerte caer de nuevo en la cama cuando más necesitamos de ti. La plaza está bien provista y bien armada, y se sostendrá contra los españoles mucho tiempo todavía, a pesar del bombardeo de la flota.
—¿Son buenas las partidas que hay allí?
—Son las mejores, Romero; formadas casi todas ellas de mestizos y tagalos que militaban antes en las tropas coloniales españolas. Hay allí también buenos cañones, y las municiones deben de abundar todavía.
—¿Quién manda esas partidas?
—Andrés Bonifacio con sus hermanos y Aguinaldo; jefes todos valerosos e inteligentes, por más que no anden muy bien avenidos por los celos que hay entre ellos[5].
—Tomaremos nosotros el mando, y así suprimiremos ese inconveniente.
—Ya se despacharon antes de nuestra salida de Manila varios correos a Cavite dando cuenta de las disposiciones adoptadas por las sociedades secretas invistiéndonos a nosotros de la dirección suprema de las operaciones de la guerra. Deben de estar esperándonos de un día a otro.
—Quizá podamos resistirnos largo tiempo y obligar a las tropas españolas a abandonar la Península.
—Me temo, Romero, que sea difícil, y más ahora en que el general Lachambre va a juntarse con el general Pola —vieja y a tomar quizás el mando de las tropas.
—¿Va Polavieja a cedérselo? —preguntó Romero atónito.
—He oído decir a algunos hombres de las partidas que el general Polavieja no se encuentra en disposición de seguir operando porque la enfermedad del hígado que padece le impide hasta montar a caballo[6].
—¿Y le sucederá Lachambre?
—Sí, por desgracia.
—O los tendremos a los dos frente a Cavite —dijo para sí Romero.
—Quizá —le respondió Hang levantándose—. Ya ves que tampoco el baluarte de la insurrección podrá resistirse mucho tiempo, rodeado como estará de un muro de hierro y de fuego. Ya no quedan en esta provincia partidas capaces de desalojar de la Península a las tropas enemigas.
—Es verdad; pero si cae Cavite iremos a incorporarnos a las partidas que defienden Malabón y Bulacán.
—Si conseguimos atravesar ese cerco de hierro. Podré engañarme, pero el corazón me dice que Cavite ha de sernos fatal a uno de los dos.
—Y si así es —dijo Romero—, ¿no he venido a la insurrección buscando la muerte?
—Eres demasiado joven para morir, y todavía puedes gozar días felices. Mi caso es otro; yo sólo amo la libertad y la patria, mientras que tú tienes personas que te quieren.
—¿Y qué me importa, si nunca ha de ser mía la mujer a quien amo? —dijo tristemente Romero.
—¿Piensas en la muchacha blanca? —exclamó Hang-Tu con voz sorda—. ¡Ésa te olvida!
—¿Teresita?
—Otra hay que te ama y quizá más que la muchacha blanca.
—Lo sé: Than-Kiu —murmuró el mestizo suspirando—. ¿Por qué la ha puesto la suerte en mi camino?
—¿Por qué dices eso? —preguntó Hang con acento sombrío.
—Porque conozco que no podré amarla mientras exista Teresita; sin embargo,…
—Sigue.
—Sin embargo, es bien digna de ser querida. ¡Cuánto cariño en esa generosa muchacha! ¡Y tengo que destrozarle el corazón a pesar de deberle la vida el comandante Alcázar y yo!
—¿Y no podrás quererla nunca?
—Sí; pero como se quiere a una hermana.
—¡No le bastará! —dijo Hang tristemente.
—Lo sé; pero la muchacha blanca me ha hechizado, Hang, y no podré olvidarla nunca. ¿Qué quieres? El destino así lo ha dispuesto.
—¡Es verdad! —murmuró Hang—. Siempre el destino. ¡Than-Kiu morirá desgraciada!
—¿Y tú? —preguntó Romero, volviéndose hacia el chino—. Es una muchacha de tu misma raza, linda y valerosa, y tú eres fuerte y animoso.
—¿Y qué? —exclamó Hang, apretando los dientes y con los brazos cruzados.
—¿Qué te impide hacerla dichosa?
—¡Yo! —exclamó el chino—. ¡Hang-Tu no podrá jamás!
—¿Quién te lo impide?
Hang iba a abrir los labios para contestarle; pero volvió a cerrarlos convulsivamente con tanta fuerza, que sus dientes chocaron y rechinaron. En seguida se alejó descendiendo por la ladera de la montaña. Le pareció a Romero que su amigo era presa de emoción profunda y que se iba para evitar nuevas preguntas.
—Algún misterio hay en la vida de Hang-Tu —se dijo para sí el mestizo—, y quizá tiene alguna relación con Than-Kiu ese misterio. ¿Lo sabré algún día?
Movió tristemente la cabeza y se levantó para volver a la choza. Al pie de la roca vio a la joven china sentada en un pedrusco contemplando melancólicamente la luna, que en aquel momento se levantaba sobre el horizonte, roja como un disco de metal incandescente.
Al oír los pasos de Romero, experimentó una sacudida y se levantó diciendo:
—Ven, mi señor. La humedad es dañosa para las heridas.
El mestizo, que estaba pensativo, pareció no oírla, porque en lugar de contestarle le preguntó:
—¿Has visto a Hang-Tu?
—Sí —respondió ella distraídamente—. Le he visto bajar de la montaña, mi…
—¿Qué más ibas a decir, Than-Kiu?
Ella se estremeció al oír aquella pregunta, y le contestó con algún embarazo:
—Iba a decir «mi señor»… ¿Acaso no te llamo así siempre?
—Sí, muchacha.
Después se encaminó sin hablar palabra hacia la cabaña que se alzaba en la explanada. Than-Kiu siguió tras él; pero después de algunos pasos se detuvo, diciéndole con dulzura:
—¿Se siente mal, mi señor? Le encuentro triste y pensativo.
—Es la insurrección lo que me preocupa, Than-Kiu —le contestó Romero.
La jovencita le puso una mano en el hombro, y al volverse él le miró fijamente frente a frente.
—No —dijo ella pasado un momento—. Tus labios no dicen la verdad de lo que pasa en tu corazón.
—¿Y qué quieres que sea?
—¡La mujer blanca! —respondió con voz temblorosa.
—¡Está tan lejos, Than-Kiu!
—Sí; pero estás pensado en ella.
—No me hables de Teresita, muchacha. Ese nombre te hace daño.
—Es verdad, mi señor. La Flor de las Perlas, que no tiembla con el fragor de los combates, pierde el color cuando oye el nombre de la mujer blanca.
—¡Calla, muchacha!
—¡La mujer blanca traerá la desgracia a la mujer del río Amarillo!
Asiendo luego a Romero por una mano y señalándole una estrella que brillaba sobre el horizonte, prosiguió:
—Mírala, mi señor, cómo brilla. Es la estrella de la Perla de Manila. Hace muchas noches que la contemplo y que la veo relucir cada vez más espléndida. ¡Nosotros creemos en los astros!
—Eso son locuras.
—No, mi señor. Mira, en cambio, mi estrella. Su luz pálida parece ir a extinguirse de un momento a otro. Cuando esté sobre mi tierra se apagará del todo, y entonces morirá también la hija de la Tierra del Sol.
La voz de la muchacha acabó en un sollozo.
—Y después de todo, ¿qué importa? —prosiguió diciendo con voz tan tenue que parecía un lejano lamento—. Mi señor no me querrá nunca; pero Than-Kiu no será mucho tiempo desgraciada. Allá abajo, hacia donde el sol se pone, está la tierra de sus padres, y Hang llevará al jardín de las flores el cuerpo de la Flor de las Perlas a la sombra de los lirios y de las grandes cúpulas de refulgentes escamas. Than-Kiu no teme a la muerte. ¡Bienvenida sea!
Sus palabras volvieron a acabar en un sollozo profundo. Romero, hondamente conmovido, atrajo hacia sí a la desgraciada joven, diciéndole:
—Tú eres desgraciada, mi pobre Than-Kiu; pero ¿crees que yo soy feliz? Te engañas, muchacha. Tu corazón mana sangre, pero también el mío. Tú te lamentas, pero tampoco yo estoy alegre. Tú amas sin esperanza, pero ¿crees que yo tengo alguna? Tú no sabrás nunca cuánto he padecido por esta muchacha blanca que la insurrección me ha robado. Somos dos infelices. Than-Kiu, perseguidos por un destino implacable. Eso es todo.
—Pero tú amas a la mujer blanca.
—Sí; la amo, es verdad; y si muero, mi último pensamiento será para ella, y también para ti, a quien amo como a una hermana y a quien hubiera querido amar como a una esposa.
—¡Mi señor! —exclamó Than-Kiu.
—Sí, valerosa muchacha.
—¡Pero la Perla de Manila no te pertenece todavía!
—Pero la quiero, Than-Kiu.
—Pero ¿y si muriese?
Miró Romero a la muchacha, que estaba transfigurada. Sus facciones, tan dulces, envueltas siempre en una expresión de melancolía, tenían un aire de fiereza. Sus ojos centelleaban.
—¿Si el destino la matase?… —preguntó la joven china con voz sibilante.
—¡Me das miedo, Than-Kiu! —exclamó Romero—. ¡Leo en tus ojos un pensamiento tenebroso!
—¡No! —contestó ella. Se cubrió la cara con las manos y se dejó caer lentamente en el suelo, como si un viento helado hubiese marchitado aquella flor lozana de la Tierra del Sol.
—¡No! —le oyó decir Romero con voz sofocada por los sollozos—. ¡Mi señor también moriría! ¡La Flor de las Perlas no podría ocupar nunca el lugar de la Perla de Manila! ¡Fatalidad!
Romero se bajó para levantarla; pero antes de que la tocase, se enderezó ella de un salto brusco.
—La humedad de la noche puede hacer daño a mi señor —dijo con acento tranquilo, pero que revelaba profunda resignación—. La herida puede volver a abrírsete.
Se adelantó rápidamente hacia la cabaña, ante la cual velaba uno de los mestizos; esperó a que llegase Romero, y después se sentó a la puerta, envolviéndose en su manto blanco de seda, y apoyando la cabeza en las manos se quedó inmóvil.
Hang-Tu volvió hacia la media noche. Estaba aún tan preocupado, que no vio a Than-Kiu. Preguntó al centinela si había ocurrido algo, y tranquilo por la contestación negativa del interpelado, se sentó junto a la hoguera que se había encendido detrás de unas rocas enormes para ocultarla a la vista de las tropas españolas que pudieran estar todavía acampadas en las riberas del Zapote.