CAPÍTULO VII

ENTRE FUEGO Y AGUA

El grueso de la columna llegó desordenadamente a la orilla del río, creyéndose atacados a un tiempo por la espalda y por el flanco. Ninguno se había atrevido todavía a lanzar su caballo al agua, porque las lanzas de algunos exploradores tagalos no habían encontrado fondo.

El río, crecido por causa de algunos aguaceros recientes, llevaba mucha agua y corría furioso, no ofreciendo vado alguno por aquella parte. Corríase gran peligro de que el paso del río, con tal aglomeración de caballos y con el pánico que había comenzado a invadir a los hombres, acabase en una catástrofe.

Hang-Tu había comprendido de una ojeada la gravedad de la situación; pero ya no era tiempo de vacilar ni de volverse atrás: o pasaban rápidamente el río, o eran aniquilados por los españoles, que acudían en número imponente desde todos los campamentos.

La vanguardia, parapetada en el arrecife, se defendía vigorosamente haciendo terribles descargas; pero no hubiera podido resistir mucho tiempo a los ataques de toda la brigada.

—¡Al agua! —gritó Hang-Tu.

Acordóse en aquel momento de Romero y de Than-Kiu, y se detuvo dirigiendo una mirada angustiosa a los jinetes que se amontonaban en grueso y confuso tropel en la orilla.

—¡Romero! —gritó.

—¡Aquí estoy! —respondió una voz.

El mestizo se le reunió abriéndose impetuosamente paso por entre la multitud. Al oír los primeros tiros se arrojó de la camilla, a pesar de la oposición de Than-Kiu y de los mestizos encargados de cuidarle; se hizo llevar un caballo y montó en él a todo escape. También había comprendido la gravedad de la situación, y como buen jefe, olvidando los dolores de su herida, acudió a ponerse en primera línea para organizar la defensa y conducir a la partida al otro lado de río. Than-Kiu y los cuatro mestizos siguieron tras él.

Al verle allí, respiró Hang-Tu.

—¿Puedes sostenerte, Romero? —le preguntó.

—Sí —contestó el mestizo.

Than-Kiu, deja el caballo y súbete a la grupa del mío.

—No me asusto del agua, Hang —respondió la muchacha.

—¡Mira que la corriente lleva mucha fuerza! Apéate y agárrate a mí. Mi caballo es fuerte y nos pondrá a salvo.

Than-Kiu obedeció.

—¡Al agua! —gritaron los dos jefes.

Metieron espuela a los caballos y se arrojaron atrevidamente al río.

Animados sus hombres por su ejemplo, y temerosos del fuego que ya había roto contra ellos el enemigo, los siguieron confusa y atropelladamente. Los que se habían quedado sin caballo saltaron a la grupa de sus compañeros.

La corriente, que era rapidísima, arrastraba a hombres y caballos, amenazando tragarse a unos y a otros.

Para mayor desgracia, la vanguardia, oprimida por la superioridad numérica del enemigo, abandonó el arrecife y se arrojó también al agua. Los españoles hacían, pues, fuego a mansalva desde la orilla, sembrando la muerte en aquella muchedumbre.

Hang-Tu y Romero, a la cabeza de todos, hacían lo posible a fuerza de espolazos para sostener a flote a sus cabalgaduras y conducirlas a algunos islotes arenosos que se veían en medio del río. Than-Kiu, a la grupa del chino y sujetándose con el brazo izquierdo a su cintura, descargaba con el derecho contra los españoles todos los cartuchos de su revólver.

Detrás de ellos los chinos y los tagalos, luchando con la corriente, aullaban como fieras. Presos de indecible pánico, se afanaban confusamente por llegar a la orilla opuesta, atolondrando a sus pobres caballos, que sólo podían sostenerse y avanzar haciendo esfuerzos desesperados.

De cuando en cuando hombres y caballos, heridos por las balas enemigas, eran arrastrados por la corriente, chocando violentamente unos con otros y causando nuevas desgracias.

La gritería de los fugitivos, las quejas de los heridos, el ruido de los disparos y el rugido del agua formaban un conjunto atronador que impedía a Hang-Tu y a Romero hacerse oír y dar órdenes para evitar que aquella precipitada retirada se convirtiese en una completa catástrofe.

En vano gritaban ordenando a sus hombres que se mantuvieran separados unos de otros para no embarazar a los caballos; en vano recomendaban a todos la calma: su voz se perdía entre aquel ruido ensordecedor.

La columna había sido rota. Algunos caballos, impotentes para resistir al ímpetu de la corriente, habían ido a parar a trescientos, cuatrocientos y hasta quinientos metros de la columna; otros, obligados a retroceder a la orilla de donde habían partido, y los que los montaban habían sido muertos o caído prisioneros en su totalidad.

Entretanto, Hang-Tu, Romero y diez o doce más que no se les habían separado pudieron llegar al primer islote, deteniéndose en él a esperar a sus compañeros. Viendo que los españoles no cesaban de tirar y que iban siendo cada vez en mayor número, se apearon de los caballos y parapetados tras ellos contestaron a sus descargas.

Los que iban llegando en grupos de dos y de tres hicieron lo mismo, protegiendo así a los que seguían luchando con la furia de las aguas.

Cruzábanse las balas sobre el río con agudos silbidos. Caían los hombres por una y otra parte, pero los insurrectos en mayor número. Las partidas iban quedando muy mermadas, mientras que las compañías del enemigo engrosaban de continuo.

De los doscientos insurrectos que habían entrado en el río, apenas quedarían cincuenta; los demás habían perecido, y sus cuerpos, juntamente con los de muchos caballos, se amontonaban en las orillas del islote o eran arrastrados por las aguas.

Hang y Romero, ansiosos de salvar los restos de su gente, dieron orden de emprender nuevamente la retirada en cuanto la tuvieron reunida a toda ella en el islote. La orilla estaba ya cerca, y los árboles que la cubrían podían ofrecerles excelente refugio.

Atravesaron rápidamente el brazo del río que de ella los separaba, siempre bajo el fuego enemigo, y escondiéndose en la arboleda, esperaron allí la llegada de los que habían ido a parar a mayor o menor distancia de aquel paraje.

—¡Aprisa, aprisa! —gritaba Hang-Tu—. ¡Tendremos que combatir con la tropa que vadeó el río antes que nosotros!

Los insurrectos iban llegando a la desbandada: unos a caballo, otros a pie y algunos hasta sin armas por haber tenido que soltarlas para salvarse a nado.

Cuando Hang-Tu los vio a todos juntos, dio la orden de ponerse en marcha, después de disponer que los que estuvieran montados llevasen a la grupa a los que hubiesen perdido los caballos, esperando poder llegar a San Nicolás antes de que el general Lachambre ordenase el ataque.

El pueblo no estaba lejos, y con una buena galopada podían llegar a él en menos de tres cuartos de hora.

Toda la columna se lanzó al galope, internándose en un valle por el cual corría un arroyuelo afluente del río Zapote, procurando ocultarse entre los árboles que crecían en el llano y en las laderas.

Habían cesado los disparos por la parte del río; pero más allá, hacia San Nicolás, se oían sonar las trompetas de los españoles. Sin duda, el general se preparaba a atacar.

—¿Crees que llegaremos a tiempo? —preguntó Romero, que iba al lado de Hang.

—Quizá, si nos apresuramos —respondió el chino.

—Me temo que sea bien poco útil nuestra ayuda, Hang. Nuestra gente está muy cansada y muy desmoralizada.

—Haremos lo que se pueda. Nuestra presencia quizás infunda ánimo a los insurrectos para defenderse hasta la desesperación. Lo que temo es que encontremos el camino cortado.

—Trataremos de rodear las posiciones españolas. Acaso el cerco de San Nicolás no sea aún completo.

—¡Ojalá sea así, Romero! ¿Cómo va tu herida?

—Está ya bastante cicatrizada. Dentro de tres o cuatro días estará curada del todo.

—¿No te molesta el movimiento del caballo?

—Sí; pero no mucho.

Oyéronse en aquel momento toques de corneta hacia el fondo del valle, y más allá los de las bocinas de guerra de las partidas insurrectas.

Hang-Tu paró en seco el caballo y miró con inquietud hacia el fondo del valle.

—¿Será que los españoles se ponen en movimiento? —preguntó.

—Así lo creo —respondió Romero, que se había detenido también—. Esos toques son de romper fuego.

Apenas habían acabado de decir estas palabras, cuando se oyeron dos violentos cañonazos en las alturas, seguidos de un tercero por la parte del río.

—¡Llegaremos demasiado tarde! —exclamó Hang iracundo.

—O no podremos llegar de ninguna manera con las pocas fuerzas que traemos —dijo Romero.

—¿Por qué?

—Mira hacia allá. ¿No ves las tropas españolas avanzar en grandes masas por el bosque? Toda la primera brigada del general Lachambre se dispone a atacar, y la segunda ha vadeado, sin duda, el río para cortar la retirada a los insurrectos.

—No importa, Romero; daremos una carga, y que pase quien pueda.

Y en seguida, alzándose en los estribos y desnudando la catana, exclamó:

—¡Adelante los que no teman a la muerte!

Adelantóse al galope la columna por el valle. Acababa aquel valle en una estrecha garganta que debía desembocar en las cercanías de San Nicolás. Hacían lo posible por avanzar con rapidez; pero se lo estorbaban los grandes matorrales y los grupos de árboles, obligándolos a desparramarse y a acortar el paso. Algunos jinetes, sea porque estuviesen mal montados, sea porque no tuvieran muchas ganas de exponerse, se quedaban rezagados para escabullirse en el momento oportuno.

El ataque a San Nicolás había comenzado con gran resolución y energía.

Retumbaban incesantemente los cañonazos y menudeaban las descargas de fusilería. Alzábase una nube de humo blanco sobre los árboles y se oían los toques de corneta y los gritos de «¡Viva el Rey!» y «¡Viva la Reina Regente!» que lanzaban las tropas. Los insurrectos, atrincherados en el pueblo, debían de defenderse desesperadamente, porque también hacia allí se oía un fuego nutridísimo, aunque algunas casas ardían incendiadas por las granadas.

Romero y Hang, sin embargo, seguían avanzando, por más que hubieran notado que su columna iba disminuyendo rápidamente. Confiaban en llegar sin ser descubiertos hasta las mismas espaldas de las tropas españolas y abrirse paso a través de ellas por una furiosa carga que les permitiera entrar al galope en San Nicolás.

Su plan estaba destinado a malograrse. Algunos españoles que pasaban también por el valle atravesando el bosque, al notar la presencia de la partida y después de dar la voz de alarma, habían tomado posiciones y roto el fuego contra ella.

Hang-Tu y Romero, viendo que su gente se resistía a seguir adelante, se acogieron al bosque que tenían enfrente para precaverse de las descargas que les hacían; pero advirtieron muy pronto que aun así corrían peligro de ser destruidos, o cuando menos diezmados.

Otros soldados que ocupaban las alturas del valle habían también roto el fuego, y viendo que sus tiros no tenían gran eficacia, comenzaron a arrojar pedruscos enormes, que bajaban rodando con gran estrépito, rompiendo y aplastando a su paso no pocos árboles y plantas.

Algunos chinos y tagalos, espantados, abandonaban el campo, retirándose aceleradamente.

—Hang —dijo Romero—, vamos a ser aniquilados en este valle.

—¡Pero allí combaten todavía! —respondió el chino.

—Pero ¿crees tú?…

Unas denotaciones espantosas que venían de la parte de San Nicolás le cortaron la palabra. ¿Eran explosiones de minas, o era que había hecho explosión el almacén de municiones de los insurrectos?

Hang-Tu se disponía a bajar de nuevo al valle, cuando se oyó hacia su extremo una confusa gritería seguida de un terrible fuego de fusilería.

Romero y toda la columna se lanzaron en pos del chino, y vieron bajar precipitadamente al valle centenares de hombres mezclados en horrible confusión, y muchos grupos de caballos que corrían a galope.

Les bastó una mirada para comprender de qué se trataba: eran las partidas insurrectas de San Nicolás que huían desenfrenadamente, perseguidas por las tropas de la primera brigada del general Lachambre, que debían de haber tomado ya las trincheras.

Aquella oleada de fugitivos llegó muy pronto adonde se encontraba la gente de Romero y Hang-Tu. Eran mestizos, chinos, tagalos, hombres y mujeres, invadidos todos de terrible pánico. Hang-Tu y Romero se arrojaron entre ellos para detenerlos; pero se perdían sus voces entre el espantoso tumulto de los fugitivos.

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—¡Deteneos! —exclamaban—. ¡Volved cara al enemigo! ¡Somos los jefes de la insurrección!

Ninguno los oía. Todos huían a la carrera, tirando las armas y los cartuchos para quitarse peso de encima, atropellándose y derribándose unos a otros y pisoteando a los que caían al suelo. Los caballos que iban entre ellos, muchos sueltos, contribuían a aumentar la confusión y el estrago.

Pasó toda aquella turba como un río impetuoso por delante de la columna, dispersándose por los bosques y dejando tras de sí una larga fila de muertos y de moribundos horriblemente estropeados. Muchos de los tagalos y chinos de Romero y de Hang, contagiados por el pánico, se habían ido con ellos, a pesar de los gritos y amenazas de los jefes.

La pelea había acabado. Las tropas españolas, victoriosas una vez más, habían abatido la bandera de la insurrección que ondeaba en las trincheras de San Nicolás, quedando dueñas del campo de batalla.

La insurrección estaba vencida, sin esperanza de remedio, en la riberas del Zapote.

Hang-Tu y Romero, viendo que todo estaba perdido y que nada podían hacer, se habían retirado hacia la salida del valle para repasar el río antes de que la brigada del audaz y valeroso general Lachambre les cortase la retirada.

Sus partidas se habían casi evaporado. Sólo seis mestizos, tres tagalos y un chino y la valerosa Than-Kiu seguían con ellos.

Se alejaron al galope por el valle, despedidos por las descargas de las tropas victoriosas, que les mataron un mestizo y un tagalo, y se dirigieron apresuradamente hacia el río, esperando encontrar algunos grupos de fugitivos; pero no tropezaron con uno solo de ellos.

Los defensores de San Nicolás, en vez de cruzar el Zapote para dirigirse a Cavite, único lugar en que se sostenía la insurrección con éxito, se habían diseminado por las selvas y las montañas. Pensar en reunirlos y reorganizarlos hubiera sido un sueño. Se hubieran necesitado unas cuantas semanas, durante las cuales las tropas españolas los habrían destruido.

—Nada podemos hacer aquí —dijo Romero a Hang-Tu—. El Zapote y Pamplona están definitivamente perdidos.

—¡Lo temo! —respondió el chino suspirando—. ¡Hang-Tu lee a veces el porvenir!

—¿Y lo ha visto oscuro?

—Sí, Romero.

—La insurrección no está vencida, Hang. Todavía están Cavite, Bulacán, Bacoor, Malabón, Rosario, Noveleta y Santa Cruz en manos de los patriotas, y seguirán resistiéndose.

—Pero las tropas de la vieja España son valerosas y aguerridas, Romero. Al principio de la insurrección tenía yo mucha confianza en nuestras partidas; pero ya ves cómo se baten. Hemos tenido pocas victorias y muchas derrotas. ¡Ea! ¡Echémonos al agua, no sea que los españoles nos caigan por la espalda! Nada tenemos que temer al lado de allá del río ahora que está en San Nicolás la segunda brigada.

Entraron con los caballos en el río, y habiendo encontrado un vado, pasaron a la otra orilla sin obstáculo alguno.

Hang-Tu, para interponer considerable distancia entre las tropas españolas y su minúscula banda, a fin de evitar ser sorprendido, prosiguió la marcha internándose en las montañas que formaban la cuenca del río, aun a riesgo de cansar a su gente. Quería llegar a algún lugar desierto, para que Romero pudiera descansar algunos días antes de emprender la larga y peligrosa marcha hacia Cavite.

Habiendo llegado hacia mediodía a un sitio a propósito para acampar, dio orden de hacer alto.